El camino de los reyes (144 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

La siguiente roca se soltó. La que tenía al lado la siguió unos segundos más tarde. Lopen estaba de pie al otro lado del fondo del abismo, apoyado contra la pared, interesado pero relajado.

«¡Sigue moviéndote!», pensó Kaladin, molesto consigo mismo por distraerse. Volvió a su tarea.

Justo cuando empezaban a dolerle los brazos por la escalada, llegó debajo del puente. Lo alcanzó justo cuando dos piedras más se soltaban. El golpeteo de cada una de ellas fue esta vez más fuerte, ya que la altura de caída era mucho más grande.

Sujetándose en el puente con una mano, los pies todavía apoyados contra las piedras más altas, ató el extremo de la cuerda a una de las vigas de madera. Tiró y la volvió a enlazar para hacer un nudo. Tenía cuerda de sobra por el extremo corto.

Dejó que el resto de la cuerda se deslizara de su hombro y cayera al fondo.

—Lopen —llamó. La luz brotó de su boca cuando habló—. Ténsala.

El herdaziano lo hizo, y Kaladin sujetó su extremo y tensó el nudo. Luego cogió la sección larga de la cuerda y se balanceó, colgando de la parte inferior del puente. El nudo aguantó.

Kaladin se relajó. Todavía estaba desprendiendo luz, y (excepto para llamar a Lopen) llevaba conteniendo la respiración casi un cuarto de hora. «Eso no viene mal», pensó aunque sus pulmones empezaban a arder, así que comenzó a respirar con normalidad. La luz no lo dejó del todo, aunque escapó más rápido.

—Muy bien —le dijo a Lopen—. Ata el otro saco al extremo de la cuerda.

La ropa se agitó, y unos momentos más tarde Lopen avisó de que había terminado. Kaladin se agarró a la cuerda con las piernas para sujetarse, y luego usó las manos para tirar, izando el saco lleno de armaduras. Usando la cuerda del extremo corto del nudo, metió su bolsa de esferas dentro del saco, y luego lo ató en un lugar bajo el puente donde, eso esperaba, Lopen y Dabbid pudieran recuperarlo desde arriba.

Miró hacia abajo. El fondo parecía mucho más lejano que desde el puente. Desde esta perspectiva ligeramente distinta, todo cambiaba.

No sintió vértigo por la altura. En cambio, sí que notó un pequeño arrebato de emoción. Algo en él había disfrutado siempre de las alturas. Le parecía natural. Era estar abajo, atrapado en agujeros e incapaz de ver el mundo, lo que resultaba deprimente.

Pensó en su próximo movimiento.

—¿Qué? —preguntó Syl, acercándose a él, de pie en el aire.

—Si dejo aquí la cuerda, alguien podría verla al cruzar el puente.

—Entonces córtala.

Él la miró, alzando una ceja.

—¿Mientras estoy colgando de ella?

—No te pasará nada.

—¡Es una caída de doce metros! Como poco me romperé los huesos.

—No —dijo Syl—. Estoy segura de esto, Kaladin. No pasará nada. Confía en mí.

—¿Que confíe en ti? ¡Syl, tú misma has dicho que tu memoria está fracturada!

—Me insultaste la otra semana —dijo ella, cruzándose de brazos—. Creo que me debes una disculpa.

—¿Tengo que disculparme por cortar una cuerda y caer doce metros?

—No, pide disculpas por no confiar en mí. Ya te lo he dicho. Estoy segura de esto.

Él suspiró y miró de nuevo abajo. Su luz tormentosa se estaba agotando. ¿Qué más podía hacer? Dejar la cuerda sería una locura. ¿Podía hacerle otro nudo, o soltarla desde el fondo?

Si ese tipo de nudo existía, él no sabía cómo hacerlo. Apretó los dientes. Entonces, cuando la última de sus piedras cayó al suelo, inspiró profundamente y sacó el cuchillo que había recogido del parshendi. Se movió con rapidez, antes de tener una oportunidad para considerarlo, y cortó la cuerda y la soltó.

Cayó al momento, una mano sujetando todavía la cuerda cortada, el estómago agitado por la sensación de caída. El puente salió disparado como si se alzara, y la mente llena de pánico de Kaladin inmediatamente volvió a mirar abajo. Esto no era hermoso. Era aterrador. Era horrible. ¡Iba a morir! Iba…

«Tranquilo.»

Sus emociones se calmaron en un segundo. De algún modo, supo qué hacer. Se retorció en el aire, soltó la cuerda y golpeó el suelo con ambos pies. Se agazapó, apoyando una mano en la piedra, una descarga de frío lo recorrió. Su luz tormentosa restante escapó en un solo estallido, huyendo de su cuerpo con un anillo de humo luminiscente que se aplastó contra el suelo antes de extenderse y desvanecerse.

Se irguió. Lopen se quedó boquiabierto. Kaladin sintió en las piernas el dolor del golpe, pero era como haber saltado un metro o un metro y medio.

—¡Como diez docenas de truenos en las montañas, gancho! —exclamó Lopen—. ¡Ha sido increíble!

—Gracias —dijo Kaladin. Se llevó una mano a la cabeza, miró las rocas dispersas por la base de la pared, y luego alzó la mirada para ver la armadura atada allá arriba.

—Te lo dije —recordó Syl, posándose en su hombro. Parecía triunfante.

—Lopen —dijo Kaladin—. ¿Crees que podrás recoger esa armadura durante la próxima carrera con el puente?

—Claro. No me verá nadie. Nos ignoran, ignoran a los hombres de los puentes, y especialmente ignoran a los lisiados. Para ellos, soy tan invisible que debería andar atravesando paredes.

Kaladin asintió.

—Cógela. Escóndela. Dámela justo antes del ataque a la última planicie.

—No les va a gustar que hagas una carga acorazado, gancho —dijo Lopen—. No creo que sea distinto de lo que has intentado antes.

—Ya veremos —dijo Kaladin—. Tú hazlo.

«La muerte es mi vida, la fuerza se convierte en mi debilidad, el viaje ha terminado.»

Fechado Betabanes, 1173, 95 segundos antes de la muerte. Sujeto: una erudita de cierta fama menor. Muestra recogida de segunda mano. Considerada cuestionable.

—Por eso, padre —dijo Adolin—, no puedes de ninguna manera abdicar en mí, no importa lo que descubramos con las visiones.

—¿Ah, sí? —preguntó Dalinar, sonriendo para sí.

—Sí.

—Muy bien, me has convencido.

Adolin se detuvo en seco en el pasillo. Los dos iban camino de los aposentos de Dalinar, que se volvió y miró al joven.

—¿De veras? —preguntó Adolin—. Quiero decir, ¿de verdad he ganado una discusión contigo?

—Sí —contestó Dalinar—. Tus argumentos son válidos. —No añadió que él había tomado ya la decisión por su cuenta—. Pase lo que pase, me quedaré. No puedo dejar esta lucha ahora.

Adolin sonrió de oreja a oreja.

—Pero —Dalinar alzó un dedo—, tengo un requerimiento. Dejaré escrita una orden, de la que dará fe la más alta de mis escribas y de la que Elhokar será testigo, que te dará derecho a deponerme, si pierdo el equilibrio mental. No dejaremos que los otros campamentos lo sepan, pero no me arriesgaré a volverme tan loco que sea imposible quitarme de en medio.

—Muy bien —dijo Adolin, acercándose a su padre. Estaban solos en el pasillo—. Puedo aceptar eso. Suponiendo que no se lo digas a Sadeas. Sigo sin fiarme de él.

—No te pido que confíes en él —respondió Dalinar, empujando la puerta de sus aposentos—. Solo necesitas creer que es capaz de cambiar. Sadeas fue una vez un amigo, y creo que puede volver a serlo.

Las frías piedras de la cámara de la animista parecían contener el frío de la primavera. El clima continuaba sin pasar al verano, pero al menos no lo había hecho tampoco al invierno. Elthebar prometía que no lo haría, pero claro, las promesas de los guardatormentas estaban siempre llenas de advertencias. La voluntad del Todopoderoso era misteriosa, y no se podía confiar siempre en las señales.

Dalinar aceptaba ahora a los guardatormentas, aunque cuando se hicieron populares por primera vez, rechazó su ayuda. Ningún hombre debería intentar conocer el futuro, una prerrogativa reservada al Todopoderoso. Y Dalinar se preguntaba cómo podían hacer sus investigaciones los guardatormentas sin leer. Ellos sostenían que no lo hacían, pero él había visto sus libros llenos de glifos. Glifos. No estaban hechos para ser utilizados en los libros: eran dibujos. Un hombre que no hubiera visto uno antes podía comprender lo que significaba, basándose en su forma. Eso hacía que interpretar los glifos fuera distinto a leer.

Los guardatormentas hacían un montón de cosas que incomodaban a la gente. Pero eran tan útiles… Saber cuándo podía golpear una alta tormenta, bueno, era una ventaja demasiado tentadora. Aunque los guardatormentas se equivocaban a menudo, también acertaban.

Renarin estaba arrodillado junto al hogar, inspeccionando el fabrial que habían instalado allí para calentar la habitación. Navani ya había llegado. Estaba sentada ante el elevado escritorio, garabateando una carta; saludó distraída con la pluma cuando Dalinar entró. Llevaba el fabrial que él le había visto lucir en el banquete semanas antes: el artilugio de múltiples patas estaba sujeto a su hombro, abrochado a la tela de su vestido violeta.

—No sé, padre —dijo Adolin, cerrando la puerta. Al parecer seguía pensando en Sadeas—. No me importa si está escuchando
El camino de los reyes
. Lo está haciendo para que tú prestes menos atención a los ataques a las mesetas y así sus empleados pueden sacar mejor tajada de su porción de las gemas corazón. Te está manipulando. Dalinar se encogió de hombros.

—Las gemas corazón son secundarias, hijo. Si puedo volver a fraguar una alianza con él, merece la pena casi a cualquier precio. En cierto modo, soy yo quien lo está manipulando a él.

Adolin suspiró.

—Muy bien. Pero sigo echándome la mano a la faltriquera cuando está cerca.

—Intenta no insultarlo —dijo Dalinar—. Oh, y otra cosa: me gustaría que tuvieras cuidado con la guardia del rey. Si sabemos con certeza de soldados que me son leales, ponlos a cargo de la vigilancia de los aposentos de Elhokar. Sus palabras sobre una conspiración me tienen preocupado.

—¿No les darás crédito? —dijo Adolin.

—Algo extraño sucedió con su armadura. Todo este asunto apesta como a limo de crem. Tal vez resulte ser nada. Por ahora, sígueme la corriente.

—He de hacer notar —dijo Navani— que nunca me hizo mucha gracia Sadeas cuando tú, Gavilar y él erais amigos —terminó la carta con una floritura.

—No está detrás de los ataques al rey.

—¿Cómo puedes estar seguro? —preguntó Navani.

—Porque no es su forma de actuar. Sadeas nunca quiso el título de rey. Ser alto príncipe le da poderes de sobra, pero deja que otro se lleve la responsabilidad de los problemas a gran escala. —Dalinar sacudió la cabeza—. Nunca intentó arrebatarle el trono a Gavilar, y su situación es mejor con Elhokar.

—Porque mi hijo es débil —dijo Navani. No era una acusación.

—No es débil —replicó Dalinar—. Es inexperto. Pero sí, eso hace que la situación sea ideal para Sadeas. Está diciendo la verdad: pidió ser alto príncipe de información porque quiere descubrir a toda costa quién trata de matar a Elhokar.

—Mashala —dijo Renarin, usando el término formal que significaba «tía»—. Ese fabrial que llevas al hombro ¿qué hace?

Navani miró el artilugio con una sonrisa taimada. Dalinar se dio cuenta de que estaba esperando que se lo preguntaran. Se sentó; pronto llegaría la alta tormenta.

—Oh, ¿esto? Es una especie de dolorial. Trae, déjame que te lo enseñe. —Extendió la mano segura y pulsó un cierre que soltó las patas como garras. Lo mostró en la mano—. ¿Te duele algo, querido? ¿Un dedo del pie lastimado, quizás, o un arañazo?

Renarin negó con la cabeza.

—Me lastimé un músculo de la mano antes, durante las prácticas de duelo —dijo Adolin—. No es grave, pero molesta.

—Ven aquí —dijo Navani. Dalinar sonrió afectuosamente: Navani se mostraba siempre más genuina cuando jugaba con fabriales nuevos. Era una de las pocas ocasiones en que podía vérsela sin pretensiones. No era Navani la madre del rey, ni Navani la intrigante política. Era Navani la ingeniera entusiasmada.

—La comunidad de artifabrianas está haciendo cosas sorprendentes —dijo ella mientras Adolin extendía la mano—. Estoy particularmente orgullosa de este artilugio, ya que participé en su construcción.

Lo sujetó a la mano de Adolin, envolviendo las patas alrededor de la palma y colocándolas en su sitio.

Adolin alzó la mano y la volvió.

—El dolor ha desaparecido.

—Pero todavía puedes sentir, ¿correcto? —dijo Navani, satisfecha.

Adolin se palpó la palma con los dedos de la otra mano.

—No siento ningún tipo de entumecimiento.

Renarin observaba con agudo interés, los ojos a cubierto tras las gafas, curiosos, intensos. Si pudiera dejarse persuadir para convertirse en fervoroso. Entonces podría ser ingeniero, si quisiera. Y sin embargo se negaba. Sus motivos siempre le parecían pobres excusas a Dalinar.

—Es un poco aparatoso —advirtió Dalinar.

—Bueno, es solo un prototipo —dijo Navani, a la defensiva—. Estuve trabajando hacia atrás a partir de una de esas espantosas creaciones de Largasombra, y no tuve la posibilidad de afinar la forma. Creo que tiene mucho potencial. Imagina unos pocos artilugios de estos en un campo de batalla para mitigar el dolor de los heridos. Imagínatelo en manos de un cirujano, que no tendría que preocuparse por el dolor de sus pacientes mientras los opera.

Adolin asintió. Dalinar tuvo que admitir que parecía un aparato útil. Navani sonrió.

—Vivimos tiempos especiales: estamos aprendiendo todo tipo de cosas sobre los fabriales. Este, por ejemplo, es un fabrial reductor: disminuye algo, en este caso el dolor. No hace que la herida mejore, pero podría ser un paso en esa dirección. Sea como fuere, es un tipo completamente distinto a los fabriales parejos como las abarcañas. Si pudierais ver los planes que tenemos para el futuro…

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