El camino de los reyes (117 page)

Read El camino de los reyes Online

Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

Jasnah miró a Shallan, recordando probablemente la suposición de Kabsal de que socavar el vorinismo era el objetivo de su investigación. No pidió disculpas, pero tampoco replicó.

«Bastante bien», pensó Shallan.

—La mermelada, Shallan —dijo Kabsal, ofreciéndole una rebanada de pan.

—Oh, bien.

Sujetó el frasco entre las rodillas y usó su mano libre.

—Supongo que has perdido el barco —dijo Kabsal.

—Sí.

—¿De qué habláis? —preguntó Jasnah. Shallan sintió un escalofrío.

—Planeaba marcharme, brillante. Lo siento. Tendría que habértelo dicho.

Jasnah se echó hacia atrás.

—Supongo que era de esperar, considerándolo todo.

—¿La mermelada? —instó Kabsal de nuevo. Shallan frunció el ceño. Era particularmente insistente con la mermelada. Alzó el frasco y lo olió. Lo apartó.

—¡Huele fatal! ¿Esto es mermelada?

Olía como a vinagre y fango.

—¿Qué? —dijo Kabsal, alarmado. Cogió el frasco, lo olió, y luego lo apartó, asqueado.

—Parece que te han dado un frasco en mal estado —dijo Jasnah—. ¿No es así como se supone que huele?

—En absoluto —dijo Kabsal. Vaciló, y luego metió el dedo en el frasco de todas formas y se llevó un gran trozo a la boca.

—¡Kabsal! —dijo Shallan—. ¡Eso es repugnante!

Él tosió, pero se obligó a tragar.

—No está tan mal, de verdad. Deberías probarla.

—¿Qué?

—De verdad —dijo él, ofreciéndosela con insistencia—. Quiero decir, quería que esto fuera especial, para ti. Y resultó mal.

—No voy a probar eso, Kabsal.

Él vaciló, como si considerara en obligarla a comer a la fuerza. ¿Por qué actuaba tan extrañamente? Se llevó una mano a la cabeza, se levantó y se apartó torpemente de la cama.

Empezó a marcharse de la habitación. Solo llegó a la mitad antes de desplomarse en el suelo y resbalar un poco sobre la piedra inmaculada.

—¡Kabsal! —dijo Shallan, saltando de la cama y corriendo a su lado, vestida solo con la bata blanca. Él temblaba. Y…, y…

Y ella también. La habitación daba vueltas. De repente se sintió muy, muy cansada. Trató de permanecer de pie, pero resbaló, mareada. Apenas notó que caía al suelo.

Alguien se arrodilló a su lado, maldiciendo.

Jasnah. Su voz sonaba lejana.

—La han envenenado. Necesito un granate. ¡Traedme un granate!

«Hay uno en mi bolsa —pensó Shallan. Tanteó y logró deshacer el lazo de la manga de su mano segura—. ¿Por qué…? ¿Por qué quiere…?»

«Pero no, no puedo enseñárselo. ¡La animista!»

Su mente estaba tan confusa.

—Shallan —dijo la voz de Jasnah, ansiosa, muy queda—. Voy a tener que animar tu sangre para purificarla. Será peligroso. Extremadamente peligroso. No soy buena con la sangre ni la carne. No está ahí mi talento.

«La necesita. Para salvarme». Débilmente, sacó la bolsa segura con la mano derecha.

—No…, puedes…

—Calla, niña. ¿Dónde está ese granate?

—No puedes animar —dijo Shallan débilmente, abriendo los lazos de su bolsa. La volcó, viendo vagamente un difuso objeto dorado caer al suelo, junto con el granate que le había dado Kabsal.

¡Padre Tormenta! ¿Por qué daba tantas vueltas la habitación?

Jasnah jadeó.

Desvaneciéndose…

Sucedió algo. Un destello de calor ardió a través de Shallan, algo dentro de su piel, como si la hubieran arrojado a un caldero caliente. Gritó, arqueando la espalda, los músculos convulsionándose.

Todo se volvió negro.

«Radiante / de nacimiento / el anunciador viene / para venir a anunciar / el nacimiento de los radiantes. »

Aunque no soy demasiado aficionada a la forma poética ketek como medio de transmitir información, esta de Allahn se cita a menudo en referencia a Uriziru. Creo que algunos confundieron el hogar de los Radiantes con su lugar de nacimiento.

Las altas torres del abismo que se alzaban a cada lado de Kaladin goteaban moho gris verdoso. Las llamas de su antorcha bailaban, reflejando la luz en las resbaladizas secciones de piedra mojadas por la lluvia. El aire húmedo era helado, y la alta tormenta había dejado charcos de diversos tamaños. Huesos rotos (un húmero y un radio) asomaban de uno de ellos cuando Kaladin pasó por su vera. No miró a ver si el resto del esqueleto estaba allí.

«Riadas veloces. Esa agua tiene que ir a alguna parte, o de lo contrario tendríamos que cruzar canales en vez de abismos», pensó, escuchando los pasos tentativos de los hombres del puente tras él.

Kaladin no sabía si podía confiar en su sueño o no, pero había preguntado y era cierto que el extremo oriental de las Llanuras Quebradas era más abierto que el occidental. Las mesetas se habían gastado. Si los hombres del puente pudieran llegar allí, tal vez lograran huir hacia el este.

Tal vez. Muchos abismoides vivían en esa zona, y los exploradores alezi patrullaban el perímetro posterior. Si el equipo de Kaladin los encontraba, tendrían problemas para explicar qué estaba haciendo allí un grupo de hombres armados, muchos con marcas de esclavo.

Syl caminaba por la pared del abismo, al nivel de la cabeza de Kaladin. Los suelospren no tiraban de ella hacia abajo como hacían con todo lo demás. Caminaba con las manos a la espalda, la diminuta falda hasta las rodillas aleteando con un viento intangible.

Huir hacia el este. Parecía improbable. Los altos príncipes habían intentado explorar esa dirección, buscando una ruta hacia el centro de las Llanuras. Habían fracasado. Los abismoides habían matado a algunos grupos. A pesar de las precauciones, otros habían quedado atrapados en los abismos durante las altas tormentas. Era imposible predecirlas a la perfección.

Otras partidas de exploradores habían evitado esos dos destinos. Habían usado enormes escaleras extensibles para subir a las mesetas durante las altas tormentas. Sin embargo, habían perdido muchos hombres, ya que las cimas de las mesetas proporcionaban poco abrigo a las tormentas y no podían llevar consigo a los abismos carretas u otro tipo de refugio. El mayor problema, según le habían contado, eran las patrullas parshendi. Habían encontrado y matado a docenas de partidas de exploradores.

—¿Kaladin? —preguntó Teft, acercándose y salpicando el agua de un charco donde flotaban trozos de caparazones vacíos de cremlinos—. ¿Estás bien?

—Sí.

—Pareces pensativo.

—Más bien ahíto —respondió Kaladin—. Esa bazofia de esta mañana era especialmente densa.

Teft sonrió.

—No te hacía de los del tipo elocuente.

—Antes lo era más —repuso Kaladin—. Lo heredé de mi madre. Apenas se le podía decir nada sin que le diera la vuelta y te lo devolviera.

Teft asintió. Caminaron en silencio durante un rato. Los hombres del puente que los seguían se rieron cuando Dunny contó una historia de la primera chica a la que había besado.

—Hijo —dijo Teft— ¿has notado algo extraño últimamente?

—¿Extraño? ¿Extraño de qué tipo?

—No sé. Solo…, algo raro —tosió—. Ya sabes, como extraños arrebatos de fuerza. La, er…, ¿sensación de que eres más liviano?

—¿La sensación de que soy qué?

—Liviano. Esto…, tal vez, como si tu cabeza fuera más liviana. Ligera. Ese tipo de cosas. Tormentas, muchacho, solo estoy comprobando si sigues enfermo. Esa alta tormenta te sacudió bastante fuerte.

—Estoy bien —dijo Kaladin—. Bastante bien, de hecho.

—Raro ¿no?

Era raro. Aquello aumentaba la acuciante preocupación de que estaba sometido a algún tipo de maldición sobrenatural de las que supuestamente sufría la gente que buscaba la Antigua Magia. Había historias de hombres malvados que se hacían inmortales y eran torturados una y otra vez, como Extes, a quien arrancaban los brazos cada día por haber sacrificado a su hijo a los Vaciadores a cambio de saber el día de su muerte. Era solo un cuento, pero los cuentos salían de alguna parte.

Kaladin vivía cuando todos los demás morían. ¿Era obra de algún spren de Condenación que jugueteaba con él como un vientospren, pero infinitamente más nefando? ¿Le dejaba pensar que podría hacer algún bien, y luego mataba a todos los que intentaba ayudar? Se suponía que había miles de tipos de spren, muchos que la gente no veía nunca o de los que no sabía nada. Syl lo seguía. ¿Podría alguna clase de spren maligno estar haciendo lo mismo?

Una idea muy preocupante.

«Las supersticiones son inútiles —se obligó a afirmar—. Piensa demasiado en ello y acabarás como Durk, insistiendo en que tienes que llevar puestas tus botas de la suerte en cada batalla.»

Llegaron a una sección donde el abismo se bifurcaba, rodeando una meseta en las alturas. Kaladin se volvió hacia sus hombres.

—Este lugar es tan bueno como cualquier otro.

Los hombres se detuvieron y se agruparon. Kaladin pudo ver la expectación en sus ojos, la emoción.

Había sentido lo mismo antaño, antes de conocer la amargura y el dolor de la experiencia. Extrañamente, Kaladin sentía que ahora admiraba y a la vez le decepcionaba más la lanza que cuando era joven. Le encantaba la concentración, la sensación de certeza que experimentaba al combatir. Pero eso no había salvado a los que lo seguían.

—Aquí es donde se supone que he de deciros el penoso grupo que formáis —les dijo a los hombres—. Es como se ha hecho siempre. El sargento instructor les dice a los reclutas que son patéticos. Señala sus debilidades, quizá combate con alguno de ellos y los derriba para enseñarles humildad. Yo mismo lo hice unas cuantas veces cuando entrenaba a los lanceros nuevos.

»Hoy no empezaremos así. No necesitáis humildad. No soñáis con la gloria. Soñáis con sobrevivir. Sobre todo, no sois el grupo de reclutas triste y falto de preparación con el que tienen que tratar la mayoría de los sargentos. Sois duros. Os he visto correr durante kilómetros cargando un puente. Sois valientes. Os he visto cargar de frente contra una línea de arqueros. Sois decididos. De lo contrario, no estaríais aquí ahora, conmigo.

Kaladin se acercó a un lado del abismo y recuperó una lanza extraviada de un montón de escombros arrastrados por las riadas. Cuando lo hizo, no obstante, advirtió que le faltaba la punta. Casi estuvo a punto de arrojarla antes de pensarlo mejor.

Las lanzas eran peligrosas para él. Le hacían querer luchar, y podrían llevarlo a pensar que era quien fue una vez: Kaladin Benditormenta, el confiado jefe de pelotón. Ya no era ese hombre.

Parecía que cada vez que empuñaba un arma la gente que lo rodeaba moría, amigos y enemigos por igual. Así que, de momento, le pareció bien empuñar aquel trozo de madera: era solo un palo. Nada más. Un palo que podía utilizar para entrenar.

Ya sería capaz de enfrentarse a la lanza en otra ocasión.

—Es bueno que ya estéis preparados —les dijo a los hombres—. Porque no tenemos las seis semanas que me daban para entrenar una nueva hornada de reclutas. Dentro de seis semanas, Sadeas nos habrá hecho matar a la mitad. Yo pretendo veros a todos bebiendo cerveza en una taberna en algún lugar seguro para cuando hayan pasado esas seis semanas.

Varios de los hombres esbozaron una especie de aplauso a medias.

—Tendremos que ser rápidos —dijo Kaladin—. Tendré que exigiros mucho. Es nuestra única opción. —Miró el mango de la lanza—. Lo primero que tenéis que aprender es que no es malo preocuparse.

Los veintitrés hombres formaban una fila doble. Todos habían querido venir. Incluso Leyten, que había resultado malherido. No tenían a ninguno tan grave que no pudiera caminar, aunque Dabbid continuaba mirando a la nada. Roca estaba allí de pie cruzado de brazos, aparentemente sin ningún propósito de aprender a luchar. Shen, el parshmenio, estaba al fondo. Miraba al suelo. Kaladin no tenía pensado ponerle una lanza en las manos.

Varios de los hombres parecieron confusos por lo que Kaladin dijo sobre las emociones, aunque Teft solo alzó una ceja y Moash bostezó.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Drehy. Era un rubio larguirucho y musculoso. Hablaba con un acento particular: era de algún lugar del oeste lejano llamado Rianal.

—Un montón de soldados —dijo Kaladin, pasando el pulgar por el palo, sintiendo el granulado de la madera— piensan que se lucha mejor si eres desapasionado y frío. Creo que eso son restos de tormenta. Sí, tenéis que estar concentrados. Sí, las emociones son peligrosas. Pero si no os preocupa nada ¿qué sois? Animales, impulsados solo para matar. Nuestra pasión es lo que nos hace humanos. Tenemos que luchar por un motivo. Así que digo que está bien preocuparse. Hablaremos de controlar vuestro miedo y vuestra ira, pero recordad esto como la primera lección que os he enseñado.

Other books

Sheer Blue Bliss by Lesley Glaister
Bridge of Triangles by John Muk Muk Burke
The Ghosts of Aquinnah by Julie Flanders
A Loving Scoundrel by Johanna Lindsey
Riley by Susan Hughes
Flat Lake in Winter by Joseph T. Klempner