El camino de los reyes (114 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

Encontró fácilmente el puesto del cirujano; pudo oler los antisépticos y los pequeños fuegos encendidos. Esos olores le recordaron su juventud, que ahora parecía tan, tan lejana. ¿De verdad que había planeado ser cirujano? ¿Qué les habría pasado a sus padres? ¿Y a Roshone?

Ahora ya no importaba. Les había enviado la noticia a través de las escribas de Amaram, una escueta nota que le había costado una semana de sueldo. Ellos sabían que había fracasado, y sabían que no pretendía regresar. No hubo respuesta.

Ven era el jefe de los cirujanos, un hombre alto de nariz hinchada y cara larga. Estaba viendo cómo sus aprendices doblaban vendas. Kaladin pensó una vez en dejarse herir para unirse a ellos: todos los aprendices tenían alguna incapacitación que les impedía luchar. Pero no había podido hacerlo. Herirse a sí mismo parecía una cobardía. Además, la cirugía era su antigua vida. En cierto modo, ya no se la merecía.

Kaladin sacó de su cinturón una bolsa de esferas, con intención de lanzársela a Ven. La bolsa, sin embargo, se atascó, negándose a soltarse del cinturón. Kaladin maldijo, dando un traspiés mientras tiraba de ella. La bolsa se liberó de repente, haciendo que perdiera de nuevo el equilibrio. Una forma blanca translúcida salió despedida, girando con aire descuidado.

—Malditos vientospren —dijo Kaladin. Eran comunes en estas llanuras rocosas.

Continuó su camino hacia el pabellón quirúrgico, donde le lanzó la bolsa de esferas a Ven. El alto cirujano la capturó al vuelo, haciéndola desaparecer en un bolsillo de su voluminosa túnica blanca. El soborno aseguraría que los hombres de Kaladin fueran los primeros en ser atendidos en el campo de batalla, siempre y cuando no hubiera ningún ojos claros que necesitara la atención.

Era hora de unirse al resto de sus hombres. Echó a correr, la lanza en la mano. Nadie le decía nada por llevar pantalones bajo su falda de cuero de lancero, algo que hacía para que sus hombres pudieran reconocerlo desde atrás. De hecho, a nadie le importaba nada hoy en día. Eso todavía le parecía extraño, después de tantas batallas libradas en sus primeros años en el ejército.

Seguía sin sentir que encajara en aquel lugar. Su reputación lo apartaba, ¿pero qué podía hacer? Impedía que sus hombres fueran molestados, y después de varios años de tratar con un desastre tras otro, por fin podía detenerse y pensar.

No estaba seguro de que le gustara. Últimamente pensar había demostrado ser peligroso. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que sacó aquella piedra y pensó en Tien y en casa.

Se dirigió a las primeras filas, donde divisó a sus hombres en el lugar que les había dicho.

—Dallet —llamó Kaladin mientras corría hacia el enorme lancero que era el sargento del pelotón—. Pronto tendremos un recluta nuevo. Necesito que…

Se interrumpió. Un joven, tal vez de unos catorce años, acompañaba a Dallet. Se le veía diminuto con su armadura de lancero.

Kaladin sintió un destello de nostalgia. Otro muchacho, este con rostro familiar, empuñando una lanza que supuestamente no necesitaba. Dos promesas rotas a la vez.

—Llegó hace unos minutos, señor —dijo Dallet—. Lo he estado preparando.

Kaladin se estremeció. Tien estaba muerto. Pero, Padre Tormenta, este nuevo chico se parecía mucho a él.

—Bien hecho —le dijo a Dallet, obligándose a no mirar a Cenn—. Pagué un buen dinero para apartar a ese chico de Gare. Ese hombre es tan incompetente que podría acabar luchando por el otro bando.

Dallet gruñó, mostrando su acuerdo. Los hombres sabrían qué hacer con Cenn.

«Muy bien, vamos a ello», pensó Kaladin, escrutando el campo de batalla en busca de un buen lugar para que sus hombres defendieran el terreno.

Había oído historias de los soldados que luchaban en las Llanuras Quebradas. Los soldados de verdad. Si mostrabas suficiente potencial luchando en estas disputas fronterizas, te enviaban allí. Se suponía que era más seguro: muchos más soldados, pero menos batallas. Así que Kaladin quería llevar a su pelotón allí lo antes posible.

Consultó con Dallet y escogieron un lugar donde situarse. Al poco sonaron los cuernos.

El pelotón de Kaladin cargó.

—¿Dónde está el chico? —preguntó Kaladin, arrancando su lanza de un hombre de uniforme marrón. El solado enemigo cayó al suelo, gimiendo—. ¡Dallet!

El fornido sargento estaba luchando. No pudo volverse para reconocer el grito.

Kaladin maldijo y escrutó el caótico campo de batalla. Las lanzas golpeaban los escudos, la carne, el cuero; los hombres gritaban y chillaban. Los dolospren pululaban por el suelo, como pequeñas manos anaranjadas o trozos de tejidos, alzándose del suelo entre la sangre de los caídos.

El pelotón de Kaladin estaba completo, con los heridos protegidos en el centro. Todos menos el chico nuevo. Tien.

«Cenn —pensó Kaladin—. Se llama Cenn.»

Vio un destello verde en mitad del marrón del enemigo. Una voz aterrorizada se abrió paso de algún modo entre la conmoción. Era él.

Kaladin salió de la formación, provocando un grito de sorpresa en Larn, que había estado luchando a su lado. Kaladin esquivó una lanza enemiga, abriéndose paso por el terreno rocoso y saltando por encima de los cadáveres.

Cenn había sido derribado y alzaba la lanza. Un soldado enemigo la apartó de un golpe.

«No.»

Kaladin bloqueó el golpe, desviando la lanza enemiga y abalanzándose hasta detenerse delante de Cenn. Había seis lanceros aquí, todos vestidos de marrón. Kaladin se desplazó entre ellos con un salvaje ataque. Su lanza parecía moverse por propia voluntad. Zancadilleó a un hombre, derribó a otro lanzándole un cuchillo.

Era como agua que corre montaña abajo, fluyendo, siempre en movimiento. Las lanzas destellaban en el aire a su alrededor, los mangos siseando de pura velocidad. Ninguna lo alcanzó. No podía ser detenido, no cuando se sentía así. Cuando tenía la energía para defender al caído, el poder de alzarse para proteger a uno de sus hombres.

Kaladin colocó su lanza en posición de descanso, agachado con un pie hacia delante, el otro atrás, la lanza bajo el brazo. El sudor le corría por la frente, enfriado por la brisa. Qué extraño. No soplaba brisa antes. Ahora parecía envolverlo.

Los seis lanceros yacían muertos o incapacitados. Kaladin inspiró y espiró una vez, luego se volvió a atender la herida de Cenn. Dejó caer la lanza a su lado y se arrodilló. El corte no era demasiado grave, aunque era probable que doliera terriblemente.

Kaladin sacó una venda y dirigió al campo de batalla una rápida mirada. Cerca, un soldado enemigo se agitó, pero estaba tan malherido que no representaría ningún problema. Dallet y el resto del grupo de Kaladin despejaban la zona de enemigos rezagados. No demasiado lejos, un ojos claros enemigo de alto rango reunía a un pequeño grupo de soldados para un contraataque. Llevaba armadura completa. No una armadura esquirlada, naturalmente, sino de acero plateado. Un hombre rico, a juzgar por su caballo.

En un segundo, Kaladin volvió a atender la pierna de Cenn, aunque no quitó ojo al soldado enemigo herido.

—¡Kaladin, señor! —exclamó Cenn, señalando al soldado, que se había movido. ¡Padre Tormenta! ¿Acababa de ver el chico al soldado? ¿Habían sido los sentidos de Kaladin alguna vez tan obtusos como los de este muchacho?

Dallet apartó al enemigo herido. El resto del pelotón formó un círculo en torno a Kaladin, Dallet y Cenn. Kaladin terminó su vendaje, y luego se levantó y recogió su lanza.

Dallet le devolvió sus cuchillos.

—Me preocupaste, señor. Al echar a correr de esa manera.

—Sabía que me seguiríais —respondió Kaladin—. Iza el estandarte rojo. Cyn, Korater, vais a volver con el chico. La línea de Amaram se dirige hacia aquí. Pronto deberíamos estar a salvo.

—¿Y tú, señor? —preguntó Dallet.

No muy lejos, el ojos claros no había conseguido congregar suficientes soldados. Estaba al descubierto, como una piedra que deja atrás un río que se seca.

—Un portador de esquirlada —dijo Cenn.

Dallet bufó.

—No, gracias al Padre Tormenta. Solo un oficial ojos claros. Los portadores son demasiado valiosos para desperdiciarlos en una disputa fronteriza menor.

Kaladin apretó la mandíbula, observando a aquel guerrero ojos claros. Cuan poderoso debía considerarse aquel hombre, a lomos de su hermoso caballo, a salvo de los lanceros por su majestuosa armadura y su alta montura. Blandía su maza, matando a aquellos que se le acercaban.

Estas escaramuzas las causaban gente como él, avariciosos ojos claros de poca monta que trataban de robar tierra mientras hombres mejores estaban lejos, combatiendo a los parshendi. Su clase tenía muchísimas menos bajas que los lanceros, y por eso las vidas bajo su mando se volvían despreciables.

Cada vez más, a lo largo de los años, todos y cada uno de estos indignos ojos claros habían acabado por representar a Roshone a ojos de Kaladin. Solo Amaram era distinto. Amaram, que había tratado al padre de Kaladin tan bien, prometiendo mantener a salvo a Tien. Amaram, que siempre hablaba con respeto, incluso a los bajos lanceros. Era como Dalinar y Sadeas. No este rifirrafe.

Naturalmente, Amaram no había logrado proteger a Tien. Pero tampoco había podido hacerlo Kaladin.

—¿Señor? —preguntó Dallet, vacilante.

—Subpelotones dos y tres, formación de pinza —dijo Kaladin fríamente, señalando al ojos claros enemigo—. Vamos a arrancar a un brillante señor de su trono.

—¿Estás seguro de que es aconsejable, señor? —preguntó Dallet—. Tenemos heridos.

Kaladin se volvió hacia Dallet.

—Es uno de los oficiales de Hallaw. Podría ser él.

—Eso no lo sabes, señor.

—De cualquier forma, es señor de un batallón. Si matamos a un oficial tan alto, tendremos garantizado estar en el siguiente grupo que envíen a las Llanuras Quebradas. Lo abatiremos. Imagínate, Dallet. Soldados de verdad. Un campamento de guerra con disciplina y ojos claros con integridad. Un lugar donde nuestros combates sirvan de algo.

Dallet suspiró, pero asintió. A una seña de Kaladin, dos subpelotones se le unieron, tan ansiosos como él. ¿Odiaban a estos remilgados ojos claros por sí mismos, o se habían contagiado de él?

El brillante señor fue sorprendentemente fácil de abatir. El problema con ellos, casi constante, era que subestimaban a los ojos oscuros. Tal vez este tenía derecho. ¿A cuántos había matado en sus años de soldado?

El subpelotón tres repelió a la guardia de honor. El subpelotón dos distrajo al ojos claros. No vio a Kaladin aproximarse desde una tercera dirección. El hombre cayó con un cuchillo en el ojo: llevaba la cara desprotegida. Gritó al caer al suelo, todavía vivo. Kaladin le clavó la lanza en el rostro, golpeando tres veces mientras el caballo huía al galope.

La guardia de honor del hombre se dejó llevar por el pánico y huyó para reunirse con su ejército. Kaladin hizo una indicación a los dos subpelotones golpeando su lanza contra el escudo, dando la señal de «aguantar la posición». Ellos se desplegaron, y el bajo Toorim (un hombre a quien Kaladin había rescatado de otro pelotón) hizo como si confirmara que el ojos claros estaba muerto. En realidad buscaba esferas.

Robar a los muertos estaba rigurosamente prohibido, pero Kaladin pensaba que si Amaram quería los despojos, bien podría venir a matar al enemigo en persona. Kaladin lo respetaba más que a la mayoría (bueno, más que a cualquiera) de los ojos claros. Pero los sobornos no eran baratos.

Toorim se acercó a él.

—Nada, señor. O bien no ha traído sus esferas a la batalla, o las tiene escondidas bajo el peto.

Kaladin asintió cortante mientras escrutaba el campo de batalla. Las fuerzas de Amaram se estaban recuperando: ganarían dentro de un rato. De hecho, Amaram estaría probablemente ahora liderando un ataque directo contra el enemigo. Generalmente entraba en la batalla al final.

Kaladin se secó la frente. Tendría que mandar llamar a Norby, su capitán, para que atestiguara la muerte del ojos claros. Primero necesitaba que aquellos médicos les…

—¡Señor! —dijo Toorim de pronto.

Kaladin se volvió a mirar las líneas enemigas.

—¡Padre Tormenta! —exclamó Toorim—. ¡Señor!

Toorim no miraba las líneas enemigas. Kaladin dio media vuelta y miró las líneas amigas. Allí, abriéndose paso entre los soldados en un caballo del color de la misma muerte, vio una imposibilidad.

El hombre llevaba una brillante armadura dorada. Una armadura dorada perfecta, como si esta fuera la que todas las demás armaduras pretendieran imitar. Cada pieza encajaba a la perfección; no había agujeros que mostraran correas o cuero. El jinete parecía enorme, poderoso. Como un dios que portara una espada majestuosa que habría resultado demasiado grande para ser utilizada. Estaba grabada y marcada, con forma de llamas en movimiento.

—Padre Tormenta… —jadeó Kaladin.

El portador de esquirlada salió de entre las líneas de Amaram. Había estado cabalgando entre ellas, abatiendo hombres a su paso. Durante un breve instante, la mente de Kaladin se negó a reconocer que esta criatura, esta hermosa…, divinidad, pudiera ser un enemigo. El hecho de que el portador hubiera surgido de entre sus filas reforzaba esa ilusión.

La confusión de Kaladin duró hasta el momento en que el portador arroyó a Cenn, la hoja esquirlada cayó y cortó la cabeza de Dallet con un limpio y único golpe.

—¡No! —gritó Kaladin—. ¡No!

El cuerpo de Dallet cayó al suelo, los ojos parecieron captar la luz, y surgió humo de ellos. El portador abatió a Cyn y arroyó a Lyndel antes de seguir adelante. Lo hizo con tranquilidad, como una mujer que se para a limpiar una mancha en la mesa.

—¡No! —gritó Kaladin, cargando hacia sus hombres caídos. ¡No había perdido a nadie en esta batalla! ¡Iba a protegerlos a todos!

Cayó de rodillas junto a Dallet, soltando la lanza. Pero el corazón no le latía, y aquellos ojos apagados… Estaba muerto. La pena amenazó con abrumar a Kaladin.

«¡No! ¡Salva a los que puedas!», dijo la parte de su mente entrenada por su padre.

Se volvió hacia Cenn. El muchacho había recibido un pisotón del caballo en el pecho y tenía el esternón hundido y las costillas rotas. Jadeaba, los ojos vueltos hacia arriba, pugnando por respirar. Kaladin sacó una venda. Entonces se detuvo y la miró. ¿Una venda? ¿Para curar un pecho aplastado?

Cenn dejó de gemir. Tuvo una convulsión, los ojos todavía abiertos.

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