El camino de los reyes (160 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

—Por aquí —llamó un hombre—. ¡He encontrado al brillante señor Havar! ¡Es el comandante de la retaguardia!

«Por fin», pensó Kaladin, corriendo entre el caos para hallar a un ojos claros barbudo tendido en el suelo, tosiendo sangre. Kaladin lo examinó y vio la enorme herida de su vientre.

—¿Quién es su segundo?

—Está muerto —dijo el hombre que acompañaba al comandante. Era un ojos claros.

—¿Y tú eres?

—Nacomb Gaval. —Parecía joven, más joven que Kaladin.

—Quedas ascendido —dijo Kaladin—. Que esos hombres crucen el puente lo antes posible. Si alguien pregunta, cumples una misión de campo como comandante de la retaguardia. Si alguien cuestiona tu rango, envíamelo.

El hombre se sorprendió.

—Ascendido… ¿Pero…, quién eres tú? ¿Puedes hacer eso?

—Alguien tiene que hacerlo —replicó Kaladin—. Ve. Ponte en marcha.

—Pero…

—¡Ve! —gritó Kaladin.

Sorprendentemente, el ojos claros lo saludó y empezó a dar órdenes a su pelotón. Los hombres de Kholin estaban heridos, agotados y aturdidos, pero también bien entrenados. Cuando alguien tomaba el mando, las órdenes se transmitían rápidamente. Los pelotones cruzaron el puente, adoptando formaciones de marcha. Probablemente, en la confusión, se aferraban a esas pautas familiares.

Minutos después, la masa central del ejército de Kholin cruzaba el puente como la arena de un reloj. El círculo de lucha se contrajo. Con todo, los hombres gritaban y morían en el confuso tumulto de espada contra escudo y lanza contra metal.

Kaladin se quitó con rapidez el caparazón de su armadura (enfurecer a los parshendi no parecía inteligente en este momento) y luego se movió entre los heridos, buscando más oficiales. Encontró a un par, aunque estaban agotados, heridos y sin resuello. Al parecer, los que todavía podían luchar lideraban los dos flancos que contenían a los parshendi.

Seguido por Moash, Kaladin corrió al frente de la línea central, donde los alezi parecían aguantar mejor. Aquí encontró por fin a alguien al mando: un alto y regio ojos claros con un peto de acero y yelmo a juego, el uniforme un poco más azul que el de los demás. Dirigía la lucha desde justo detrás de las líneas frontales.

El hombre saludó a Kaladin, gritando para hacerse oír por encima del fragor de la batalla.

—¿Estás al mando de los hombres del puente?

—Así es —respondió Kaladin—. ¿Por qué no cruzan tus hombres?

—Somos la Guardia de Cobalto. Nuestro deber es proteger al brillante señor Adolin.

El hombre señaló a Adolin, que estaba justo delante. El portador de esquirlada parecía querer avanzar hacia algo.

—¿Dónde está el alto príncipe? —gritó Kaladin.

—No estamos seguros. —El hombre hizo una mueca—. Sus guardias han desaparecido.

—Tenéis que retiraros. El grueso del ejército ha cruzado. ¡Si os quedáis aquí, os rodearán!

—No dejaremos al brillante señor Adolin. Lo siento.

Kaladin miró en derredor. Los grupos de alezi que luchaban en los flancos apenas aguantaban ya, pero no retrocederían hasta que se lo ordenaran.

—Bien —dijo Kaladin, alzando la lanza y dirigiéndose a la línea frontal. Aquí, los parshendi luchaban con vigor. Kaladin ensartó a uno por el cuello, saltó al centro del grupo y cargó con la lanza. Su luz tormentosa casi se había agotado, pero estos parshendi tenían gemas en sus barbas. Kaladin inspiró (solo un poco, para no descubrirse a los soldados alezi) y se empleó a fondo en su ataque.

Los parshendi se retiraron ante su furia, y los pocos miembros de la Guardia de Cobalto a su alrededor se apartaron, aturdidos. En cuestión de segundos, tuvo a una docena de parshendi caídos a su alrededor, heridos o muertos. Eso abrió una brecha, y la atravesó, seguido por Moash.

Muchos parshendi estaban concentrados en Adolin, cuya armadura esquirlada azul estaba arañada y agrietada. Kaladin nunca había visto una armadura en peor estado. La luz tormentosa brotaba de aquellas grietas igual que lo hacía de su piel cuando contenía o usaba demasiada.

La furia de un portador de esquirlada en combate hizo detenerse a Kaladin. Moash y él se detuvieron fuera del alcance del guerrero, y los parshendi los ignoraron, intentando abatir al portador con evidente desesperación. Adolin atravesó a varios hombres a la vez, pero como Kaladin había visto ya en otra ocasión, su espada no cercenaba la carne. Los ojos de los parshendi ardían y se ennegrecían, mientras caían muertos por docenas. Adolin amontonaba cadáveres a su alrededor como fruta madura caída de un árbol.

Sin embargo, Adolin tenía problemas. Su armadura no estaba solamente agrietada: había agujeros(en algunas zonas. Su yelmo había desaparecido, aunque lo había sustituido con un casco de lancero. Cojeaba de la pierna izquierda, casi arrastrándola. Su espada era mortífera, pero los parshendi se acercaban más y más.

Kaladin no se atrevió a ponerse a su alcance.

—¡Adolin Kholin! —gritó. El hombre siguió luchando—. ¡Adolin Kholin! —gritó Kaladin de nuevo, sintiendo un pequeño vahído de luz tormentosa abandonarle, la voz resonante.

El portador de esquirlada se detuvo y miró a Kaladin. Reacio, se retiró, dejando que la Guardia de Cobalto, usando la brecha que había abierto, corriera a contener a los parshendi.

—¿Quién eres? —preguntó Adolin. Su rostro joven y orgulloso estaba cubierto de sudor, el pelo una masa revuelta de rubio mezclado con negro.

—Soy el hombre que te salvó la vida —respondió Kaladin—. Necesito que ordenes la retirada. Tus tropas no pueden seguir luchando.

—Mi padre está allí, hombre del puente —dijo Adolin, señalando con su larga espada—. Lo vi hace unos instantes. Su ryshadio fue a por él, pero ni hombre ni caballo han regresado. Voy a dirigir un pelotón para…

—¡Vas a retirarte! —dijo Kaladin, exasperado—. ¡Mira a tus hombres, Kholin! Apenas pueden tenerse en pie, mucho menos luchar. Los pierdes a docenas por minuto. Sácalos de aquí.

—No abandonaré a mi padre —dijo Adolin, obstinado.

—Por la paz de… Si caes, Adolin Kholin, esos hombres no tendrán nada. Sus comandantes están muertos o heridos. ¡No puedes ir con tu padre, apenas puedes andar! Repito: ¡Lleva a tus hombres a lugar seguro!

El joven portador de esquirlada dio un paso atrás, parpadeando ante el tono de Kaladin. Miró hacia el noreste, donde una figura de color gris pizarra apareció de pronto en un macizo rocoso, luchando contra otra figura con armadura esquirlada.

—Está tan cerca…

Kaladin inspiró.

—Iré a por él. Tú lidera la retirada. Mantén el puente, pero solo el puente.

Adolin miró a Kaladin. Dio un paso, pero algo en su armadura cedió, y se desplomó sobre una rodilla. Apretando los dientes, consiguió incorporarse.

—Capitán señor Malan —gritó Adolin—. Coge a tus hombres y ve con este hombre. ¡Trae a mi padre!

El hombre con quien Kaladin había hablado antes saludó escuetamente. Adolin miró de nuevo a Kaladin, y luego alzó su espada esquirlada y avanzó con dificultad hacia el puente.

—Moash, ve con él.

—Pero…

—Hazlo, Moash —dijo Kaladin, sombrío, mirando hacia el macizo donde luchaba Dalinar.

Kaladin inspiró profundamente, se colocó la lanza bajo el brazo y echó a correr.

La Guardia de Cobalto le gritó, tratando de alcanzarlo, pero él no miró atrás. Golpeó la línea de atacantes parshendi, se volvió y zancadilleó a dos con la lanza, luego saltó sobre los cuerpos y siguió adelante. La mayoría de los parshendi de esta zona estaban distraídos con el combate de Dalinar o la batalla para llegar al puente: las filas entre los dos frentes no eran muy gruesas.

Kaladin se movió con rapidez, absorbiendo más luz mientras corría, esquivando y evitando a los parshendi que intentaban enfrentarse a él. Momentos después, llegó al lugar donde Dalinar había estado luchando. Aunque el saliente de roca estaba ahora vacío, un gran grupo de parshendi se congregaba en torno a su base.

«Allí», pensó, saltando adelante.

Un caballo relinchó. Dalinar alzó asombrado la cabeza cuando
Galante
cargaba hacia el círculo que había abierto entre los parshendi. El ryshadio había venido a por él. ¿Cómo…, dónde…? El caballo debería haber estado libre y a salvo en la meseta de reunión.

Era demasiado tarde. Dalinar había caído sobre una rodilla, golpeado por el portador enemigo. El parshendi le dio una patada que conectó con su pecho, lanzándolo hacia atrás.

Siguió con un golpe en el yelmo. Otro. Otro. El yelmo explotó, y la fuerza de los golpes dejó a Dalinar aturdido. ¿Dónde estaba? ¿Qué sucedía? ¿Por qué lo sujetaba algo tan pesado?

«La armadura esquirlada. Llevo puesta…, mi armadura esquirlada…», pensó, pugnando por levantarse.

Una brisa sopló ante su rostro. Golpes a la cabeza; había que tener cuidado con los golpes a la cabeza, incluso cuando llevabas puesta la armadura. Su enemigo se alzaba sobre él, acechante, y parecía inspeccionarlo. Como si buscara algo.

Dalinar había soltado su espada. Los soldados corrientes parshendi rodeaban el duelo. Obligaron a
Galante
a retroceder, haciendo que el caballo relinchara. Dalinar lo miró con la visión borrosa.

¿Por qué no acababa con él el portador? El gigante parshendi se agachó y le dijo algo. Las palabras estaban cargadas de acento, y la mente de Dalinar casi las descartó. Pero aquí, tan de cerca, Dalinar advirtió algo. Comprendía lo que le estaba diciendo. El acento era casi impenetrable, pero las palabras eran en…, alezi.

—Eres tú —dijo el portador parshendi—. Te he encontrado por fin.

Dalinar parpadeó sorprendido.

Algo perturbó las filas traseras de los soldados parshendi que los observaban. Había algo familiar en esta escena, parshendi por todas partes, portador en peligro. Dalinar la había vivido antes, pero desde el otro lado.

Aquel portador no podía estar hablándole. Dalinar había sido golpeado demasiado fuerte. Tenía que estar delirando. ¿Qué era aquello que perturbaba el círculo de parshendi que miraban?

«Sadeas —pensó Dalinar, la mente confundida—. Ha venido a rescatarme, como yo lo rescaté a él.»

«Únelos…»

«El vendrá —pensó—. Sé que lo hará. Los reuniré…»

Los parshendi gritaban, se movían, se retorcían. De repente, una figura los atravesó. No era Sadeas. Un joven de rostro alargado y fuerte y pelo negro rizado. Llevaba una lanza.

Y brillaba.

«¿Qué?», pensó Dalinar, aturdido.

Kaladin aterrizó en el círculo despejado. Los dos portadores estaban en el centro, uno en el suelo, la luz tormentosa escapando débilmente de su cuerpo. Demasiado débilmente. Considerando el número de grietas, sus gemas debían de estar casi agotadas. El otro (un parshendi, a juzgar por el tamaño y la forma de los miembros) se alzaba sobre el caído.

«Magnífico», pensó Kaladin, abalanzándose antes de que los parshendi reaccionaran para atacarlo. El portador parshendi estaba agachado, concentrado en Dalinar. Su armadura filtraba luz tormentosa a través de una gran fisura en la pierna.

Y por eso (recordó el momento en que rescató a Amaram), Kaladin se acercó y clavó la lanza en la grieta.

El portador gritó y soltó sorprendido su espada, que se disolvió convertida en bruma. Kaladin soltó su lanza y retrocedió. El portador lo atacó con el puño blindado, pero falló. Kaladin saltó adelante y, poniendo todas sus fuerzas tras el golpe, clavó de nuevo la lanza en la pierna con la armadura agrietada.

El portador gritó aún más fuerte, se tambaleó y cayó de rodillas. Kaladin trató de soltar su lanza, pero el hombre se desmoronó encima de ella, rompiéndola. Kaladin saltó hacia atrás, enfrentándose ahora a un círculo de parshendi con las manos vacías, la luz tormentosa brotando de su cuerpo.

Silencio. Y entonces empezaron a hablar de nuevo, las palabras que habían dicho antes.

—¡Neshua Kadal!

Se la dijeron de unos a otros, susurrando, confusos. Entonces empezaron a entonar un cántico que él no había oído nunca antes.

«Muy bien», pensó Kaladin. Mientras no lo atacaran… Dalinar Kholin se movió y logró sentarse. Kaladin se arrodilló, enviando la mayor parte de su luz tormentosa al suelo rocoso, conservando lo suficiente para mantenerse en movimiento, pero no para brillar. Entonces corrió al caballo blindado que estaba junto al círculo de parshendi.

Los parshendi se apartaron de él, aterrorizados. Cogió las riendas y regresó rápidamente junto al alto príncipe.

Dalinar sacudió la cabeza, tratando de despejar su mente. Su visión todavía era borrosa, pero podía pensar de nuevo. ¿Qué había ocurrido? Lo habían golpeado en la cabeza, y…, y ahora el portador había caído.

¿Caído? ¿Qué lo había hecho caer? ¿Le había hablado de verdad la criatura? No, debía de haberlo imaginado. Eso, y el joven lancero brillando. No lo hacía ahora. Sujetando las riendas de
Galante
, el joven lo llamaba con urgencia. Dalinar se obligó a ponerse en pie. Alrededor, los parshendi murmuraban algo ininteligible.

«Esa armadura esquirlada. Una espada esquirlada… Podría cumplir mi promesa a Renarin. Podría…», pensó Dalinar, mirando al parshendi arrodillado.

El portador gimió, sujetándose la pierna con una mano blindada. Dalinar ansiaba darle muerte. Dio un paso adelante, arrastrando el pie entumecido. Alrededor, los soldados parshendi miraban en silencio. ¿Por qué no atacaban?

El lancero alto corrió hasta Dalinar, tirando de las riendas de
Galante
.

—A caballo, ojos claros.

—Deberíamos acabar con él. Podríamos…

—¡A caballo! —ordenó el joven, entregándole las riendas mientras los parshendi se volvían para enfrentarse al contingente de alezi que se acercaba.

—Se supone que eres honorable —rugió el lancero. A Dalinar rara vez le habían hablado así, sobre todo un ojos oscuros—. Bien, tus hombres no se marcharán sin ti, y mis hombres no se marcharán sin ellos. Así que monta en tu caballo y escaparemos de esta trampa mortal. ¿Comprendido?

Dalinar miró al joven a los ojos. Entonces asintió. Por supuesto. Tenía razón: tenía que dejar al portador enemigo. ¿Cómo podría llevarse la armadura, de todas formas? ¿Arrastrando el cadáver todo el camino?

—¡Retirada! —gritó Dalinar a sus soldados, aupándose en la silla de
Galante
. Lo consiguió a duras penas, pues su armadura apenas tenía luz tormentosa.

El firme y leal
Galante
echó a galopar por el pasillo que sus hombres le habían armado con sangre. El lancero sin nombre corrió tras él, y la Guardia de Cobalto los rodeó. Un gran número de soldados esperaba en la meseta. El puente aguantaba todavía, con Adolin ansioso a la cabeza, manteniéndolo para la retirada de Dalinar.

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