El círculo (34 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

Tender trampa en cajero. Comprobar movimientos durante el periodo.

Por la puerta entreabierta, oyó que uno de sus hombres entraba con paso rápido y reclamaba la atención general.

—¡Escuchad esto, chavales!

Todo el mundo interrumpió su actividad y Ziegler aguzó el oído, con la esperanza de que se hubiera producido alguna novedad en uno de los casos pendientes.

—Parece que Domenech va a mantener a Anelka de titular contra México.

—¡Hostia, no puede ser! —exclamó alguien.

—Y también a Sidney Govou…

Un murmullo de consternación se elevó al otro lado de la puerta. Ziegler posó la mirada en las aspas del gran ventilador que agitaba el aire sin llegar a refrescarlo y dejó derivar el pensamiento hacia el artículo que había descubierto en el kiosco del aeropuerto y el
e-mail
que había encontrado en el ordenador de Martin. Luego se dijo que si los dosieres habían estado esperando un mes encima de su escritorio, tampoco pasaría nada si esperaban un poco más. Acto seguido se levantó. Tenía que ir a ver a alguien.

★ ★ ★

Margot estaba liando un cigarrillo. Con el filtro metido entre los labios, distribuía las hebras de tabaco en el papel observando el otro extremo del patio abarrotado de alumnos, la zona donde se concentraban los estudiantes de segundo curso. Había aguardado con impaciencia a que acabara la clase de Van Acker. Normalmente le gustaban esas clases, sobre todo cuando Van Acker tenía la vena demoledora, lo que equivalía a decir casi siempre. Francis Van Acker era un sádico, un déspota que poseía un verdadero detector de mediocridad. Detestaba la mediocridad y también la cobardía, el servilismo y los santurrones. Los días malos, tenía que encontrar a toda costa un chivo expiatorio y entonces flotaba en la clase un olor a sangre. Margot disfrutaba viendo cómo el miedo se instalaba entre sus condiscípulos. Todos habían desarrollado un auténtico instinto de supervivencia y eran capaces de detectar, en cuanto entraba el profesor de letras, si ese día el escualo venía con ganas de ir de caza. Igual que los demás, Margot lo adivinaba en la manera como los escrutaba con sus ojos azules y en el rictus que deformaba su fina boca en el centro de la barba.

Los pelotas odiaban y temían a Van Acker. A principios de curso, habían cometido el error de creer que podrían ablandarlo con sus zalamerías, pero pronto habían descubierto por propia experiencia que Van Acker era insensible a cualquier forma de halago y que iba a hacerles pagar muy caro su error de apreciación. Sus presas preferidas eran los que compensaban con un exceso de celo sus capacidades limitadas (limitadas en el seno de la élite que constituía Marsac). Margot se preguntó si Van Acker la apreciaba por ser hija de su padre o porque, en las raras ocasiones en que la había tomado con ella para ponerla a prueba, ella le había devuelto la pelota sin vacilar. A Francis Van Acker le gustaba que le plantaran cara.

—Servaz —le había dicho esa mañana cuando había dejado vagar el pensamiento en lo sucedido la noche anterior—, ¿no le interesa lo que cuento?

—Eh… sí… claro…

—¿Entonces de qué estaba hablando?

—De la existencia de un consenso en torno a ciertas obras, del hecho de que, si, en el transcurso de los siglos, un gran número de personas han convenido en decir que Homero, Cervantes, Shakespeare y Victor Hugo son artistas superiores, eso significa que la frase «sobre gustos no hay nada escrito» es un sofisma… Del hecho de que no todo es tal para cual y que las pacotillas que se venden como arte gracias a la publicidad, el cine de masas y el mercantilismo en general no son equiparables a las grandes creaciones del espíritu humano; que los principios elementales de la democracia no son aplicables al arte, donde reina la implacable dictadura de los mejores sobre los mediocres.

—¿Yo he dicho «no todo es tal para cual»?

—No, señor.

—Entonces no ponga en boca mía palabras que yo no he pronunciado.

En la clase sonó un coro de risas sofocadas. Los mismos que solían servir de pararrayos de las iras de Van Acker se regocijaban cuando otro las sufría. Las risitas habían sido más abundantes en la primera fila. Ella había correspondido con un discreto pero contundente gesto de desafío a los cortesanos sentados en la parte inferior del anfiteatro que se habían vuelto para mirarla.

Mientras se llenaba de humo los jóvenes pulmones ya infectados por la nicotina, inspeccionó al trío formado por David, Sarah y Virginie. Ellos la observaban por turnos, pese a la distancia y los grupos de alumnos que los separaban, y ella les sostenía la mirada entre calada y calada, sin perderlos ni un instante de vista. Durante la noche, había decidido adoptar una táctica radicalmente distinta, más osada, con la que pretendía «hacer saltar la liebre». En lugar de recurrir a la prudencia, iba a dejarse ver, a afianzar sus sospechas y hacerles creer que sabía algo. Si uno de ellos era el culpable, acabaría tal vez por sucumbir al miedo y sufrir un cruce de cables.

La táctica no carecía de riesgos.

Era, de hecho, peligrosa, pero había un inocente en la cárcel y el tiempo apremiaba.

★ ★ ★

—¿Dónde sacaron esta foto? —preguntó Stehlin.

—En Marsac, cerca del lago. En el linde del bosque, justo al lado del jardín de Marianne Bokhanowsky, la madre de Hugo.

—¿Fue ella quien descubrió las letras?

—No, he sido yo.

El director puso cara de asombro.

—¿Y qué hacías allí? ¿Buscabas algo?

Servaz había previsto la pregunta. Su padre le había enseñado un día que la verdad era casi siempre la mejor estrategia. La mayoría de las veces, era más incómoda para los demás que para uno mismo.

—He pasado la noche allí. Hace mucho que conozco a la madre de Hugo.

El director lo miraba con fijeza, y no era el único. Espérandieu, Pujol y Samira también concentraban las miradas en él.

—¡Me cago en la puta! —maldijo Stehlin—. ¡Pero si es la madre del principal sospechoso!

Servaz optó por guardar silencio.

—¿Quién más está al corriente?

—¿De mi presencia allí, esta noche? Por ahora, nadie.

—¿Y si ella decide utilizarlo contra ti? ¿Si habla de ello con su abogado? ¡Si el juez se entera, va a transferir la investigación a los gendarmes!

Servaz se volvió a acordar del baboso de gafas que se había presentado la otra noche pidiendo ver a Hugo, pero persistió en su silencio.

—¡Mierda, Martin! —exclamó Stehlin—. La misma noche, interrogas a un diputado sin informar a nadie y, después, vas… vas y pasas la noche con… ¡en casa de la madre del principal sospechoso! ¡Tus actos podrían traer consecuencias catastróficas, podrían invalidar toda la investigación, todo el trabajo del equipo!

Stehlin tenía un don para las perífrasis. Aunque habría podido formular sus protestas con términos más truculentos, Servaz percibió que estaba furioso.

—Bueno —prosiguió el director, realizando visibles esfuerzos para recuperar la sangre fría—. Entre tanto, eso no cambia gran cosa. Seguimos en el mismo punto. Nada demuestra que sea Hirtmann el que grabó esas letras. Me cuesta creer que el suizo haya vuelto solo por ti, que se dedique a seguirte los pasos y a dejar indicios destinados a ti solo por una bobada de música y porque estuvisteis de palique un rato, y más teniendo en cuenta que todo eso empezó después del asesinato de Claire Diemar.

—«Después» no, «con» —lo corrigió Servaz—. Y eso aporta un matiz fundamental. Empezó con la presencia del CD en el equipo de música… No olvidemos que Claire encaja exactamente en el perfil de las víctimas de Hirtmann.

Aquella frase causó su efecto, tal como había previsto. Todos se tomaron un momento para digerir la información.

—Hay que admitir otra hipótesis además —añadió—. Es posible que Hirtmann no se haya ido nunca de la región. Es posible que, mientras toda la policía de Europa y la Interpol vigilaban los trenes, los aeropuertos y las fronteras, imaginándolo a miles de kilómetros, él estuviera escondido muy cerca de aquí, pensando que el último sitio donde lo íbamos a buscar sería al otro lado de la calle.

Al levantar la vista, vio en sus ojos que había logrado su propósito, que empezaban a dudar. El ambiente se ensombreció. La alusión al suizo y la evocación, aunque solo fuera velada, de sus asesinatos y su violencia envenenaba el aire. Entonces decidió remachar el clavo.

—Sea como sea, a estas alturas son demasiados los elementos que convergen en el mismo sentido como para que podamos permitirnos seguir desatendiendo la pista de Hirtmann. Incluso si no es él, eso significa que hay por ahí alguien que lo imita y que está vinculado de una manera u otra al asesinato de Claire Diemar, lo cual pone en entredicho la culpabilidad de Hugo. Quiero que Samira y Vincent se ocupen a tiempo completo de esta pista, que intensifiquen el contacto con la célula de París que se ocupa de Hirtmann y que traten de obtener toda información que pudiera confirmar o desmentir que el suizo se encuentra por la zona.

Stehlin asintió gravemente, observando con semblante preocupado a Servaz.

—De acuerdo, aunque también hay que plantearse otra cuestión —apuntó.

—¿Cuál?

—La de tu seguridad. Se trate o no del suizo, parece que ese chiflado te sigue todo el tiempo, que nunca se encuentra lejos de donde tú estás… Y además, hubo ese… incidente en la azotea del banco. ¡Mierda, un poco más y te arroja al vacío! No me gusta nada esto. Ese tipo tiene una auténtica fijación contigo y ya te ha agredido una vez.

—Si hubiera querido atacarme, lo hubiera podido hacer fácilmente esta noche —objetó el policía.

—¿Cómo?

—La puerta acristalada que da al balcón estaba abierta. Entre el balcón y el jardín había apenas tres metros y hay un canalón y una viña virgen justo al lado. Habría podido trepar sin problema por allí. Y nosotros… bueno… yo dormía.

Las miradas volvieron a converger en él. Ya no cabía duda alguna de que había dormido en una cama ajena, con la dueña de la casa, o lo que era lo mismo, con una persona directamente vinculada a la investigación. De ello se desprendía que cualquier letrado mínimamente competente podía invalidarla alegando un conflicto de intereses. Stehlin se dejó caer en su sillón y, con la vista fija en el techo, exhaló un largo suspiro.

—Si partimos de la hipótesis de que se trata efectivamente de Hirtmann, no creo que este represente una amenaza para mí —se apresuró a proseguir Servaz—. Su tipo de víctima es siempre la misma: mujeres jóvenes, con unas características físicas parecidas. Los únicos hombres a los que ha matado, que se sepa, eran el amante de su mujer, como parte de un crimen pasional, y un holandés que se encontraba en el sitio inadecuado en el momento inadecuado. Sí quiero, en cambio, que Vincent y Samira hagan algo por mí.

Sus dos ayudantes le lanzaron una mirada interrogativa.

—Si en algo estoy de acuerdo es en que parece que Hirtmann tenga una fijación conmigo. Si es él, parece muy bien informado, y nunca está muy lejos de donde estamos nosotros. Sus víctimas siempre han sido mujeres jóvenes. Por eso quiero que Vincent y Samira se ocupen de la protección de Margot, en el instituto de Marsac. Si el suizo quiere hacerme daño de alguna forma, sabe que ese es mi punto débil, que es ahí donde más me va a doler.

Stehlin frunció aún más la frente. Con patente gesto de preocupación, desplazó la mirada hacia los dos ayudantes.

—Por mí no hay inconveniente —aceptó Samira—. Martin tiene razón. Si ese chalado quiere hacerle daño y si está tan bien informado como parece estarlo, no podemos correr el riesgo de dejar sin protección a Margot.

—Estoy de acuerdo —convino resueltamente Espérandieu.

—¿Algo más?

—Sí. Si Hirtmann sigue pisándome los talones, es posible que esta vez haya una manera de pillarlo. Pujol podría seguirme, desde una considerable distancia, con alguien más. Tendrían que actuar con gran discreción, sin apenas contacto visual, con ayuda del GPS. Si Hirtmann quiere mantenerme constantemente vigilado, tendrá que dejarse ver, asumir un riesgo, por mínimo que sea. Se trata de estar presentes cuando eso se produzca.

—Una idea interesante. ¿Y qué hacemos si sale de la maleza?

—Intervenimos.

—¿Sin refuerzos? ¿Sin unidad de intervención?

—Hirtmann no es un terrorista, ni tampoco un gánster. No está preparado para ese tipo de enfrentamiento. No ofrecerá resistencia.

—A mí me parece, en cambio, que tiene muchos recursos —objetó Stehlin.

—Por ahora, no sabemos siquiera si hay posibilidades de que el plan funcione. Ya veremos llegado el momento.

—Muy bien, pero quiero que me mantengáis al corriente en cuanto se produzca algo y que me comuniquéis todo lo que averigüéis, ¿comprendido?

—Aún no he terminado —advirtió Servaz.

—¿Qué más?

—Hay que llamar al juez. Necesito una solicitud de visita para una presa de la cárcel de Seysses.

Stehlin asintió. Había comprendido. Luego se volvió para coger un periódico y lo colocó delante de Servaz.

—No ha dado resultado. Esta vez no ha habido ningún soplo.

Servaz observó a Stehlin. ¿Se habría equivocado tal vez? Una de dos, o el periodista había considerado que aquella noticia era de escasa importancia o bien Pujol no era la persona que pasaba la información a la prensa.

★ ★ ★

El cielo estaba pálido tras las ventanas de la clase. Todo presentaba una agobiante inmovilidad. Un calor blanco envolvía, como un film transparente, el paisaje. Los robles, los tilos y los chopos proyectaban, como petrificados, unas sombras cortas y duras. Únicamente la blanquecina estela de un avión de reacción y unos cuantos pájaros aportaban algo de movimiento al panorama. Incluso las clases que se entrenaban en el campo de rugby parecían resentirse del calor y jugaban a cámara lenta, sin más entusiasmo e inspiración que el que demostraba la selección francesa de fútbol.

Con la vista en la ventana, Margot se preguntó si iba a prolongarse aquel tiempo de verano. Apenas prestaba oídos a la clase de historia y las palabras resbalaban sobre ella como gotas en una superficie de plástico. La cabeza le bullía pensando en la nota escrita a mano que había descubierto una hora antes, pegada con cinta adhesiva, en su taquilla. Al leerla, se había ruborizado de vergüenza y de rabia y después, reparando en las miradas que habían convergido con la suya, había comprendido que todo el mundo estaba enterado ya. En la nota ponía:

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