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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

El Druida (4 page)

El alojamiento reservado al Guardián del Bosque era el más grande del fuerte, tan bueno como el hogar de un jefe tribal, de un rey. Estaba algo apartado de los demás edificios, una isla en un mar de barro pisoteado. El hogar de Menua era un macizo edificio oval, de troncos y con las grietas bien tapadas. Tenía un grueso techado de paja, al que solíamos llamar cabeza de hierba. Una puerta de roble giraba sobre goznes de hierro que habían sido restregados con grasa hasta hacerlos brillar. Sobre el umbral había una percha para un cuervo domado, como los que solían tener muchos druidas.

El cuervo nos observó mientras Menua abría la puerta y me hacía una seña para que le siguiera.

El dintel era lo bastante bajo para que tuviera que agachar la cabeza, pero una vez dentro la única habitación era alta y espaciosa... y no tenía nada que ver con lo que había imaginado.

Fuera cual fuese la tribu, las casas de la Galia céltica seguían una pauta general. Estaban construidas con troncos o juncos y argamasa, y todas ellas estaban atestadas con la parafernalia de la vida doméstica. Un alojamiento contenía invariablemente escudos que colgaban de las paredes y lanzas acumuladas al lado de la única puerta, un telar que monopolizaba buena parte del suelo, arcones de madera tallada para guardar las posesiones personales, la colada puesta a secar en tendederos fijados a las vigas, jergones de lana rellenos de paja tendidos en el suelo o sobre unos armazones de madera contra las paredes, jaulas de sauce trenzado que colgaban a considerable altura de las paredes para que los niños pequeños o los perros vagabundos no se apropiaran de los huevos que ponían las gallinas, un montón de herramientas, bancos, cestos, cacerolas, ánforas griegas, jarras romanas y, tal vez, un brasero de bronce importado, un lujo muy apreciado durante el último invierno.

En cambio, el alojamiento del jefe druida de los carnutos estaba prácticamente vacío.

Ocupaba el centro el hogar de piedra, adornado con un espléndido juego de morillos de hierro, forjado en el estilo celta de curvas oscilantes y crecientes. Un cajón ennegrecido por el tiempo servía de apoyo a su camastro. Había un banco y un arcón tallados, una red de borraja suspendida de las vigas y un único estante con botellas, frascos y algunos tarros esmaltados de rojo. Sus prendas de vestir colgaban de tres clavijas. Todo lo demás dentro de la estancia era espacio y aire. Incluso las losas del suelo habían sido barridas y estaban limpias.

—¿Vives aquí? —le pregunté incrédulo.

—Vivo aquí —me corrigió Menua, dándose unos golpecitos en la frente.

Examiné de nuevo la vivienda, buscando el instrumento de tortura con el que me castigaría. Tenía que ser algo terrible, pero allí no había nada. Entonces comprendí que no tenía que ser necesariamente algo tangible y que quizá con un solo gesto mágico el jefe druida me convertiría en sapo.

Sin embargo, no hizo nada más amenazante que estirarse, bostezar y alzarse la túnica de lana hasta el vientre para poder rascarse la piel.

* * * * * *

Volvió el rostro a la pared en la que me había apoyado y, con una voz tan severa como había esperado, me dijo:

—Tú y yo debemos hablar. Una charla seria de veras.

Dio dos pasos amenazantes hacia mí. Apreté los omóplatos contra los ásperos troncos y sentí que un hilo de aire frío se colaba a través de alguna pequeña grieta que había perdido su relleno. Deseé fundirme en los troncos, pero en aquel momento mis tripas produjeron un gruñido feroz. Menua parpadeó.

—Supongo que primero querrás comer algo, ¿no es cierto? Había olvidado que los chicos siempre tenéis hambre.

Su tono súbitamente solícito me asombró tanto como la sonrisa con que lo acompañó. Pronto aprendería que un cambio de actitud desconcertante era una de las herramientas de Menua, con la que desconcertaba a la gente.

—Anoche sólo cené unas gachas y no he tomado nada desde entonces —balbucí mientras mi estómago se retorcía y gorgoteaba—. Me muero de hambre.

Él asintió.

—Ver a la muerte hace que los vivos deseen comer y aparearse. Así se afirma la vida, Ainvar —añadió en un nuevo tono, recalcando cada palabra cuidadosamente, como si me estuviera instruyendo.

Y así era, naturalmente. Aquél sólo era el comienzo. La segunda lección llegó enseguida.

—Ve a la vivienda de Teyrnon, a quien le toca proveer a las necesidades del jefe druida. Dile a su mujer que requieres una comida. Explícale que ahora estás conmigo. —Al verme titubear, añadió—: ¿No sabías que cada familia provee a los druidas por turno? Nuestros dones pertenecen a todos. Anda, vete ya.

Hizo ademán de darme una palmada en las nalgas.

Eché a correr.

Teyrnon, el herrero, y su esposa Damona estaban sentados en un banco junto a la puerta de su alojamiento, viendo jugar a sus hijos y empapándose de sol como esponjas del mar que se extiende en la mitad de la Tierra. Eran robustos, gentes que parecían perderse pocas comidas incluso en tiempos de escasez. No podía permitirse que el hambre debilitara al armero de los guerreros. Sus clientes se ocupaban de que eso no sucediera.

Repetí las palabras de Menua a Damona, una mujer de rostro feo y jovial. Ella intercambió una larga mirada con su marido y luego entró en el aposento. Teyrnon se recostó contra la pared de su casa y me miró especulativamente mientras se mondaba los dientes con el cañón puntiagudo de una pluma de ganso. No le di conversación, pues no sabía qué decirle.

Damona regresó con una rueda de áspero pan moreno que tenía un agujero en el centro y un cuenco de cobre con raíces hervidas empapadas en grasa fundida. Musité mi agradecimiento e inicié el regreso a la vivienda de Menua. Oí que Teyrnon decía a mi espalda:

—También podrías hacerle una túnica nueva al muchacho. La necesita. Tiene las piernas largas y le crecerán más.

Cuando entré en el aposento de Menua me azoré al descubrir que el olor de la comida me hacía la boca agua. A pesar de las palabras del jefe druida, me parecía irrespetuoso comer el día que mi abuela había muerto. Pero la fragancia de la grasa fundida era irresistible. La grasa se había convertido en una exquisitez muy escasa durante el invierno interminable.

Caí en la cuenta, sorprendido, de que la grasa también había lubricado recientemente los goznes de la puerta del jefe druida.

Le ofrecí la comida a Menua, pero él la rechazó con un gesto de la mano.

—No es para mí sino para ti —insistió.

Permaneció sentado en su banco, mirándome sin expresión mientras yo comía con ambas manos, tragando tan rápidamente como podía. Tal vez cuando finalizara la comida aquel hombre me mataría, por lo que quería morir con el vientre lleno.

* * * * * *

El invierno interminable había provocado en muchos de nosotros ese comportamiento de famélicos.

Cuando recogí la última miga de mi túnica y me limpié la boca con el antebrazo, la sonrisa de Menua regresó como el sol.

—¿Estaba bueno?

—¡Lo mejor que he comido jamás!

—Lo dudo, pero tu capacidad de apreciación te honra. Sin embargo, tienes mucho que aprender. —La sonrisa se desvaneció, su voz se hizo opaca y le brillaron los ojos. A mi pesar, me acobardé ante el poder de la mirada del druida—. En primer lugar —siguió diciendo en una voz tan fría que creí haber imaginado su sonrisa anterior— me dirás cómo has devuelto la vida a la muerta.

Se puso en pie y se abalanzó hacia mí en un solo movimiento. Jamás habría creído posible que un hombre tan robusto se moviera con tanta rapidez. Sus dedos se cerraron sobre mi muñeca y me sacudió como lo hace un perro de caza a una liebre. El ataque fue tan inesperado que casi vomité la comida en su cara.

—No lo hice..., no sé..., ¡no sé qué ocurrió ni qué hice! ¿Estaba muerta? ¡Yo no puedo devolver la vida a los muertos!

El jefe druida me sacudió hacia atrás y adelante, su mirada apremiante fija en la mía.

—¡Claro que estaba muerta, Ainvar! —rugió—. ¿Quieres decir que una poción de muerte druídica puede haber fracasado? ¡Jamás!

Su rostro había perdido la impasibilidad. La piel estaba moteada de rojo y los ojos sobresalían de sus órbitas. Cualquier temor que hubiera experimentado antes no era nada comparado con el que sentía ahora.

Me sacudió una y otra vez y no hice más que balbucir espantado. Era incapaz de medir mis palabras, sólo podía decirme abruptamente lo que sabía. Y sabía que no podía haber devuelto a la vida a Rosmerta si los druidas la habían matado. Era joven, era ignorante, era...

—¡Estás dotado! —me gritó Menua—. ¿No lo sabías? Cuando naciste, nuestra vidente vio en ti portentos de talento que serían muy beneficiosos para la tribu e implicarían un gran viaje. Por eso te pusieron el nombre de Ainvar, que significa «el que viaja lejos». Al principio creímos que serías un gran guerrero que atacaría a una tribu distante y traería su riqueza a los carnutos. Pero nos equivocábamos, ¿no es cierto? Esta mañana has viajado al Más Allá y regresado con tu abuela.

La idea era tan increíble que por un momento me quedé sin respiración. Pero él era el jefe druida y sabía más que todos los reyes. Si él consideraba tal cosa posible, quizá lo era.

De repente las piernas me flaquearon hasta dejar de sostenerme.

Menua me cogió antes de que cayera al suelo. Me llevó a su banco junto al fuego, hizo que me sentara y se quedó mirándome cejijunto hasta que tuve suficiente saliva en la boca para hablar.

—¿Crees que yo...?

—Lo que yo crea no importa. ¿Crees tú que lo has hecho?

El jefe druida era implacable.

Mi lastimado cerebro me advirtió que tuviera cuidado. Si había devuelto la vida a Rosmerta, fue un acto de desafío a los druidas, los cuales querían que ella muriese. Sin duda Menua quería que lo admitiera, confirmando así que su poción había matado a Rosmerta en primer lugar, pero semejante admisión me condenaría. No se me ocurría cómo podía defenderme, por lo que me aferré a la sinceridad.

—Si he hecho lo que sugieres ha sido accidental —le dije—. De veras.

Me zumbaban los oídos y parecía como si tuviera los huesos huecos.

* * * * * *

Menua seguía mirándome fijamente.

—Ainvar —dijo en un tono meditabundo—. El joven Ainvar, que ha de viajar. Creo que teníamos muy pocas ambiciones con respecto a ti. —Suspirando, se restregó la cúpula calva de la cabeza con las puntas de los dedos—. Será preciso adiestrarte adecuadamente, por supuesto —añadió como si hablara consigo mismo.

¿No iba a matarme o convertirme en un sapo?

—Incluso con adiestramiento es posible que no aportes nada —siguió diciendo—. No obstante, los augurios son innegables. El sol ha vuelto.

—Eso ha sido obra tuya —me apresuré a decir.

Su mirada se suavizó.

—Ah, sí, eso ha sido obra mía. Lo hemos hecho todos los druidas trabajando juntos.

»Es posible que merezca la pena dedicarte algún esfuerzo, joven Ainvar. Pero escúchame bien. Ahora la gente está ocupada en la celebración del fin del invierno y no piensa demasiado. Pero esta noche, cuando se acuesten, es posible que algunos recuerden que estabas con nosotros cuando volvimos del bosque y se pregunten qué papel has desempeñado. —Sus oscuras cejas se encontraron en el frunce del ceño—. Los druidas sólo responden a las preguntas que consideran oportuno responder. No lo olvides. Si alguien te pregunta qué ha ocurrido hoy, mira fijamente a los ojos de tu interrogador y dile que nada. ¿Comprendes?

—Comprendo —le dije.

Mi cabeza me decía que el jefe me incluía entre los druidas. El corazón me dio un vuelco.

—Vivirás conmigo durante algún tiempo y descubriremos juntos los talentos que puedes poseer, Ainvar. Sean cuales fueren, parece que tus dones son de la cabeza, no del brazo.

—¿Dones de la cabeza?

—Poderes mentales. Quienes los poseen, si se someten a los años necesarios de estudio y disciplina, pueden interpretar augurios o memorizar los poemas que contienen nuestra historia. O tal vez sean sacrificadores, curanderos o maestros, como yo mismo. Cada uno de nosotros tiene una habilidad invisible, ¿comprendes?, que es distinta de los dones evidentes del brazo, como el manejo de la espada o la artesanía.

Cautamente alcé la mano y me toqué la cabeza..., la cabeza que los celtas consideraban sagrada.

—¿Voy a ser un druida? —me atreví a susurrar.

Menua adoptó una expresión dubitativa.

—Existe una posibilidad remotísima. Debes comprender que es, en efecto, muy remota. Los druidas debemos obedecer la ley y tú has mostrado hoy una asombrosa desconsideración hacia la ley. Si ésa es la manera en que piensas proceder, deberemos pedir a Dian Cet, como juez principal, que te declare ahora criminal y terminamos con ello de una vez.

No se me ocultaba lo que los druidas podían hacer con los criminales, y sacudí la cabeza con vehemencia.

—Jamás mientras viva volveré a quebrantar la más pequeña prohibición.

Menua arrugó las comisuras de los ojos.

—Ah, creo que vas a causarme siete clases de problemas, al margen de lo que digas. Pero es posible que merezca la pena si podemos tolerarnos mutuamente el tiempo suficiente para averiguarlo. Ahora ve al alojamiento de Rosmerta y recoge tu jergón. No tengo provisiones para huéspedes.

Aquella noche dormí en la vivienda del jefe druida. Nuestro viejo alojamiento sería asignado a la primera pareja que se casara y concibiera un hijo después de Beltaine, el festival de la primavera y la fertilidad.

Yací en la oscuridad, despierto y haciéndome preguntas.

¿Era posible que de alguna manera hubiera realizado la magia más grande, la magia reservada a la Fuente de Todos los Seres? ¿Acaso con mi ignorancia y mi pasión había encendido la chispa de la vida?

CAPÍTULO III

A veces sorprendía a Menua mirándome con los ojos entrecerrados, acariciándose el labio inferior, y sabía que también se estaba haciendo preguntas.

Mi instrucción formal empezó con una crítica de todos los aspectos de mi ser. Al parecer, nada de lo que era o hacía estaba bien. Por ejemplo, mi torpeza era imperdonable, un insulto a los ojos de Menua.

—Fíjate en la naturaleza —me aconsejaba—. Cada criatura que emerge del Caldero de la Creación es tan agraciada como puede serlo de acuerdo con sus capacidades físicas. Así, el sauce y la rata almizclada por igual honran a la vida que hay en sí mismos. La vida es sagrada, una chispa de la Fuente de Todos los Seres.

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