El día que Nietzsche lloró (6 page)

Como de costumbre, entregó a Fischmann la lista de pacientes a quienes tenía que visitar. Breuer hacía visitas a domicilio dos veces al día: por la mañana temprano, después de tomarse el café con un crujiente y triangular Kaisersemmel, y por la tarde, al terminar las consultas. Como la mayoría de médicos de cabecera vieneses, Breuer enviaba a un paciente al hospital únicamente cuando no quedaba más remedio. No sólo se atendía mejor a las personas en su casa, sino que en éstas quedaban a salvo de las enfermedades contagiosas que con frecuencia abundaban en los hospitales públicos.

De ahí que Breuer usara tan a menudo el coche de dos caballos: lo había convertido en estudio móvil, bien surtido de números recientes de revistas médicas y libros de consulta. Unas semanas antes había invitado a un joven médico y amigo suyo, Sigmund Freud, a que lo acompañase durante toda la jornada. ¡Un error, quizá! El joven no sabía aún a qué especialidad médica dedicarse y era probable que, tras la dura experiencia de aquel día, hubiera decidido apartarse de la medicina general. Según los cálculos de Freud, Breuer se había pasado seis horas en el coche.

Después de visitar a siete pacientes, tres muy enfermos, Breuer terminó la jornada laboral. Fischmann se dirigió al café Griensteidí, donde Breuer solía tomar café con un grupo de médicos y científicos que desde hacía quince años se reunía todas las noches alrededor de una mesa reservada en el mejor rincón del local.

Aquella noche, sin embargo, Breuer cambió de idea.

—Lléveme a casa, Fischmann. Estoy demasiado cansado y mojado para ir al café.

Apoyó la cabeza en el respaldo de cuero negro y cerro los ojos. Aquel día agotador había empezado mal: no había podido dormir después de una pesadilla que le había despertado a las cuatro de la madrugada. El programa matinal había sido pesadísimo: diez visitas a domicilio y nueve pacientes en el consultorio. Por la tarde, más pacientes en el consultorio y después la estimulante pero enervante visita de Lou Salomé.

Ni siquiera ahora podía controlar sus pensamientos. Las fantasías sobre Bertha no dejaban de filtrarse: la llevaba cogida del brazo, paseaba con ella al sol, lejos de la gris y gélida aguanieve de Viena. Sin embargo, no tardaban en irrumpir imágenes discordantes: su matrimonio destrozado, los hijos abandonados y él se iba a América para siempre para empezar una nueva vida con Bertha. Los pensamientos lo acosaban. Los aborrecía: le quitaban la paz; eran intrusos, ni posibles ni deseables. Aun así, los acogía con complacencia: la única alternativa —desterrar a Bertha de su cerebro— parecía inconcebible.

El coche traqueteó al cruzar un puente de tablones sobre el río Viena. Breuer miró a los transeúntes que regresaban a toda prisa a sus casas, la mayoría hombres con paraguas negros y vestidos como él: abrigo oscuro con forro de piel, guantes blancos y sombrero de copa negro. Algo familiar le llamó la atención. Un hombre bajo de barba recortada, que adelantaba a los demás y ganaba la carrera. Habría reconocido en cualquier parte aquel paso enérgico. Muchas veces, en los bosques de Viena, había intentado llevar el ritmo de aquellas piernas vertiginosas, que nunca reducían la velocidad salvo para coger Herrenpilze, grandes hongos picantes que crecían entre las raíces de los abetos negros.

Breuer indicó a Fischmann que se detuviera, abrió la ventanilla y, levantando la voz, preguntó:

—Sig, ¿adónde vas? Su joven amigo, que llevaba un abrigo azul de buen corte pero de paño áspero, cerró el paraguas y se volvió hacía el coche. Al reconocer a Breuer, sonrió. —Al número 7 de la Bäckersrtasse. Una mujer encantadora me ha invitado a cenar. —¡Ay, amigo! ¡Tengo malas noticias para ti! —exclamó Breuer riendo—. El encantador marido de esa señora se dirige a casa en este mismo instante. Sube, Sig. He terminado por hoy y estoy demasiado cansado para ir al Griensteidl. Tendremos tiempo de charlar antes de la cena.

Freud sacudió el paraguas, apoyó el pie en el bordillo de la acera y subió. Estaba oscuro y el farol que ardía dentro del coche proyectaba más sombra que luz. Tras un instante de silencio, se volvió para contemplar de cerca el rostro de su amigo.

—Pareces cansado, Josef. ¿Has tenido un día difícil?

—Mucho. Ha empezado y ha terminado con una visita a Adolf Fiefer. ¿Lo conoces?

—No, pero he leído artículos suyos en la Neue Freie Presse. Un excelente escritor.

—Somos amigos desde niños. Fuimos a la escuela juntos. Ha sido paciente mío desde que empecé a ejercer. Hace tres meses le diagnostiqué un cáncer de hígado. Se ha extendido como un incendio y ahora tiene una ictericia obstructora avanzada. ¿Sabes cuál es la etapa siguiente, Sig?

—Bien, si el conducto biliar está obstruido, la bilis seguirá entrando en el flujo sanguíneo hasta que muera por intoxicación hepática. Antes sufrirá un coma hepático. ¿no? —Así es. En cualquier momento. Pero no se lo puedo decir. Mantengo una sonrisa esperanzada y falsa, aunque quiero despedirme de él. Nunca me acostumbraré a la muerte de un paciente.

—Ojalá ninguno de nosotros se acostumbre. —Freud suspiró—. La esperanza es fundamental, ¿y quiénes, sino nosotros, pueden alentarla? En mi opinión, es la parte más difícil del trabajo médico. Hay momentos en que no sé si estoy hecho para esto. La muerte es muy poderosa. Nuestros remedios son insignificantes, sobre todo en neurología. Gracias a Dios, casi he terminado con esa rotación. La obsesión por la localización exacta resulta obscena. Deberías haber oído la discusión que han tenido hoy por turnos Westphal y Meyer acerca de la localización exacta de un cáncer de cerebro; ¡y todo delante del paciente! Pero —hizo aquí una pausa— ¿quién soy yo para hablar? Hace seis meses, mientras trabajaba en el laboratorio de neuropatología, salté de alegría al ver que llegaba un cerebro infantil; por fin podía determinar el lugar exacto de la enfermedad. Puede que me esté volviendo cínico, pero cada vez estoy más convencido de que nuestras disputas acerca de la localización exacta de una lesión ocultan la verdad de fondo: que nuestros pacientes mueren y los médicos somos impotentes.

—Lo malo es que los alumnos de médicos como Westphal nunca aprenden a consolar a los moribundos.

Guardaron silencio mientras el coche se balanceaba a instancias del viento. La lluvia arreció otra vez, azotando el techo del vehículo. Breuer quería dar un consejo a su joven amigo, pero vaciló, escogiendo las palabras, pues sabía lo sensible que era Freud.

—Sig, permíteme decirte algo. Sé cuánto te decepciona la práctica de la medicina. Debe de parecerte un fracaso, como someterte a un destino inferior. Ayer, en el café, te oí criticar a Brücke por no ascenderte y por aconsejarte que no trabajes en la universidad. No se lo reproches. Sé que tiene una gran opinión de ti. Le he oído decir que eres el mejor estudiante que ha tenido.

—Entonces, ¿por qué no me asciende?

—¿A qué? ¿Al puesto de Exner, o de Fleischl, si es que alguna vez se van? ¿Por cien Gulden al año? Brücke está en lo cierto con respecto al dinero. Investigar es para los ricos. No puedes vivir con ese salario. ¿Cómo podrías mantener a tus padres? No podrías casarte ni en diez años. Puede que Brücke se condujese con brusquedad, pero tiene razón cuando dice que tu única oportunidad es casarte con una mujer con una buena dote. Cuando le propusiste matrimonio a Martha, hace seis meses, sabiendo que no tiene dote, tú, no Brücke, sellaste tu destino.

Freud cerró los ojos antes de responder.

—Tus palabras me duelen, Josef. Siempre he tenido la sensación de que no te gusta Martha.

Breuer sabia que a Freud le costaba hablarle con franqueza, dado que era dieciséis años mayor y no sólo su amigo, sino también su maestro, su padre, su hermano mayor. Extendió la mano para tocar la de Freud.

—No es cierto, Sig. De ningún modo. Estamos en desacuerdo sólo en cuanto a la sincronización. Pensaba que aún te quedaban demasiados años de aprendizaje para atarte ya a tu prometida. Estamos de acuerdo en la elección de Martha. La he visto sólo una vez, en una fiesta, antes de que su familia se fuera a Hamburgo, y simpatizamos en seguida. Me recordó a Mathilde cuando tenía su edad.

—No me sorprende —la voz de Freud se suavizó—, tu mujer era mi modelo. Desde que conocí a Mathilde, he estado buscando una mujer como ella. La verdad, Josef, dime la verdad. Si Mathilde hubiera sido pobre, ¿te habrías casado con ella?

—La verdad, y no me aborrezcas por la respuesta, pues fue hace catorce años y los tiempos han cambiado, la verdad es que habría hecho lo que mi padre me hubiera pedido. —Freud permaneció en silencio mientras sacaba un puro barato. Se lo ofreció a Breuer, quien, como siempre, lo rechazó. Mientras Freud encendía el cigarro, Breuer prosiguió—: Sig, siento lo mismo que tú. Eres yo. Eres como era yo hace diez, once años. Cuando Oppolzer, mí superior en medicina, murió repentinamente de tifus, mi labor universitaria terminó de una manera tan abrupta y cruel como la tuya. Yo también me consideraba un joven con un gran futuro. Esperaba sucederle. Le habría sucedido. Todos lo sabían. Pero escogieron a un gentil. Igual que tú, me vi obligado a conformarme con menos.

—Entonces ya sabes lo derrotado que me siento. ¡Es injusto! Mira quién ocupa la cátedra de medicina: ¡Northnagel, ese bruto! Y mira quién está en la cátedra de psiquiatría: ¡Meynert! ¿Soy yo menos capaz? ¡Podría hacer grandes descubrimientos!

—Y los harás, Sig. Hace once años, trasladé mi laboratorio y mis palomas a mi casa y continué mis investigaciones. Puede hacerse. Ya hallarás la forma. Pero nunca en la universidad. Y ambos sabemos que no es por el dinero. Los antisemitas hacen cada día más ruido. ¿Has visto el articulo de esta mañana, en la Neue Freie Presse, sobre las fraternidades gentiles que entraron en las aulas para echar a los judíos? Ahora amenazan con interrumpir todas las clases que den profesores judíos. ¿Y viste la Presse de ayer? ¿Y la noticia sobre el juicio que se celebraba en Galitzia contra un judío acusado de matar ritualmente a un niño cristiano? ¡Incluso afirman que necesitaba sangre cristiana para amasar el pan ácimo! ¿Puedes creerlo? Estamos en 1882 y la cosa sigue. Son cavernícolas, salvajes con barniz cristiano. ¡Por eso no tienes futuro en la universidad! Brücke dice que no quiere saber nada de tales prejuicios, pero ¿quien sabe lo que siente en el fondo? En privado me dijo que el antisemitismo acabaría al final con tus ambiciones universitarias.

—¡Pero quiero investigar, Josef! No sirvo para la práctica clínica, como tú. Toda Viena conoce tu intuición para el diagnóstico.. Yo no tengo ese don. Sería médico ambulante el resto de mi vida: ¡Pegaso uncido al arado!

—Sig, no sé de ninguna habilidad que no pueda enseñarte. —Freud se echó atrás, apartándose del resplandor del farol, deseoso de oscuridad. Nunca se había desnudado tanto ante Josef ni ante nadie, excepción hecha de Martha, a quien escribía todos los días para contarle sus ideas y sentimientos más íntimos—. No te desquites con la medicina —añadió Breuer—. Te estás volviendo cínico. Fíjate en los adelantos de los últimos veinte años, incluso en neurología. Piensa en la parálisis por saturnismo, o en la psicosis del bromuro, o en la triquinosis cerebral. Eran misterios hace veinte años. La ciencia se mueve despacio, pero cada década conquistamos una nueva enfermedad. —Se produjo un largo silencio. Breuer prosiguió—: Cambiemos de tema. Quiero preguntarte algo. Ahora enseñas a muchos estudiantes de medicina. ¿Conoces a un estudiante ruso llamado Salomé, Jenia Salomé?

—¿Jenia Salomé? Creo que no. ¿Por qué?

—Su hermana ha venido a verme hoy. Una entrevista extraña. —El coche cruzó la pequeña entrada del número 7 de la Bäckerstrasse, se detuvo con una repentina sacudida y el coche osciló sobre sus macizos muelles—. Ya hemos llegado. En casa te lo contaré.

Descendieron del coche en el imponente patio empedrado del siglo XVII, que estaba rodeado por altos muros cubiertos de hiedra. A cada lado, sobre arcadas sostenidas por majestuosas columnas, había cinco filas de grandes ventanas ojivales, cada una con doce cristales enmarcados en madera. Al percatarse de que los dos hombres se acercaban al zaguán, el Portier, siempre de guardia, oreó por el vidrio de la puerta de su vivienda, se apresuró a abrir y saludó con una reverencia.

Subieron la escalera, pasaron ante el despacho de Breuer, situado en el primer piso, y prosiguieron hasta el segundo donde se encontraba la espaciosa casa de la familia y donde esperaba Mathilde. La esposa de Breuer era una mujer llamativa de treinta y seis años. Tenía una brillante piel satinada, nariz elegante, ojos de color azul grisáceo y espeso pelo castaño que llevaba recogido en una larga trenza en lo alto de la cabeza. Con la blusa blanca y la larga falda gris ceñida en la parte de la cintura, tenía una figura graciosa a pesar de haber dado a luz el quinto hijo hacía unos meses.

Cogió el sombrero de Josef, le alisó el pelo con la mano y le ayudó a quitarse el abrigo, que entregó a Aloisia, la sirvienta, a quien llamaban "Louis" desde que había entrado a trabajar en la casa, hacía quince años. Luego se volvió hacia Freud.

—Sigi, estás empapado y helado. ¡A la bañera en seguida! Ya hemos calentado el agua y te he puesto en el estante ropa limpia de Josef. ¡Es una suerte que tengáis las mismas medidas! No puedo ser tan hospitalaria con Max.

Max, el marido de su hermana Rachel, era una mole que pesaba ciento veinte kilos.

—No te preocupes por Max —dijo Breuer—. Lo compenso con los pacientes que le envío.

—Volviéndose a Freud, añadió—: Hoy le he enviado a otro paciente con la próstata hipertrofiada. El cuarto en una semana. ¡He ahí una especialidad para ti!

—No —intervino Mathilde, cogiendo a Freud del brazo y conduciéndolo al cuarto de baño—. La urología no es para Sigi. ¡Pasarse el día limpiando vejigas y conductos! ¡Se volvería loco al cabo de una semana! —Se detuvo en la puerta—. Josef, los niños están comiendo. Ve a verlos, pero sólo un momento. Quiero que eches una cabezada antes de la cena. Has estado dando vueltas toda la noche. Casi no has dormido.

Sin pronunciar palabra, Breuer se dirigió al dormitorio, pero cambió de idea y decidió ayudar a Freud a llenar la bañera. Al volverse, Breuer vio que Mathilde se inclinaba hacia Freud y le susurraba:

—Ya lo ves, Sigi, casi no me habla.

Ya en el cuarto de baño, Breuer introdujo las mangueras de la bomba de petróleo en las tinas de agua caliente que Louis y Freud transportaban desde la cocina. La maciza bañera blanca, apoyada milagrosamente en garras felinas de bronce, se llenó en un instante. Cuando Breuer se fue y mientras caminaba por el corredor, oyó el placentero ronroneo de Freud al meterse en el agua caliente.

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