El camino de los reyes (60 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

—La tradición es la excusa que utilizan para condenarnos —dijo Kaladin—. Es la caja bonita que usan para envolver sus mentiras. Nos hace servirlos.

Teft apretó la mandíbula.

—He vivido mucho más que tú, hijo. Sé cosas. Si un plebeyo mata a un portador enemigo, se convierte en ojos claros. Así son las cosas.

Kaladin dejó correr el tema. Si las ilusiones de Teft lo hacían sentirse mejor sobre su lugar en este caos de guerra, ¿quién era él para disuadirlo?

—Así que fuiste sirviente —le dijo Kaladin a Roca—. ¿En el séquito de un brillante señor? ¿Qué clase de sirviente?

Se esforzó por buscar la palabra adecuada, recordando los momentos en que se había relacionado con Wistiow o Roshone.

—¿Lacayo? ¿Mayordomo?

Roca se echó a reír.

—Era cocinero. ¡Mi
nuatoma
no quiso bajar a las tierras llanas sin su propio cocinero! Vuestra comida tiene tantas especias que no se puede saborear nada más. ¡Bien podríais comer piedras sazonadas con pimienta!

—¿Y tú hablas de comida? —dijo Teft, haciendo una mueca—. ¿Un comecuernos?

Kaladin frunció el ceño.

—¿Por qué llaman así a tu pueblo, por cierto?

—Porque se comen los cuernos y los caparazones de los bichos que capturan —explicó Teft—. Lo de fuera.

Roca sonrió con expresión anhelante.

—Ah, pero el sabor es tan bueno.

—¿De verdad os coméis los caparazones?

—Tenemos dientes muy fuertes —contestó Roca, orgulloso—. Pero bueno, ya sabéis mi historia. El brillante señor Sadeas no estaba seguro de qué hacer con la mayoría de nosotros. Algunos se convirtieron en soldados, otros sirven en su casa. Yo le preparé una comida y me envió a las cuadrillas de los puentes —Roca vaciló—. Puede que, ejem…, mejorara la sopa.

—¿Mejorar la sopa? —preguntó Kaladin, alzando una ceja.

Roca pareció azorarse.

—Verás, estaba muy enfadado por la muerte de mi
nuatoma
. Y pensé que las lenguas de los llaneros están todas quemadas y achicharradas por la comida que comen. No tiene sabor, y…

—¿Y qué? —preguntó Kaladin.

—Mierda de chull —dijo Roca—. Al parecer tiene un sabor más fuerte de lo que pensaba.

—Espera —dijo Teft—. ¿Le pusiste mierda de chull a la sopa del alto príncipe Sadeas?

—Bueno, sí. La verdad es que también se la puse en el pan. Y la usé como guarnición en el filete de cerdo. E hice un chatni para el garam. Descubrí que la mierda de chull tiene muchos usos.

Teft soltó una carcajada. Rodó sobre su costado, tan divertido que Kaladin temió que fuera a caerse al abismo.

—Comecuernos —dijo Teft por fin—, te debo una copa.

Roca sonrió. Kaladin sacudió la cabeza., sorprendido. De pronto todo tuvo sentido.

—¿Qué pasa? —preguntó Roca, que advirtió su expresión.

—Esto es lo que necesitamos —dijo Kaladin—. ¡Esto es lo que echaba en falta!

Roca vaciló.

—¿Mierda de chull? ¿Eso es lo que necesitabas?

Teft soltó otra carcajada.

—No —dijo Kaladin—. Es…, bueno, os lo enseñaré. Pero primero necesitamos esta savia de matopomo.

Apenas habían terminado con uno de los paquetes, y los dedos les dolían ya de tanto ordeñar.

—¿Y tú, Kaladin? —preguntó Roca—. Os he contado mi historia. ¿Me contarás la tuya? ¿Cómo te hicieron esas marcas en la frente?

—Sí —dijo Teft, secándose los ojos—. ¿En la comida de quién te cagaste?

—Creía que habías dicho que era tabú hablar del pasado de los hombres de los puentes —replicó Kaladin.

—Hiciste desembuchar a Roca, hijo. Es justo que te toque a ti ahora.

—¿Entonces, si os cuento mi historia, eso significa que tú nos contarás la tuya?

Inmediatamente, Teft torció el gesto.

—Bueno, mira, yo no…

—Maté a un hombre —dijo Kaladin.

Eso silenció a Teft. Roca prestó atención. Kaladin advirtió que Syl seguía observando con interés. Eso era extraño en ella, pues su atención se dispersaba rápidamente.

—¿Mataste a un hombre? —dijo Roca—. ¿Y después de eso te hicieron esclavo? ¿No es la muerte el castigo habitual por asesinar a alguien?

—No fue un asesinato —dijo Kaladin en voz baja, pensando en el hombre barbudo del carromato de esclavos que le había hecho las mismas preguntas—. De hecho, alguien muy importante me dio las gracias por ello.

Guardó silencio.

—¿Y…? —preguntó finalmente Teft.

—Y… —dijo Kaladin, mirando uno de los juncos que tenía en la mano. Nomon se ponía al oeste, y el pequeño disco verde de Mishim, la luna final, se alzaba por el este—. Y resulta que los ojos claros no reaccionan muy bien cuando rechazas sus regalos.

Los otros esperaron más, pero Kaladin no dijo nada más y siguió trabajando en sus juncos. Le sorprendía lo doloroso que era todavía recordar aquellos acontecimientos en el ejército de Amaram.

O bien notaron su estado de ánimo o consideraron que había dicho suficiente, pues tanto Roca como Teft volvieron a su trabajo y no insistieron más.

Ningún argumento hace que las cosas que te he escrito aquí sean falsas.

La galería de mapas del rey equilibraba belleza y funcionalidad. La enorme bóveda de piedra animada tenía lados lisos que se fundían sin fisuras en el terreno rocoso. Tenía la forma de una larga hogaza de pan de Thaylen, con grandes claraboyas en el techo para permitir que el sol iluminara las bellas formaciones de cortezapizarra.

Dalinar pasó ante una de ellas, los rosas y verdes y azules brillantes creciendo en una retorcida pauta tan alta como sus hombros. Las duras y crujientes plantas no tenían ni tallos ni hojas de verdad, solo tentáculos que se agitaban como cabellos de colores. A excepción de esto, los cortezapizarra parecían más roca que vegetación, Y sin embargo los sabios decían que debía de ser una planta por la forma en que crecía y se extendía hacia la luz.

«Los hombres también hacían eso —pensó—. Antaño.»

El alto príncipe Roion estaba de pie delante de uno de los mapas, las manos a la espalda, y sus numerosos ayudantes atascaban el otro lado de la galería. Roion era un hombre alto de piel clara con una barba oscura bien recortada. Empezaba a perder pelo. Como la mayoría de la gente, llevaba una guerrera corta abierta por delante que dejaba al descubierto la camisa. Su tela roja asomaba por el cuello de la chaqueta.

«Tan desaliñado», pensó Dalinar, aunque iba muy a la moda. Dalinar simplemente deseó que la moda actual no fuera, bueno, tan deslucida.

—Brillante señor Dalinar —dijo Roion—. No tengo claro el motivo de este encuentro.

—Acompáñame, Roion —respondió Dalinar, haciendo un gesto con la cabeza.

El otro hombre suspiró, pero acompañó a Dalinar por el pasillo entre los montones de plantas y la pared de mapas. Los ayudantes de Roion los siguieron; incluían a un copero y un escudero.

Cada mapa estaba iluminado por diamantes, los marcos de acero pulido como un espejo. Los mapas estaban hechos a tinta y con mucho detalle en hojas de pergamino inusualmente grandes y sin fisuras. Obviamente, ese pergamino había sido animado. Cerca del centro de la sala se encontraba el Primer Mapa, una carta enorme y detallada fija en un marco a la pared. Mostraba todas las Llanuras Quebradas que habían sido exploradas. Los puentes permanentes estaban trazados en rojo, y las mesetas cerca del lado alezi tenían glifopares azules que indicaban qué alto príncipe las controlaba. La sección oriental del mapa era progresivamente menos detallada hasta que las líneas se desvanecían.

En el centro se hallaba la zona en competición, la sección de mesetas donde los abismoides solían acudir para hacer sus crisálidas. Pocos llegaban más cerca, donde se hallaban los puentes permanentes. Si venían, era para cazar, no para pupar.

Controlar las mesetas cercanas seguía siendo importante, ya que un alto príncipe, por acuerdo, no podía cruzar una meseta mantenida por alguno de los otros a menos que tuviera permiso. Eso determinaba quién tenía los mejores caminos hacia las mesetas centrales, y también quién tenía que mantener los puestos de guardia y los puentes permanentes de esa meseta. Los altos príncipes se compraban y vendían las mesetas.

Una segunda hoja de pergamino al lado del Primer Mapa listaba los altos príncipes y el número de gemas corazón que habían ganado. Era algo muy alezi: mantener la motivación dejando claro quién iba ganando y quién se quedaba rezagado.

Los ojos de Roion se dirigieron inmediatamente al nombre de Dalinar en la lista. De todos los altos príncipes, era quien menos gemas corazón había ganado.

Dalinar extendió la mano hacia el Primer Mapa y acarició el pergamino. Las mesetas medianas tenían nombres o números para facilitar la referencia. Entre ellas destacaba una gran meseta que se alzaba desafiante cerca del lado parshendi. La Torre, se llamaba. Una meseta enorme y de forma extraña a la que los abismoides parecían particularmente aficionados para usarlos como lugar donde pupar.

Contemplarla la hizo vacilar. El tamaño de una meseta en competición determinaba el número de tropas que podías usar en el campo. Los parshendi normalmente llevaban gran número de fuerzas a la Torre y habían rechazado veintisiete veces los asaltos alezi, que nunca habían ganado allí una escaramuza. El propio Dalinar había sido rechazado allí en dos ocasiones.

Estaba demasiado cerca de los parshendi, que siempre podían llegar allí primero y fortificarse, usando la pendiente para ganar un excelente terreno elevado. «Pero si pudiéramos acorralarlos allí —pensó—, con un contingente propio lo suficientemente grande…» Eso podía significar atrapar y matar a un número enorme de soldados parshendi. Tal vez los suficientes para acabar con su capacidad para librar la guerra en las Llanuras.

Era algo a tener en cuenta. Sin embargo, antes de que eso pudiera suceder, Dalinar necesitaría alianzas. Pasó los dedos hacia el oeste.

—El alto príncipe Sadeas lo ha estado haciendo muy bien últimamente —Dalinar dio un golpecito sobre el campamento de Sadeas—. Ha estado comprando mesetas a los otros altos príncipes, lo que hace que cada vez le resulte más fácil llegar primero a los campos de batalla.

—Sí —dijo Roion, frunciendo el ceño—. No hace falta ver ningún mapa para saberlo, Dalinar.

—Míralo con perspectiva. Seis taños de lucha continua, y nadie ha visto siquiera el centro de las Llanuras Quebradas.

—Ese no ha sido nunca el tema. Los contenemos, los asediamos, los obligamos a pasar hambre y los obligamos a rendirse. ¿No era ese tu plan?

—Sí, pero nunca imaginé que fuera a llevar tanto tiempo. He estado pensando que tal vez sea el momento de cambiar de táctica.

—¿Por qué? Esta funciona. Apenas pasa una semana sin que haya un par de enfrentamientos con los parshendi. Aunque he de señalar que últimamente no has sido modelo de inspiración en la batalla.

Le indicó con la cabeza a Dalinar su nombre en la hoja más pequeña. Había un puñado de marcas a su lado, señalando las gemas corazón ganadas. Pero muy pocas eran recientes.

—Hay quienes dicen que el Aguijón Negro ha perdido su ímpetu —dijo Roion. Tuvo cuidado de no insultar a Dalinar, pero se atrevió a llegar más lejos de lo que había hecho nunca antes. La noticia de lo que le había sucedido a Dalinar mientras estaba atrapado en el barracón se había extendido.

Dalinar se obligó a guardar la calma.

—Roion, no podemos continuar tratando esta guerra como a un juego.

—Todas las guerras son juegos. ¡Del tipo más grande, donde las piezas perdidas son vidas de verdad, y las piezas capturadas producen riquezas de verdad! Esta es la vida para la que existen los hombres. Para luchar, para matar, para vencer.

Estaba citando al Hacedor de Soles, el último rey alezi que unió a los altos príncipes. Gavilar reverenció en tiempos su nombre.

—Tal vez —dijo Dalinar—. ¿Pero qué sentido tiene? Luchamos para conseguir espadas esquirladas, y luego usamos esas espadas esquirladas para luchar para conseguir más espadas esquirladas. Es un círculo, y damos vueltas y más vueltas, persiguiéndonos las colas para poder ser mejores persiguiéndonos las colas.

—Luchamos para prepararnos para reclamar el suelo y recuperar lo que es nuestro.

—Los hombres pueden entrenarse sin ir a la guerra, y pueden luchar sin que carezca de sentido. No fue siempre así. Hubo momentos en que nuestras guerras significaron algo.

Roion alzó una ceja.

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