El camino de los reyes (148 page)

Read El camino de los reyes Online

Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

Eso era mucho mejor que atacar mientras Sadeas cruzaba.

Los hombres asintieron, y Moash pareció contento. Al contrario que al principio, se había vuelto igualmente leal. Era testarudo, pero también era el mejor con la lanza.

Sadeas se acercó, montado en su ruano y ataviado con su armadura esquirlada roja, el yelmo puesto pero la visera levantada. Por casualidad, cruzó por el puente de Kaladin, aunque, como siempre, tenía veinte para escoger. Sadeas ni siquiera dirigió una mirada al Puente Cuatro.

—Romped filas y cruzad —ordenó Kaladin después de que Sadeas terminara de pasar. Los hombres cruzaron su puente y Kaladin les dio las órdenes para tirar de él y luego alzarlo.

Parecía más pesado que nunca. Los hombres echaron a correr, rodearon la columna del ejército y se apresuraron a alcanzar el siguiente abismo. Detrás, a lo lejos, un segundo ejército, de azul, los seguía y cruzó algunos de los puentes de las otras cuadrillas de Sadeas. Parecía que Dalinar Kholin había renunciado a sus grandes puentes mecánicos y usaba ahora las cuadrillas de Sadeas para cruzar. Se había acabado su «honor» y el no sacrificar las vidas de los hombres de los puentes.

En su bolsa, Kaladin llevaba gran número de esferas infusas, obtenidas de los prestamistas a cambio de una cantidad superior de esferas opacas. Odiaba haber aceptado esa pérdida, pero necesitaba la luz tormentosa.

Llegaron rápidamente al siguiente abismo. Sería el penúltimo, según la información que había recibido de Matal, el esposo de Hashal. Los soldados empezaron a comprobar sus armaduras y a practicar estiramientos, mientras los expectaspren saltaban al aire como pequeños gallardetes.

Los hombres colocaron su puente y se retiraron. Kaladin advirtió que Lopen y el silencioso Dabbid se acercaban con su camilla, los odres de agua y las vendas dentro. Lopen había atado la camilla a un gancho en su cintura, para compensar su brazo perdido. Los dos empezaron a repartir agua entre los miembros del Puente Cuatro.

Cuando pasó junto a Kaladin, Lopen indicó un gran bulto en el centro de la camilla. La armadura.

—¿Cuándo la quieres? —preguntó Lopen en voz baja, bajando la litera y ofreciendo a Kaladin un odre de agua.

—Justo antes del asalto. Has hecho bien, Lopen.

El hombrecito le hizo un guiño.

—Un herdaziano manco es el doble de útil que un alezi sin cerebro. Además, mientras tenga una mano, todavía puedo seguir haciendo esto. —Hizo a hurtadillas un gesto obsceno hacia los soldados.

Kaladin sonrió, pero se estaba poniendo demasiado nervioso para sentir alegría. Hacía mucho tiempo que no le pasaba antes de una batalla. Creía que Tukk lo había ayudado a superar eso hacía años.

—¡Eh! —dijo de pronto una voz—. Quiero un poco de eso.

Kaladin giró sobre sus talones y vio a un soldado que se acercaba. Era exactamente el tipo de hombre que había aprendido a evitar en el ejército de Amaram. Ojos oscuros de rango modesto, grande, probablemente lo habían ascendido debido a su tamaño. Su armadura estaba bien cuidada aunque el uniforme de debajo estaba manchado y arrugado, y tenía las mangas subidas, revelando sus brazos velludos.

Al principio, Kaladin supuso que el hombre había visto el gesto de Lopen. Pero no parecía furioso. Lo empujó a un lado y le quitó a Lopen el odre de agua. Cerca, los soldados que esperaban para cruzar se habían fijado en ellos. Sus equipos de aguadores eran mucho más lentos, y eran bastantes los que miraban con ansiedad a Lopen y sus odres.

Permitir que los soldados bebieran su agua sentaría un terrible precedente, pero era un problema insignificante comparado con el otro. Si los soldados se acercaban a beber agua, descubrirían el saco con la armadura.

Kaladin reaccionó rápidamente y arrancó el odre de las manos del soldado.

—Vosotros tenéis vuestros propios grupos de aguadores.

El soldado miró a Kaladin, como si fuera absolutamente incapaz de creer que un hombre de los puentes le estuviera plantando cara. Frunció el ceño y bajó la lanza, golpeando el suelo con su culata.

—No quiero esperar.

—Qué lástima —dijo Kaladin, dando un paso hacia el hombre y mirándolo a los ojos. Maldijo para sus adentros al idiota. Si esto acababa en pelea…

El soldado vaciló, más sorprendido todavía por ver una amenaza tan agresiva por parte de un hombre de los puentes. Kaladin no era tan fornido como él, pero sí un par de dedos más alto. La incertidumbre del soldado se reflejó en su cara.

«Retírate», pensó Kaladin.

Pero no. ¿Retirarse ante un hombre de los puentes mientras su pelotón estaba mirando? El hombre cerró el puño e hizo crujir sus nudillos.

Segundos después, toda la cuadrilla estaba allí presente. El soldado parpadeó cuando el Puente Cuatro formó alrededor de Kaladin en una agresiva pauta de cuña invertida, moviéndose naturalmente, con facilidad, como él les había enseñado. Todos cerraron los puños, dando al soldado amplias oportunidades de ver cómo levantar los puentes les había hecho llegar a un nivel físico muy por encima del soldado medio.

—¿Quieres empezar una pelea ahora, amigo? —preguntó Kaladin en voz baja—. Si le hacéis daño a los hombres de los puentes, me pregunto a quién hará Sadeas cargarlo.

El hombre miró a Kaladin, guardó silencio un momento, luego hizo una mueca, maldijo, y se marchó.

—Probablemente estará llena de crem de todas formas —murmuró, reuniéndose con su equipo.

Los miembros del Puente Cuatro se relajaron, aunque recibieron miradas apreciativas por parte de los soldados en fila. Por una vez, hubo algo distinto a las miradas de desprecio. Era de esperar que no se hubieran dado cuenta de que un puñado de hombres de los puentes habían asumido con rapidez y precisión una formación de combate común en la lucha con lanzas.

Kaladin indicó a los hombres que se retiraran, asintiendo agradecido. Ellos se dispersaron, y Kaladin le lanzó a Lopen el odre recuperado.

El hombrecillo sonrió con expresión taimada.

—Cuidaré mejor de estas cosas a partir de ahora, gancho.

Miró al soldado que había intentado quitarle el agua.

—¿Qué pasa? —preguntó Kaladin.

—Bueno, tengo un primo entre los aguadores ¿sabes? —dijo Lopen—. Y estoy pensando que podría hacerme un favor a cuenta de aquella vez que ayudé a una amiga de su hermana a escapar de un tipo que la andaba buscando…

—Sí que tienes un montón de primos.

—Nunca los suficientes. Molesta a uno de nosotros, y nos molestas a todos. Es algo que los cabezas de paja nunca parecen comprender. Sin ánimo de ofender, gancho.

Kaladin alzó una ceja.

—No le crees problemas al soldado. Hoy no.

«Ya crearé yo suficientes por mi cuenta.»

Lopen suspiró, pero asintió.

—Muy bien. Por ti. —Alzó un odre de agua—. ¿Seguro que no quieres?

Kaladin no quería: su estómago estaba demasiado inquieto. Pero se obligó a coger el odre y a dar unos sorbos.

Poco después, llegó el momento de cruzar y tirar del puente para la última carrera. El asalto. Los soldados de Sadeas formaban filas, los ojos claros cabalgaban de un lado a otro, dando órdenes. Matal indicó a la cuadrilla de Kaladin que avanzara. El ejército de Dalinar Kholin había quedado atrás, más lento debido a su gran número de soldados.

Kaladin ocupó su puesto en la parte delantera del puente. Los parshendi preparaban sus arcos en el borde de su meseta, esperando el inminente asalto. ¿Estaban cantando ya? A Kaladin le parecía oír sus voces.

Moash estaba a su derecha, Roca a su izquierda. Solo tres en la línea de la muerte, por lo escasos de hombres que estaban. Había puesto a Shen atrás del todo, para que no viera lo que estaba a punto de hacer.

—Cuando empecemos a movernos voy a escabullirme —les dijo Kaladin—. Roca, hazte cargo. Seguid corriendo.

—Muy bien —dijo Roca—. Será difícil cargar sin ti. Tenemos muy pocos hombres y estamos muy débiles.

—Os las apañaréis. Tendréis que hacerlo.

Colocados bajo el puente como estaban, Kaladin no podía ver la cara de Roca, pero su voz sonaba preocupada.

—¿Eso que vas a intentar es peligroso?

—Tal vez.

—¿Puedo ayudar?

—Me temo que no, amigo mío. Pero me da fuerzas oírte ofrecerte.

Roca no tuvo oportunidad de responder. Matal les ordenó que se pusieran en marcha. Las flechas volaron por los aires para distraer a los parshendi. El Puente Cuatro echó a correr.

Y Kaladin se escabulló y se apartó de ellos. Lopen estaba esperándolo a un lado y le lanzó el saco con la armadura.

Matal le gritó lleno de pánico, pero las cuadrillas ya se habían puesto en movimiento. Kaladin se centró en su objetivo, proteger al Puente Cuatro, e inspiró profundamente. La luz tormentosa fluyó hacia él desde la bolsa que llevaba en la cintura, pero no absorbió demasiada. Solo la suficiente para adquirir una descarga de energía.

Syl revoloteó ante él, una ondulación en el aire, casi invisible. Kaladin abrió el saco, extrajo el chaleco y se lo puso torpemente por encima de la cabeza. Ignoró los lazos del costado y se puso el yelmo mientras saltaba sobre una pequeña formación rocosa. El escudo fue lo último, y castañeteó con los rojos huesos parshendi colocados delante.

Incluso mientras se ponía la armadura, Kaladin permaneció muy por delante de las apuradas cuadrillas. Sus piernas infundidas por la luz tormentosa eran rápidas y seguras.

Los arqueros parshendi que tenía justo delante dejaron bruscamente de cantar. Varios bajaron sus arcos, y aunque estaban demasiado lejos para distinguir sus rostros, pudo sentir su clamor. Kaladin lo esperaba. Lo deseaba.

Los parshendi dejaban a sus muertos. No porque fueran crueles, sino porque les parecía una horrible ofensa moverlos. El solo hecho de tocar un cadáver parecía un pecado. Si ese era el caso, un hombre que profanaba los cadáveres y se los ponía en la batalla sería mucho, mucho peor.

A medida que Kaladin se acercaba, una canción diferente empezó a sonar entre los arqueros parshendi. Una canción rápida y violenta, más cántico que melodía. Los que habían bajado los arcos los volvieron a alzar.

Y trataron por todos los medios de matarlo.

Las flechas volaron hacia él. Docenas de ellas. No las disparaban con andanadas cuidadosas. Volaban individualmente, rápidas, salvajes, cada arquero disparaba contra él tan velozmente como podía. Un enjambre de muerte se cernía sobre Kaladin.

Con el pulso desbocado, Kaladin se lanzó a la izquierda, saltando un pequeño peñasco. Las flechas hendieron el aire a su alrededor, peligrosamente cerca. Pero mientras estaban infundidos de luz tormentosa, sus músculos reaccionaban con rapidez. Esquivó las flechas y luego se volvió en otra dirección, moviéndose erráticamente.

Detrás, el Puente Cuatro se puso al alcance de las flechas y ni una sola fue disparada contra ellos. Otras cuadrillas fueron ignoradas también, pues muchos de los arqueros estaban concentrados en Kaladin. Las flechas llegaban más velozmente, esparciéndose a su alrededor, rebotando en su escudo. Una le rozó e hizo un corte en el brazo; otra chocó contra su yelmo, y estuvo a punto de soltarlo.

Del brazo herido manó luz, no sangre, y para sorpresa de Kaladin empezó a sellarse rápidamente, con la escarcha cristalizando en su piel y la luz tormentosa brotando de él. Inspiró más, proyectándose a la cúspide de la brillante visibilidad. Esquivó, se agachó, saltó, corrió.

Sus reflejos entrenados en la batalla se deleitaron en la velocidad recién hallada, y usó el escudo para apartar las flechas del aire. Era como si su cuerpo hubiera ansiado esta habilidad, como si hubiera nacido para aprovecharse de la luz tormentosa. Durante la primera parte de su vida, había vivido sintiéndose torpe e impotente. Ahora se había curado. No actuaba más allá de sus capacidades, no: finalmente las alcanzaba.

Un puñado de flechas buscó su sangre, pero Kaladin giró entre ellas, recibió otro corte en el brazo pero esquivó las demás con el escudo y el peto. Otra andanada llegó, y alzó el escudo, preocupado por ser demasiado lento. Sin embargo, las flechas cambiaron de rumbo, arqueándose hacia su escudo y clavándose en él. Como atraídas hacia su persona.

«¡Las estoy desviando!» Recordó docenas de carreras con el puente, las flechas clavándose en la madera cerca de donde sus manos sujetaban las barras de apoyo. Siempre incapaces de alcanzarlo.

«¿Cuánto tiempo llevo haciendo esto? ¿Cuántas flechas desvié hacia el puente, alejándolas de mí?»

No tenía tiempo para pensar en eso ahora. Siguió moviéndose, esquivando. Sintió el silbido de las flechas en el aire, las oyó pasar, el golpeteo de las astillas en la piedra o el escudo, su ruido al romperse. Esperaba distraer a algunos parshendi para que no dispararan a sus hombres, pero no tenía ni idea de la reacción que obtendría.

Una parte de él se sentía exultante por la emoción de esquivar, agacharse y bloquear la andanada de flechas. Sin embargo, empezaba a bajar el ritmo. Trató de absorber luz tormentosa, pero no llegó ninguna más. Sus esferas se habían agotado. Sintió pánico, todavía esquivando, pero entonces las flechas empezaron a menguar.

Con sorpresa, Kaladin advirtió que las cuadrillas de los puentes se habían desplegado a su alrededor, dejando espacio para que siguiera esquivando mientras lo adelantaban y fijaban sus cargas. El Puente Cuatro estaba en su sitio, y la caballería lo cruzaba para atacar a los arqueros. A pesar de eso, algunos parshendi continuaban disparándole a Kaladin, furiosos. Los soldados a caballo los abatieron con facilidad, despejaron el terreno y dejaron espacio para la infantería de Sadeas.

Kaladin bajó el escudo. Estaba tachonado de flechas. Apenas tuvo tiempo de inspirar una bocanada de aire fresco cuando los hombres del puente lo alcanzaron, gritando de alegría, casi derribándolo al suelo en su emoción.

—¡Loco! —dijo Moash—. ¡Tormentoso loco! ¿Qué ha sido eso? ¿En qué estabas pensando?

—Ha sido increíble —dijo Roca.

—¡Deberías estar muerto! —dijo Sigzil, y su cara normalmente severa mostraba una amplia sonrisa.

—Padre Tormenta —añadió Moash, sacando una flecha del hombro del chaleco de Kaladin—. Mira esto.

Kaladin miró y se sorprendió al encontrar una docena de agujeros de flecha en los lados de su chaleco y su camisa, donde apenas había evitado ser alcanzado. Tres flechas sobresalían del cuero.

—Benditormenta —dijo Cikatriz—. Es todo lo que hay que decir.

Other books

Terrible Virtue by Ellen Feldman
Girl Seven by Jameson, Hanna
The Rabbi of Lud by Stanley Elkin
Untamed by Elizabeth Lowell
Frenemies by Crane, Megan
Mia's Baker's Dozen by Coco Simon
Prom by Laurie Halse Anderson