El Comite De La Muerte (39 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

—Mi mujer me ha dicho que estando enferma tuvo usted la bondad de tomarse muchas molestias por conseguirle un taxi.

Sus ojos eran desafiantes.

—Pues yo…

—Fue buena cosa que diera con usted. Quiero darle las gracias.

—¡Por Dios…!

—Estoy seguro de que ya no volverá a necesitar su ayuda.

Meomartino le saludó con un movimiento de cabeza y se fue, victorioso en cierto modo. Nunca había sentido Adam tanto rencor y al tiempo tanto respeto. « ¿Qué habría sido de su venganza?», se preguntó.

La cólera de Longwood no cayó sobre él. Adam trabajó mucho, sin apenas salir del hospital, pasando las horas libres en su cuarto o en los laboratorios de patología o de experimentación de animales. Heredó una serie de casos quirúrgicos, una apendicetomía, una extracción de vesícula biliar, varias gastrectomías, más injertos epidérmicos para Mr. Grigio.

Mrs. Bergstrom recibió un regalo de Navidad: un riñón. La penúltima noche de diciembre, una súbita tormenta dominguera descargó diez centímetros de limpia blancura sobre la sucia ciudad. Al otro lado del río, en Cambridge, el hijo de dieciséis años de un renombrado erudito, embrutecido por las drogas, robó un automóvil y, huyendo de la Policía que le perseguía en coche, con cuidado para no derrapar por la nieve, chocó contra una masa de cemento armado y murió instantáneamente. Sus afligidos padres, que sólo pidieron un anonimato protector contra la publicidad, hicieron donativo de las córneas del muchacho al Hospital de Ojos y Oídos de Massachusetts y de un riñón a los hospitales de Brigham y Adam discutió con Kender el difícil problema de qué dosis inmunosupresora había que administrar a Mrs. Bergstrom con el riñón nuevo.

Kender se decidió por ciento treinta miligramos de imurán.

—Su función renal es muy baja —dijo Adam, dubitativo—. ¿Por que no bastaría con cien miligramos?

—Le di noventa miligramos la última vez —respondió Kender— y el rechazo del riñón fue total. No quiero que vuelva a ocurrir.

La operaron después de medianoche, y el riñón estaba ya emitiendo orina cuando la sacaron de la sala de operaciones.

El día de Año Nuevo Adam estaba también en la sala de operaciones, preparándose para hacer una esplenectomía a uno de los conductores borrachos que habían tenido el buen sentido de romperse el brazo en plena carretera, a dos manzanas de distancia del hospital. Estaba esperando a Harry Lee, con las manos ya enguantadas cruzadas sobre el pecho, porque iba a ser su asistente. Norm Pomerantz aplicaría la anestesia general, que sería ligera, pero complicada, porque el paciente ya se había anestesiado a sí mismo a fuerza de alcohol.

En la sala de operaciones reinaba absoluto silencio.

—Son las doce, Adam —dijo Lee.

—Pues feliz Año Nuevo, Harry.

A la noche siguiente, inquieto por la dosis que Kender había administrado a Mrs. Bergstrom, pasó revista al programa, pero no halló en él nada tranquilizador, y acabó rindiéndose y quedándose dormido con la cabeza entre las manos. Soñó con la habitación 314 y con la mujer, y el recuerdo de ésta ofreciéndosele se fundía con otro, que iba volviéndose más sazonado, hasta verse haciendo el amor con Gaby, en lugar de un acto ritual con Liz Meomartino.

Cuando despertó se rió de sí mismo.

«En cierto modo —pensó—, había adquirido la experiencia de que el hombre que acabase conquistando a Gaby Pender no tendría que preocuparse cuando mandase a otro médico a su casa a recoger unas placas».

Pero, claro es, Gaby tenía otros problemas. Menos mal que se había quitado de encima a aquella pájara loca.

Una hora después fue al teléfono y marcó su número. Esperaba oír la voz de Susan Haskell, pero en su lugar oyó la de Gaby.

—¿Gaby?

—Sí.

—Soy Adam.

—Ah.

—¿Cómo estás?

—Bien. Bueno, no lo estuve durante algún tiempo, pero ahora ya estoy bien.

—¿De verdad? —preguntó él, pensativo.

—Sí.

—Pues yo no. Feliz Año Nuevo, Gaby.

—Feliz Año Nuevo, Adam.

—Gaby, yo…

—Adam…

Habían hablado al mismo tiempo, y ahora los dos aguardaron.

—Tengo que verte —dijo él.

—¿Cuándo?

—Esta noche trabajo. Escucha, ven al aparcamiento del hospital a las nueve. Si no aparezco a esa hora, espérame.

—¿Y por qué te crees que voy a ir corriendo en cuanto me lo mandes tú? —dijo ella, fríamente—. ¿Y encima esperar?

Adam sintió alarma, inquietud, arrepentimiento.

—Adam, tampoco yo estoy bien —explotó ella. Estaba riendo y llorando al mismo tiempo. Adam no conocía a ninguna otra chica capaz de hacer ambas cosas a la vez—. Iré, querido, querido Adam.

Y colgó.

L
IBRO
T
ERCERO

PRIMAVERA Y VERANO, SE CIERRA EL CÍRCULO

12

ADAM SILVERSTONE

Adam había hablado con Gaby serena y largamente sentados ambos en el «Plymouth azul», con el calentador en marcha, en el aparcamiento del hospital. Fuera, la nieve iba cayendo y el faro de las ambulancias pestañeaba ante ellos, hasta que una capa de nieve cubrió el parabrisas de tal manera que les aisló del resto del mundo.

—Fue todo culpa mía —dijo él—. No volverá a ocurrir nunca más.

—Casi acabaste conmigo. No podía siquiera hablar con ningún hombre.

Adam guardó silencio.

Pero había que hacer frente a otras cosas desagradables.

—Mi padre es alcohólico. En este momento parece no ir mal, pero ya otras veces se ha derrumbado y probablemente se volverá a derrumbar. Cuando esto ocurra necesitaré todo el dinero de que dispongo para cuidar de él. No puedo casarme hasta tener la posibilidad de ganar un poco de dinero.

—¿Y cuándo será eso?

—El año que viene.

Gaby no tendría nunca la impulsiva sensualidad de Liz, esto él lo sabía, pero, sin embargo, le atraía más. La quería mucho. Había puesto buen cuidado en no tocarla, y aun ahora seguía sin tocarla.

—No quiero esperar hasta el año que viene, Adam —dijo ella, con firmeza.

Adam pensó que seria conveniente hablar con alguien del departamento de Psiquiatría del Hospital, y entonces se acordó de Gerry Thornton, que había sido condiscípulo suyo en el Colegio Médico y ahora estaba en el Centro de Salud Mental de Massachusetts. Le telefoneó y estuvieron cinco minutos saludándose y contándose chismes sobre otros condiscípulos.

—Ah…, ¿querías algo? —preguntó, por fin, Thornton.

—Pues te diré —respondió Adam—. Una amiga mía, una amiga muy intima, tiene un problema, y pensé que no estaría de más hablar de esto con una persona que, además de haber sido psicoanalizada, es amigo de uno.

—La verdad es que todavía me faltan varios años de mi propio psicoanálisis —dijo Thornton, escrupuloso.

Y aguardó.

—Gerald, si estás muy ocupado no tenemos por qué vernos esta semana…

—Adam —le reprochó el otro—, si yo viniera a verte con apendicitis aguda, ¿me pedirías esperar a la semana que viene? ¿Qué te parece el jueves?

—¿Comemos juntos?

—Mejor en mi despacho —dijo Thornton.

—De modo que ya ves —dijo—; lo que me preocupa es la posibilidad de que nuestras relaciones la perjudiquen.

—Bueno, claro es que no conozco a la chica. Pero yo diría que se puede afirmar que si ella se siente seriamente comprometida mientras tú estás pasándolo bien, y perdona…

—No es ésa la cuestión. Lo que yo querría saber, so freudiano, es qué efecto puede tener una larga relación amorosa en una chica que sufre de lo que parece ser hipocondría.

—Ejem… Bueno, no puedo formular un diagnóstico por la misma razón que tú tampoco podrías saber, con sólo hablar por teléfono con él, si un paciente tiene carcinoma —Thornton cogió la bolsa del tabaco y se puso a llenarse la pipa—. ¿Dices que sus padres están divorciados?

Adam asintió.

—Lleva bastante tiempo separada de ellos.

—Eso podría influir, por supuesto. Estamos empezando a aprender algo, poco a poco, sobre enfermedades imaginarias. Algunos médicos han calculado que ocho de cada diez de sus pacientes les consultan por razones psicosomáticas. Su dolor es igual de real que el de los otros pacientes, claro, pero es la mente la que se lo causa, no el cuerpo —Encendió una cerilla y dio una chupada a la pipa—. ¿Has leído las poesías de Elizabeth Barrett Browning?

—Alguna.

—Pues fíjate en los versos que escribió a su perro, Ftuff.

—Me parece que el perro se llamaba Flush.

Thornton pareció molesto.

—Sí, justo, Flush.

Se dirigió a una estantería y sacó un libro que hojeó.

—Aquí está.

Pero de ti se dirá que vigilaste

la cama dia y noche

sin descanso, en una alcoba

cerrada sin sol que rompiera

el cerco en torno al enfermo

solo.

»Todo parece indicar que durante cuarenta años esta mujer fue un caso clásico de hipocondría. En realidad, una inválida, tan grave que tenía que ser bajada y subida en brazos por las escaleras. Entonces fue Robert Browning y se enamoró primero del espíritu de su poesía y después de ella, entrando como un bólido en la fortaleza del viejo Barrett, en la calle de Wimpole. Resultado: a la hipocondría se la llevó el viento, o quizá fuera la noche nupcial quien se la llevó, no lo sé. Elizabeth tuvo un hijo con Robert cuando ya contaba cuarenta años. ¿Cómo se llama tu amiga? —preguntó bruscamente.

—Gaby, Gabrielle.

—Bonito nombre. ¿Y cómo se encuentra ahora?

—Ahora bien, sin síntomas.

—¿Ha sido psicoanalizada?

—No.

—La gente con inquietudes, como ella, puede ser tratada perfectamente, ¿sabes? —¿Quieres verla tú?

—No, yo no. Creo que sería mejor que la viera un sujeto muy brillante que hay en el «Beth Israel» y que está medio especializado en hipocondríacos. Dime si ella quiere, y lo arreglaré.

Adam le dio la mano.

—Gracias, Gerry.

Gerald, acabarás hecho un pedante, profetizó al salir del despacho entre el humo de la pipa. Luego sonrió. Sin duda, Thornton toleraría pacientemente esta observación, calificándola de «transferencia negativa».

Gaby veía con frecuencia a Dorothy. Se cogieron simpatía desde el principio, y a menudo, cuando Adam y Spurgeon estaban de servicio, las dos chicas se visitaban. Fue Dorothy quien llevó a Gaby al vecindario de la colina de Beacon donde encontró el apartamento.

—Mi hermana vive cerca de aquí —dijo Dorothy—, mi hermana Janet.

—¿Sí? ¿Vamos a verla?

—No, no nos llevamos bien.

Gaby notó que Dorothy estaba preocupada y no hizo más preguntas. Dos días después, yendo con Adam a la colina de Beacon, la emoción le había hecho olvidar por completo el incidente.

—¿A dónde me llevas? —preguntó Adam.

—Ya verás.

El sobredorado de la Casa del Estado parecía, al sol matinal, un arbusto ardiente, pero sin dar calor. Un momento después ella le cogió de la mano y le sacó de los vientos del espacio abierto hacia el relativo refugio de la calle de Joy.

—¿Queda mucho? —preguntó él.

Su aliento se condensaba en el aire helado.

—Ya verás —repitió ella.

Gaby se había puesto una chaqueta roja de esquiar y pantalones elásticos azules que ceñían lo que él, la noche anterior, acariciándola, había llamado la zona glútea más bonita que jamás había sido vista dentro o fuera de una sala de operaciones quirúrgicas. Llevaba también gorro azul de esquiar, de lana, con una borla blanca de la que Adam tiró, a mitad de la cuesta de Beacon, para que se detuviera.

—No me muevo. No doy otro paso hasta que me digas a dónde vamos.

—Por favor, Adam, ya casi hemos llegado.

—Júralo eróticamente.

En la calle de Phillips ya habían dado casi la vuelta a la manzana cuando se detuvieron ante un edificio de apartamentos de cuatro pisos con paredes agrietadas.

—Cuidado con los escalones —dijo ella, indicando la entrada descendente.

—Esto es suicida —murmuró Adam.

Los escalones de cemento estaban cubiertos por casi diez centímetros de hielo sucio, sobre el que había que andar con mucho cuidado. Al llegar al fondo, Gaby sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta.

La única ventana dejaba pasar muy poca luz al cuarto.

—Espera un momento —dijo ella apresuradamente, encendiendo las tres luces al tiempo.

Era una especie de estudio. El papel de las paredes había sido pintado de un marrón demasiado oscuro para tan débil iluminación. Bajo el polvo que cubría el suelo había un piso de asfalto color ladrillo, agrietado en algunos sitios. Había también un sofá relativamente nuevo, que indudablemente se podía convertir en cama, una silla demasiado mullida, tapizada de damasco desvaído, y otra que había sido salvada de un juego de muebles de mimbre de jardín.

Gaby se quitó los guantes y se mordió el dedo gordo. Adam había notado este ademán característico suyo, indicio de que estaba nerviosa.

—Bueno, ¿qué te parece?

Adam le sacó el dedo de la boca.

—¿Qué me parece qué?

—Le dije a la patrona que a las diez le daría una respuesta si me interesa alquilarlo.

—Es un sótano.

—Un piso bajo.

—Hasta el suelo está sucio.

—Lo lavaré y enceraré hasta que reluzca.

—Gaby, ¿hablas en serio? No es ni la mitad de bonito que tu piso de Cambridge.

—Además de esta alcoba-cuarto de estar hay un baño y una cocina. Míralo.

—No me vas a decir que a Susan Haskell le va a gustar este sitio más que donde vive ahora.

—Susan Haskell no va a vivir aquí.

Adam lo pensó un momento.

—¿No?

—Viviremos nosotros. Tú y yo.

Se miraron.

—Cuesta setenta y cinco dólares al mes. Me parece barato, Adam —dijo ella.

—Si, desde luego —convino Adam—. Lo es.

La cogió por la cintura.

—Gaby, ¿estás segura de que es esto lo que quieres?

—Completamente. A menos que no quieras tú.

—Pintaré las paredes —dijo él al cabo de un momento.

—Son feas, pero la situación es estupenda. La estación del «elevado» está a sólo dos manzanas de distancia —dijo Gaby—, y también la cárcel de la calle de Charles. La patrona me dijo que en tres minutos justos se puede ir de aquí al apartamento de la calle de Bowdoin, donde solía vivir Jack Kennedy.

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