Cuentos esenciales (80 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Parent prosiguió con voz más fuerte:

—¡Fuera de aquí inmediatamente!… ¡Fuera de aquí!

Al ver aplacada su exasperación del primer momento, su mujer se envalentonó, se irguió, dio dos pasos hacia él y, casi con insolencia, dijo:

—¿Es que has perdido la cabeza?… ¿Se puede saber qué te ha dado?… ¿A qué viene esta vergonzosa agresión?

Él se volvió hacia ella, alzó el puño para matarla y, balbuceando, dijo:

—¡Oh!…, ¡oh!…, ¡es demasiado!…, ¡es demasiado!…, ¡lo he… lo he… oído todo!…, ¡todo!…, ¡todo!…, ¿comprendes?…, ¡todo!…, ¡miserable!…, ¡miserable!…, ¡Sois dos miserables!… ¡Fuera de aquí!…, ¡los dos!…, ¡inmediatamente!… ¡Os mataré!… ¡Fuera de aquí!…

Ella comprendió que no había nada que hacer, que él lo sabía, que no iba a poder alegar inocencia y que era preciso ceder. Pero le había vuelto toda su impudicia y todo su odio contra aquel hombre, incontenible ahora, la empujaba a la audacia, despertaba en ella una necesidad de desafío, una necesidad de provocación.

Dijo con voz clara:

—Vamos, Limousin. Ya que nos echa, me voy a su casa.

Pero Limousin no se movía. Parent, a quien dominaba de nuevo la ira, se puso a gritar:

—¡Fuera de aquí, pues!…, ¡fuera de aquí!…, ¡miserables!… ¡De lo contrario!…, ¡de lo contrario!…

Cogió una silla, que hizo voltear sobre su cabeza.

Entonces Henriette cruzó el salón con paso rápido, cogió a su amante del brazo, le arrancó de la pared donde parecía empotrado y se lo llevó hacia la puerta, repitiendo:

—Vamos, amigo mío, vamos… Ya ve que este hombre está loco… ¡Vamos!…

En el momento en que iban a salir, ella se volvió hacia su marido, pensando en lo que podía hacer, en lo que podía inventar para herirle en lo más vivo al abandonar esa casa. Y se le ocurrió una idea, una de esas ideas venenosas, mortales, en las que fermenta toda la perfidia de las mujeres.

Ella dijo, decidida:

—Quiero llevarme a mi hijo.

Parent, asombrado, balbució:

—¿Tu…, tu… hijo? ¿Tienes el valor de hablar de tu hijo?… ¿Te atreves…, te atreves a pedir a tu hijo…, después de que…, después de que…? ¡Oh, oh, oh!, ¡esto es demasiado! ¿Cómo te atreves? ¡Vete, asquerosa!… ¡Vete!…

Ella volvió hacia él, casi sonriente, sintiéndose casi vengada ya, y provocándole, muy cerca, cara a cara, le dijo:

—Quiero a mi hijo… y tú no tienes derecho a quedártelo porque no es tuyo…, ¿entiendes?, ¿entiendes bien?… No es tuyo…, es de Limousin.

Parent, trastornado, gritó:

—¡Mientes…, mientes…, miserable!

Pero ella prosiguió:

—¡Imbécil! Todo el mundo lo sabe, excepto tú. Te digo que aquí tienes a su padre. Pero si basta con mirarle para darse cuenta…

Parent retrocedía, trastabillando, delante de ella. Luego se volvió de repente, cogió una vela y se lanzó hacia la habitación contigua.

Volvió casi al instante, trayendo en sus brazos al pequeño Georges envuelto en las mantas de su cama. El niño, despertado de sobresalto, espantado, lloraba. Parent lo arrojó en las manos de su mujer, y luego, sin añadir palabra, la empujó con rudeza hacia fuera, hacia la escalera, donde Limousin esperaba por prudencia.

Luego él cerró la puerta, dio dos vueltas a la llave y echó el cerrojo. Apenas hubo regresado al salón, se desplomó de bruces sobre el parqué.

II

Parent vivió solo, completamente solo. Durante las primeras semanas subsiguientes a la separación, el asombro de su nueva vida le impidió pensar mucho. Había retomado su vida de soltero, su costumbre de callejear y comía en restaurantes, como antaño. Como quería evitar todo escándalo, pasaba a su mujer una pensión formalizada notarialmente. Pero, poco a poco, el recuerdo del niño comenzó a obsesionarle. A menudo, cuando estaba solo en casa, por la noche, se imaginaba de pronto que oía a Georges gritar «papá». Su corazón comenzaba al punto a palpitar y se levantaba rápido para abrir la puerta de la escalera y ver si, por casualidad, el pequeño había vuelto. Sí, habría podido volver como vuelven los perros y las palomas. ¿Por qué un niño había de tener menos instinto que un animal?

Tras haber reconocido su error, volvía a sentarse en su sillón, y pensaba en el pequeño. Pensaba durante horas enteras, días enteros en él. No sólo era una obsesión moral, sino también, y más aún, una obsesión física, una necesidad sensual, nerviosa de abrazarlo, de sostenerlo, de tocarlo, de tenerlo sobre sus rodillas, de alzarlo y hacerle hacer cabriolas. Se irritaba al solo recuerdo embriagador de las caricias pasadas. Sentía sus bracitos estrechando su cuello, su boquita depositando un gran beso en su barba, sus cortos cabellos cosquilleando su mejilla. Las ganas que sentía de esos dulces mimos perdidos, de la piel tersa, cálida y bonita ofrecida a sus labios, le enloquecían como el deseo de una mujer amada que ha desaparecido.

En la calle se ponía a llorar repentinamente al pensar que podría tener, caminando deprisa a su lado a pasitos cortos con sus piececitos, a su gordito Georget, como en otro tiempo, cuando le sacaba de paseo. Entonces regresaba a casa; y, con la cabeza entre las manos, sollozaba hasta la noche.

Luego, veinte, cien veces en un día se hacía esta pregunta: «¿Era o no el padre de Georges?». Pero sobre todo era por la noche cuando se entregaba a razonamientos interminables sobre esa idea. Apenas acostado, volvía a empezar, cada noche, la misma serie de argumentaciones desesperadas.

Tras la marcha de su mujer, al principio no había tenido dudas: el hijo era, ciertamente, de Limousin. Pero luego poco a poco le entraron de nuevo. Evidentemente, no podía darse ningún crédito a la afirmación de Henriette. Lo había dicho para provocarle, tratando de desesperarle. Sopesando fríamente los pros y los contras, existían muchas probabilidades de que ella hubiera mentido.

Tal vez sólo Limousin hubiera podido decirle la verdad. Pero ¿cómo saber, cómo preguntarle, cómo hacerle confesar?

Y a veces Parent se levantaba en plena noche, decidido a ir a ver a Limousin, a rogarle, a ofrecerle todo lo que quisiera para poner fin a esa terrible angustia. Luego volvía a acostarse desesperado, tras haberse dicho que también el amante mentiría sin duda. Seguro que mentiría para impedir al verdadero padre recuperar a su hijo.

Entonces, ¿qué podía hacer? ¡Nada!

Y se sentía afligido por haber forzado los acontecimientos de aquel modo, por no haber pensado y haber perdido la paciencia, por no haber sido capaz de esperar y de fingir durante uno o dos meses, para poder comprobarlo así con sus propios ojos. Hubiera tenido que disimular sus sospechas y dejar que ellos se delataran poquito a poco. Le habría bastado con ver al otro abrazar al niño para comprenderlo. Un amigo no abraza como un padre. Hubiera tenido que espiarlos desde detrás de las puertas. ¿Cómo no se le había ocurrido? Si Limousin, al quedarse a solas con Georges, no le hubiera cogido enseguida, estrechado entre sus brazos, besado con pasión, si le hubiera dejado jugar con indiferencia, sin ocuparse de él, entonces no habría cabido ninguna duda: en ese caso ni era, ni se creía, ni se sentía su padre.

De ese modo él, Parent, echando a la madre, habría conservado a su hijo y habría sido feliz, muy feliz.

Revolviéndose en la cama, sudoroso y atormentado, trataba de recordar cómo era Limousin con el niño. Pero no le venía nada a la cabeza, absolutamente nada, ni un gesto, ni una palabra, ni una caricia sospechosa. Tampoco, por lo demás, la madre se ocupaba de su hijo. De haber sido del amante, sin duda le habría querido más.

Por tanto le habían separado de su hijo por simple venganza, por crueldad, para castigarle por haberlos sorprendido.

Y estaba decidido a ir, apenas se hiciera de día, al juzgado, para que le devolvieran a Georget.

Pero, acto seguido de haber tomado esta decisión, se convencía de lo contrario. Si Limousin había sido, desde el primer día, el amante de Henriette, el amante querido, tenía que haberse entregado a él con ese arrebato, esa naturalidad, ese ardor que hacen madres a las mujeres. La fría reserva que ella siempre había mostrado en sus relaciones íntimas con él, Parent, ¿no era acaso también un obstáculo para concebir un hijo suyo?

En ese caso, reclamaría, recuperaría, se quedaría para siempre y cuidaría al hijo de otro. No podría mirarle, abrazarle, oírle decir «papá» sin sentirse corroído y desgarrado por este pensamiento: «No es hijo mío». ¡Se condenaría a ese suplicio a cada momento, a una vida desgraciada! ¡No! Era preferible quedarse solo, vivir solo, envejecer solo y morir solo.

Y cada día, cada noche se reanudaban esas atroces dudas y los tormentos que nadie podía aplacar o ahuyentar. Temía sobre todo, al caer la noche, la oscuridad, la tristeza del crepúsculo. Descendía a su corazón, con las tinieblas, una lluvia de dolor, se desataba un huracán de desesperación que le ahogaba y trastornaba. Temía sus pensamientos como si fueran malhechores, huía delante de ellos como un animal acosado. Pero sobre todo tenía miedo de su casa vacía, tan oscura y terrible, así como de las calles desiertas, donde uno brilla, a trechos, más que un mechero de gas, donde el viandante solitario que se oye a lo lejos nos parece un delincuente y hace aminorar o acelerar el paso, según si viene a nuestro encuentro o nos sigue.

Así Parent, a pesar suyo, por instinto, se dirigía hacia las grandes calles iluminadas y llenas de gente. Le atraían, le distraían, le aturdían la luz y la multitud. Luego, cuando se cansaba de dar vueltas, de vagabundear entre los remolinos de gente, cuando veía escasear los paseantes y más despejadas las aceras, el terror a la soledad y al silencio le empujaba hacia un gran café, lleno de parroquianos y de luz. Iba allí como los insectos van hacia la llama, se sentaba delante de un velador redondo y pedía una caña. Se la bebía despacio, preocupado cada vez que alguien se levantaba para irse. Hubiera querido cogerle de un brazo, retenerle, rogarle que se quedara un poco más, pues tanto era su temor al momento en que el camarero, de pie delante de él, le diría con tono furioso: «¡Venga, señor, vamos a cerrar!».

Porque era siempre el último, noche tras noche. Veía meter dentro las mesitas, apagar, uno a uno, los mecheros de gas, salvo dos, el suyo y el del mostrador. Observaba con mirada afligida a la cajera contar el dinero y guardarlo en la caja, y se iba, empujado afuera por los camareros que murmuraban: «¡Menudo zopenco! Se diría que no sabe dónde dar con sus huesos».

Y en cuanto volvía a encontrarse en la calle oscura, se ponía a pensar de nuevo en Georget y a devanarse los sesos, a torturarse la mente para descubrir si era o no el padre del niño.

Adquirió así la costumbre del café, donde el continuo codearse con los parroquianos hace que esté uno cerca de gente familiar y silenciosa, donde el humo denso de las pipas adormece las inquietudes, y la cerveza fuerte embota el espíritu y aplaca el corazón.

Se estableció allí. En cuanto se levantaba, iba a buscar en el café la proximidad de unas personas en las que ocupar su mirada y su pensamiento. Luego, por pereza de moverse, no tardó en empezar a comer también allí. Hacia mediodía golpeaba con un platito en el mármol del velador y el camarero le traía inmediatamente un plato, un vaso, una servilleta y el menú del día. Cuando terminaba de comer, se tomaba a sorbitos el café, con la mirada fija en la botella de aguardiente, que, dentro de poco, le proporcionaría una hora de aturdimiento. Primero se mojaba los labios con el coñac, como para saborearlo, tomándole gusto únicamente con la punta de la lengua. Luego se lo echaba en la boca gota a gota, inclinando la cabeza hacia atrás, se hacía pasar lentamente el fuerte licor por el paladar, por las encías, por toda la mucosa de las mejillas, mezclándolo con la saliva clara que hacía segregar ese contacto. Acto seguido, rebajado por esta mezcla, se lo tragaba con concentración, sintiéndolo descender por el gaznate hasta dentro del estómago.

Después de cada comida, se tomaba así a sorbitos, durante más de una hora, tres o cuatro copitas que le atontaban poco a poco. Entonces inclinaba la cabeza sobre su panza, cerraba los ojos y dormitaba. Se despertaba hacia media tarde y alargaba enseguida la mano hacia la caña que el mozo le había puesto delante mientras descabezaba un sueño; luego, tras haber bebido, se levantaba del asiento de terciopelo rojo, se ajustaba el pantalón, se estiraba el chaleco hacia abajo para tapar la raya blanca que se veía entre ambos, sacudía el cuello de su chaqueta, sacaba los puños de su camisa fuera de las mangas y a continuación volvía a coger los periódicos que ya había leído por la mañana.

Los volvía a empezar de la primera a la última línea, incluida la publicidad, las demandas de empleo, los anuncios, la cotización de la Bolsa y la cartelera de espectáculos.

Entre las cuatro y las seis, se iba a dar una vuelta por los bulevares, para que le diera el aire, decía; luego volvía a sentarse en el sitio que le habían reservado y pedía su ajenjo.

Entonces charlaba con los parroquianos con quienes había entablado relación. Comentaban las noticias del día, los sucesos y los acontecimientos políticos: ello lo tenía ocupado hasta la hora de la cena. La noche transcurría igual que la tarde hasta el momento del cierre. Éste era para él el momento terrible, el momento en que tenía que volver a casa de noche, a su cuarto vacío, lleno de recuerdos espantosos, de pensamientos horribles y de angustias. Ya no veía a ninguno de sus viejos amigos, a ninguno de sus parientes, a nadie que pudiera recordarle su vida pasada.

Pero como su piso se volvía un infierno para él, tomó una habitación en un gran hotel, una bonita habitación del entresuelo para poder ver a los transeúntes. Ya no estaba solo en ese vasto establecimiento público; sentía un hervidero de gente a su alrededor; oía voces detrás de los tabiques; y cuando sus antiguos sufrimientos le acosaban demasiado cruelmente delante de su cama entreabierta y de su fuego solitario, salía a los amplios pasillos y se paseaba como un centinela, a lo largo de todas las puertas cerradas, mirando con tristeza los zapatos colocados delante de cada una de ellas, los encantadores botines de mujer acurrucados al lado de unos recios botines de hombre; y pensaba que toda esa gente era, sin duda, feliz y que dormían amorosamente, uno al lado del otro o abrazados, en el calor de su cama.

Pasaron cinco años así; cinco años mortecinos, sin otros acontecimientos que unos amores de un par de horas, a dos luises, de vez en cuando.

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