El Demonio y la señorita Prym (18 page)

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Authors: Paulo Coelho

Tags: #Novela

Sin solemnidad. En el cumplimiento del deber, como buenos soldados que defendían a su pueblo.

Sin dudas. Era una orden y debían obedecerla.

Pero, de repente, el alcalde no sólo comprendió el silencio del sacerdote, sino que tuvo la certeza de estar cayendo en una trampa. A partir de entonces, si alguna vez se filtraba el asunto, todos podrían decir lo mismo que los asesinos de guerra: que estaban cumpliendo órdenes. ¿Qué estaba pasando en el corazón de aquellas personas?

¿Lo consideraban un canalla o un salvador?

No podía flaquear, precisamente en el momento en que oyó el chasquido de las escopetas desdoblándose, el cañón encajando perfectamente en la culata. Se imaginó el estruendo que harían las 17 4 armas, pero, antes de que alguien tuviera tiempo de subir a ver lo que había pasado, ellos ya estarían lejos; poco antes de iniciar el ascenso, había dado orden de apagar todas las linternas en el camino de vuelta.

Se sabían de memoria el camino, la luz sólo era necesaria para evitar accidentes a la hora de disparar.

Instintivamente, las mujeres se echaron atrás los hombres apuntaron en dirección al cuerpo inerte, que distaba unos cincuenta metros. No podían fallar; desde pequeños les habían enseñado a disparar a animales en movimiento y a pájaros en pleno vuelo.

El alcalde se preparó para dar la orden de disparar.

—¡Un momento! —gritó una voz de mujer.

Era la señorita Prym.

—¿Y el oro? ¿Han visto el oro?

Bajaron las escopetas, pero aún seguían amartilladas: no, nadie lo había visto. Todos se volvieron hacia el extranjero.

Este se acercó, lentamente, hasta situarse delante de las armas. Puso su mochila en el suelo y empezó a sacar, uno a uno, los lingotes de oro. —Aquí lo tienen —dijo, y volvió al lugar que ocupaba en uno de los extremos del semicírculo.

La señorita Prym fue hasta donde estaban los lingotes y cogió uno.

—Es oro —dijo —. Pero quiero que se aseguren de ello. Que vengan nueve mujeres y que cada una examine los demás lingotes que están en el suelo.

El alcalde empezaba a estar inquieto, las mujeres deberían situarse en la línea de fuego y los nervios podían hacer que alguna arma se disparase accidentalmente; pero nueve mujeres —inclusive la suya — se acercaron a donde estaba la señorita Prym e hicieron lo que les había pedido. —Sí, es oro —afirmó la mujer del alcalde, estudiando con cuidado lo que tenía entre manos y comparándolo con las pocas joyas que poseía —.

Tiene un sello del gobierno, un número que debe indicar la serie, la fecha en que fue fundido y el peso. No nos ha engañado.

—Pues bien, no dejen de sujetar los lingotes mientras escuchan lo que tengo que decirles.

—No es hora de discursos, señorita Prym —dijo el alcalde —. Salga de ahí, para que podamos terminar con este asunto.

—¡Cállate, idiota!

El grito de Chantal los asustó a todos. parecía imposible que nadie, en Viscos, se atreviera a decir lo que acababan de oír.

—¿Te has vuelto loca?

—¡Cállate! —gritó ella, con más fuerza, temblando de la cabeza a los pies, con los ojos desorbitados por el odio —. ¡El loco eres tú, que has caído en esta trampa que nos arrastra hacia la maldición y la muerte! ¡Eres un irresponsable!

El alcalde avanzó hacia ella pero dos hombres lo sujetaron.

—¡Queremos escuchar a la chica! —gritó una voz entre el gentío —. ¿Qué importa esperar diez minutos?

Diez minutos —o cinco — representaban una gran diferencia y todos los presentes, hombres o mujeres, lo sabían de sobras. A medida que se enfrentaban con la escena, el miedo aumentaba, el sentimiento de culpa se extendía, la vergüenza se iba apoderando de ellos, les temblaban las manos y todos querían una excusa para cambiar de idea.

Mientras subían, estaban convencidos de que su arma estaba cargada con munición de fogueo y que después habría terminado todo; pero ahora les daba miedo que del cañón de su escopeta salieran los proyectiles auténticos y que el fantasma de aquella vieja —que tenía fama de bruja — se les apareciera por las noches.

O que alguien se fuera de la lengua. O que el cura no hubiera hecho lo prometido y que todos fueran culpables.

—Cinco minutos —dijo el alcalde, haciendo todo lo posible para que los demás creyeran que le estaba dando permiso, cuando, en realidad, la chica había conseguido imponer sus reglas.

—¡Hablaré cuanto quiera! —dijo Chantal, que parecía haber recuperado la calma, no estaba dispuesta a ceder ni un centímetro y hablaba con una autoridad nunca vista —. Pero no será mucho. Es curioso observar lo que está sucediendo porque todos nosotros sabemos que, en tiempos de Ahab, solían pasar por el pueblo unos hombres que aseguraban tener unos polvos mágicos que transformaban el plomo en oro. Se llamaban a sí mismos alquimistas y, por lo menos uno de ellos, demostró que decía la verdad, cuando Ahab lo amenazó de muerte.

»Hoy, ustedes quieren hacer lo mismo: mezclar el plomo con la sangre, convencidos de que se transformará en este oro que tenemos en las manos.

Por un lado, tienen toda la razón. Por el otro, el oro se les escapará de las manos con la misma rapidez con que llegó a ellas.

El extranjero no entendía nada de lo que decía la chica, pero deseaba que siguiera hablando porque sentía que en un rincón oscuro de su alma la luz olvidada volvía a brillar.

—En la escuela todos aprendimos la famosa leyenda del rey Midas. Un hombre que se encontró con un dios, y el dios le concedió un deseo. Midas ya era muy rico, pero quería más dinero, y le pidió la facultad de transformar en oro todo lo que tocase.

»Permítanme que les recuerde lo que le sucedió: primero, Midas transformó en oro sus muebles, su palacio y todo lo que lo rodeaba. Trabajó una mañana entera y consiguió tener un jardín de oro, árboles de oro, escalinatas de oro. Al mediodía sintió hambre y quiso comer. Pero cuando tocó la suculenta pierna de cordero que le habían preparado sus sirvientes, ésta también se transformó en oro. Levantó un vaso de vino y se transformó en oro al instante. Desesperado, fue a pedir ayuda a su mujer porque se dio cuenta de la equivocación que había cometido; cuando le tocó el brazo, la transformó en una estatua dorada.

»Los sirvientes salieron huyendo de allí, por miedo a que les sucediera lo mismo. En menos de una semana, Midas había muerto de hambre y de sed, rodeado de oro por todas partes.

—¿Por qué nos has contado esta historia? —le preguntó la mujer del alcalde, quien dejó el lingote en el suelo y volvió junto a su marido —.

¿Acaso ha venido algún dios a Viscos y nos ha concedido ese poder?

—Se las he contado por una razón muy simple: el

oro, en sí mismo, no vale nada. Absolutamente nada.

No podemos comerlo ni beberlo ni usarlo para comprar más ganado o tierras. Lo que vale es el dinero. ¿Cómo vamos a transformar este oro en dinero?

»Podemos hacer dos cosas: la primera, pedir al herrero que funda los lingotes, los divida en 280 pedazos iguales y cada uno irá a la ciudad a cambiarlo. Inmediatamente, despertaremos las sospechas de las autoridades, porque no hay oro en este valle, y resultará muy extraño que todos los habitantes de Viscos aparezcan con un pequeño lingote. Las autoridades desconfiarán. Nosotros diremos que encontramos un antiguo tesoro celta.

Una rápida investigación demostrará que el oro está recién fundido, que ya hicieron excavaciones aquí, que los celtas no poseían cantidades tan grandes de oro o habrían erigido una ciudad grande y lujosa en esta zona.

—¡Eres una ignorante! —dijo el terrateniente —.

Llevaremos los lingotes al banco tal como están, con el sello del gobierno incluido. Los cambiaremos y repartiremos el dinero entre todos nosotros.

—Esa es la segunda cosa. El alcalde coge los diez lingotes, los lleva al banco y pide que se los cambien por dinero. El cajero no le hará las preguntas que haría si todos nosotros, de uno en uno, nos presentáramos en el banco con un lingote; como el alcalde es una autoridad, sólo le pedirá el certificado de compra del oro. El alcalde dirá que no lo tiene pero que —tal como dice su mujer — tiene el sello del gobierno y es auténtico. En él consta la fecha y el peso.

»Para aquel entonces, el hombre que nos habrá dado el oro estará muy lejos de aquí. El cajero dirá que necesita un cierto tiempo, ya que, a pesar de que conoce al alcalde y sabe que es una persona honesta, necesita una autorización para entregar una cantidad tan grande de dinero. Empezarán a preguntar de dónde ha salido el oro. El alcalde dirá que nos lo ha regalado un extranjero; al fin y al cabo, nuestro alcalde es inteligente y encuentra respuestas para todo.

»Después de que el cajero hable con el director del banco, éste, que aunque no sospeche nada, no deja de ser un asalariado que no quiere correr riesgos innecesarios, llamará a la central del banco. Allí, nadie conoce al alcalde, y retirar una cantidad tan grande siempre resulta sospechoso; por lo tanto, le pedirán que espere un par de días, mientras investigan el origen de los lingotes. Y ¿qué descubrirán? Que el oro es producto de un robo. O que fue comprado por un grupo sospechoso de narcotráfico.

Chantal hizo una pausa. Ahora, todos compartían el miedo que ella había sentido la primera vez que tuvo su lingote entre las manos. La historia de un hombre es la historia de la humanidad.

—Porque este oro tiene número de serie. Y fecha. Es muy fácil de identificar.

Todos miraron en dirección al extranjero, que se mantenía impasible.

—No sirve de nada preguntárselo —dijo Chantal —. Tendríamos que confiar en que nos está diciendo la verdad, y un hombre que pide que se cometa un crimen no merece ninguna confianza.

—Podemos retenerlo aquí, hasta que hayamos cambiado el metal por dinero —sugirió el herrero.

El extranjero hizo un gesto con la cabeza en dirección a la dueña del hotel.

—Es intocable. Debe tener amigos muy poderosos.

En mi presencia, telefoneó a varias personas y reservó pasajes; si desaparece, sabrán que ha sido secuestrado, y vendrán a buscarlo a Viscos.

Chantal dejó su lingote de oro en el suelo y salió de la línea de fuego. Las otras mujeres la imitaron.

—Pueden disparar, si quieren. Pero yo sé que esto es una trampa del extranjero y no pienso ser cómplice en este crimen.

—¡Tú no sabes nada de nada! —exclamó el terrateniente. —Si tengo razón, dentro de poco el alcalde estará entre rejas, y mandarán investigadores a Viscos para averiguar a quién robó el tesoro.

Alguien tendrá que dar explicaciones y ese alguien no seré yo, por supuesto.

»Pero les prometo que callaré; sólo diré que no sé qué pasó. Además, todos conocemos al alcalde, al contrario del extranjero, que mañana se irá de Viscos. Es posible que asuma toda la culpa y diga que robó a un hombre que pasó una semana en el pueblo. Todos le consideraremos un héroe, el crimen jamás será descubierto y seguiremos adelante con nuestras vidas, pero, de una manera o de otra, sin el oro.

—¡Claro que asumiré la culpa! —exclamó el alcalde, que tenía muy claro que todo aquello era una invención de aquella chalada.

Pero oyó el primer chasquido de una escopeta que volvía a doblarse.

—¡Confíen en mí! —gritó el alcalde —. ¡Acepto el riesgo!

Pero, por toda respuesta, oyó otro chasquido, y otro, y los chasquidos parecían contagiarse unos a otros, hasta que casi todas las escopetas estuvieron dobladas; ¿desde cuándo se puede uno fiar de las promesas de los políticos? Sólo las escopetas del alcalde y del sacerdote permanecían listas para disparar; una apuntaba a la señorita Prym, la otra, al cuerpo de Berta. Pero el leñador —el mismo que antes había calculado la cantidad de perdigones que atravesarían el cuerpo de la vieja — se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, se acercó a ellos, y les arrancó las escopetas de las manos: el alcalde no estaba tan loco como para cometer un crimen por venganza y el sacerdote no tenía experiencia con las armas y, posiblemente, fallaría el tiro.

La señorita Prym tenía razón: creer en los demás es muy arriesgado. De repente, parecía que todos se habían dado cuenta de ello, porque empezaron a abandonar aquel lugar, primero, los mayores, después, los más jóvenes.

Bajaron por la cuesta, en silencio, intentando pensar en el tiempo, en las ovejas que tenían que trasquilar, en el campo que debían arar de nuevo, en la temporada de caza que estaba a punto de empezar. Aquello no había sucedido, porque Viscos es una aldea perdida en el tiempo, en donde todos los días son iguales.

Cada uno se decía a sí mismo que aquel fin de semana sólo había sido un sueño.

O una pesadilla.

En el claro, sólo permanecieron tres personas y dos farolillos; una de las tres personas dormía atada a una piedra.

—Aquí tienes el oro de tu aldea —dijo el extranjero a Chantal —. Al final, me quedo sin el oro y sin mi respuesta.

—No es de mi aldea: es mío. Así como el lingote que está junto a la roca en forma de Y. Y tú me acompañarás a cambiarlo por dinero; no confío en tus palabras.

—Sabes muy bien que no habría hecho nada de lo que has dicho. Y, por lo que respecta al desprecio que sientes por mí, en realidad, se trata del desprecio que sientes por ti misma. Deberías estarme agradecida por todo lo que ha sucedido, ya que, al mostrarte el oro, te di mucho más que la posibilidad de hacerte rica.

—¡Muy generoso! —replicó Chantal, con ironía —.

Desde el primer momento, podría haberte comentado algo acerca de la naturaleza del ser humano; aunque Viscos sea un pueblo decadente, tuvo un pasado de gloria y sabiduría. Podría haberte dado la respuesta que buscabas, si me hubiera acordado de ella.

Chantal desató a Berta y vio que tenía una herida en la cabeza, tal vez a causa de la posición en que habían colocado su cabeza en la piedra, pero no era nada grave. El problema era que debían quedarse allí hasta la mañana siguiente, esperando que la mujer despertase.

—¿Puedes darme esa respuesta ahora? —le preguntó el hombre.

—Supongo que ya deben de haberte contado el encuentro entre San Sabino y Ahab.

—Claro. El santo fue a ver a Ahab, conversó con él y, al final, el árabe se convirtió porque se percató de que el coraje del santo era mucho mayor que el suyo.

—Sí. Pero antes de irse a dormir volvieron a charlar un rato, a pesar de que Ahab se había puesto a afilar su puñal en cuanto San Sabino había puesto los pies en su casa. Convencido de que el mundo era un reflejo de sí mismo, decidió desafiarle, y le preguntó:

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