El camino de los reyes (35 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

La bestia rugió y se estremeció, derribando a Elhokar. El rey apenas pudo sostener su espada. La bestia se dio la vuelta. Ese movimiento, por desgracia, hizo que su cola alcanzara a Dalinar, quien maldijo, haciendo volverse a Galante, pero la cola llegó demasiado rápido. Alcanzó al caballo, y en un latido Dalinar se encontró rodando por el suelo, conjuramentada resbalando de sus dedos y abriendo una grieta en el suelo de piedra antes de convertirse en bruma.

—¡Padre! —gritó una voz lejana.

Dalinar dejó de rodar por el suelo, aturdido. Alzó la cabeza y vio a Galante luchando por incorporarse. Por fortuna, el caballo no se había roto una pata, aunque sangraba por varias heridas causadas por el roce.

—¡Márchate! —dijo Dalinar. La orden enviaría al caballo a lugar seguro. Al contrario que Elhokar, obedecería.

Dalinar se puso en pie, vacilante. Un sonido de roce llegó por su izquierda, y Dalinar se volvió justo a tiempo para que la cola del abismoide lo alcanzara en el pecho y lo arrojara de espaldas.

De nuevo el mundo se sacudió, y el metal golpeó la piedra con gran estruendo mientras se deslizaba por el suelo.

«¡No!», pensó, extendiendo una mano enguantada y deteniendo su caída para usar el impulso e incorporarse. Mientras el cielo giraba, algo pareció enmendarse, como si la armadura misma supiera dónde era arriba y dónde era abajo. Aterrizó, todavía moviéndose, los pies rozando la piedra.

Recuperó el equilibrio, luego corrió hacia el rey, comenzando el proceso de volver a invocar la espada esquirlada. Diez latidos. Una eternidad.

Los arqueros continuaron disparando, y muchas flechas rebotaron en la cara del abismoide. El animal las ignoró, aunque las flechas más grandes de Sadeas todavía parecían distraerlo. Adolin había conseguido abatir otra pata, y la criatura se tambaleó insegura, arrastrando inútilmente ocho de sus catorce patas.

—¡Padre!

Dalinar se volvió para ver a Renarin, vestido con un uniforme azul de Kholin, con un largo chaquetón abotonado hasta el cuello, cruzando el terreno rocoso.

—Padre, ¿estás bien? ¿Puedo ayudar?

—¡Muchacho idiota! —dijo Dalinar, señalando—. ¡Vete!

—Pero…

—¡No llevas armadura y estás desarmado! —gritó Dalinar—. ¡Vuelve antes de que te maten!

Renarin detuvo a su jaca.

—¡Vete!

Renarin se marchó al galope. Dalinar se volvió y corrió hacia Elhokar, mientras Juramentada cobraba existencia en su mano. Elhokar continuaba golpeando el torso inferior de la bestia, y secciones de carne se ennegrecían y morían cuando la hoja esquirlada golpeaba. Si clavaba la espada en el lugar adecuado, podría detener el corazón o los pulmones, pero eso sería difícil mientras la bestia estuviera todavía erguida.

Adolin, resuelto como siempre, había desmontado junto al rey. Trataba de detener las pinzas, golpeándolas mientras caían. Por desgracia, había cuatro pinzas y solo un Adolin. Dos lo golpearon al mismo tiempo, y aunque Adolin logró cortar un trozo de una, no vio la otra que se movía a su espalda.

Dalinar lo avisó con un grito demasiado tarde. La armadura esquirlada crujió cuando la pinza lanzó a Adolin por los aires. Trazó un arco y golpeó el suelo con fuerza. La armadura no se rompió, gracias a los Heraldos, pero el peto y el costado se agrietaron claramente, dejando rastros de humo blanco.

Adolin rodó, letárgico, moviendo las manos. Estaba vivo.

No había tiempo para pensar en él ahora. Elhokar estaba solo.

La bestia atacó, golpeando el suelo junto al rey, derribándolo. La hoja se desvaneció y Elhokar cayó de bruces contra las piedras.

Algo cambió dentro de Dalinar. Las reservas desaparecieron. Otras preocupaciones perdieron todo su significado. El hijo de su hermano estaba en peligro.

Le había fallado a Gavilar, borracho en un rincón mientras su hermano luchaba por su vida. Tendría que haber estado allí para defenderlo. Solo quedaban dos cosas de su amado hermano, dos cosas que Dalinar podía proteger con la esperanza de ganar algún tipo de redención: el reino de Gavilar y su hijo.

Elhokar estaba solo y en peligro.

Nada más importaba.

Adolin sacudió la cabeza, aturdido. Alzó su visera y tomó una bocanada de aire fresco para despejar su mente.

Luchando. Estaban luchando. Podía oír a hombres gritando, rocas estremeciéndose y un enorme sonido estremecedor. Olía a algo mohoso. Sangre de conchagrande.

«¡El abismoide!», pensó. Antes incluso de que su mente se aclarara, Adolin empezó a invocar de nuevo su espada y se obligó a incorporarse.

El monstruo acechaba a poca distancia, una sombra oscura en el cielo. Adolin había caído cerca de su lado derecho. Mientras su visión se centraba, vio que el rey había caído y que su armadura estaba resquebrajada por el golpe que había recibido antes.

El abismoide alzó una pinza enorme, preparándose para golpear. Adolin supo de repente que el desastre era inminente. El rey moriría en una simple cacería. El reino se haría pedazos, los altos príncipes se dividirían, el único tenue eslabón que los mantenía unidos se cortaría de cuajo.

«¡No!», pensó, aturdido, todavía mareado, tratando de avanzar. Y entonces vio a su padre.

Dalinar corría hacia el rey, moviéndose con una velocidad y una gracia que ningún hombre, ni siquiera si llevaba una armadura esquirlada, podría conseguir jamás. Saltó sobre un saliente de roca, luego se agachó y rodó bajo una pinza que corría a buscarlo Otros hombres creían entender de espadas y armaduras, pero Dalinar Kholin…, en ocasiones, demostraba que no eran más que niños.

Dalinar se irguió y saltó, todavía avanzando, y rebasó por pocos centímetros una segunda pinza que hacía pedazos el saliente rocoso tras él.

Fue solo un momento. Un suspiro. La tercera pinza caía hacia el rey, y Dalinar rugió y saltó hacia delante. Soltó su espada (golpeó el suelo y desapareció) mientras resbalaba bajo la pinza que caía. Alzó las manos y…

Y detuvo el golpe. Se dobló con el impacto, hincó una rodilla en tierra, y el aire resonó con el estruendo de caparazón contra armadura. Pero detuvo el golpe.

«¡Padre Tormenta!», pensó Adolin, viendo a su padre alzarse sobre el rey, inclinado bajo el enorme peso de un monstruo que tenía muchas veces su tamaño. Los sorprendidos arqueros vacilaron. Sadeas bajó su arco. El aliento de Adolin quedó detenido en su pecho.

Dalinar contuvo la pinza e igualó su fuerza, una figura de oscuro metal plateado que casi parecía brillar. La bestia barritó, y Dalinar le devolvió un alarido poderoso y desafiante.

En ese momento, Adolin supo que lo estaba viendo. El Aguijón Negro, el mismo hombre junto al que había deseado combatir. La armadura de los guanteletes y las hombreras de Dalinar empezó a resquebrajarse, telarañas de luz corrieron por el antiguo metal. Adolin finalmente se puso en movimiento. «¡Tengo que ayudar!»

Su espada esquirlada se formó en su mano y corrió a un lado y descargó un tajo contra la pata que tenía más cerca. Hubo un chasquido en el aire. Con tantas patas de menos, las otras patas de la bestia no podían sostener su peso, sobre todo cuando intentaba con tanto ímpetu aplastar a Dalinar. Las patas restantes del lado derecho chasquearon con un crujido espantoso, rociando ícor violeta, y la bestia se desplomó a un lado.

El suelo se estremeció, haciendo que Adolin casi cayera de rodillas. Dalinar hizo a un lado la pinza ahora flácida, la luz tormentosa de tantas grietas flotando a su alrededor. Cerca, el rey se levantó del suelo: apenas habían pasado unos segundos desde su caída.

Elhokar se puso en pie, mirando la bestia caída. Entonces se volvió hacia su tío, el Aguijón Negro.

Dalinar hizo un gesto de agradecimiento a Adolin, luego señaló bruscamente a lo que pasaba por cuello de la bestia. Elhokar asintió, y entonces invocó su espada y la clavó profundamente en la carne del monstruo. Los ojos verdes de la criatura se ennegrecieron y velaron, y el humo se retorció en el aire.

Adolin se acercó a reunirse con su padre, viendo cómo Elhokar clavaba su hoja en el pecho del abismoide. Ahora que la bestia estaba muerta, la espada podía cortar su carne. El ícor violeta brotó, y Elhokar soltó su espada y rebuscó en la herida, sondeando con sus brazos amplificados por la armadura, y cogió algo.

Arrancó la gema corazón de la bestia, la enorme joya que crecía dentro de todos los abismoides. Era gruesa y sin tallar, pero se trataba de una esmeralda pura tan grande como la cabeza de un hombre. Era la gema corazón más grande que Adolin había visto jamás, e incluso las pequeñas valían una fortuna.

Elhokar alzó el horripilante premio, mientras los dorados glorispren aparecían a su alrededor, y los soldados gritaron celebrando su triunfo.

Déjame asegurarte primero que el elemento está asegurado. He encontrado un buen hogar para él. Podríamos decir que protejo su seguridad tal como protejo mi propia piel.

La mañana después de haber tomado su decisión en la alta tormenta, Kaladin se aseguró de despertarse antes que los demás. Apartó la manta y cruzó la habitación llena de bultos tapados. No se sentía emocionado, pero sí decidido. Determinado a luchar de nuevo.

Comenzó la lucha abriendo la puerta a la luz del sol. Gemidos y maldiciones sonaron tras él cuando los hombres adormilados se fueron despertando. Kaladin se volvió hacia ellos, las manos en las caderas. El Puente Cuatro tenía ahora, mismo treinta y cuatro miembros. Ese número fluctuaba, pero al menos veinticinco eran necesarios para llevar el puente. Menos, y el puente se desplomaría con toda seguridad. A veces incluso lo hacía con más miembros.

—¡Arriba y a organizarse! —gritó Kaladin con su mejor voz de jefe de pelotón. Él mismo se sorprendió por la autoridad de su tono.

Los hombres parpadearon, los ojos hinchados.

—¡Eso significa salir del barracón y a formar filas! —tronó Kaladin—. ¡Hacedlo, por la tormenta, u os sacaré yo mismo uno a uno!

Syl revoloteó y se posó en su hombro, observando con curiosidad. Algunos de los hombres del puente se sentaron, mirándolo sorprendidos. Otros se dieron la vuelta y le dieron la espalda, envueltos en sus mantas.

Kaladin inspiró profundamente.

—Muy bien.

Cruzó la habitación y escogió a un alezi llamado Moash. Era un hombre fuerte. Kaladin necesitaba dar un escarmiento, y alguno de los hombres más flacos, como Dunny o Narm, no valdrían. Además, Moash era uno de los que habían vuelto a echarse a dormir.

Lo agarró por un brazo y tiró de él con toda su fuerza. Moash se puso en pie, tambaleándose. Era un hombre joven, quizá de la edad de Kaladin, y tenía rostro de halcón.

—¡Piérdete en la tormenta! —exclamó, retirando el brazo.

Kaladin le dio un puñetazo en el estómago, donde sabía que se quedaría sin aire. Moash jadeó sorprendido, se dobló, y Kaladin avanzó para agarrarlo por las piernas y cargárselo al hombro.

Casi no pudo con el peso. Pero, por suerte, cargar puentes era un entrenamiento duro pero efectivo. Naturalmente, pocos sobrevivían el tiempo suficiente para beneficiarse de ello. No ayudaba en nada que hubiera pausas impredecibles entre cargas. Eso era parte del problema: las cuadrillas de los puentes se pasaban la mayor parte del tiempo mirándose la barriga o haciendo tareas menores, y luego se les ordenaba que corrieran durante kilómetros cargando un puente.

Llevó al exterior al sorprendido Moash y lo soltó en el suelo de piedra. El resto del campamento estaba despierto, los carpinteros llegaban al aserradero, lo soldados corrían a desayunar o para hacer la instrucción. Las otras cuadrillas, por supuesto, seguían dormidas. A menudo se les permitía dormir hasta tarde, a menos que tuvieran trabajo por la mañana.

Kaladin dejó a Moash y volvió a entrar en el barracón.

—Haré lo mismo con cada uno de vosotros, si tengo que hacerlo.

No fue necesario. Los sorprendidos hombres del puente salieron a la luz, parpadeando. La mayoría solo llevaba pantalones hasta las rodillas. Moash se puso en pie, frotándose el estómago y mirando a Kaladin con mala cara.

—Las cosas van a cambiar en el Puente Cuatro —dijo Kaladin—. Para empezar, no dormiremos más de la cuenta.

—¿Y qué vamos a hacer a cambio? —preguntó Sigzil. Tenía la piel marrón oscuro y el pelo negro; eso significaba que era makabaki, del suroeste de Roshar. Era el único hombre del puente que no tenía barba, y a juzgar por su suave acento, probablemente era azish o emuli. Los extranjeros eran corrientes en las cuadrillas de los puentes: los que no encajaban a menudo acababan en la vanguardia de un ejército.

—Excelente pregunta —dijo Kaladin—. Vamos a entrenarnos. Cada mañana, antes de nuestras tareas, cargaremos el puente como práctica para mejorar nuestra resistencia.

La expresión de más de un hombre se ensombreció al oír esto.

—Sé lo que estáis pensando —dijo Kaladin—. ¿No son ya lo bastante duras nuestras vidas? ¿No deberíamos poder relajarnos durante los breves momentos que tenemos para hacerlo?

—Sí —dijo Leyten, un hombre alto y recio de pelo rizado—. Así es.

—No —replicó Kaladin—. Cargar con el puente nos agota porque pasamos la mayor parte del día holgazaneando. Oh, sé que tenemos trabajo: vivaquear en los abismos, limpiar letrinas, fregar suelos. Pero los soldados no esperan que trabajemos duro: solo quieren tenernos ocupados. El trabajo les ayuda a ignorarnos.

»Como vuestro jefe de puente, mi principal deber es manteneros con vida. No hay mucho que pueda hacer respecto a las flechas parshendi, así que tengo que hacerlo con vosotros. Tengo que haceros más fuertes, para que cuando estéis en el último tramo de una carga, entre las flechas, podáis correr rápidamente. —Miró a los ojos de los hombres en la fila, uno a uno—. Pretendo que el Puente Cuatro no vuelva a perder otro hombre.

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