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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #humor

El diario de Mamá (4 page)

16 de mayo de 1938

La «cosa» ha cumplido tres meses. Era más mono de bebé. Se cayó de los brazos del ama el día del bautizo golpeándose la cabeza contra el suelo. Es muy probable que se haya quedado tontito para toda la vida. Me da muchísimo asco darle el pecho, y se mantiene Pelargón arriba, Pelargón abajo. Me sacan esa porquería con un aparato cuyo nombre me trastorna: «sacaleches». Mi marido, Bussy, todavía no lo ha mirado. Me molesta su manía de llegar tarde una noche sí y otra también.

Me ha contado que ha leído en una revista científica que no se debe proceder al acto matrimonial hasta que la mujer haya cumplido dos años desde que dio a luz. Me parece exagerado. Le he pedido la revista y me ha prometido traerla a casa. Si así fuera, me falta un año y nueve meses para que Bussy vuelva a poseerme. La única vez que lo hicimos, dimos en la diana. ¡Oh, cómo me gustó aquella fornicación!

¡Intolerable! Este diario hay que quemarlo. Si cae en manos traidoras mi humillación puede ser irremediable. Ese «¡Oh, cómo me gustó aquella fornicación!» se me antoja insufrible. El «¡Oh!» sobra. A Mamá le gustaba el meneo. Hace unos años descubrí que había tenido un amante de joven, su profesor de baile lituano. De haberlo sabido, Papá no se casa con ella. Vaya con la tunanta. Esto no lo puede ver Marsa. Mi prestigio caería por los suelos.

30 de mayo de 1938

Bussy ha estado simpatiquísimo. Me ha llamado «Michichi» en lugar de Cristina. Cuando quiere es genial. El niño, para suicidarse de lo feo que es.

Por hoy no puedo más. No exagero si afirmo que la vida ha empezado a no tener sentido para mí. Bajo siete llaves —me parecen pocas— voy a guardar estos apuntes deleznables. Ahora comprendo el porqué de la expresión de pájaro de Mamá. Los pájaros, como los peces, no tienen alma. ¡Dios mío, Dios mío…! ¿Por qué me has abierto los ojos con tanta crueldad?

En el comedor, ambiente fúnebre. Don Crispín se ha disculpado. Marsa come y está en las nubes. No se ha dado cuenta de mi nuevo aspecto. Para ocultar la hinchazón de mis ojos, me he puesto unas gafas de sol. No veo nada. Recuerdo la triste habanera.

Tengo los ojos hinchados

de tanto mirar al mar.

En mi particular caso:

Tengo los ojos hinchados

de tantísimo llorar.

En el postre, al fin, Marsa que repara en la novedad.

—¿Te duelen los ojos, mi amor?

—Los tengo hinchados de tanto mirar al mar.

—Aquí no hay mar.

—Es un decir.

—Ya me explicarás…

—Me preocupa la repercusión social que puede tener lo de los enanos.

—Tú no lloras por esa bobada.

—Puedo estar deprimido. Es constitucional.

—Es una tontería. Si alguien en el mundo no tiene derecho a la depresión, ése eres tú, aunque sea constitucional.

—Tampoco tú eres la alegría de la huerta.

—Pienso en mis cosas, y no te puedo decir cuáles son mis cosas, porque entonces vas a tener los ojos aún más hinchados mirando al mar que no se ve.

—Nada me importa ya.

—Lo mío, sí.

—Me importaba hasta hace diez minutos. Me dices ahora que te largas con Brad Pitt y reacciono como una morsa.

—¿Cómo reaccionan las morsas?

—No reaccionan. Parecen quietas y calladas.

—Interesante.

—Y admirable, Marsa.

—También yo, a su debido tiempo, te diré la causa de mi tristeza.

—Sé que la causa soy yo, amor mío, y lo que más siento es que no tengo intención de dejar de serlo.

—La causa es otra, Marsa. Más grave, mucho más grave…

Ni el café. No he tomado ni café. Tomás, que está en el secreto, me mira con compasión.

—¿Ha leído algo más, señor marqués?

—Sí, Tomás. Y todo horrible. Esa mujer era muy mala.

—Nunca lo dudé, señor.

—Mala de museo de malos. Y además, fresca. Menos mal que Papá se las ingeniaba para no estar con ella. La convenció de que no se podía hacer el amor hasta dos años después de mi nacimiento.

—Es que el marqués padre era de vitrina.

—Y Mamá se lo creyó.

—La bomba, señor.

—Así estaba de amargada.

—Hay que ponerse en su lugar.

—Pero de mí, y sólo he leído tres apuntes, dice cosas terribles.

—Pelillos a la mar, señor. ¿Qué le importa?

—Escribe que mi fealdad justificaba su suicidio.

—Exageraciones de madre.

—Y que le gustaba la fornicación. Mejor dicho: «¡Oh, la fornicación!»

—Como a usted, señor marqués. Y como a mí. Tengo paloma nueva.

—¿En ésas estamos con la que está cayendo, Tomás?

—Es ésas, señor marqués, en ésas.

Tomás es un salido. Ha tenido relaciones con todo el mujerío o mujeraje que ha pasado por La Jaralera. Se iba de tortolillas con mi difunto tío Juan José, al que tanto añoro. Tío Juan José, a los noventa y muchos se enamoró de Elena, la institutriz de mis hijos, y le dejó una fortuna. También un buen pico a Tomás, que se compró una casa en el Puerto en primera línea de playa. Tomás sedujo a Flora —hoy mujer de Pepillo, el jardinero—, que previamente se había enrollado con el Cigala, un pinche que secuestró a Mamá y terminó en la Legión. Al Cigala, que así lo llamábamos por el color de su rostro, se le conocía en el pueblo, Cerrón de los Alcaudetes, como
Pichalá
, que ya se sabe de la afición de los andaluces para resumir los nominativos. Lo cierto es que el Cigala, además de secuestrador de Mamá, demostró ser un gran pinche de cocina y muy buena persona, pero se trajinó a Flora de norte a sur y de este a oeste, y, cuando la abandonó, Tomás ocupó su puesto, y a punto estuvieron los dos de salir por la puerta trasera de nuestra casa por órdenes de mi madre. Ahí me impuse por vez primera, y Flora dejó de ser la «ponebaños» de Mamá, pero permaneció en casa hasta que Pepillo, el jardinero, que es tan tonto como yo en versión pobre, se casó con ella. Y son felicísimos. Pero Tomás la dejó turulata.

—¿Quién es ella, Tomás?

—No se lo puedo decir, señor marqués.

—¿Menestral?

—Noble.

—¿Noble?

—Más que el señor marqués.

—¿Me estás diciendo que estás liado con una aristócrata?

—Paloma coronada.

—¿Con dinero?

—El dinero lo tengo yo. Lo que más me gusta de mi palomilla es que me habla en alemán después del fornicio.

—¿Edad?

—Treinta, señor marqués.

—¿Morenaza?

—Rubia como los trigales que crecen a orillas del Danubio.

—¿Socia de Pineda?

—No, señor. Socia de los mejores clubes de Viena, incluido el Wiener Club. De la familia Hohenloezern.

—¿De qué Hohenloezern?

—De todos.

—Entonces, será fea.

—Su padre, el Príncipe Alexander Mauricius von Hohenloezern le prohibió presentarse al concurso de Miss Österreich. Con su permiso, señor marqués, procedo a traducirle: «Österreich» es Austria.

—Te creía más inteligente, Tomás. Está abusando de ti. Desde que se establecieron en el mundo las clases sociales, abundan los ejemplos de mujeres de la nobleza, e incluso de la realeza que se alivian con personas del servicio.

—Gertrude no es de ésas.

—¿Has dicho «Gertrude»?

—Lo he dicho. Y no es de ésas. Entre otras razones, porque ignora mi cometido laboral. Gertrude cree que yo soy usted, señor marqués.

—¿Que eres el marqués de Sotoancho?

—Correcto.

—¿Te parece correcto tamaño fraude, semejante suplantación?

—Lo hice para llevármela al huerto. Lo malo es que, regado el huerto, sentí por ella algo que no le puedo explicar.

—Te has metido en un buen lío.

—Vendrá en abril a La Jaralera, con sus padres, Sus Altezas Reales los príncipes Alexander Mauricius y Anna Carlota von Hohenloezern. Durante su estancia aquí, señor marqués, le agradecería el detalle de su ausencia para no estropear la cosa.

—Antes muerto que depuesto. Antes enfermo de gravedad que descoronado. Lo siento, Tomás, pero me niego a tomar parte de la farsa.

—En tal caso, señor marqués, distribuiré entre los empleados de la casa las fotocopias del diario de su madre. He procedido a fotocopiarlo.

—¿Merezco ese trato, Tomás?

—No, señor marqués. Lo que le estoy haciendo es una faena de muy mal gusto. Pero no puedo arriesgarme a perder a Gertrude, mi princesita.

—Abandona esta estancia inmediatamente. Necesito pensar. Estoy vacío. Si no te reclamo para que me sirvas las copas vespertinas, avisa a la funeraria. En tal caso, agradecería que eligieras la funeraria Senda Celestial. Nunca El Consuelo S. A.

—Espero que no sea necesario. Lo siento, señor marqués. El amor…

—Olvídate del amor. Déjame solo.

Disparate, traición, usurpación, chantaje… Jamás me he visto tan agobiado en distintos frentes. Mi caso me recuerda al del capitán Horney cuando su compañía fue rodeada por sesenta mil zulúes. El único superviviente de la masacre, el cabo Rolling, lo narraba admirablemente en su libro
Ileso por los pelos
, editado en Manchester. El texto es estremecedor.

Nos hallábamos entonando divertidas canciones picantes cuando advertimos, en la suave cumbre del monte Ubu, la presencia de una muchedumbre de zulúes. El capitán Horney sonrió malicioso. Si el monte Ubu estaba en la ruta norte, teníamos tiempo suficiente para huir encaminándonos al monte Kumba, que se alzaba hacia el sur. Cuando lo hicimos, advertimos en la suave cumbre del monte Kumba, la presencia de otra multitud de zulúes. Fue cuando el capitán Horney, hombre de gran simpatía personal, nos ordenó dirigirnos al monte Zambaza, que se levantaba rumbo al este. A punto de alcanzar su falda, advertimos en su encrespada cumbre las siluetas de decenas de miles de zulúes. Sólo nos quedaba para huir, sin tener que lamentar víctimas, la planicie de Ulundi, hacia el oeste. Y corrimos en pos de la planicie, pero tampoco. Allí había más zulúes que en ningún otro lado, y el capitán Horney dejó de sonreír. El tiroteo resultó muy breve. En pocos minutos los zulúes del monte Ubu, del monte Kumba, del monte Zambaza y de la planicie de Ulundi nos trituraron. Pude escapar milagrosamente, gracias a mi destreza en el disfraz. Me quité el uniforme, púseme el taparrabos de un zulú abatido por nuestras balas, alcé su lanza repetidas veces con ferocidad guerrera y procedí a huirá la carrera sin rumbo fijo. A pesar de la blancura de mi piel y de mi pelo color naranja —en mi familia todos somos pelirrojos—, los zulúes, agitados y eufóricos por su victoria, me dejaron en paz. Soy el único que puede contarlo.

Siento una gran simpatía por el agradable y optimista capitán Horney. Mi situación es semejante a la de su compañía en aquella jornada sudafricana. Mi monte Ubu es la multa de la Seguridad Social y las críticas demagógicas por contratar enanos para la vendimia. Mi monte Kumba, el anuncio, mediante el cual Marsa me avisa de un inmediato adulterio por su parte. Mi monte Zambaza, el diario de Mamá, y mi planicie de Ulundi, el tinglado de Tomás que se me viene encima, con la usurpación de mi título y de mis propiedades, su novia Gertrude zascandileando por mis jardines, y sus padres, los príncipes Alexander Mauricius y Carlota Anna von Hohenloezern, convencidos de que su hija da un braguetazo, cuando en realidad, de casarse con Tomás, su cuarto se ubicaría en la zona de servicio.

No obstante, soy optimista de nacimiento —quizá el golpe en la cabeza el día de mi bautizo me ayuda a ello—, y no tengo la intención de acelerar mi muerte.

Pero el mundo da vueltas en torno a mi cabeza.

La angustia se ha instalado en la glotis.

El ardor de esófago me tortura.

Sal de fruta Eno. Bicarbonato Torres Muñoz.

Mejor, Omeprazol.

Capítulo 2

Hay que adoptar decisiones urgentes. La primera, mis hijos. Procedería a cobijarlos antes de que rompan las tormentas. Suerte que La Jaralera cuenta con distintas edificaciones, una de ellas, la Casa de los Cazadores, que mi padre acondicionó de dulce de membrillo, y en la que han pernoctado, entre otros, Carolina de Mónaco y Ava Gardner. No es lugar de memoria limpia para instalar a los niños, porque allí organizaba Papá sus juergas flamencas, sus sueños de guitarrerío y sus revolcones folclóricos. En la Casa de los Cazadores murió asesinado el Conde de Pappi Mugurucci, al que los monárquicos italianos no perdonaron que se quedara con todas las joyas de la familia Saboya.

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