El camino de los reyes (56 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

—¿Prestar a qué, Dalinar? —dijo Sagaz, los ojos chispeando—. ¿Ojos, manos o esferas? Te prestaré uno de los primeros, pero si según dicen un hombre debe tener cuatro ojos, aunque me quede sin uno, tú no serías más sagaz. Te prestaré una de las segundas, pero temo que mis simples manos han estado excavando en el barro demasiado tiempo para que sean adecuadas para alguien como tú. Y si te doy una de mis esferas, ¿a qué me dedicaría la restante? Me gustan bastante mis dos esferas, ¿sabes? —vaciló—. Oh, bueno, no lo ves. ¿Te gustaría verlo?

Se levantó del taburete y echó mano a su cinturón.

—Sagaz —dijo Dalinar secamente.

Sagaz se echó a reír y lo agarró por el brazo.

—Lo siento. Toda esta gente saca de mí el humor más soez. Tal vez sea el barro del que hablaba antes. Intento con todas mis fuerzas ponerme por encima de ellos en mi repulsa, pero me lo ponen difícil.

—Ten cuidado, Sagaz. Esta gente no te aguantará eternamente. No quisiera verte muerto apuñalado: veo un buen hombre dentro de ti.

—Sí —dijo Sagaz, observando la plataforma—. Estaba delicioso. Dalinar, me temo que no soy yo quien necesita esa advertencia. Habla de tus temores ante un espejo cuando llegues a casa esta noche. Hay rumores al respecto.

—¿Rumores?

—Sí. Son cosas terribles. Crecen en los hombres como si fueran verrugas.

—¿Tumores?

—Ambas cosas. Mira, se habla de ti.

—Siempre se ha hablado de mí.

—Esto es peor que otras veces —dijo Sagaz, mirándolo a los ojos—. ¿De verdad hablas de abandonar el Pacto de la Venganza?

Dalinar inspiró profundamente.

—Eso fue entre el rey y yo.

—Bueno, debe de habérselo comentado a los otros. Son unos cobardes…, y sin duda eso los hace sentirse expertos en el tema, pues desde luego te han llamado así mucho últimamente.

—¡Padre Tormenta!

—No, yo soy Sagaz. Pero comprendo lo fácil que es cometer ese error.

—¿Porque resoplas mucho aire, o porque haces mucho ruido? —gruñó Dalinar.

Una amplia sonrisa asomó en el rostro de Sagaz.

—¡Vaya, Dalinar! ¡Estoy impresionado! ¡Tal vez debería nombrarte sagaz! Y entonces yo podría ser alto príncipe —vaciló—. No, eso estaría mal. Me volvería loco a los pocos segundos de escucharlos, y luego probablemente haría una escabechina con todos ellos. Y nombraría a cremlinos en su lugar. Sin duda, al reino le iría mucho mejor.

Dalinar se volvió para marcharse.

—Gracias por la advertencia.

Sagaz volvió a sentarse en su taburete.

—No hay de qué. ¡Ah, brillante señor Habatab! ¡Qué inteligente por tu parte llevar una camisa roja con un tono tan fuerte! ¡Si continúas facilitándome el trabajo, me temo que mi mente se volverá tan aburrida como la del brillante señor Tumul! ¡Oh, brillante señor Tumul! ¡Qué sorpresa verte aquí! No pretendía insultar tu estupidez. De verdad, es espectacular y digna de mucha alabanza.

»Lord Yonatan y Lady Meirav, me abstendré de insultaros por una vez debido a vuestra reciente boda, aunque tu sombrero me parece impresionante, Yonatan. Supongo que es conveniente llevar sobre la cabeza algo que se dobla como un tienda por las noches. ¿Ah, esa que está ahí detrás es Lady Navani? ¿Cuánto tiempo hace que has vuelto a las Llanuras y cómo no advertí el olor?

Dalinar se detuvo. «¿Qué?»

—Obviamente tu hedor fue más fuerte que el mío, Sagaz —dijo una cálida voz femenina—. ¿No ha hecho nadie un favor a mi hijo y no te han asesinado todavía?

—No, nada de asesinos aún —dijo Sagaz, divertido—. Supongo que se han dado cuenta de que iban a ir de culo.

Dalinar se volvió, sorprendido. Navani, la madre del rey, era una majestuosa mujer de cabellos negros intrincadamente tejidos. Y se suponía que no debía estar ahí.

—Oh, vamos, Sagaz —dijo ella—. Creía que ese tipo de humor tuyo era superior.

—También lo eres tú, técnicamente —respondió Sagaz, sonriendo desde lo alto de su taburete.

Ella miró al cielo.

—Por desgracia, brillante, he tenido que enmarcar mis comentarios en términos que esta gente pueda entender —dijo Sagaz con un suspiro—. Si te interesa, intentaré llevar mi dicción a términos más elevados. —Hizo una pausa—. Por cierto, ¿conoces alguna palabra que rime con «diarrea»?

Navani tan solo volvió la cabeza y miró a Dalinar con sus ojos de color violeta claro. Llevaba un vestido elegante, su refulgente superficie roja sin bordados. Las gemas de su pelo, que tenía algunas vetas de gris, eran también rojas. La madre del rey era considerada una de las mujeres más hermosas de Alezkar, aunque a Dalinar siempre le había parecido que la descripción era insuficiente, pues sin duda no había una mujer en todo Roshar que igualara su belleza.

«Idiota —pensó, apartando los ojos de ella—. Es la viuda de tu hermano.» Con Gavilar muerto, Navani debía ser tratada ahora como hermana suya. Además, ¿qué pasaba con su propia esposa? Muerta desde hacía diez años, borrada de su mente por su estupidez. Aunque no pudiera recordarla, debía honrarla.

¿Por qué había regresado Navani? Mientras las mujeres la saludaban a voz en grito, Dalinar se dirigió rápidamente a la mesa del rey. Se sentó y un criado le trajo un plato al instante; conocían sus preferencias.

Era humeante pollo a la pimienta, cortado en medallones sobre redondas rodajas fritas de tenem, una suave verdura de color naranja. Dalinar cogió un plato de pan y desenvainó el cuchillo de su muslo derecho. Mientras estuviera comiendo, sería una ruptura de etiqueta que Navani se le acercara.

La comida era buena. Lo era siempre en estos banquetes de Elhokar: en eso, el hijo se parecía al padre. Elhokar lo saludó desde el extremo de la mesa y continuó su conversación con Sadeas. El alto príncipe Roion estaba sentado dos sillas más allá. Dalinar tenía una cita con él dentro de unos días, el primero de los altos príncipes a los que abordaría y trataría de convencer para que trabajaran juntos en un ataque a las mesetas.

Ningún otro alto príncipe vino a sentarse cerca de Dalinar. Solo ellos (y las personas con invitaciones específicas) podían sentarse a la mesa del rey. Un hombre afortunado por haber recibido una de aquellas invitaciones estaba sentado a la izquierda de Elhokar, claramente inseguro de si participar en la conversación o no.

El agua borboteaba en el arroyo detrás de Dalinar. Ante él, las celebraciones continuaban. Era un momento de relajación, pero los alezi eran un pueblo reservado, al menos cuando se les comparaba con gente más apasionada como los comecuernos o los reshi. De todas formas, el pueblo de Dalinar parecía haberse vuelto más opulento e indulgente consigo mismo desde los días de su infancia. El vino corría libremente y la comida chisporroteaba llena de fragancia. En la primera isla, varios jóvenes habían pasado a un ruedo para celebrar un duelo amistoso. Los jóvenes en las fiestas a menudo encontraban motivos para quitarse las guerreras y alardear de su habilidad con la espada.

Las mujeres eran más comedidas en sus exhibiciones, pero también las hacían. En la isla donde se hallaba Dalinar, varias habían emplazado caballetes donde hacían bocetos, pintaban o hacían alardes de caligrafía. Como siempre, mantenían la mano izquierda cubierta por la manga, creando delicadamente arte con la derecha. Se sentaban en taburetes altos, como el que empleaba Sagaz. De hecho, Sagaz probablemente habría robado uno para su pequeña actuación. Unas cuantas atraían creaciospren, y sus formas diminutas rodaban sobre sus caballetes o sus mesas.

Navani había congregado a un puñado de importantes mujeres ojos claros en una mesa. Un criado les llevó comida. Parecía hecha también con el exótico pollo, pero lo habían mezclado con fruta methi y estaba cubierto de salsa marrón rojiza. De niño, Dalinar había probado en secreto la comida de las mujeres, por curiosidad. Le había parecido desagradablemente dulce.

Navani colocó algo sobre su mesa, un artilugio de metal pulido del tamaño de un puño, con un enorme rubí infuso en el centro. La luz tormentosa roja iluminó toda la mesa, proyectando sombras sobre el blanco mantel. Navani cogió el artilugio y lo volvió para mostrarle a sus acompañantes sus protuberancias perecidas a patas. Vuelto de esa forma, parecía vagamente un crustáceo.

«Nunca he visto un fabrial como ese antes.» Dalinar la miró a la cara, admirando los contornos de sus mejillas. Navani era una reconocida fabriastista. Tal vez este aparato fuera…

Navani lo miró, y Dalinar se quedó inmóvil. Ella le dirigió una brevísima sonrisa, secreta y cómplice, y luego se volvió antes de que él pudiera reaccionar. «¡Tormenta de mujer!», pensó él, volcando su atención en la comida.

Tenía hambre, así que se concentró tanto en comer que casi no se dio cuenta de que Adolin se acercaba. El rubio joven saludó a Elhokar y después corrió a ocupar uno de los sitios vacantes junto a Dalinar.

—Padre —dijo en voz baja—, ¿has oído lo que están diciendo?

—¿Sobre qué?

—¡Sobre ti! He librado ya tres duelos contra hombres que decían que tú y nuestra casa éramos unos cobardes. ¡Dicen que le pediste al rey que abandonara el Pacto de la Venganza!

Dalinar agarró la mesa y estuvo a punto de ponerse en pie. Pero se detuvo.

—Que hablen si quieren —dijo, volviendo a la comida. Atravesó con el cuchillo una porción de pollo sazonado y se lo llevó a la boca.

—¿Lo hiciste de verdad? —preguntó Adolin—. ¿De eso hablaste con el rey hace dos días?

—Así es —admitió Dalinar.

Eso provocó un gruñido en Adolin.

—Y yo que ya estaba preocupado cuando…

—Adolin —interrumpió Dalinar—. ¿Confías en mí?

Adolin lo miró con ojos muy abiertos y sinceros, pero doloridos.

—Quiero hacerlo, padre. De verdad que quiero.

—Lo que estoy haciendo es importante. Tiene que hacerse.

Adolin se inclinó hacia delante y habló en voz baja.

—¿Y si son delirios? ¿Y si solo te estás… haciendo viejo?

Era la primera vez que alguien le planteaba de manera tan directa la cuestión.

—Mentiría si dijera que no lo he considerado, pero no tiene sentido ponerme en duda a mí mismo. Creo que son reales. Siento que son reales.

—Pero…

—Este no es lugar para discutir, hijo. Podemos hablar más tarde, y escucharé, y consideraré tus objeciones. Lo prometo.

Adolin apretó los labios.

—Muy bien.

—Haces bien en preocuparte por nuestra reputación —dijo Dalinar, apoyando un codo en la mesa—. Había asumido que Elhokar tendría el tacto de mantener nuestra conversación privada, pero tendría que haberle pedido directamente que lo hiciera. Tenías razón respecto a su reacción, por cierto. Me di cuenta durante la conversación de que nunca se retiraría, así que pasé a otra táctica.

—¿A cuál?

—A ganar la guerra —dijo Dalinar con firmeza—. Se acabaron las refriegas por las gemas corazón. Se acabó el asedio paciente e infinito. Encontraremos un modo de atraer a gran número de parshendi a las Llanuras, y les tenderemos una emboscada. Si podemos matar a gran número de ellos, destruiremos su capacidad para hacer la guerra. Si no, encontraremos un modo de golpear en su centro y matar o capturar a sus líderes. Incluso un abismoide deja de luchar cuando se le decapita. El Pacto de la Venganza quedaría cumplido, y nosotros podríamos irnos a casa.

Adolin tardó un rato en reflexionar. Luego asintió bruscamente.

—De acuerdo.

—¿No hay objeciones? —preguntó Dalinar. Normalmente, su hijo mayor tenía bastantes.

—Acabas de pedirme que confíe en ti —dijo Adolin—. Además ¿golpear más fuerte a los parshendi? Esa es una táctica que puedo seguir. Pero necesitaremos un buen plan…, un modo de contrarrestar las objeciones que tú mismo planteaste hace seis años.

Dalinar asintió y dio un golpecito a la mesa con el dedo.

—Entonces, incluso yo nos consideraba reinos separados. Si hubiéramos atacado el centro individualmente, cada ejército por su cuenta, nos habrían rodeado y destruido. ¿Pero si los diez ejércitos fueran juntos? ¿Con nuestras animistas para proporcionar comida, con los soldados transportando refugios portátiles para enfrentarse a las altas tormentas? ¿Con más de ciento cincuenta mil soldados? Que los parshendi intentaran rodearnos entonces. Con las animistas, incluso podríamos crear madera para puentes si fuera necesario.

—Eso requeriría un montón de confianza —dijo Adolin, vacilante. Miró a Sadeas, al otro extremo de la mesa. Su expresión se ensombreció—. Nos tendríamos que ver allí, juntos y aislados, durante días. Si los altos príncipes iniciaran una disputa, podría ser desastroso.

—Tendremos que hacer que trabajen juntos primero —dijo Dalinar—. Estamos cerca, más cerca que nunca. Seis años, y ni un solo alto príncipe ha permitido que sus soldados se peleen con los de otro.

Excepto en Alezkar. Allí seguían librando batallas absurdas por derechos de tierras o antiguas ofensas. Era ridículo, pero impedir que los alezi guerrearan era como intentar impedir que soplaran los vientos.

Adolin asintió.

—Es un buen plan, padre. Mucho mejor que hablar de retirada. Pero no es probable que las escaramuzas se acaben. Les gusta el juego.

—Lo sé. Pero si puedo conseguir que uno o dos de ellos empiecen a ceder soldados y recursos para atacar en las mesetas, podría ser un paso adelante para lo que necesitaremos en el futuro. Sigo prefiriendo un modo de atraer a gran número de parshendi a las Llanuras y enfrentarnos a ellos en una de las mesetas más grandes, pero aún no he podido decidir cómo hacerlo. Sea como sea, nuestros ejércitos separados tendrán que aprender a trabajar juntos de todas formas.

—¿Y qué hacemos con lo que dice la gente de ti?

—Lanzaré una refutación oficial —dijo Dalinar—. Tendré que tener cuidado para que no parezca que el rey se equivocó, pero explicaré al mismo tiempo la verdad.

Adolin suspiró.

—¿Una refutación oficial, padre?

—Sí.

—¿Por qué no librar un duelo? —preguntó Adolin ansioso, inclinándose hacia delante—. Una declaración rimbombante puede que explique tus ideas, pero no hará que la gente las sienta. ¡Escoge a alguien que te llame cobarde, desafíalo, y recuérdale a todo el mundo el error que es insultar al Aguijón Negro!

—No puedo —dijo Dalinar—. Los Códigos lo prohíben para alguien de mi rango.

Adolin probablemente tampoco debería batirse en duelo, pero a Dalinar no lo había forzado una prohibición total. Los duelos eran su vida. Bueno, eso y las mujeres a las que cortejaba.

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