Cuernos (47 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Fantástica

La serpiente sacó la lengua y lamió dulcemente el aire. Ig la tapó con los bordes de la manta para esconderla y después colocó encima el teléfono rosa con forma de pastilla de jabón de Glenna. Si Lee le mataba a él en lugar de al revés, entraría allí a apagar las velas y cuando viera el teléfono querría llevárselo con él. Había sido usado para llamarle y no le convenía ir dejando pruebas por ahí.

Salió por la portezuela y dejó la puerta casi cerrada. La luz de las velas se escapaba por el resquicio abierto, como si el viejo horno estuviera funcionando de nuevo. Agarró la horca, que estaba apoyada contra la pared justo a la derecha de la puerta.

—Ig —susurró Terry a su espalda.

Ig se volvió con el corazón saliéndosele por la boca y vio fuera a su hermano de pie, de puntillas para ver el interior de la fundición.

—¿Qué haces aquí todavía? —le preguntó nervioso.

—¿Eso son serpientes?

Terry se alejó de la puerta cuando vio salir a Ig, que aún llevaba en la mano la caja de cerillas. Las tiró al suelo, hacia la lata de gasolina. Después cogió la horca y la apuntó al pecho de Terry. Alargó el cuello para mirar hacia el prado oscuro, pero no vio ningún Mercedes.

—¿Dónde está tu coche?

—Detrás de ese montón de mierda —dijo Terry haciendo un gesto en dirección a una pila especialmente alta de basura. Después levantó una mano y apartó suavemente las púas de su pecho.

—Te dije que te marcharas.

La cara de Terry brillaba de sudor en la noche de agosto.

—No —dijo.

A Ig le llevó unos segundos procesar aquella inesperada respuesta.

—Sí —dijo, concentrándose en los cuernos tanto que la sensación de presión y calor le resultó, por una vez, desagradable—. No puedes estar aquí y además yo no te quiero aquí.

Terry se tambaleó, como si Ig le hubiera empujado. Pero recuperó la compostura y se quedó donde estaba, con gesto de concentración.

—Y yo te digo que no. No me puedes obligar. Sea lo que sea lo que me estás haciendo, tiene sus limitaciones. Tú me invitas a marcharme y yo decido si acepto la invitación. Y no la acepto. No pienso irme de aquí y dejar que te enfrentes solo a Lee. Eso es lo que le hice a Merrin y desde entonces mi vida es un infierno. Así que si quieres que me vaya, métete en el coche y ven conmigo. Juntos pensaremos en cómo solucionar esto, en cómo ocuparnos de Lee sin que nadie tenga que morir por ello.

Ig emitió un sonido ahogado de rabia desde el fondo de la garganta y arremetió contra Terry blandiendo la horca. Terry dio un salto atrás esquivando las púas. A Ig le enfurecía no tener poder sobre su hermano. Cada vez que arremetía contra él con la horca, Terry la esquivaba con una sonrisa débil, de incertidumbre. Ig se sentía como si tuviera otra vez diez años y estuviera jugando al látigo.

La luz de unos faros de coche se coló por la línea de árboles que separaba la fundición de la carretera. Alguien se acercaba. Ig y Terry dejaron lo que estaban haciendo y miraron hacia la carretera.

—Es Lee —dijo Ig mirando de nuevo furioso a su hermano—. Ya estás desapareciendo. No puedes ayudarme, lo único que vas a hacer es cagarla. Mantén la cabeza agachada y escóndete en algún lugar seguro.

Le amenazó de nuevo con la horca mientras hacía un último intento de usar los cuernos para doblegar a su hermano.

Esta vez Terry no discutió, sino que echó a correr entre los matorrales hacia el montón de desechos. Ig le miró hasta que hubo llegado a la esquina de la fundición. Después trepó hasta la puerta y entró. A su espalda las luces del Cadillac de Lee cortaban la oscuridad como un abrecartas rasgando un sobre negro.

Capítulo 46

E
n cuanto hubo entrado, los faros del coche iluminaron puertas y ventanas. Cuadrados blancos de luz se proyectaron en las paredes cubiertas de grafitis, revelando mensajes antiguos: «Terry Perrish es gilipollas»; «Paz 79»; «Dios ha muerto». Ig se apartó de la luz, y se situó a un lado de la entrada. Se quitó el abrigo y lo tiró al suelo, en medio de la habitación. Después se agazapó en su esquina y convocó a las serpientes con ayuda de sus cuernos.

Salieron de todos los rincones, cayeron de agujeros en la pared, asomaron de debajo del montón de ladrillos. Reptaron hasta el abrigo, tropezándose unas con otras con la prisa, y la prenda se retorció cuando estuvieron debajo. Después empezó a erguirse. El abrigo se levantó y se enderezó, las hombreras empezaron a cobrar forma y las mangas a moverse, hinchándose como si un hombre invisible estuviera metiendo los brazos por ellas. Por fin, del cuello salió una cabeza con cabellos enredados que se desparramaban sobre los hombros. Parecía un hombre con melena, o tal vez una mujer, sentado en el suelo en el centro de la habitación, meditando con la cabeza inclinada. Alguien que temblaba a un ritmo constante.

Lee hizo sonar la bocina de su coche.

—¡Glenna! —llamó—. ¿Qué haces, cariño?

—Estoy aquí
—contestó Ig con la voz de Glenna. Se agachó justo a la derecha de la puerta—
. Joder, Lee, me he torcido el tobillo.

Una puerta de coche se abrió y se cerró. Ruido de pasos sobre la hierba.

—¡Glenna! —llamó de nuevo Lee—. ¿Qué pasa?

—Estoy aquí sentada, cariño
—dijo Ig-Glenna—
. Justo aquí.

Lee apoyó una mano en el cemento y tomando impulso cruzó la puerta. Desde la última vez que Ig le había visto había engordado cincuenta kilos y se había afeitado la cabeza, una transformación casi tan asombrosa como que a uno le salgan cuernos. Por un momento Ig no entendió nada, no fue capaz de asimilar lo que veía. Aquél no era Lee; era Eric Hannity, con sus guantes azules de látex sujetando su porra y la cabeza quemada y llena de ampollas. A la luz de los faros la silueta huesuda de su cráneo estaba tan roja como la de Ig. Las ampollas de la mejilla izquierda eran gruesas y grandes y parecían estar llenas de pus.

—Eh, chica —dijo Eric con voz suave, lanzando miradas aquí y allá por la amplia y oscura habitación. No vio a Ig con la horca, agazapado como estaba en un rincón, en la más profunda de las sombras. Sus ojos aún no se habían acostumbrado a la oscuridad y con las luces de los faros enfocándole directamente nunca lo harían. Y Lee tenía que estar fuera, en alguna parte. De alguna manera había imaginado el peligro y se había traído a Eric. Pero ¿cómo sabía Ig eso? Ya no llevaba encima la cruz a modo de protección. No tenía sentido.

Eric dio unos cuantos pasos cortos hacia la figura con abrigo, balanceando su porra obscenamente con la mano derecha.

—Di algo, zorra —dijo.

El abrigo tembló, agito débilmente un brazo y negó con la cabeza. Ig no se movió, estaba conteniendo el aliento. No se le ocurría qué hacer. Había supuesto que sería Lee quien entrara por la puerta, no otra persona. Pensó que lo cierto es que ésa era la historia de su breve vida como demonio. Se había esforzado cuanto sus poderes satánicos le habían permitido para organizar un asesinato limpio y sencillo y sus planes se estaban yendo al garete, como cenizas al viento. Tal vez era siempre así. Tal vez todos los planes del demonio no eran nada comparados con lo que eran capaces de tramar los hombres.

Eric avanzó despacio hasta situarse justo detrás del abrigo. Blandió la porra con ambas manos y asestó un golpe con todas sus fuerzas. El abrigo se desplomó y las serpientes se desparramaron como un gran saco que revienta. Eric dejó escapar un grito de asco y estuvo a punto de tropezarse con sus Timberlands al dar un paso atrás.

—¿Qué? —gritó Lee desde alguna parte de fuera de la fundición—. ¿Qué ha pasado?

Eric aplastó con su bota la cabeza de una serpiente jarretera que se retorcía entre sus pies. Se deshizo con un frágil crujido, como se rompe una bombilla. Eric emitió un quejido de asco, empujó de una patada una culebra de agua y retrocedió hacia donde se encontraba Ig. Vadeaba en un géiser de serpientes y cuando se disponía a salir tropezó con una, que se enroscó alrededor de su tobillo. Eric realizó una pirueta sorprendentemente ágil, girándose ciento ochenta grados, antes de perder el equilibrio y caer sobre una rodilla, mirando a Ig. Se le quedó mirando son sus ojos pequeños y porcinos en su cara grande y quemada. Ig interpuso la horca entre los dos.

—¡Me cago en Dios! —gritó Eric.

—Y yo contigo —dijo Ig.

—Vete al infierno, cabrón —dijo Eric mientras sacaba algo con una mano. Fue entonces cuando vio el revólver de cañón corto.

Sin pensarlo dos veces dio un salto e hundió la horca en el hombro izquierdo de Eric. Fue como clavarla en el tronco de un árbol, el retemblor del impacto subió por el mango de la horca hasta llegarle a las manos. Una de las púas hizo astillas la clavícula de Eric; otra se le clavó en el deltoides. El revólver se disparó al aire con una explosión semejante a la de un petardo, el sonido de un verano en Estados Unidos. Ig siguió empujando, haciendo que Eric perdiera el equilibrio y cayera de culo. El brazo izquierdo de éste soltó la pistola, que salió volando, y al caer al suelo se disparó otra vez, partiendo en dos a una serpiente ratonera.

Hannity gruñó. Daba la impresión de estar tratando de levantar un inmenso peso. Tenía la mandíbula cerrada y su cara, ya roja de por sí y salpicada de gruesas pústulas blancas, se estaba volviendo carmesí. Dejó caer la porra, levantó el brazo derecho y tiró de la cabeza de hierro de la horca como si quisiera arrancársela del torso.

—Déjalo —dijo Ig—. No quiero matarte. Si te la intentas sacar te harás más daño.

—No estoy... —dijo Eric— intentando... sacármela.

Con gran esfuerzo se volvió hacia la derecha arrastrando la horca por el mango, y con ella a Ig, fuera de la oscuridad hacia la puerta brillantemente iluminada. Ig no supo lo que iba a pasar hasta que pasó, hasta que se encontró perdiendo el equilibrio y arrancado de las sombras. Retrocedió tirando de la horca y por un momento las puntas curvadas desgarraron tendón y carne, luego se soltaron y Eric gritó.

No tenía duda de lo que iba a ocurrir a continuación e intentó llegar hasta la puerta, que lo enmarcó como una diana roja sobre papel negro, pero fue demasiado lento. La explosión del disparo no se hizo esperar y la primera víctima fue el oído de Ig. El revólver escupió fuego y los tímpanos de Ig entraron en colapso. De repente el mundo estaba envuelto en un silencio antinatural e imperfecto. Avanzó a trompicones y se abalanzó sobre Eric, quien profirió una especie de tos áspera y blanda, como un ladrido.

Lee se agarró al marco de la puerta con una mano y, tomando impulso, entró. En la otra mano llevaba una escopeta, que levantó sin prisa. Ig le vio quitar el seguro y distinguió con claridad cómo el casquillo usado saltaba de la recámara y trazaba una parábola en la oscuridad. Trató de saltar trazando él también un arco para convertirse en un blanco móvil, pero algo le sujetó del brazo, Eric. Le había cogido del hombro y se aferraba a él, ya fuera para usarle de muleta o de escudo humano.

Lee disparó de nuevo y alcanzó a Ig en las piernas, que se doblaron bajo su peso. Por un instante pudo sostenerse en pie. Hincó el mango de la horca en el suelo y se apoyó en ella para mantenerse erguido. Pero Eric continuaba sujetándolo por el brazo y él también había sido alcanzado por el disparo, no en las piernas, como Ig, sino en el pecho. Cayó de espaldas arrastrándolo con él.

Ig vio de refilón un retazo de cielo negro y una nube luminiscente donde antes, casi un siglo atrás, había habido un techo. Después cayó de espaldas al suelo con un golpe sordo que le retumbó en todos los huesos del cuerpo.

A su lado estaba Eric y tenía la cabeza prácticamente apoyada en su cadera. Había perdido toda la sensibilidad en el hombro derecho y también por debajo de las rodillas. La sangre se agolpaba en su cabeza y el cielo parecía volverse más y más amenazadoramente profundo, pero hizo un esfuerzo desesperado por no desmayarse. Si perdía el conocimiento ahora, Lee le mataría. A este pensamiento le siguió otro: que su lucidez relativa no le iba a servir de nada, pues de todas formas iba a morir allí y en ese mismo momento. Reparó, casi distraídamente, en que seguía sujetando la horca.

—¡Me has dado, cretino hijo de puta! —aulló Eric, aunque para Ig fue un sonido apagado, como si estuviera oyendo todo con un casco de moto puesto.

—Podría haber sido peor. Podrías estar muerto —le dijo Lee a Eric mientras se colocaba de pie ante Ig y le apuntaba con el cañón de la escopeta a la cara.

Ig arremetió con la horca y el cañón quedó encajado entre dos púas. Tiró hacia la derecha y entonces la escopeta se disparó, acertando a Eric Hannity en pleno rostro. Ig vio la cabeza de Eric explotar como un melón cantalupo lanzado desde una gran altura. La sangre le salpicó la cara; estaba tan caliente que parecía quemar y recordó desesperado aquel pavo de Navidad volando en pedazos con un crujido ensordecedor. Las serpientes se deslizaban restregándose contra la sangre mientras huían hacia los rincones de la habitación.

—¡Mierda! —exclamó Lee—. Ahora sí que la he cagado. Lo siento, Eric. A quien quería matar es a Ig, te lo juro.

Soltó una carcajada histérica y de lo menos alegre. Después dio un paso atrás, liberando el cañón de la escopeta de las púas de la horca. Bajó el arma, lo que Ig aprovechó para embestirle de nuevo, y hubo un cuarto disparo. La bala salió alta, rebotó en el mango de la horca y lo hizo astillas. El tridente salió girando como una peonza en la oscuridad y se estrelló en algún lugar del suelo de cemento, con lo que Ig se quedó sujetando tan sólo un pedazo de madera inútil.

—¿Quieres hacer el favor de estarte quieto? —le dijo Lee antes de descorrer de nuevo el seguro de la escopeta.

Retrocedió un poco y cuando estuvo a más o menos a un metro de distancia apuntó una vez más a la cara de Ig y apretó el gatillo. El percutor cayó con un crac seco. Lee levantó el rifle y lo miró con cara de decepción.

—¿Qué pasa? ¿Es que estos trastos sólo llevan cuatro balas? No es mía, es de Eric. Te habría disparado la otra noche, pero ya sabes, pruebas forenses. Esta vez, sin embargo, no hay de qué preocuparse. Tú matas a Eric, él te mata a ti, yo no intervengo para nada y todo encaja. Lo único que siento es haber usado todas las balas con Eric, porque ahora tendré que matarte a golpes.

Le dio la vuelta a la escopeta, sujetó el cañón con ambas manos y se lo apoyó en el hombro. A Ig le dio tiempo a pensar que Lee debía de haber estado practicando bastante el golf, pues describió un swing limpio con la escopeta que acto seguido le golpeó el cráneo. Uno de los cuernos se quebró con ruido de esquirlas e Ig rodó por el suelo.

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