El camino de los reyes (119 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

Un sonido de roce. Se volvió para ver a una enfermera que recorría un pasillo blanco: la mujer al parecer la había visto sentarse, y ahora le llevaba la noticia a alguien.

«Estoy en el hospital, me han trasladado a una habitación privada.»

Un soldado se asomó a inspeccionarla. Al parecer era una habitación vigilada.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó—. Me envenenaron, ¿no? —sintió un súbito destello de alarma—. ¡Kabsal! ¿Está bien?

El guardia tan solo volvió a su puesto. Shallan empezó a levantarse de la cama, pero él volvió a asomarse y la miró con mala cara. Ella soltó un gritito a su pesar, subió la sábana y se quedó quieta. Todavía llevaba puesta una de las túnicas del hospital, muy parecida a una suave bata de baño.

¿Cuánto tiempo había estado inconsciente? ¿Por qué había…?

«¡La animista! Se la di a Jasnah.»

La siguiente media hora fue una de las más terribles de la vida de Shallan. La pasó sufriendo las miradas periódicas del guardia y sintiéndose asqueada. ¿Qué había sucedido?

Por fin, Jasnah apareció al fondo del pasillo. Llevaba un vestido diferente, negro con líneas gris claro. Cruzó la habitación como una flecha y despidió al guardia con una sola palabra al pasar. El hombre se marchó rápidamente, sus botas resonaron en el suelo de piedra mucho más fuerte que las zapatillas de Jasnah.

La princesa entró, y aunque no hizo ninguna acusación, su mirada fue tan hostil que Shallan quiso arrastrarse bajo las sábanas y esconderse. No. Quiso meterse debajo de la cama, hundirse en el mismo suelo y poner piedra entre ella y aquellos ojos.

Se contentó con bajar avergonzada la mirada.

—Fuiste sabia al devolver la animista —dijo Jasnah, la voz como el hielo—. Te salvó la vida. Te salvé la vida.

—Gracias —susurró Shallan.

—¿Con quién trabajas? ¿Qué devotario te sobornó para que robaras el fabrial?

—Con ninguno, brillante. Lo robé por propia voluntad.

—Protegerlos no te servirá de nada. Tarde o temprano me dirás la verdad.

—Esta es la verdad —dijo Shallan, alzando la mirada y sintiendo un atisbo de desafío—. Por eso me convertí en tu pupila en primer lugar. Para robar la animista.

—Sí ¿pero para quién?

—Para mí. ¿Tan difícil es creer que puedo actuar por mi cuenta? ¿Soy un fracaso tan miserable que la única respuesta racional es asumir que me drogaron o me manipularon?

—No tienes derecho a levantarme la voz, niña —dijo Jasnah fríamente—. Y tienes todos los motivos para recordar cuál es tu sitio.

Shallan volvió a bajar la mirada.

Jasnah guardó silencio durante un rato. Finalmente, suspiró.

—¿En qué estabas pensando, niña?

—Mi padre ha muerto.

—¿Y…?

—No era apreciado, brillante. De hecho, lo odiaban, y mi familia está arruinada. Mis hermanos intentan aguantar fingiendo que vive todavía. Pero… —¿Se atrevería a decirle a Jasnah que su padre poseía una animista? Hacerlo no ayudaría a excusar lo que había hecho y podría meter a su familia en más problemas—. Necesitábamos algo. Una ayuda. Un modo de ganar dinero rápidamente, o de crearlo.

Jasnah volvió a guardar silencio. Cuando por fin habló, parecía levemente divertida.

—¿Pensaste que vuestra salvación se encontraba no solo en enfurecer a todo el fervor, sino a Alezkar? ¿Te das cuenta de lo que habría hecho mi hermano si se hubiera enterado de esto?

Shallan apartó la mirada, sintiéndose a la vez estúpida y avergonzada.

Jasnah suspiró.

—A veces olvido lo joven que eres. Puedo ver que el robo pudo parecerte tentador. Pero fue una tontería de todas formas. He dispuesto un pasaje de vuelta a Jah Keved. Te marcharás por la mañana.

—Yo… —era más de lo que merecía—. Gracias.

—Tu amigo, el fervoroso, está muerto.

Shallan alzó la cabeza, anonadada.

—¿Qué pasó?

—El pan estaba envenenado. Polvo de agotadera. Muy letal, espolvoreado sobre el pan para que pareciera harina. Sospecho que el pan era tratado de forma similar cada vez que venía de visita. Su objetivo era hacerme comer un trozo.

—¡Pero yo comí un montón de ese pan!

—La mermelada tenía el antídoto —dijo Jasnah—. Lo encontramos en varios frascos vacíos que había empleado.

—¡No puede ser!

—He empezado a investigar —dijo Jasnah—. Tendría que haberlo hecho inmediatamente. Nadie recuerda de dónde vino este tal «Kabsal». Aunque hablaba con familiaridad a los otros fervorosos de ti y de mí, ellos solo lo conocían vagamente.

—Entonces él…

—Estaba jugando contigo, niña. Todo el tiempo te estuvo utilizando para llegar hasta mí. Para espiar lo que estaba haciendo, para matarme si podía —hablaba tranquilamente, sin ninguna emoción—. Creo que usó mucho más polvo durante este último intento, más que nunca antes, esperando quizá que yo lo aspirara. Se dio cuenta de que sería su última oportunidad. Sin embargo, se volvió contra él, ya que trabajó mucho más rápidamente de lo que esperaba.

Alguien había estado a punto de matarla. No, alguien no: Kabsal. ¡No era extraño que estuviera tan ansioso por hacerle probar la mermelada!

—Estoy muy decepcionada contigo, Shallan —dijo Jasnah—. Ahora comprendo por qué intentaste poner fin a tu propia vida. Fue la culpa.

Ella no había intentado suicidarse. ¿Pero de qué serviría admitirlo? Jasnah se apiadaba de ella; era mejor no darle motivos para lo contrario. ¿Pero qué había de las extrañas cosas que Shallan había visto y experimentado? ¿Podría tener Jasnah una explicación para ellas?

Mirarla, ver la fría cólera oculta bajo su tranquilo aspecto exterior, asustó tanto a Shallan que sus preguntas sobre las cabezas de símbolos y el extraño lugar que había visitado murieron en sus labios. ¿Cómo había pensado Shallan que era valiente? No lo era. Era una idiota. Recordó las veces que la ira de su padre resonaba por toda la casa. La ira más silenciosa y más justificada de Jasnah no era menos aterradora.

—Bueno, tendrás que aprender a vivir con tu culpa —dijo Jasnah—. Tal vez no hubieras podido escapar con mi fabrial, pero has tirado por la borda una carrera muy prometedora. Este estúpido plan manchará tu vida durante décadas. Ninguna mujer te aceptará ahora como pupila. La has tirado por la borda —negó con la cabeza, disgustada—. Odio equivocarme.

Con eso, se dio la vuelta para marcharse.

Shallan alzó una mano. «Tengo que pedir disculpas. Tengo que decir algo.»

—¿Jasnah?

La mujer no se volvió a mirar, y el guardia no regresó.

Shallan se enroscó bajo las sábanas, con un nudo en el estómago, sintiéndose tan asqueada que, durante un momento, deseó haberse clavado aquel fragmento de cristal un poco más adentro. O tal vez que Jasnah no hubiera sido tan rápida con la animista para salvarla.

Lo había perdido todo. No tenía ningún fabrial para proteger a su familia, ni tutora para continuar sus estudios. Ni Kabsal. Nunca lo había tenido.

Sus lágrimas mojaron las sábanas mientras la luz del sol se difuminaba y luego se desvanecía. Nadie vino a ver cómo estaba. A nadie le importaba.

UN AÑO ANTES

Kaladin estaba sentado en silencio en la sala de espera del centro de operaciones de Amaram, un recio edificio de madera con una docena de secciones que podían ser desconectadas y tiradas por chulls. Kaladin se encontraba junto a una ventana, contemplando el campamento. Había un hueco donde se alojaba su pelotón. Podía distinguirlo desde aquí. Sus tiendas habían sido desmontadas y entregadas a otros pelotones.

Quedaban cuatro de sus hombres. Cuatro de veintiséis. Y los hombres lo llamaban afortunado. Lo llamaban Benditormenta. Había empezando a creérselo.

«He matado a un portador de esquirlada hoy —pensó, aturdido—. Como Lanacin el del Seguro Pie, o Evod Marcador. Yo maté a uno.»

Y no le importaba.

Cruzó los brazos en el alféizar de madera. No había cristal en la ventana y podía sentir la brisa. Un vientospren volaba de una tienda a otra. Tras Kaladin, la habitación tenía una gruesa alfombra roja y escudos en las paredes. Había varias sillas de madera tapizadas, como la que él utilizaba ahora. Esta era la sala de espera «pequeña» del centro de operaciones, pequeña y sin embargo más grande que toda su casa en Piedralar, incluida la consulta.

«Maté a un portador de esquirlada. Y luego renuncié a la espada y la armadura.»

Ese hecho tenía que ser la estupidez más monumental que nadie, en ningún reino, en ninguna era, había cometido jamás. Como portador de esquirlada, Kaladin habría sido más importante que Roshone, más importante que Amaram. Habría podido ir a las Llanuras Quebradas y luchar en una guerra de verdad.

No más escaramuzas en las fronteras. No más mezquinos capitanes ojos claros pertenecientes a familias sin importancia, amargados porque se habían quedado atrás. Nunca tendría que preocuparse por las ampollas de las botas que no le estaban bien, por la bazofia que sabía a crem, por los otros soldados que buscaban pelea.

Podría haber sido rico. Y había renunciado a todo, así de fácil.

Y sin embargo, la simple idea de tocar aquella espada le revolvía el estómago. No quería riquezas, títulos, ejércitos, ni siquiera una buena comida. Quería poder regresar y proteger a los hombres que habían confiado en él. ¿Por qué había corrido tras el portador? Tendría que haber huido. Pero no, insistió en atacar a un tormentoso portador de esquirlada.

«Protegiste a tu alto mariscal —se dijo—, eres un héroe.»

¿Pero por qué valía más la vida de Amaram que la de sus hombres? Kaladin lo servía por el honor que había mostrado. Dejaba que los lanceros compartieran sus comodidades en el centro de mando durante las altas tormentas, un pelotón diferente cada tormenta. Insistía en que sus hombres estuvieran bien alimentados y bien pagados. No los trataba como a escoria.

Pero sí dejaba que sus subordinados lo hicieran. Y había roto su promesa de proteger a Tien.

«Y yo también. Y yo también…»

Por dentro, Kaladin era un revoltijo de culpabilidad y pena. Una cosa estaba clara, como un brillante punto de luz en la pared de una habitación oscura. No quería tener nada que ver con aquellos Cristales. Ni siquiera quería tocarlos.

La puerta se abrió de golpe y Kaladin se volvió en su silla. Amaram entró. Alto, esbelto, con el rostro cuadrado y la larga guerrera marcial verde oscuro. Caminaba con una muleta. Kaladin observó los vendajes y el entablillado con ojo crítico. «Yo podría haberlo hecho mejor.» También habría insistido en que el paciente permaneciera en cama.

Amaram hablaba con uno de sus guardatormentas, un hombre de mediana edad con barba cuadrada y túnica negra.

—¿Por qué se arriesgaría Thaidakar a eso? —estaba diciendo Amaram, hablando en voz baja—. ¿Pero quién más podría ser? Los Espectros de Sangre se vuelven más osados. Tendremos que descubrir quién era. ¿Sabemos algo de él?

—Era veden, brillante señor —dijo el guardatormentas—. Nadie a quien yo reconozca. Pero investigaré.

Amaram asintió y guardó silencio. Detrás de los dos entró un grupo de oficiales ojos claros, uno de ellos con la hoja esquirlada, envuelta en una tela blanca pura. Detrás de este grupo llegaron los cuatro miembros supervivientes del pelotón de Kaladin: Hab, Reesh, Alabet y Coreb.

Kaladin se levantó, exhausto. Amaram permaneció junto a la puerta, los brazos cruzados, mientras dos hombres más entraban y la cerraban. Eran también ojos claros, pero inferiores: oficiales de la guardia personal de Amaram. ¿Se encontraban entre los que habían huido?

Amaram se apoyó en su bastón e inspeccionó a Kaladin con sus brillantes ojos pardos. Había consultado con sus consejeros durante varias horas, tratando de descubrir quién era el portador de esquirlada.

—Hiciste algo valiente hoy, soldado —le dijo a Kaladin.

—Yo…

¿Qué se decía a eso? «Ojalá te hubiera dejado morir, señor.»

—Gracias.

—Todo el mundo huyó, incluyendo mi guardia de honor. —Los dos hombres más cercanos a la puerta agacharon la cabeza, avergonzados—. Pero tú atacaste. ¿Por qué?

—En realidad no lo pensé, señor.

Amaram pareció insatisfecho con la respuesta.

—Te llamas Kaladin ¿no?

—Sí, brillante señor. De Piedralar. ¿Recuerdas?

Amaram frunció el ceño, parecía confundido.

—Tu primo, Roshone, es consistor allí. Envió a mi hermano al ejército cuando viniste a reclutar. Yo…, yo me enrolé con mi hermano.

—Ah, sí —dijo Amaram—. Creo que te recuerdo. —No preguntó por Tien—. Todavía no has respondido a mi pregunta. ¿Por qué atacaste? No fue por la espada esquirlada. La rechazaste.

—Sí, señor.

A un lado, el guardatormentas alzó las cejas, como si no se hubiera creído que Kaladin había rechazado la esquirlada. El soldado que sostenía la espada no dejaba de mirarla asombrado.

—¿Por qué? —dijo Amaram—. ¿Por qué la rechazaste? Tengo que saberlo.

—No la quiero, señor.

—Sí, ¿pero por qué?

«Porque me convertiría en uno de vosotros. Porque no puedo mirar esa arma y no ver los rostros de los hombres que su dueño mató tan despiadadamente.»

«Porque…, porque…»

—No puedo responder a eso, señor —dijo Kaladin, suspirando.

El guardatormentas se acercó al brasero de la habitación, sacudiendo la cabeza. Empezó a calentarse las manos.

—Mira —dijo Kaladin—. Esas esquirladas son mías. Bueno, dije que se las daba a Coreb. Es mi soldado de mayor rango, y el mejor luchador entre ellos.

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