El camino de los reyes (58 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

Me has acusado de arrogancia en mi misión. Me has acusado de perpetuar mi rencilla contra Rayse y Bavadin. Ambas acusaciones son fundadas.

Kaladin se hallaba de pie en el carromato, escrutando el paisaje ante el campamento, mientras Roca y Teft ponían su plan en marcha…, más o menos.

En casa, el aire era más seco. Si salías el día antes de una alta tormenta, todo parecía desolado. Después de las tormentas, las plantas volvían pronto a sus caparazones, troncos y escondites para conservar el agua. Pero aquí, con el clima más húmedo, permanecían más tiempo fuera. Muchos rocapullos nunca volvían a reintegrarse del todo en sus caparazones. Las zonas de hierba eran comunes. Los árboles que Sadeas cosechaba estaban concentrados en un bosque al norte de los campamentos de guerra, pero unos cuantos crecían aislados en esta llanura. Eran enormes y de ancho tronco, y crecían inclinados hacia el oeste, sus raíces gruesas como dedos clavados en la piedra y, a lo largo de los años, capaces de agrietar y quebrar el suelo a su alrededor.

Kaladin saltó del carromato. Su trabajo era recoger piedras que le entregaban y cargarlas en el vehículo. Los otros hombres del puente se las traían y las amontonaban cerca.

Los hombres trabajaban por toda la amplia llanura, moviéndose entre los rocapullos, zonas de hierba y matorrales que asomaban entre los peñascos. Crecían en la zona oeste, listos para refugiarse a la sombra de sus peñascos si se acercaba una alta tormenta. Era un efecto curioso, como si cada peñasco fuera la cabeza de un anciano con mechones de pelo marrón y verde que le creciera tras las orejas.

Esos mechones eran enormemente importantes, pues ocultos entre ellos había finos juncos, conocidos como matopomos. Sus tallos rígidos estaban rematados por delicadas hojas que podían replegarse en el peciolo. Los peciolos eran inmóviles, pero se hallaban a salvo al crecer tras los peñascos. Algunos se soltarían en las tormentas, quizá para adherirse a un nuevo lugar cuando los vientos remitieran.

Kaladin recogió una piedra, la colocó en el carro y la hizo rodar hacia las demás. La parte inferior de la piedra estaba húmeda de líquenes y crem.

Los matopomos no eran raros, pero tampoco eran tan comunes como las otras hierbas. Una rápida descripción había sido suficiente para que Roca y Teft los encontraran con cierto éxito. El avance, sin embargo, se produjo cuando Syl se unió a la caza. Kaladin miró a un lado mientras bajaba del carro para coger otra piedra. Ella pasó revoloteando, una forma ligera y casi invisible que conducía a Roca de un macizo de juncos a otro. Teft no comprendía cómo el enorme comecuernos podía encontrar muchos más que él, pero Kaladin prefería no explicárselo. Todavía no comprendía por qué Roca podía ver a Syl. El comecuernos decía que era algo con lo que había nacido.

Un par de hombres se acercaron, el joven Dunny y Desorejado Jaks, tirando de un trineo de madera donde transportaban una gran piedra. El sudor les corría por los rostros. Cuando llegaron a la carreta, Kaladin se sacudió las manos y los ayudó a subir la roca. Desorejado Jaks lo miró con mala cara, murmurando entre dientes.

—Esa es buena —dijo Kaladin, señalando la piedra—. Buen trabajo.

Jaks lo fulminó con la mirada y se marchó. Dunny se encogió de hombros y corrió tras el otro hombre. Como Roca había supuesto, asignar a la cuadrilla la recolección de piedras no había ayudado a la popularidad de Kaladin. Pero había que hacerlo. Era la única manera de ayudar a Leyten y los otros heridos.

Cuando Jaks y Dunny se marcharon, Kaladin subió al carro y se arrodilló, apartó una lona y descubrió una gran pila de tallos de matopomos. Eran tan largos como el brazo de un hombre. Hizo como si estuviera moviendo piedras en el carro, pero en cambio ató un gran puñado de juncos usando finas enredaderas de rocapullo.

Dejó caer el paquete por el lado del carro. El conductor había ido a charlar con su colega del otro carro. Eso dejó a Kaladin solo, a excepción de la presencia del chull que permanecía encogido en su caparazón de roca, contemplando el sol con sus perlados ojos crustáceos.

Kaladin saltó de la carreta y puso otra roca en el carro. Entonces se arrodilló como si fuera a sacar una piedra grande de debajo del carro. Sin embargo, con manos hábiles, ató los juncos a un lugar bajo el carro, junto a otros dos paquetes más. El carro tenía un gran espacio abierto al lado del eje, y un escalón de madera proporcionaba un lugar excelente para montar los paquetes.

«Jezerezeh envíe que a nadie se le ocurra mirar bajo el fondo cuando regresemos al campamento.»

El boticario había dicho que se sacaba una gota por tallo. ¿Cuántos juncos necesitaría Kaladin? Sabía la respuesta a esa pregunta sin tener que pensarlo demasiado.

Necesitaría todas las gotas que pudiera conseguir.

Se bajó y subió otra piedra al carro. Roca se acercaba. El fornido y bronceado comecuernos llevaba una piedra oblonga que casi ningún otro hombre de los puentes habría podido transportar solo. Avanzaba lentamente, con Syl revoloteando alrededor de su cabeza y posándose de vez en cuando sobre la piedra para mirarlo.

Kaladin bajó del carro y cruzó el terreno irregular para ayudarlo. Roca asintió, dándole las gracias. Juntos subieron la piedra al carro y se sentaron. Roca se secó la frente, dándole la espalda a Kaladin. De su bolsillo asomaban un puñado de juncos. Kaladin los cogió y los guardó bajo la lona.

—¿Qué haremos si alguien se da cuenta de lo que estamos planeando? —preguntó Roca casualmente.

—Explicarles que soy tejedor —respondió Kaladin— y que se me ha ocurrido tejerme un sombrero para protegerme del sol. —Roca bufó—. Puede que lo haga y todo —dijo Kaladin. Se secó la frente—. No estaría mal con este calor. Pero es mejor que nadie lo vea. El simple hecho de que queramos los juncos probablemente bastaría para que nos los nieguen.

—Eso es verdad —contestó Roca, desperezándose y alzando la mirada mientras Syl se plantaba ante él—. Echo de menos los Picos.

Syl señaló, y Roca inclinó la cabeza con reverencia antes de seguirla. Sin embargo, en cuanto lo hizo ir en la dirección adecuada, volvió con Kaladin y se quedó flotando en el aire como un lazo, luego se posó al lado de la carreta y adoptó su forma de mujer, el vestido aleteando a su alrededor.

—Me cae muy bien —dijo, alzando un dedo.

—¿Quién? ¿Roca?

—Sí —respondió ella, cruzándose de brazos—. Es respetuoso. No como los otros.

—Bien —dijo Kaladin, cargando otra piedra en el carro—. Puedes seguirlo en vez de molestarme a mí.

Trató de no mostrar preocupación mientras hablaba. Se había acostumbrado a su compañía.

Ella arrugó el ceño.

—No puedo seguirlo. Es demasiado respetuoso.

—Acabas de decir que te gusta eso.

—Me gusta. Y también lo detesto —dijo ella con total sinceridad, como si fuera ajena a la contradicción. Suspiró y se sentó en el lado del carro—. Lo conduje a un puñado de mierda de chull para gastarle una broma. ¡Ni siquiera me gritó! Tan solo se quedó mirándola, como si tratara de descubrir algún significado oculto. —Hizo una mueca—. Eso no es normal.

—Creo que los comecuernos deben de adorar a los spren o algo por el estilo —dijo Kaladin, secándose la frente.

—Eso es una tontería.

—La gente cree en cosas mucho más tontas. En cierto modo, supongo que tiene sentido adorar a los spren. Sois raros y mágicos.

—¡Yo no soy rara! —dijo ella, poniéndose de pie—. Soy hermosa y articulada.

Se puso las manos en jarras, pero él notó que su expresión no era realmente de enfado. Parecía estar cambiando por horas, haciéndose cada vez más…

¿Más qué? No exactamente humana. Más individual. Más lista.

Syl guardó silencio cuando otro hombre, Natam, se acercó. Cargaba con una piedra pequeña, tratando obviamente de no esforzarse.

—Eh, Natam —dijo Kaladin, extendiendo las manos para recoger la piedra—. ¿Cómo va el trabajo?

Natam se encogió de hombros.

—¿No dijiste que antes eras granjero?

Natam se puso a descansar junto al carro, ignorando a Kaladin.

Kaladin soltó la piedra y la colocó en su sitio.

—Lamento que tengamos que trabajar así, pero necesitamos las simpatías de Gaz y las otras cuadrillas.

Natam no respondió.

—Nos ayudará a mantenernos con vida —dijo Kaladin—. Confía en mí.

Natam tan solo volvió a encogerse de hombros, y luego se marchó.

Kaladin suspiró.

—Esto sería mucho más fácil si pudiera echarle la culpa a Gaz.

—Eso no sería muy honrado —dijo Syl, molesta.

—¿Por qué te preocupa tanto la honradez?

—Porque sí.

—¿Sí? —dijo Kaladin, gruñendo mientras volvía al trabajo—. ¿Y conducir a la gente a montones de mierda? ¿Qué honradez hay en eso?

—Es distinto. Era una broma.

—No veo cómo…

Guardó silencio cuando vio que se acercaba otro hombre. Kaladin dudaba que nadie más tuviera la extraña habilidad de Roca para ver a Syl, y no quería que lo vieran hablando solo.

El hombre, bajo y nudoso, había dicho que se llamaba Cikatriz, aunque Kaladin no podía ver ninguna cicatriz en su cara. Tenía el pelo corto y rasgos angulosos. Kaladin trató de conversar con él, pero no obtuvo ninguna respuesta. El hombre llegó incluso a hacerle un gesto grosero antes de volver a marcharse.

—Estoy haciendo algo mal —dijo Kaladin, sacudiendo la cabeza y bajando de un salto del recio carro.

—¿Mal? —Syl se bajó del borde del carro y lo miró.

—Pensé que verme rescatar a esos tres hombres les daría esperanza. Pero siguen mostrando indiferencia.

—Algunos te vieron correr antes —dijo Syl—, cuando estabas practicando con el tablón.

—Me miraban, pero no les preocupa cuidar de los heridos. Nadie aparte de Roca, y él lo hace solamente porque está en deuda conmigo. Teft ni siquiera estuvo dispuesto a compartir su comida.

—Son egoístas.

—No. No creo que esa palabra pueda aplicarse a ellos.

Kaladin alzó una piedra, esforzándose por explicar cómo se sentía.

—Cuando era esclavo…, bueno, sigo siendo esclavo. Pero durante las peores partes, cuando mis amos intentaban despojarme de la capacidad de resistir, yo era como esos hombres. Nada me preocupaba lo suficiente para ser egoísta. Era como un animal. Hacía lo que hacía sin pensar.

Syl frunció el ceño. No era de extrañar: el propio Kaladin no comprendía lo que decía. Sin embargo, mientras hablaba, empezó a encontrarle el sentido a sus palabras.

—Les he mostrado que podemos sobrevivir, pero eso no significa nada. Si no merece la pena vivir esas vidas, no les va a importar nunca. Es como si les ofreciera montones de esferas, pero no les diera nada en lo que gastar sus riquezas.

—Me lo imagino —dijo Syl—. ¿Pero qué puedes hacer?

Él contempló la llanura de roca y observó el campamento. El humo de las muchas hogueras del ejército se alzaba en los cráteres.

—No lo sé. Pero creo que vamos a necesitar un montón más de juncos.

Esa noche, Kaladin, Teft y Roca recorrieron las calles improvisadas del campamento de Sadeas. Nomon, la luna central, brillaba con su pálida luz blanquiazul. Las linternas de aceite colgaban delante de los edificios, indicando tabernas o burdeles. Las esferas podían proporcionar una luz más consistente y renovable, pero podías comprar un puñado de velas o un frasco de aceite por una sola esfera. A corto plazo, a menudo era más barato hacer eso, sobre todo si colgabas tus luces en un lugar donde las podían robar.

Sadeas no mantenía ningún toque de queda, pero Kaladin había aprendido que era mejor que los hombres del puente se quedaran en el aserradero de noche. Soldados medio borrachos con los uniformes manchados pasaban dando tumbos, susurrando al oído de las prostitutas o alardeando ante sus amigos. Insultaban a los hombres de los puentes y reían a carcajadas. Las calles parecían oscuras, incluso con las linternas y la luz de la luna, y la naturaleza casual del campamento (algunas estructuras de piedra, algunas cabañas de madera, algunas tiendas) hacían que se antojara desorganizado y peligroso.

Kaladin y sus dos compañeros se hicieron a un lado para dejar pasar a un numeroso grupo de soldados. Tenían las guerreras desabrochadas, y solo estaban ligeramente embriagados. Un soldado miró a los hombres del puente, pero los tres juntos (y siendo uno de ellos un fornido comecuernos) fueron suficientes para disuadir al soldado de hacer otra cosa sino reírse y empujar a Kaladin al pasar.

El hombre olía a sudor y cerveza barata. Kaladin controló los nervios. Si respondía, sería blanco inmediato de una reyerta.

—No me gusta esto —dijo Teft, mirando por encima del hombro al grupo de soldados—. Me vuelvo al campamento.

—Tú te quedas —gruñó Roca.

Teft puso los ojos en blanco.

—¿Crees que me asusta un torpe chull como tú? Me iré si quiero, y…

—Teft —dijo Kaladin con suavidad—. Te necesitamos.

Necesidad. Esa palabra tenía extraños efectos sobre los hombres. Algunos huían cuando la empleabas. Otros se ponían nerviosos. Teft parecía anhelarla. Asintió, murmurando para sí, pero se quedó con ellos mientras seguían caminando.

Pronto llegaron al lugar donde guardaban los carros. La plaza vallada por rocas estaba cerca del extremo occidental del campamento. Durante la noche estaba desierta, y los carros esperaban en largas filas. Los chulls dormitaban en el corral cercano, como si fueran pequeñas colinas. Kaladin avanzó, alertando a los centinelas, pero al parecer a nadie le preocupaba que algo tan grande como un carro pudiera ser robado en medio de un ejército.

Roca le dio un codazo, y luego señaló los corrales oscuros de los chulls. Un muchacho solitario los cuidaba, mirando la luna. Los chulls sí eran lo suficientemente valiosos para vigilarlos. Pobre chico. ¿Cuántas noches tendría que pasar vigilando a aquellas torpes bestias?

Kaladin se agazapó junto a un carro, y sus dos acompañantes lo imitaron. Señaló una fila, y Roca se puso en marcha. Kaladin señaló en otra dirección, y Teft rezongó pero hizo lo que le pedían.

Kaladin se acercó subrepticiamente a la fila central. Había unos treinta carros, diez por fila, pero la comprobación fue rápida. Un roce de los dedos contra la tabla posterior, buscando la marca que había hecho allí. Después de unos pocos minutos, una figura en sombras se acercó. Roca. El comecuernos señaló a un lado y alzó cinco dedos. El quinto carro desde arriba. Kaladin asintió y echó a andar.

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