El Comite De La Muerte (37 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

—¿Cuánto tiempo lleva ya?

Una de las enfermeras, que podía llevar reloj de pulsera por no haber sido esterilizada, miró la hora.

—Cuatro minutos y diez segundos.

«Dios. En fin, hicimos lo que pudimos, seas quien seas», pensó. Ahora miraba a Kender, deseando que dejara de esforzarse. Después de cuatro minutos sin sangre oxigenada lo que había sido cerebro se convertía en un objeto encerrado en un cráneo. Aun cuando lo volvieran a la vida, este cuerpo no podría pensar ya más, ni realmente vivir.

Kender parecía no haber oído. Siguió con su movimiento rítmico; el borde de la mano apretaba y rebotaba.

Otra vez.

Otra.

Y…

—Doctor… —dijo Adam, por fin.

—¿Qué pasa?

—Son ya casi cinco minutos…

Deje al pobre hombre que se muera, era lo que él hubiera querido decir.

—Más bicarbonato.

Inyectó en la vena una vez más. El doctor Kender seguía a su ritmo, como si nada.

Los segundos seguían pasando.

—El corazón late —dijo el anestesista.

—Échenle un poco más de adrenalina —dijo Kender, como quien manda tirar una bomba de napalm.

Adam obedeció; tenía los ojos deliberadamente inexpresivos, y la boca, hosca, oculta detrás de la máscara.

En la pantalla del monitor apareció una nova, y luego otra, y reaparecieron pequeñas intermitencias luminosas. Recobraron el viejo ritmo, los músculos se contraían, refrescados, latiendo, latiendo de una manera que habían estado a punto de olvidar para siempre.

«Ha resucitado», pensó Adam.

Llegó el doctor Sack con dos máquinas fotográficas, una para placas, y la otra para película en color.

—Mantengan abierta la incisión —ordenó Kender.

Adam obedeció. La máquina comenzó a funcionar y él, convertido en actor de cine, dio un paso atrás.

A los pocos momentos las máquinas fueron dejadas a un lado y todos ellos volvieron a ser cirujanos. Adam observó cómo cortaron el ganglio celiaco, inyectando fármacos para combatir el espasmo muscular y tratar de renovar la circulación sanguínea. Por supuesto, el intestino no podía operarse.

Le hicieron el honor de cerrarle el abdomen con suturas de alambre.

Terminada la operación, Adam y Spurgeon limpiaron con alcohol el campo operatorio. Al lavar la sangre con betadina reaparecieron lentamente las letras:

QUERIDO DIOS: POR FAVOR, LLEVA A ESTE HOMBRE AL CIELO… YA HA PASADO POR EL INFIERNO.

—Que se queden aquí dos hombres permanentemente para echarle una mano —estaba diciendo Kender.

Adam les ayudó a poner al paciente en la camilla y, quitándose la máscara de tela del rostro sudoroso, vio que el anestesista le apretaba la bolsa de aire para que respirase por ella, mientras se llevaban de allí al vegetal resucitado.

Había días en los que practicaba la cirugía de la vida. Las operaciones que realizaban eran para los vivos, procedimientos que harían sus vidas más fáciles, sus existencias más cómodas, exentas de dolor. Otros días practicaba la cirugía de la muerte y la desesperación, abriendo el envoltorio humano para poner al descubierto células enloquecidas y de una fealdad que sólo cabía tapar de nuevo y esconder, trabajando desesperadamente para coordinar el cerebro y las manos con la certidumbre de que lo mejor que podía él hacer era insuficiente para impedir grandes sufrimientos, y, finalmente, la muerte.

Y aquél era uno de estos días; lo sentía.

Tarde ya, Mr. Stratton fue traído a la sala de operaciones. Venía con él un hombre, indudablemente el abogado cuyo permiso había hecho falta para realizar la operación. El hombre llevaba un traje marrón arrugado; tenía el cuello de la camisa sucio y el nudo de la corbata era demasiado grueso. Su expresión era de fatiga y corría pareja con el sombrero, que tenía manchas en la badana del forro. No parecía un gran abogado, ciertamente. Se quedó en el pasillo, a la entrada de la sala de operaciones, hablando en voz baja con Mr. Stratton, hasta que Adam le dijo que se fuera, lo que él hizo al instante, tratando de no mostrar gratitud ante tal orden.

—Hola, Mr. Stratton —dijo Adam—. Vamos a cuidarle muy bien.

El paciente cerró los ojos y asintió.

Helena Manning, la residente de primer año, llegó seguida de Spurgeon Robinson. Adam decidió permitirle la experiencia de efectuar ella la amputación. Como sólo había una enfermera ayudante, le dijo a la profesional que ayudase, y a Spurgeon le preguntó si le importaría encargarse de la preparación. En el cuarto contiguo había otra buena noticia: el agua caliente no podía bregar con las viejísimas tuberías, y ahora, como solía ocurrir varias veces a la semana, con frecuencia durante una hora incluso, el grifo del agua caliente manaba agua fría como el hielo. Profiriendo maldiciones, los tres cirujanos, durante los diez minutos de rigor, se lavaron las manos y los brazos con aquel líquido helado, y luego, con las manos entumecidas en alto, se congregaron en la sala de operaciones.

La enfermera era relativamente nueva y, confesó, inquieta, que estaba nerviosa porque era la primera vez que se veía sola en aquella sala.

—No es nada, ya verá —dijo Adam, sombrío por dentro.

Spurgeon abrió la caja de instrumentos para la amputación y los preparó en hileras ordenadas y relucientes, con los ligamentos y las suturas bajo una toalla esterilizada, de modo que pudieran ser sacados uno a uno cuando se necesitaran. La residente se situó junto al paciente y, bajo la vigilancia del anestesista, comenzó a administrarle una inyección intraspiral.

Mr. Stratton gimió.

Helena Manning preparó la pierna y, ayudada por Adam, la cubrió con tela.

—¿Dónde? —preguntó Adam.

Con el dedo índice enguantado, ella marcó la ruta de la incisión, bajo la rodilla.

—De acuerdo. Haga una larga incisión anterior, y otra corta posterior en la piel. De modo que cuando cure y se le repliegue pueda apoyar el muñón con piel. Adelante.

Spurgeon le tendió el bisturí y comenzó luego a ayudar a Adam, que estaba conteniendo la sangre mientras ella cortaba. Trabajaban con gran concentración, hasta que la incisión quedó bordeada por diez o doce pinzas. Entonces pararon y sujetaron el reborde de piel, quitando las pinzas.

—La luz —dijo Helena a la enfermera.

La enfermera subió a un taburete y ajustó la lámpara. Al girar ésta en torno a su eje la cascada de fino polvillo que flotaba del techo descendía hacia la mesa de operaciones. Las lámparas de la sala de operaciones, como los relojes y el agua caliente de esas salas, eran restos del pasado, que vinculaban al Hospital General del condado de Suffolk a otra época.

Desde que Adam llegó de Georgia se estaba preguntando cómo era posible que respetables cirujanos universitarios pudieran gastar tanto tiempo y tanta paciencia limpiando, desinfectando y ocupándose de tantos otros detalles antisépticos, para luego, indiferentemente, bañar el campo de operaciones de polvo al ajustarse la lámpara del techo.

Helena no lo estaba haciendo bien, seccionaba demasiado bajo.

—No —le dijo él—, tiene que conseguir la línea áspera un poco más arriba. Si empuja el periostio hacia arriba se reosificará, dejando marca.

Ella volvió a cortar, esta vez más arriba, añadiendo minutos a la duración de la operación. Zumbaba el aparato de acondicionamiento de aire. El monitor mantenía su soñoliento bip-bip-bip. Adam sintió una suave sensación de somnolencia y tuvo que hacer un esfuerzo para concentrar la atención. Pensaba, anticipándose a las necesidades de la cirujana.

—Tráigame algo de alcohol absoluto —le dijo a la enfermera.

—Dios mío —dijo la chica, mirando, inquieta, a su alrededor—. ¿Y para qué lo quieren?

—Para inyectar en el nervio.

—Ah.

La residente había localizado la arteria femoral sujetándola. Ahora volvía la enfermera, a tiempo, con el alcohol. Helena había encontrado ya el nervio ciático- lo apretó, y lo ligó y le inyectó alcohol.

—Cera de huesos, por favor —dijo Adam.

—Ah.

Poniéndose a la altura del nuevo problema, la enfermera desapareció nuevamente.

Adam pasó la sierra a Helena. En este momento, con gran alegría por su parte, la médico se volvió mujer. No sabía asir la sierra. Cogiéndola con gran cuidado y dignidad, la pasó una y otra vez por el hueso. La hoja temblaba.

—Poca maña se da —le dijo él.

Ella le miró, con los dientes muy apretados, y con gran determinación, siguió serrando.

Volvió la enfermera.

—No tenemos cera de huesos.

—¿Y cómo enceran las suturas?

—Con aceite.

—Al diablo. Va a necesitar cera de huesos. Mire en Ortopedia, por favor.

Aquello era el final de sus cálidas relaciones profesionales, pero, así y todo, la enfermera obedeció. Pocos minutos después volvió con la cera.

—¿No había cera?

—Arriba no.

—Bueno, muchísimas gracias.

—De nada —dijo ella fríamente, y se fue.

Helena cosió bien la piel, demostrando la experiencia que había adquirido cosiendo vestidos para sus muñecas.

—Mr. Stratton —decía el anestesista—, ya puede despertar, Mr. Stratton.

El paciente abrió los ojos.

—Todo fue a las mil maravillas —le dijo Adam.

Mr. Stratton miró sorprendido el techo de la sala de operaciones, y sus ojos se entrecerraron, pensando sin duda en las delicias navideñas de no tener más que una pierna, mientras su esposa estaba en otro hospital, tan enferma que ni firmar un documento podía.

La enfermera había envuelto la pierna en dos sábanas.

Adam se volvió a vestir de blanco y la cogió, junto con el informe patológico de Helena, aguardó al ascensor y, cuando, por fin, llegó, se metió en él. El departamento de Patología estaba en el cuarto piso. En el primer piso entraron en el ascensor bastantes personas, y, mientras subían, Adam vio que una dama de mediana edad, el tipo de señora que habla como los niños a los perros de presa, estaba mirando el envoltorio que llevaba en brazos.

—¿Me deja mirar a la criatura? Sólo un poco —preguntó, alargando la mano hacia la parte superior de la sábana.

—De este niño me encargo yo, Wordswoorth.

—No —respondió Adam, dando rápidamente un paso hacia atrás—; podría despertarse.

Hasta el cuarto piso acarició tiernamente la pantorrilla de Mr. Stratton.

No sabía nada de Gaby. Telefoneó una y otra vez, y siempre era Susan Haskell quien se ponía al aparato, separándole de ella; ya le tenía verdadero odio.

Se sentía culpable por causa de Liz Meomartino, dándose cuenta de que la había utilizado en su sucio juego de rivalidad con su marido, exactamente igual que en otros tiempos había usado a la griega.

No quería volver a telefonearle, se decía a sí mismo, con alivio. Era un episodio indigno de él. No era una cualquiera, tenía educación, belleza, buen gusto, dinero, y era tan maravillosamente sensual…

—Sí —dijo la voz de Liz.

—Es Adam —dijo él, cerrando la portezuela de la cabina telefónica.

Hicieron la misma maniobra. Se vieron en el «Parlor», y anduvieron por entre la nieve sucia, hasta el «Regent». Adam pidió la misma habitación.

—¿Piensa quedarse mucho tiempo, señor? —preguntó el empleado.

—Sólo esta noche.

—Es que dentro de tres o cuatro horas vamos a estar completamente llenos. Una convención nacional de la Legión Norteamericana, que se reúne en el Auditorio del Memorial de la Guerra, al otro extremo de la calle. Pensé que sería mejor advertírselo, por si pensaba quedarse la habitación el resto de la semana.

Se abrió la puerta del lavabo de señoras y la vio salir de nuevo al vestíbulo.

¿Y por qué no? No tenía ninguna obligación de permanecer en el hospital cuando no estaba de servicio.

—Bueno, resérvemela para toda la semana —dijo.

Aquella tarde estuvieron acostados en la habitación 314, acompañados por una orquestación de gritos y risas procedentes de los hombres invisibles tocados con gorros azules y dorados, que se gritaban insultos y recados por los pasillos del hotel y tiraban botellas vacías y bolsas de plástico llenas de aire por el tubo de la ventilación.

—¿De qué color era antes? —preguntó él, acariciándole el pelo color pajizo.

—Negro —respondió ella, frunciendo el ceño.

—No debieras habértelo teñido.

Liz movió la cabeza.

—Calla. Es lo que siempre me está diciendo él.

—Eso no quiere decir necesariamente que no tenga razón. Deberías dejarlo de su color natural —dijo Adam, con suavidad—. Es tu único defecto.

—Tengo otros —dijo ella.

Y poco después añadió:

—No creía que me telefonearas.

En el vestíbulo se oía ruido de desfiles: estaban pasando lista a los reunidos. Adam, que estaba fumando, miró al techo.

—No pensaba hacerlo —dijo, encogiéndose de hombros—, pero no conseguí olvidarte.

—A mí me pasa lo mismo. He conocido a muchos hombres. ¿Te molesta eso? No —le tapó la boca con la punta de los dedos—, no contestes.

Adam besó los dedos.

—¿Has estado en México? —preguntó ella.

—No.

—Cuando yo tenía quince años, mi tío me llevó con él a un congreso médico —dijo—. En Cuernavaca. En las montañas. Casas de vistosos colores. Un clima maravilloso, y flores todo el año. Una plaza pequeña y bonita. Si no limpian las aceras, la policía les reconviene.

—No hay nieve —dijo él.

Fuera, nevaba.

—No. Está a muy poca distancia de Ciudad de México, sólo ochenta kilómetros solamente. Muy internacional, como París. Grandes hospitales. Mucha vida social. Un doctor norteamericano con talento puede ganar allí muchísimo dinero. Tengo dinero suficiente para comprarte cualquier tipo de clientela que te interese.

—¿Qué estás diciendo?

—Tú y yo y Miguel.

—¿Quién?

—Mi hijo.

—Estás loca.

—No. Mi hijo no te importaría. No podría dejarle.

—No… No es que me importe, es que es imposible.

—Prométeme que lo pensarás.

—Mira, Liz…

—Por favor. Piénsalo, nada más.

Adam jugaba: melones, moras, melocotón, almizcle.

—Te enseñaré el palacio de Cortés —dijo ella.

El domingo, temprano, Kender devolvió a la sala de operaciones el caso de peritonitis, y cuando lo reabrieron encontraron que las medidas que habían tomado el sábado por la mañana habían, evidentemente, estimulado la circulación. Suficiente tejido estaba ahora libre de gangrena para permitirles hacer una resección. Extrajeron la mayor parte del intestino delgado y parte también del grueso. Durante la operación el paciente durmió el sueño del comatoso permanente.

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