El camino de los reyes (72 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

Le sentaba bien trabajar. Hacer algo útil. Últimamente, parecía que sus esfuerzos habían sido como correr en círculos. El trabajo le ayudaba a pensar.

Estaba perdiendo su sed de batalla. Eso le preocupaba, ya que la Emoción (el disfrute y el ansia de guerra) era parte de lo que impulsaba a los alezi como pueblo. La más grandiosa de las aspiraciones masculinas era convertirse en un gran guerrero, y la Llamada más importante era la lucha. El Todopoderoso mismo dependía de que los alezi se entrenaran en honorables batallas para que cuando muriesen pudieran unirse a los ejércitos de los Heraldos y recuperar los Salones Tranquilos.

Y sin embargo, pensar en matar empezaba a asquearlo. La cosa había empeorado desde el último ataque con los puentes. ¿Qué sucedería la próxima vez que entrara en combate? Así no podía seguir siendo líder. Era un motivo importante por lo que abdicar a favor de Adolin parecía adecuado.

Continuó golpeando. Una y otra vez. Los soldados se congregaron arriba y, a pesar de sus órdenes, los obreros no se marcharon para relajarse. Contemplaban, aturdidos cómo un portador de esquirlada hacía su trabajo. De vez en cuando, invocaba su espada y la usaba para cortar la roca, rebanando secciones antes de volver al martillo para romperlas.

Probablemente parecía ridículo. No podía hacer el trabajo de todos los obreros del campamento, y tenía tareas importantes que llenaban su tiempo, No había ningún motivo para que se metiera en una zanja y trabajara. Y sin embargo, le sentaba bien. Era maravilloso arrimar el hombro en las necesidades del campamento. Los resultados de lo que hacía para proteger a Elhokar eran a menudo difíciles de calibrar. Pero era reparador poder hacer algo donde los avances eran obvios.

Pero incluso en esto actuaba siguiendo los ideales que lo habían invadido. El libro hablaba de un rey que llevaba la carga de su pueblo. Decía que aquellos que dirigían eran los más bajos de los hombres, pues tenían que servirlos a todos. Los Códigos, las enseñanzas del libro, las cosas que las visiones (o los delirios) le mostraban…, todo giraba a su alrededor.

Nunca combatas a otros hombres excepto cuando la guerra te fuerce a ello.

¡Bang!

Deja que te defiendan tus acciones, no tus palabras.

¡Bang!

Espera honor de aquellos a quienes conoces, y dales la oportunidad de cumplirlo.

¡Bang!

Gobierna como querrías ser gobernado.

¡Bang!

Estaba metido hasta la cintura en lo que acabaría siendo una letrina, los oídos llenos de los quejidos de la piedra al romperse. Estaba empezando a creer en esos ideales. No, ya creía en ellos. Ahora los vivía. ¿Cómo sería el mundo si todos los hombres vivieran como proclamaba el libro?

Alguien tenía que empezar. Alguien tenía que ser el modelo. En esto, tenía un motivo para no abdicar. Estuviera loco o no, la forma en que ahora hacía las cosas era mejor que como las hacían Sadeas y los demás. Solo había que mirar las vidas de sus soldados y de su gente para ver que era verdad.

¡Bang!

No se podía cambiar la piedra sin golpearla. ¿Era lo mismo con un hombre como él? ¿Por eso todo le resultaba de pronto tan difícil? ¿Pero por qué él? Dalinar no era ningún filósofo, ningún idealista. Era soldado. Y, si admitía la verdad, en sus años mozos fue un tirano y un belicista. ¿Podrían los años de su crepúsculo, pretendiendo seguir los preceptos de hombres mejores, borrar toda una vida de masacres?

Había empezado a sudar. El tajo que había abierto en el terreno era tan ancho como la altura de un hombre, tan profundo como su pecho, y de unos treinta metros de largo. Cuanto más trabajaba, más gente se congregaba para mirarlo y susurrar.

La armadura esquirlada era sagrada. ¿De verdad estaba excavando el alto príncipe una letrina con ella? ¿Tan profundamente lo había afectado la tensión? Le asustaban las altas tormentas. Se había vuelto un cobarde. Se negaba a enfrentarse en duelos o defenderse de los insultos. Tenía miedo a luchar, deseaba renunciar a la guerra.

Era sospechoso de intentar matar al rey.

Al cabo de un rato, Teleb decidió que permitir que toda la gente mirara a Dalinar era irrespetuoso, y ordenó que los hombres volvieran a sus quehaceres diversos. Hizo retirarse a los obreros, cumpliendo la orden de Dalinar y ordenándoles que se sentaran a la sombra y «conversaran animosamente». Cualquier otro habría dado la orden con una sonrisa, pero Teleb era tan inflexible como las rocas mismas.

Dalinar siguió trabajando. Sabía dónde debía terminar la letrina: había aprobado la orden de trabajo. Tenía que abrir una larga fosa en pendiente, y luego cubrirla con tablones engrasados y embreados para aislar el hedor. Arriba se colocaría un excusado, y su contenido podía ser removido para que se convirtiera en humo una vez cada pocos meses.

El trabajo le pareció aún mejor una vez estuvo solo. Un hombre, rompiendo rocas, descargando un golpe tras otro. Como los tambores que los parshendi habían tocado aquel día ya tan lejano. Dalinar podía sentir todavía aquellos tambores, todavía podía oírlos en su mente, sacudiéndolo.

«Lo siento, hermano.»

Les había contado a los fervorosos sus visiones, pero ellos consideraron que probablemente eran producto de una mente agotada. No tenía ningún motivo para creer la verdad de nada de lo que le mostraban las visiones. Al seguirlas, había hecho algo más que ignorar las maniobras de Sadeas: había consumido precariamente sus recursos. Su reputación estaba al borde de la ruina. Corría el peligro de arrastrar en su caída a toda la casa Kholin.

Y ese era el argumento más importante a favor de la abdicación. Si continuaba, sus acciones podrían causar la muerte de Adolin, Renarin y Elhokar. Podía arriesgar su propia vida por sus ideales, ¿pero podría arriesgar las vidas de sus hijos?

Las lascas de piedra saltaban y rebotaban en su armadura. Empezaba a sentirse cansado. La armadura no hacía el trabajo por él: aumentaba su fuerza, de modo que cada golpe del martillo era suyo. Los dedos empezaban a entumecérsele por las repetidas vibraciones del mango. Estaba a punto de tomar una decisión. Su mente era clara, estaba despejada.

Volvió a blandir el martillo.

—¿No sería más eficaz una espada esquirlada? —preguntó una seca voz femenina.

Dalinar se detuvo, la cabeza del martillo posada sobre una piedra rota. Dio media vuelta y vio a Navani junto a la zanja, vestida con una túnica azul y rojo claro, el pelo moteado de gris reflejando la luz de un sol que estaba ya a punto de ponerse. La asistían dos jóvenes que no eran sus propias pupilas y que había «tomado prestadas» de otras mujeres ojos claros del campamento.

Navani estaba cruzada de brazos, la luz del sol la rodeaba como un halo. Vacilante, Dalinar alzó un brazo acorazado para bloquear la luz.

—¿Mathana?

—El trabajo con la roca —dijo Navani, señalando la zanja—. No es que yo presuma de hacer juicios: golpear cosas es un arte masculina. ¿Pero no posees una espada que puede cortar la piedra tan fácilmente como, según me describieron una vez, una tormenta barre a un herdaziano?

Dalinar volvió a mirar las rocas. Entonces alzó de nuevo el martillo y golpeó, produciendo un satisfactorio sonido aplastante.

—Las espadas esquirladas cortan demasiado bien.

—Qué curioso. Fingiré que tus palabras tienen sentido. Por cierto, ¿se te ha ocurrido alguna vez que la mayoría de las artes masculinas tratan con la destrucción, mientras que las femeninas lo hacen con la creación?

Dalinar volvió a golpear.

¡Bang!

Era curioso que resultara mucho más fácil conversar con Navani sin mirarla directamente.

—Uso la espada para cortar los lados y el centro. Pero sigo teniendo que romper las rocas. ¿Has intentado alguna vez levantar un trozo de piedra que haya sido cortada por un portador de esquirlada?

—No puedo decir que sí.

—No es fácil —golpeó—. Las espadas hacen un corte muy fino. La roca sigue presionando contra las otras. Es difícil agarrarlas o moverlas —otro golpe—. Es más complicado de lo que parece —un golpe más—. Esta es la mejor manera.

Navani se sacudió unas cuantas lascas de piedra del vestido.

—Y la más sucia, ya lo veo.

¡Bang!

—Bueno, ¿vas a pedir disculpas? —preguntó ella.

—¿Por…?

—Por olvidar nuestra cita.

Dalinar se detuvo a medio golpe. Se había olvidado por completo de que, en el festín del día de su regreso, había acordado que Navani le leyera hoy. No le había contado a sus escribas lo de la cita. Se volvió hacia ella, disgustado. Se había enfurecido porque Thanadal había cancelado su cita, pero al menos él había tenido el detalle de enviar un mensajero.

Navani esperaba cruzada de brazos, la mano segura retirada, el elegante vestido parecía arder con la luz del sol. En sus labios asomaba el atisbo de una sonrisa. Al dejarla plantada, se había puesto a sí mismo, por honor, en su poder.

—Lo siento de veras —dijo—. He tenido algunas dificultades que considerar últimamente, pero eso no me excusa de haberte olvidado.

—Lo sé. Ya idearé un modo de compensar el olvido. Pero por ahora deberías saber que una de tus abarcañas está destellando.

—¿Qué? ¿Cuál?

—Tu escriba dice que la de mi hija.

¡Jasnah! Habían pasado semanas desde su última comunicación: los mensajes que él le había enviado solo provocaron respuestas muy breves. Cuando Jasnah estaba inmersa en uno de sus proyectos, a menudo ignoraba todo lo demás. Si se ponía en contacto con él ahora, o bien había descubierto algo o hacía una pausa para renovar sus contactos.

Dalinar se volvió a mirar la letrina. Casi la había terminado. Advirtió que inconscientemente planeaba tomar su decisión al llegar al final. Ansiaba continuar trabajando.

Pero si Jasnah quería conversar…

Tenía que hablar con ella. Tal vez podría persuadirla para que regresara a las Llanuras Quebradas. Se sentiría mucho más seguro abdicando si sabía que ella vendría a cuidar de Elhokar y Adolin.

Dalinar arrojó a un lado su martillo (los golpes habían doblado treinta grados el mango y la cabeza era un bulto deforme) y salió de un salto de la zanja. Mandaría forjar un arma nueva: no era algo extraño en los portadores de esquirlada.

—Perdona, Mathana, pero me temo que he de suplicarte que te marches tan pronto, después de suplicar tu perdón. Debo recibir esta comunicación.

Inclinó la cabeza y se volvió para marcharse.

—Lo cierto —dijo Navani desde atrás— es que creo que te pediré algo. Hace meses que no hablo con mi hija. Iré contigo, si me lo permites.

Él titubeó, pero no podía negárselo tan después de haberla ofendido.

—Naturalmente.

Esperó mientras Navani se dirigía a su palanquín y se acomodaba. Los porteadores lo alzaron, y Dalinar echó a andar de nuevo, seguido por los porteadores y las pupilas prestadas.

—Eres un hombre amable, Dalinar Kholin —dijo Navani, con la misma sonrisa taimada en los labios—. Me temo que me veo obligada a encontrarte fascinante.

—Mi sentido del honor hace que sea fácil de manipular —dijo Dalinar, mirando al frente. Tratar con ella no era lo que necesitaba ahora mismo—. Lo sé bien. No hay necesidad de que juegues conmigo, Navani.

Ella se rio.

—No intento aprovecharme de ti, Dalinar. Yo… —Hizo una pausa—. Bueno, quizá sí que me aprovecho un poco. Pero no estoy «jugando» contigo. Este último año, en concreto, has empezado a ser la persona que todos los demás dicen. ¿No ves lo intrigante en que te convierte eso?

—No lo hago para ser intrigante.

—¡Si lo hicieras, no funcionaría! —se inclinó hacia él—. ¿Sabes por qué elegí a Gavilar en vez de a ti hace tantos años?

Maldición. Sus comentarios, su presencia, eran como una copa de vino oscuro vertida en mitad de sus cristalinos pensamientos. La claridad que había buscado con el trabajo físico se desvanecía rápidamente. ¿Tenía que ser ella tan directa? No respondió a la pregunta. En cambio, avivó el paso y esperó que comprendiera que no quería hablar del tema.

No sirvió de nada.

—No lo escogí porque fuera a ser rey, Dalinar. Aunque eso es lo que dice todo el mundo. Lo escogí porque tú me asustabas. Esa intensidad tuya…, también asustaba a tu hermano ¿sabes?

Él no dijo nada.

—Sigue ahí —dijo ella—. Puedo verla en tus ojos. Pero has envuelto tu armadura alrededor, una brillante armadura esquirlada para contenerla. Es parte de lo que encuentro fascinante.

Dalinar se detuvo y se volvió a mirarla. Los porteadores del palanquín se detuvieron también.

—Esto no funcionaría, Navani —dijo en voz baja.

—¿No?

Él negó con la cabeza.

—No deshonraré la memoria de mi hermano.

La miró severamente, y ella acabó por asentir.

Cuando continuó andando, ella no dijo nada, aunque lo miraba de reojo de vez en cuando. Por fin llegaron a su complejo personal, marcado por aleteantes estandartes azules con el glifopar
khokh
y
linil
, el primero dibujado en forma de corona, el segundo formando una torre. La madre de Dalinar había dibujado el diseño original, el mismo de su sello, aunque Elhokar usaba una espada y una corona.

Los soldados a la entrada del complejo saludaron, y Dalinar esperó a que Navani se uniera a él antes de entrar. El cavernoso interior estaba iluminado por zafiros infusos. Cuando llegaron a su sala de estudio, de nuevo se sorprendió por lo lujosa que se había vuelto a lo largo de los meses.

Tres de sus escribanas esperaban con sus ayudantes. Las seis se levantaron cuando entró. Adolin también estaba allí.

Dalinar miró al joven con el ceño fruncido.

—¿No deberías estar haciendo las inspecciones?

Adolin se sobresaltó.

—Padre, terminé hace horas.

—¿Eso hiciste?

«¡Padre Tormenta! ¿Cuánto tiempo he pasado golpeando esas piedras?»

—Padre, ¿podemos hablar en privado un momento?

Como de costumbre, el pelo rubio moteado de negro de Adolin era una revoltillo indomable. Se había quitado la armadura y se había bañado, y ahora llevaba un uniforme a la moda (aunque digno para la batalla) con un largo abrigo azul, abotonado a los lados, y tiesos pantalones marrones.

—No estoy preparado para discutir eso todavía, hijo —dijo Dalinar en voz baja—. Necesito un poco más de tiempo.

Adolin lo estudió, preocupado. «Será un buen alto príncipe —pensó Dalinar—. Tiene la preparación que yo no tuve.»

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