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Authors: Askildsen Kjell

Tags: #Cuento

Cuentos reunidos

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Como Stieg Larsson y Hening Mankell, Kjell Askildsen (Noruega, 1929) es parte del boom de la literatura nórdica contemporánea en los países de habla hispana.
Cuentos reunidos
, parte de sus opera omnia juiciosamente seleccionadas y prologadas por Fogwill —quien algo supo de escritura, lecturas y escritores—, lo representa en genio y figura.

Indiferente a la crítica y huraño, Askildsen demuestra en cada
short storie
una técnica impecable y una capacidad ilimitada para seducir con argumentos apenas diferentes unos de otros y personajes sin rostro, inmersos en un mundo hostil, absurdo; encerrados en relaciones desdichadas: matrimonios aburridos, paternidades obligadas, amistades rencorosas, traiciones cotidianas, demostraciones de ternura fácil. Por la extensión, se trata de relatos más o menos breves. Y quizás sean los más cortos los más logrados o, mejor, los más «brillantes». Es en este sentido que
«Carl»
funciona como recomendable botón de muestra: apenas página y media, y todo el universo askildseniano, como tallado con escalpelo, salpimentado por un humor cáustico y una ironía ejemplarizadora, que escudriña lo que se oculta bajo la suave piel de las convenciones.

Kjell Askildsen

Cuentos reunidos

ePUB v1.1

Lukas_Trips
24.07.12

Título original:
Thomas F's siste nedtegnelser til almenheten, En plutselig frigjørende tanke, Et stort øde landskap, Hundene i Tessaloniki, Martin Hansens utflukt

Kjell Askildsen, 1983-1996.

Traducción: Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo

Editor original: Lukas_Trips (v1.0 a v1.x)

Corrección de erratas: Lukas_Trips

ePub base v2.0

Prólogo de Fogwill

Lugar, Noruega. Un país mediano, poco más extenso que la provincia de Buenos Aires. Su región polar, la zona de glaciares y las desérticas y montañosas ocupan casi todo su territorio, lo que deja apenas un dos por ciento de superficie cultivable. Los cinco millones de habitantes son súbditos de un rey —circunstancialmente, Harald V— que es también la autoridad de la religión oficial, la Iglesia de Noruega. Se trata de una secta cristiana que procede del cisma luterano: «protestante», la llamarían los curas de aquí. Pero los noruegos no ruegan mucho y protestan apenas lo indispensable. En el censo, el ochenta y tres por ciento de los noruegos se manifiesta fiel al culto, más del setenta por ciento de los recién nacidos recibe el bautismo y, mientras solo el cuarenta y cinco por ciento de las parejas se consagra en el templo, más del noventa por ciento de las ceremonias fúnebres se realiza según el rito de la Iglesia y en presencia de una autoridad religiosa. La Iglesia de Noruega, que recluta a sus pastores entre egresados universitarios con un máster o un doctorado en Teología independientemente de su sexo y su estado civil, fue pionera en aceptar el matrimonio gay. Noruega, que fue ocupada por Alemania y se declaró voluntariamente neutral durante la segunda guerra, ingresó en la OTAN en 1949. En cambio, por mandato popular de dos plebiscitos, declinó integrar la Unión Europea y la esfera del euro. Entre los diecisiete y los dieciocho años, noruegas y noruegos cumplen doce meses de servicio militar obligatorio. En Noruega no rigen doctrinas de seguridad nacional porque es una nación segura. Tampoco hay teorías sobre la literatura nacional, porque tiene literatura nacional, ni cultivan las variantes latinoamericanas del pensamiento nacional, porque todos piensan como noruegos. Entre tantas cosas, ser noruego es contar con un ingreso per cápita de sesenta mil dólares anuales e integrar una pirámide de distribución de la riqueza que ningún político latinoamericano se atrevería a prometer ni como proyecto a veinte años de plazo.

2010. En las afueras de Oslo, cerca de las pistas de esquí, Kjell Askildsen cumple ochenta años. Él, que hace medio siglo construyó la imagen de una decrepitud solitaria y desesperanzada en el estado de bienestar postcapitalista, vive la suya en plenitud. Elude fotógrafos, prensa y televisión mientras compila, publica, traduce abnegadamente a sus autores de culto —Broch, Strindberg, Beckett, Harold Pinter— y, tal como los noruegos de sus relatos atienden esas huertas que remedan una naturaleza pródiga y una agricultura que su territorio les tiene vedada, administra la obra por la cual lo conoce el mundo: una magistral colección de relatos breves
[1]
.

Relato breve
es mi traducción literal de lo que los americanos celebraron de este maestro del
«short story»
que, en Sudamérica, llamamos «cuento» sin el temor anglosajón a connotar temas maravillosos, infantiles, fantásticos o mágicos. En los años setenta, César Aira, inspirado en Deleuze, desarrolló un modelo que diferenciaba con precisión los géneros del cuento, la
nouvelle
y la novela: afortunadamente, ni él lo tomó en serio y así proliferó su obra desmintiéndolo. Pero su propuesta tenía la virtud de inmunizar contra la oferta tallerista de modelos narrativos inspirados en Poe y en el policial que un par de consagrados imponían a los estudiantes incautos. Los textos de Askildsen eluden descripciones, escenografías, tramas, suspensos, desenlaces, sorpresas calculadas que revelan la mala fe del narrador, pinturas de época, guiños a la moda de temporada, denuncias contra el nazismo, el racismo, el estalinismo, el capitalismo, la contaminación, los medios de comunicación, la policía, la monarquía, la injusticia, ni contra el mal, entendido como resultado de un proyecto consciente de los humanos. Y sin embargo, cada una de sus páginas nos sacude como si fuese un alegato. ¿Qué alega?

Alega el autor extremeño Julián Rodríguez en su presentación de la primera antología de relatos de Askildsen publicada en España, en 2008, que Kjell Askildsen es un artista de su tiempo, pero que su tiempo no es el del minimalismo contemporáneo que algunos atribuyen a una obra que no ha variado desde 1953, ni es el del realismo sucio carveriano, sino que es parte de una revuelta contra lo convencionalmente real, la famosa «realidad» que no es sino un emergente de las maneras de narrarla.

Efectivamente, es un artista del narrar y ha creado un estilo indeleble. Puede narrarlo todo y de la mejor manera con personajes sin rostro ni más rasgos físicos que el detalle indispensable, con nombres que se olvidan de inmediato, sin tonos de voz; representando diálogos reducidos al mínimo y muy a menudo sin saltos de párrafo ni comillas; con emociones transmitidas por una palabra o por un impulso a actuar; con climas y estaciones indicadas apenas por la luz o por ínfimas señales del cuerpo o del espacio natural; con tragedias resumidas por la simple evocación de una imagen visual y un clímax erótico logrados por el leve desplazamiento de una mano, o con
odio
significado por el movimiento de un cuerpo que sale a prender un cigarrillo. Con semejante material ha podido crear un mundo. Su mundo: algo que invita a ser revisitado para recuperar la noción de ficciones verdaderas.

Askildsen no teme reiterarse (no es improbable que jamás haya temido algo). Para presentar sus
Cuentos reunidos
[2]
, elegí ordenarlos por un contrapunto de personas narrativas, extensiones relativas e intensidad del conflicto dramático. El orden cronológico no se adecuaba a un autor que ha hecho de la fidelidad a sí mismo un rasgo de estilo. La tentación de presentarlos en orden de su apariencia temática me pareció injusta para una obra cuyos únicos temas son el hombre y la literatura. Por consideraciones de género y por tratarse de un ejercicio de suspenso que el autor discontinuó prontamente, he recomendado la exclusión del relato experimental «Carl Lange». Para la edición se han modificado unas pocas expresiones del español o el madrileño corrientes que desconcertarían al lector latinoamericano, cuidando en cada caso que la sustitución no afecte la legibilidad de la obra para los lectores peninsulares.

Ajedrez

El mundo ya no es lo que era. Ahora, por ejemplo, se vive más tiempo. Yo tengo ochenta y muchos, y es poco. Estoy demasiado sano, aunque no tenga razones para estar tan sano. Pero la vida no quiere desprenderse de mí. El que no tiene nada por qué vivir, tampoco tiene nada por qué morir. Tal vez sea ese el motivo.

Un día hace mucho, antes de que mis piernas empezaran a flaquear seriamente, fui a visitar a mi hermano. No lo había visto desde hacía más de tres años, pero seguía viviendo donde fui a visitarlo la última vez. «Sigues vivo», dijo, aunque él era mayor que yo. Me había llevado un bocadillo y él me ofreció un vaso de agua. «La vida es dura —dijo—, no hay quien la aguante». Yo estaba comiendo y no contesté. No había ido allí a discutir. Acabé el bocadillo y me bebí el agua. Mi hermano miraba fijamente hacia algún punto situado por encima de mi cabeza. Si me hubiera levantado y él no hubiese desviado la mirada antes, se habría quedado mirándome directamente, pero sin duda la habría desviado.

Mi hermano no se encontraba a gusto conmigo. O dicho de otro modo, no se encontraba a gusto consigo mismo cuando estaba conmigo. Creo que tenía mala conciencia o, al menos, no buena. Escribió una veintena de novelas muy largas, y yo sólo unas cuantas, y además breves. Está considerado como un escritor bastante bueno, aunque un poco grosero. Escribe mucho sobre el amor, sobre todo el amor físico, me pregunto dónde lo habrá aprendido. Mi hermano seguía con la mirada clavada en algún punto situado por encima de mi cabeza, supongo que se sentía en su derecho por las veinte novelas que tenía en el fofo trasero. Me estaban entrando ganas de largarme sin decirle el motivo de mi visita, pero pensé que después de la caminata que me había dado sería de tontos, así que le pregunté si le apetecía jugar una partida de ajedrez. «Eso lleva mucho tiempo —dijo—, y yo ya no tengo mucho tiempo que perder. Podrías haber venido antes». Debí levantarme y largarme en ese momento, se lo hubiera merecido, pero soy demasiado cortés y considerado, esa es mi gran debilidad, o una de ellas. «No lleva más de una hora», dije. «La partida sí —contestó—, pero a eso habría que añadir la excitación posterior o el cabreo si la perdiera. Mi corazón, sabes, ya no es lo que era. Y el tuyo tampoco, supongo». No contesté, no tenía ganas de discutir con él sobre mi corazón, así que dije: «De modo que tienes miedo a morir. Vaya, vaya». «Tonterías. Lo que pasa es que mi obra aún no está concluida». Así de pretencioso estuvo, me entraron ganas de vomitar. Yo había dejado el bastón en el suelo, y me agaché a recogerlo, quería que dejara de presumir. «Cuando morimos, al menos dejamos de contradecirnos», dije, aunque no esperaba que entendiera el sentido de mis palabras. Pero él era demasiado soberbio para preguntar. «No ha sido mi intención herirte», dijo. «¿Herirme?», contesté levantando la voz. Era razonable que me irritara. «Me importa un bledo lo poco que he escrito y lo poco que no he escrito». Me puse de pie y le solté un discurso: «Cada hora que pasa, el mundo se libra de miles de tontos. Piénsalo. ¿Te has parado alguna vez a pensar en la cantidad de estupidez almacenada que desaparece en el transcurso de un día? Imagínate todos los cerebros que dejan de funcionar, pues es ahí donde se almacena la estupidez. Y sin embargo, todavía queda mucha estupidez, porque algunos la han perpetuado en libros, y así se mantiene viva. Mientras la gente siga leyendo novelas, ciertas novelas que tanto abundan, la estupidez seguirá existiendo». Y añadí, un poco vagamente, lo confieso: «Por eso he venido a jugar una partida de ajedrez». Permaneció callado un buen rato, hasta que hice ademán de marcharme, entonces dijo: «Demasiadas palabras para tan poca cosa. Pero les sacaré partido, las pondré en boca de algún ignorante».

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