Authors: Dai Sijie
(¿Cómo hacer desaparecer los restos del juez Di? Las típicas escenas de película se atropellan en la mente de Muo, el instigador del crimen. Primero surge la imagen de un pesado cuerpo que rompe la ondulada superficie del agua y se hunde lentamente hasta el fondo, donde la cuerda con la que está atado se desanuda. Los faldones de la guerrera del juez de la República hinchan y su vientre se dilata como un globo. Sus pies siguen agitándose, por reflejo, para acabar aquietándose, inmovilizándose; uno de los zapatos se sale del pie y aterriza en el cieno. Hierbas de color verde oscuro, hojas, desechos, desperdicios y trozos podridos de corteza se agitan y se alzan como una bandada de nubes negras. Arrastrado por la corriente el juez Di adopta una pose inflexible de maniquí de madera flota con los largos y rígidos brazos extendidos en cruz se dirige hacia uno de los pilares del puente que atraviesa el río. Un pilar de hormigón cuyo tajamar pondrá fin a esa trayectoria delirante y a la vida del ex tirador de élite loco por el
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. El choque que dislocará ese cuerpo pecador es inminente, pero, en el último momento, un remolino atrapa el cadáver, que empieza a girar como una hoja seca en el ojo de un huracán. No, semejante verdugo, hombre con las manos tan manchadas de sangre, no se merece ese funeral acuático, que los tibetanos practican desde hace siglos, como no se merece el agua del Yangtse, de la que ascienden las plegarias más antiguas del mundo, «con acentos enlazados de dos en dos, olas emparejadas con verbos». ¿Quién escribió eso? ¿Joyce? ¿Valéry? ¿He citado correctamente de memoria?)
—Circulaba detrás de un camión, por un camino que tomo todos los días desde hace más de veinte años y, sin embargo, tenía la sensación de estar entrando en una ciudad desconocida, sin saber si podría encontrar el camino de regreso. Cruzamos el mercado al aire libre, con sus carniceros descuartizando reses... Las hojas de los cuchillos brillaban bajo las bombillas desnudas, que oscilaban encima de sus cabezas. Al verlos, empecé a sentir los primeros síntomas de la jaqueca. Parecían envueltos en un halo de un amarillo pálido e irreal. Pasamos junto a la tapia del Conservatorio. Detrás del muro y de los árboles, alguien, seguramente un estudiante, tocaba el piano en uno de los edificios de ladrillos grises. «¡Es precioso!», exclamó el sexto secretario del juez Di, añadiendo que se trataba de la Sonata nº 29 de Beethoven. Por primera vez, me impresionó favorablemente. Estaba tan contento de poder exhibir sus conocimientos musicales que empezó a hablarme de sus años en Estados Unidos, donde pasaba las noches de insomnio oyendo la radio. Se enamoró del jazz y luego del piano. Le dije que tenía buen gusto. Él me dio las gracias y me hizo una confesión: en Estados Unidos se convirtió al cristianismo. Me dije: «Este tío que me escolta como un policía escolta a un preso al tribunal o al lugar de ejecución es cristiano.» No podía creérmelo. Sentí pena por él. Me contó que en Estados Unidos le habían salido hemorroides y que ahora eran incurables. Se le han extendido por los intestinos y a veces explotan y sangran como si tuviera la regla. Y aquí, en nuestra ciudad, aún le causan más problemas. Como los episodios de crisis son imprevisibles, no puede participar en las maratonianas partidas de
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de sus superiores, que a veces duran varios días con sus noches. Nunca ha podido entrar en el círculo íntimo del juez Di, que elige a sus colaboradores entre sus compañeros de partida. Profesionalmente, lo tiene crudo.
»Dejamos atrás la fábrica y tomamos el camino que lleva al puente de la Puerta del Sur. Ya no tiene tantas piedras como en la época en que mi marido iba a buscarme para llevarme a casa en bicicleta. Pasamos por delante de los urinarios públicos. ¿Recuerdas que te hablé de ellos por teléfono? Ya no es una pequeña caseta, sino una construcción con cubierta de tejas y paredes de azulejos blancos. No sabes cómo odio esos grotescos urinarios... Allí fue donde oí la palabra “homosexual” por primera vez y por feos y apestosos que sean, están ligados a él y a mí. Forman parte de mi vida. A veces pienso que, después de muerto, tiene citas amorosas, no sé dónde. De pronto me dio por preguntarle a mi escolta, que se llama Li: “Li, tu, que eres cristiano, ¿habrás estudiado la Biblia y todo eso?» ¿Qué quieres decir con ‘todo eso’?”, replicó él. “cosas como lo del Cielo —le contesté—. ¿Has reflexionado sobre eso?” “¿Sobre qué voy a reflexionar?” “¿Tú dirías que en el Cielo hay urinarios? Más bonitos, claro... “Me interrumpió bruscamente: “¿Tú crees que tengo tiempo para pensar en gilipolleces como ésa, joder?” Parecía enfadado así que lo dejé correr. Seguí conduciendo con las dos manos en el volante, concentrada. Pero, delante del Parque del Pueblo, me dijo: “Mira, yo soy jurista y me gusta usar palabras claras. Lo que mea y caga es tu cuerpo. Y, después de la muerte, tu cuerpo no va a ninguna parte. Lo único que va al Cielo es el alma. Y las almas, que viven rodeadas de ángeles, ni mean ni cagan. Así que no necesitan urinarios.”“¿Y en el Infierno?”, insistí. Respondió que no lo sabía. Durante un rato, no dijimos nada más. Al llegar al centro, me detuve un momento para comprar algo de beber. Cuando regresé a la furgoneta y volví a arrancar, de buenas a primeras, como si siguiera dándole vueltas en la cabeza a mi pregunta, me soltó: “En la Ciudad Prohibida, en Pekín, no tenían urinarios.” Me cogió desprevenida. “¿Ah, no?” “No. ¿Has estado allí? Entonces no los habrás visto ni en la zona del palacio reservada a la administración, ni en el patio interior del emperador, la emperatriz y las concubinas, ni en las casas de los eunucos. No hay urinarios en ninguna parte. Pues así es el Cielo.” “Entonces —dije yo—, ¿dónde hacían sus necesidades? ¿En cubos?” Él volvió a enfadarse. “¡Joder! ¡Un cubo es un cubo, no un urinario!”
(La mano derecha de Muo sostiene el auricular, mientras la izquierda busca el lugar exacto de su espalda donde apuntará el tirador de élite para dispararle una bala al corazón. Da por sentado que su doble crimen de corruptor e instigador del asesinato de un juez le costará la pena capital. Una apacible mañana, el pelotón de ejecución lo llevará hasta el pie de la Colina del Molino, al descampado en el que ya ha estado, quizá no por casualidad. Habrá un hoyo cavado el día anterior por dos soldados pertenecientes al último nivel de la escala. Lo harán arrodillarse y lo atarán con gruesas cuerdas de espaldas al tirador, que le apuntará al cuadradito entre el índice y el dedo medio a través de una mira. « ¿Te mearás en el pantalón, como el director de cine ruso?», se pregunta Muo mientras se recorre la espalda con la punta de los dedos y se toca el omoplato izquierdo. Una paletilla triangular, delgada, puntiaguda y huesuda. Se da unos golpecitos con el dedo en la columna vertebral. Se palpa el cuerpo en busca del punto fatídico. ¿Explotarán los huesos del tórax en el instante en que la bala lo atraviese? La bala asesina, despiadada, popularmente conocida como «cacahuete». ¿Por qué? ¿Porque tiene una forma parecida? De pronto piensa que hay que pagarla. Siendo joven, oyó decir que se la cobraban a la familia del muerto. Condición
sine qua non
para tener derecho a recuperar el cuerpo del fusilado. Si el susodicho tenía la suerte de morir del primer disparo, la familia sólo pagaba una bala, es decir, en aquella época, setenta fens en Chengdu, un yuan en Pekín y un yuan veinte en Shanghai. Hoy, con lo que ha subido la vida, una bala puede alcanzar fácilmente los diez o veinte yuans. «¡Dios mío! —se dice Muo—. ¿Tendrán mis pobres padres, a su edad, que atravesar la ciudad y presentarse en la Colina del Molino después de que me hayan fusilado para pagar los gastos de la ejecución? ¡Qué horror! ¡Eso jamás!»)
—¿Nunca has estado en casa del juez Di? Está bastante lejos. A diez kilómetros de Chengdu, en dirección oeste hacia Wenjiang. Se va bordeando el Yangtse hasta el Lago de las Espadas, ya sabes, el lago artificial en forma de anillos olímpicos que sirve de pantano para la región. La carretera es estrecha, pero está impecable. Asciendes hasta una colina arbolada y atraviesas un barrio de nuevos ricos, con casas de estilo occidental, grandes terrazas, porches luminosos, largas arcadas, estatuas en el césped, fluentes, tejados en pendiente y torres bulbosas, a imitación de los campanarios rusos. A cual más vulgar y más kitsch. Un horror. Volvía a tener la sensación de estar soñando. Estuve a punto de dar media vuelta muchas veces; me sentía mal, la jaqueca iba en aumento y se me extendía desde el cuello a las sienes. Todavía no había explotado, pero temía que acabara haciéndolo.
»El chalet del juez está en el centro de la colina, detrás de un muro de dos metros de altura. Nos detuvimos ante el portón y el secretario bajó de la furgoneta para llamar por el interfono. Se encendió un foco, y el haz de luz me deslumbró. La puerta metálica se abrió pesada, casi teatralmente.
»Al principio, no vi la casa. Le pregunté a mi escolta si era de estilo occidental. Me respondió que era un chalet de dos pisos. Avanzamos con la furgoneta por un sendero que estaba a oscuras, entramos en un bosquecillo de bambúes, giramos, torcimos y volvimos a girar casi en ángulo recto. No había iluminación. De pronto, a la luz de los faros, vi una forma, un animal extraño, fantasmagórico, que se parecía a un dragón o a una serpiente tropical, con una cabeza aplastada que se meneaba a un metro del suelo. Me pareció que abría las fauces y enseñaba unos dientes de sierra, y solté un grito de terror. Mi escolta se echó a reír y me dijo que era un crisantemo que le habían regalado al juez, tan valioso que hacían falta cuatro jardineros para cuidarlo permanentemente, podarlo y regarlo con un agua especial, cuya composición era secreta, con el único fin de mantener su forma de dragón. Era una flor que no tenía precio. Me apeé para verla de cerca. Era realmente un crisantemo, pero con las hojas inusualmente anchas y los pétalos curvados sobre sí mismos, formando una espiral de escamas. Los toqué con la punta de los dedos, y me dejaron las manos perfumadas. Al lado había otras plantas de la misma especie, una en forma de caballo y otras, menos fáciles de identificar.
»Tras tomar otra curva, el secretario me dijo que estábamos pasando por el jardín de las peonías. La luz de los faros atravesaba unos setos bajos de bambú, pero como no es la estación no se veía gran cosa. La segunda vez que me quedé sin respiración fue cuando atravesamos el jardín de los bonsáis. Daban un poco de aprensión. No te puedes imaginar la cantidad que había; cubrían toda una pendiente dividida en terrazas. Plantas retorcidas, encanijadas, que parecían cuerpos torturados, con escamas salientes y erizadas de espinas. Me recordaron esos fetos monstruosos que los científicos conservan en tarros. A algunos los habían esculpido hasta darles formas perfectamente simétricas. No hay cosa que me horrorice más que la naturaleza que ya no tiene nada de natural. Esa vez no me dieron ganas de bajar. Al contrario, aceleré. Pero aquellas plantas enanas estaban por todas partes, no había manera de librarse de ellas: tejos retorcidos en forma de vasijas y liras; acónitos cubiertos de espinas venenosas; higueras chumbas diminutas, cuyas palas se inclinaban hacia la tierra, echaban raíces y daban otra higuera; olmos de negras ramas; incluso vi un minúsculo papayo, cuyo tronco, en forma de columna cargada de diminutos melones verdes, carecía de ramas pero acababa en una corona de manojos de hojas que le daba aspecto de paraguas. Y también sóforas tilos, tulipanes claveros y girasoles ridículamente canijos. Los más fáciles de reconocer erar los cipreses, porque, por pequeños que sean, conservan siempre su forma de huso. Había muchas especies cuyo nombre desconozco. Algunas habían sufrido una transformación demasiado radical. Por ejemplo, creí reconocer un haya, porque tenía la corteza gris, pero no estoy segura de que lo fuera. Y lo mismo puedo decir de los que parecían magnolias, azufaifos, acebos o robles Ver des.
»Al fin, apareció el chalet del juez, recortado sobre la negrura del cielo. Creía que habíamos escapado de la emboscada de los bonsáis, pero vi unos alerces enanos que descendían por una pendiente como una tribu de salvajes tocados con penachos de hojas verdes. Bajé la ventanilla. El aire estaba saturado del olor a resina e incienso. De pronto, ocurrió algo inesperado. Un policía de uniforme surgió de la oscuridad y nos cerró el paso. Para gran sorpresa de mi escolta, nos indicó que aparcáramos en un recodo y nos apeáramos de la furgoneta. Tras un momento de desconcierto, el secretario del juez Di montó en cólera, sacó del bolsillo su documentación y la agitó ante los ojos del policía. El agente acabó cediendo y le permitió, sólo a él, acercarse a la casa a pie.
»Yo no estaba nada molesta por el imprevisto. Me quedé sentada al volante, como quien llega a una cita antes de hora. A través del parabrisas, contemplé la casa que iba a cambiar mi vida y poner fin a mi virginidad. Se alzaba al otro lado de un estanque cubierto de nenúfares y era un edificio de ladrillos, mezcla del estilo occidental y el chino, con plantas que formaban un dosel en torno a la puerta principal, trepaban por la fachada e invadían la galería de arcos del piso superior. A través del encañado, se veían grandes ventanas abiertas, iluminadas con farolillos rojos de forma cilíndrica, como si se celebrara una gran fiesta. De vez en cuando, una silueta surgía en el hueco de la ventana, desaparecía y volvía a aparecer en la siguiente habitación.
»Como el secretario del juez tardaba en volver, bajé de la furgoneta con lentitud calculada, casi penosa. El policía me miraba sin decir nada. Empecé a dar vueltas alrededor del vehículo. Las piñas de los pinos crujían bajo mis pies, y también las vainas de retama, abiertas desde Dios sabe cuándo. Me acerqué a un bosquecillo de eucaliptos porque me encanta su olor, sobre todo cuando se mezcla con el de la retama y huele a almendra amarga.
»Volví a mirar hacia los farolillos rojos del chalet y de nuevo vi a gente que corría de una habitación a otra. Parecían nerviosos. Hablaban haciendo aspavientos, pero la pantalla de enredaderas y la distancia ahogaban sus voces. Empecé a darle vueltas a aquel detalle, como solemos hacer en momentos de nuestra vida en los que presentimos un peligro vago, una amenaza, que el miedo cambia de campo. Mi jaqueca había desaparecido. En ese momento, otro vehículo se acercó por el sendero. Lo oí frenar, obedeciendo a la orden del policía. Era una ambulancia; el faro giraba y el haz de luz barría los troncos de los árboles. Al cabo de unos instantes, mi escolta, el secretario del juez, se acercó corriendo. Di había muerto. Se había pasado tres días y tres noches jugando al
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, pero se había quedado con ganas de seguir jugando. Así que había reunido a su personal y había echado otras cinco partidas; pero, antes de empezar la siguiente, había caído del sillón, fulminado.