Cuentos esenciales (82 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Y continuarían viviendo así, sin preocupaciones ni inquietudes de ningún tipo. No, no. ¡Eso era demasiado! Se vengaría; iba a vengarse inmediatamente, ya que les tenía al alcance de la mano. Pero ¿cómo? Buscaba, pensaba en cosas espantosas como las que pasan en los folletines, pero no se le ocurría nada práctico. Y bebía, una copa tras otra, para excitarse, para cobrar valor, para no dejar escapar una oportunidad semejante, que no volvería a tener sin duda jamás.

De pronto, tuvo una idea, una idea terrible; y dejó de beber para madurarla. Una sonrisa fruncía sus labios; murmuraba: «Ya les tengo. Ya les tengo. Van a ver. Van a ver».

Un mozo le preguntó:

—¿Desea algo más el señor?

—No, nada. Un café y un coñac, del mejor que tenga.

Y les miraba mientras bebían a sorbitos de sus copas. Había demasiada gente en el restaurante para lo que pretendía hacer; así que esperaría, les seguiría; pues sin duda irían a dar un paseo por la terraza o por el bosque. Cuando se hubieran alejado un poco, les alcanzaría, ¡y entonces se vengaría, sí, se vengaría! Por otra parte, no es que fuera demasiado pronto, después de veintitrés años de sufrimientos. ¡Ah!, no sospechaban en absoluto lo que les iba a suceder.

Estaban terminando de comer lentamente, charlando con calma. Parent no podía oír lo que decían, pero veía sus gestos reposados. Sobre todo le irritaba el rostro de su mujer. Había adquirido un aire altanero, un aire de devota carnosa, de devota inabordable, pertrechada de principios, blindada de virtud.

Luego pagaron la cuenta y se levantaron. Entonces vio a Limousin. Se hubiera dicho un diplomático retirado, de lo importante que parecía con sus bonitas patillas suaves y canas cuyas puntas le llegaban hasta la solapa de la levita.

Salieron. Georges se fumaba un cigarro y llevaba el sombrero ladeado sobre una oreja. Parent les siguió de inmediato.

Dieron primero una vuelta por la terraza y admiraron plácidamente el paisaje, como admira la gente ahíta, luego se adentraron en el bosque.

Parent se frotaba las manos, y no dejaba de seguirles, a distancia, escondiéndose para no llamar su atención demasiado pronto.

Andaban a paso lento, dándose un baño de verdor y de aire tibio. Henriette se apoyaba en el brazo de Limousin y caminaba, erguida, a su lado, como una esposa segura y orgullosa de sí misma. Georges tronchaba las hojas con su junquillo, y a veces salvaba los hoyos del camino con un salto ligero de potrillo brioso presto a perderse entre el follaje.

Poco a poco Parent se acercaba, jadeando de la emoción y de la fatiga, pues ya no caminaba nunca. No tardó en alcanzarles, pero le había dominado un miedo, un miedo confuso, inexplicable, y les adelantó, para volver hacia ellos y abordarles de frente.

Caminaba con el corazón palpitándole, sintiéndoles ahora detrás, y se repetía: «Vamos, éste es el momento: ¡audacia…, audacia!… ¡Éste es el momento!».

Se volvió. Los tres se habían sentado en la hierba, a los pies de un gran árbol; y seguían charlando.

Entonces se decidió y volvió atrás a paso ligero. Deteniéndose delante de ellos, de pie en medio del camino, balbució con voz seca, rota por la emoción:

—¡Soy yo! ¡Aquí me tenéis! No me esperabais, ¿eh?

Los tres miraron a aquel hombre que les parecía un loco.

Él continuó:

—Se diría que no me habéis reconocido. Pero ¡miradme! Soy Parent, Henri Parent. No me esperabais, ¿eh? Pensabais que todo se había terminado, ¿verdad?, terminado para siempre, que no me volveríais a ver nunca más. En cambio, no, ¡aquí me tenéis! Y ahora tendremos, por fin, una explicación.

Henriette, espantada, se cubrió el rostro con las manos, murmurando:

—¡Oh, Dios mío!

Al ver a aquel desconocido que parecía amenazar a su madre, Georges se había levantado, dispuesto a cogerle del cuello.

Aterrado, Limousin miraba con ojos de espanto a aquel aparecido, que, tras haber resoplado durante unos segundos, continuó diciendo:

—Ahora vamos a tener una explicación. ¡Ha llegado el momento! Vosotros me engañasteis, me obligasteis a una vida de galeote, ¿y creíais que no me desquitaría?

Pero el joven le cogió de los hombros, empujándole:

—¿Está usted loco? ¿Qué es lo que pretende? ¡Siga su camino o le atizo!

Parent respondió:

—¿Que qué pretendo? Pretendo hacerte saber lo que son esta gente.

Pero Georges, exasperado, le sacudía, iba a golpearle. El otro prosiguió:

—Suéltame. Soy tu padre… ¡Vamos, mira si me reconocen ahora estos miserables!

Espantado, el joven abrió las manos y se volvió hacia su madre.

Parent, liberado, avanzó hacia ella:

—¿Eh?, ¡dígale quién soy! ¡Dígale que me llamo Henri Parent, y que soy su padre, puesto que su nombre es Georges Parent, puesto que usted es mi mujer y viven los tres de mi dinero, de la pensión de diez mil francos que les paso desde que la eché de mi casa! Dígale también por qué la eché de mi casa. ¡Porque la sorprendí con este asqueroso, este infame, con su amante! Dígale lo que era yo, un buen hombre, que usted se casó conmigo por mi fortuna y me engañó desde el primer día. Dígale quién es usted y quién soy yo…

Balbucía, jadeaba, movido por la ira.

La mujer gritó con una voz desgarradora:

—¡Paul, Paul, impídeselo; que se calle, que se calle, impídele que diga eso delante de mi hijo!

Limousin se había levantado a su vez. Murmuró en voz muy baja:

—Cállese. Cállese. Dese cuenta de lo que está haciendo.

Parent prosiguió con arrebato:

—Sé perfectamente lo que hago. Pero eso no es todo. Hay una cosa que quiero saber, una cosa que me tortura desde hace veinte años.

Luego, volviéndose hacia Georges, fuera de sí, que estaba apoyado en un árbol, le dijo:

—Tú escúchame. Cuando ella se fue de mi casa, pensó que no era suficiente con haberme traicionado; quiso además desesperarme. Tú eras todo mi consuelo; pues bien, ella se te llevó jurándome que yo no era tu padre, ¡sino que tu padre era él! ¿Mintió? No lo sé. Desde hace veinte años me lo pregunto.

Él avanzó hasta muy cerca de ella, con aire trágico, terrible, y, arrancándole la mano con la que se tapaba el rostro, dijo:

—Pues bien, la conmino hoy a que me diga quien de nosotros dos es el padre de este joven: él o yo; su marido o su amante. ¡Vamos, vamos, dígalo!

Limousin se arrojó sobre él. Parent le rechazó y, riéndose sarcásticamente con furor, dijo:

—¡Ah!, qué valiente eres hoy; más valiente que el día que te largaste escalera abajo porque iba a matarte. Pues bien, si ella no responde, hazlo tú. Debes de saberlo tan bien como ella. Di, ¿eres tú el padre de este muchacho? ¡Vamos, vamos, habla!

Él se volvió hacia su mujer.

—Si no queréis decírmelo a mí, decídselo al menos a vuestro hijo. Es ya hombre. Tiene derecho a saber quién es su padre. ¡Yo no lo sé, nunca lo he sabido, nunca, nunca! Yo no puedo decírtelo, muchacho.

Estaba perdiendo la cabeza, su voz adquiría un tono agudo. Y agitaba sus brazos como un epiléptico.

—Sí…, sí… Responded… Ella no lo sabe… Apuesto a que no lo sabe… No…, ella no lo sabe…, ¡por Dios!…, ¡se acostaba con los dos!…, ¡ja, ja, ja!…!, nadie lo sabe…, nadie. ¿Acaso se saben estas cosas?… Tampoco tú lo sabrás, muchacho, no lo sabrás, igual que yo…, nunca… Vamos, pregúntale…, pregúntale…, verás como ella no lo sabe. Tampoco yo…, él tampoco…, tú tampoco…, nadie lo sabe… Puedes elegir…, sí…, puedes elegir…, él o yo… Elige… Buenas tardes…, se acabó… Si ella se decide a decírtelo, ven a hacérmelo saber al Hôtel des Continents, ¿eh?… Me gustará mucho saberlo… Buenas tardes… Que lo pasen bien…

Y se fue gesticulando, mientras seguía hablando solo, bajo los grandes árboles, en al aire vacío y fresco, oloroso a savia. No volvió la cabeza atrás para verles. Seguía adelante, empujado por el furor, dominado por la excitación, absorto en su idea fija.

De repente, se encontró delante de la estación. Salía un tren. Subió a él. Durante el trayecto, su cólera se aplacó, recobró la razón y regresó a París, estupefacto de su audacia.

Se sentía roto como si le hubieran molido los huesos. Fue, sin embargo, a tomarse una caña a su local.

Al verle entrar, la señorita Zoé, sorprendida, le preguntó:

—¿Ya de vuelta? ¿Está cansado?

Él respondió:

—Sí…, sí…, muy cansado…, cansadísimo… ¡Comprenderá usted… que cuando no se tiene la costumbre de salir! Se acabó, no volveré al campo. Hubiera hecho mejor quedándome aquí. A partir de ahora, ya no me moveré más.

Y ella no consiguió hacerle contar nada de su paseo, a pesar de las ganas que tenía.

Por primera vez en su vida acabó completamente borracho esa noche y hubo que llevarle a casa.

LA PEQUEÑA ROQUE
*

I

El cartero Médéric Rompel, al que la gente del lugar llamaba familiarmente Médéri, salió a la hora habitual de la oficina de correos de Roüy-le-Tors. Tras haber atravesado la pequeña ciudad con su paso largo de veterano, atajó primero por los prados de Villaumes para ganar la orilla del Brindille, que le llevaba, siguiendo el curso del río, al pueblo de Carvelin, donde daba comienzo a su reparto.

Iba deprisa por la estrecha orilla que espumaba, murmuraba, burbujeaba y discurría por su cauce herboso, bajo una bóveda de sauces. Los pedruscos, deteniendo la corriente, tenían en torno a sí un anillo de agua, una especie de corbata terminada en un nudo de espuma. A trechos, había pequeñas cascadas de un pie de altura, a menudo invisibles, que hacían bajo las hojas, los bejucos y una techumbre de vegetación un gran ruido colérico y agradable; luego, más adelante, donde se ensanchaban las márgenes, había un remanso donde nadaban las truchas entre toda aquella verde cabellera ondeante en el fondo de los calmos arroyuelos.

Médéric seguía adelante, sin fijarse en nada y sin otro pensamiento que éste: «Mi primera carta es para los Poivron, luego tengo otra para el señor Renardet; así pues, tengo que atravesar el oquedal».

Su blusón azul ceñido a la cintura con un cinturón de cuero negro pasaba con un movimiento rápido y regular a lo largo del seto verde de sauces; y su bastón, un recio bastón de acebo, caminaba a su lado al mismo compás que sus piernas.

Así pues, cruzó el Brindille por un puente hecho con un solo árbol, tendido de una a otra orilla y que tenía como único pasamano una cuerda sujeta por dos estacas hincadas en ambas márgenes.

El oquedal, propiedad del señor Renardet, alcalde de Carvelin, y el terrateniente más importante del lugar, era una especie de bosque de árboles añosos, enormes, enhiestos cual columnas, y que se extendía por espacio de una media legua por la ribera izquierda del arroyo que señalaba el límite de esa inmensa bóveda de follaje. A lo largo del curso de agua habían crecido grandes arbustos al calor del sol; pero debajo del oquedal no había nada más que musgo, un musgo espeso, suave y mullido, que expandía en el aire estancado un ligero olor a moho y a ramas muertas.

Médéric demoró el paso, se quitó el negro quepis adornado con un galón rojo y se secó la frente, pues hacía ya calor en los prados, aunque no fueran aún las ocho de la mañana.

Acababa de cubrirse de nuevo y de recuperar su paso apresurado cuando vio, al pie de un árbol, una navaja, una navajita de niño. Al recogerla, descubrió también un dedal y luego un estuche con agujas dos pasos más lejos.

Tras haber recogido estos objetos, pensó: «Se los entregaré al señor alcalde»; y reanudó su camino; pero ahora caminaba con cien ojos, esperando en todo momento encontrar otra cosa.

De repente, se detuvo en seco, como si hubiera tropezado contra una barra de madera; pues, a unos diez pasos delante de él, yacía, tendido de espaldas, sobre el musgo, un cuerpo infantil totalmente desnudo. Era una chiquilla de unos doce años. Tenía los brazos abiertos, las piernas separadas y la cara cubierta con un pañuelo. Un poco de sangre manchaba sus muslos.

Médéric empezó a avanzar de puntillas, como si hubiera temido hacer ruido o la existencia de algún peligro; y ponía unos ojos como platos.

¿Qué era aquello? Sin duda, dormía. Luego pensó que no se duerme totalmente desnudo, a las siete y media de la mañana, en medio del fresco de los árboles. Estaba por tanto muerta; y él se encontraba en presencia de un crimen. Ante esta idea, un escalofrío recorrió su espinazo, por más que fuera un viejo soldado. Y era además algo tan raro un asesinato en aquel lugar, y por si fuera poco el asesinato de una niña, que no daba crédito a lo que veían sus ojos. Pero no mostraba herida alguna, nada más que esa sangre coagulada en una pierna. ¿Cómo la habían matado, pues?

Se había parado muy cerca de ella; y la miraba, apoyado en su bastón. Seguramente debía de conocerla, pues conocía a todos los habitantes de la comarca; pero, al no poder ver su rostro, era imposible adivinar su nombre. Se inclinó para quitar el pañuelo que le cubría la cara; pero luego se detuvo, con la mano alargada, frenado por una reflexión.

¿Tenía derecho a alterar nada del estado del cadáver antes de la intervención de la justicia? Se imaginaba a ésta como una especie de general al que nada se le escapa y que concede tanta importancia a un botón perdido como a un navajazo en el estómago. Debajo de aquel pañuelo quizá se encontraría una prueba capital; era, en definitiva, una pieza de convicción que podía dejar de ser válida si la tocaba una mano inhábil.

Entonces se incorporó para ir corriendo a casa del señor alcalde; pero le retuvo de nuevo otro pensamiento. Si por casualidad la chiquilla estaba todavía viva, no podía abandonarla en aquel estado. Se puso de rodillas, muy despacito, a cierta distancia de ella por prudencia, y alargó una mano hacia su pie. Éste estaba frío, helado, de ese frío terrible que vuelve espantosa la carne muerta y que no deja margen a la duda. A aquel contacto, el cartero sintió que se le revolvían las tripas, como dijo más tarde, y se le secó la saliva en la boca. Levantándose precipitadamente, se puso a correr por el oquedal hacia la casa del señor Renardet.

Iba a paso gimnástico, con su bastón bajo el brazo, los puños apretados, la cabeza hacia delante; y su saca de cuero, repleta de cartas y de periódicos, le golpeaba en el lomo cadenciosamente.

La casa del alcalde se hallaba en un extremo del bosque que le servía de parque y sumergía todo un ángulo de sus muros en un pequeño estanque que formaba en aquel punto el Brindille.

Era una gran construcción cuadrada de piedra gris, antiquísima, que sufriera asedios en otro tiempo, y rematada de una torre enorme, de veinte metros de altura, levantada en el agua.

Desde lo alto de esta ciudadela, se vigilaba antaño todo el territorio. Era conocida como la torre del Zorro sin que se supiera exactamente el porqué; un apelativo del que venía sin duda el nombre de Renardet
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que llevaban los terratenientes de aquel feudo que, según se decía, era propiedad de la misma familia desde hacía más de doscientos años. Pues los Renardet formaban parte de esa burguesía casi noble que proliferaba en provincias antes de la Revolución.

El cartero entró como una tromba en la cocina donde estaban desayunando los criados y exclamó:

—¿Se ha levantado el señor alcalde? Tengo que hablar con él inmediatamente.

Tenían a Médéric por un hombre serio y de autoridad, y enseguida comprendieron que había pasado algo grave.

Avisado, el señor Renardet, ordenó que le hicieran entrar. El cartero, pálido y jadeante, con el quepis en la mano, encontró al alcalde sentado tras una ancha mesa cubierta de papeles desparramados.

Era éste un hombre alto y gordo, pesado y colorado, fornido como un buey, y muy querido en el pueblo, aunque era violento en exceso. De unos cuarenta años de edad y viudo desde hacía seis meses, vivía en sus tierras como un hidalgo campesino. Su temperamento fogoso le había acarreado a menudo graves problemas de los que le sacaban siempre los magistrados de Roüy-le-Tors, que eran amigos indulgentes y discretos. Un día había tirado desde lo alto de su pescante al cochero de la diligencia porque había estado a punto de aplastar a su perro de muestra Micmac. Otro día le había molido las costillas a un guardamonte que decía pestes de él, porque pasaba, fusil al brazo, por unas tierras propiedad del vecino. Incluso había cogido del cuello al subprefecto que se había parado en el pueblo durante una visita administrativa calificada por el señor Renardet de gira electoral; pues éste, por tradición familiar, hacía de oposición al Gobierno.

El alcalde preguntó:

—¿Qué pasa, Médéric?

—He encontrado a una chiquilla muerta en su oquedal.

Renardet se enderezó con el semblante de color ladrillo:

—¿Qué dice usted? ¿Una chiquilla?

—¡Sí, señor, una chiquilla, totalmente desnuda, tendida de espaldas, ensangrentada, muerta, bien muerta!

El alcalde soltó un juramento:

—¡Maldita sea! Apuesto a que es la pequeña Roque. Acaban de venir a avisarme de que ayer por la noche no volvió a casa de su madre. ¿En qué lugar la ha encontrado?

El cartero explicó la ubicación exacta del lugar, dio detalles, se brindó a llevar hasta allí al alcalde.

Pero Renardet se mostró brusco:

—No. No le necesito. Mande venir inmediatamente al guarda rural, al secretario del Ayuntamiento y al médico, y continúe usted con su trabajo. Vamos, deprisa, deprisa, y dígales que se reúnan conmigo en el oquedal.

El cartero, un hombre habituado a las consignas, obedeció y se retiró, furioso y apenado de no poder asistir a las indagaciones.

El alcalde salió a su vez, cogió su sombrero, un gran sombrero flexible, de fieltro gris, de alas muy anchas, y se detuvo unos segundos en la puerta de su casa. Delante de él se extendía un vasto césped en el que brillaban tres grandes manchas, una roja, otra azul y la tercera blanca, tres anchas jardineras de flores abiertas, una enfrente de casa y las otras a los lados. Más lejos, se alzaban hasta el cielo los primeros árboles del oquedal, mientras que, a la izquierda, más arriba del Brindille ensanchado en estanque, se veían unas extensas praderas, toda una región verde y llana, surcada por regueras y setos de sauces semejantes a monstruos, enanos achaparrados, siempre escamondados, luciendo en lo alto de un tronco enorme y corto un plumero temblón de ramas delgadas.

A la derecha, detrás de las caballerizas y de las cocheras, de todos los edificios dependientes de la propiedad, comenzaba el pueblo, rico, poblado de criadores de ganado vacuno.

Renardet bajó lentamente los escalones de la escalinata, y, torciendo a la izquierda, se dirigió a la orilla del agua que siguió a paso lento, con las manos tras la espalda. Iba con la cabeza inclinada; y de vez en cuando miraba a su alrededor para ver si veía a las personas que había mandado llamar.

En cuanto hubo llegado a los árboles, se detuvo, se descubrió y se secó la frente tal como había hecho Médéric, pues el calor abrasador de julio caía como una lluvia de fuego sobre la tierra. Luego el alcalde reanudó su camino, se detuvo nuevamente, volvió sobre sus pasos. De repente, bajando, mojó su pañuelo en el riachuelo que se deslizaba a sus pies y se lo extendió sobre la cabeza, debajo del sombrero. Unas gotas de agua corrían por sus sienes, por las orejas siempre moradas, por su cuello ancho y colorado y penetraban, una tras otra, por debajo del cuello blanco de su camisa.

Como todavía no aparecía nadie, se puso a patalear de impaciencia y luego llamó:

—¡Eh!, ¡eh!

Una voz respondió a su derecha:

—¡Eh!, ¡eh!

Y asomó el médico bajo los árboles. Era éste un hombrecillo delgado, ex cirujano militar, con fama de profesional muy capaz en los contornos. Renqueaba, tras haber sido herido en el servicio, y se ayudaba de un bastón para andar.

Luego aparecieron el guarda rural y el secretario del Ayuntamiento, que, avisados al mismo tiempo, llegaban juntos. Tenían unos rostros de espanto y acudían resoplando, caminando y correteando alternativamente para ir más deprisa, y agitando con tal fuerza los brazos que parecían ayudarse más de éstos que de sus piernas.

Renardet le dijo al médico:

—¿Sabe de qué se trata?

—Sí, de una niña muerta encontrada en el bosque por Médéric.

—Está bien. Vamos.

Se pusieron a caminar lado a lado, y seguidos de los otros dos hombres. Sus pasos no hacían ningún ruido sobre el musgo; sus ojos buscaban delante de sí, a lo lejos.

De repente el doctor Labarbe extendió un brazo:

—¡Ahí está!

Muy lejos, bajo los árboles, se percibía una cosa clara. De no haber sabido de qué se trataba, no lo habrían adivinado. Relucía y era tan blanco que se hubiera creído una sábana caída en el suelo; pues un rayo de sol que se filtraba por entre las ramas iluminaba la carne pálida con una gran raya oblicua a través del vientre. Al acercarse, distinguían poco a poco la forma, la cabeza velada, vuelta hacia el agua y los dos brazos abiertos como para una crucifixión.

—Tengo muchísimo calor —dijo el alcalde.

Y, bajando hacia el Brindille, remojó otra vez el pañuelo que se colocó de nuevo sobre la frente.

El médico apretaba el paso, interesado por el descubrimiento. Apenas estuvo junto al cadáver, se inclinó para examinarlo, sin tocarlo. Se había calado unos quevedos como cuando se mira un objeto curioso, y daba vueltas alrededor muy lentamente.

Dijo sin enderezarse:

—Estupro y asesinato que vamos a constatar dentro de poco. Esta chiquilla es, por otra parte, casi una mujer, vea su pecho.

Los dos senos, bastante desarrollados ya, le caían a ambos lados del pecho, fláccidos debido a la muerte.

El médico retiró ligeramente el pañuelo que cubría la cara. Ésta apareció negra, espantosa, con la lengua fuera y los ojos saltones. Prosiguió:

—Por Dios, ha sido estrangulada después de haber abusado de ella.

Palpaba el cuello:

—Estrangulada con las manos sin dejar, por otra parte, ninguna huella especial, ni tampoco marca de uñas ni huellas dactilares. Muy bien. Es la pequeña Roque, en efecto.

Volvió a colocar delicadamente el pañuelo:

—Yo no puedo hacer nada; lleva muerta doce horas por lo menos. Hay que dar aviso a las autoridades judiciales.

Renardet, de pie, con las manos tras la espalda, observaba con mirada fija el cuerpecito tendido sobre la hierba. Murmuró:

—¡Qué miserable! ¡Habría que encontrar las ropas!

El médico palpaba las manos, los brazos, las piernas. Dijo:

—Sin duda acababa de tomarse un baño. Deben de estar cerca del agua.

El alcalde ordenó:

—Tú, Principe (era el secretario del Ayuntamiento), ponte a buscar las prendas a lo largo del riachuelo. Tú, Maxime (era el guarda rural), ve corriendo a Roüy-le-Tors y tráeme al juez de instrucción con los gendarmes. Tienen que estar aquí dentro de una hora. ¿Entendido?

Los dos hombres se alejaron a paso vivo; y Renardet le dijo al doctor:

—¿Qué bribón ha podido hacer algo así en este lugar?

El médico murmuró:

—¿Quién sabe? Todo el mundo es capaz de hacer una cosa así. Todos en particular y nadie en general. No importa, habrá sido algún merodeador, algún obrero desocupado. Desde que tenemos la República, no se encuentra sino cosas así por los caminos.

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