El guardián de los niños (42 page)

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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

—Esta noche esperaba a otra persona —dice—. Se llama Alice… Alice Rami.

—No hay ninguna Rami en la clínica.

—Allí se llama Blanker… Maria Blanker, está en la cuarta planta.

Rössel se mueve irritado en el asiento trasero.

—No sabes nada —responde—. Maria Blanker no es Rami. Es su hermana. Y Blanker está en el tercer piso.

—¿La hermana de Rami?

—Ya lo sé todo —contesta Rössel. Suena muy seguro detrás de Jan—. Escucho, leo cartas, hago mis pequeñas deducciones… Lo sé todo de todos.

—Le escribí una carta a Maria Blanker —replicó Jan—. Y ella me respondió.

—¿Quién sabe adónde van a parar las cartas? —prosigue Rössel—. Tú escribías cartas, pero me las escribías a mí. Le di un poco de dinero a Carl, me dejaba leer las cartas, y yo leía y leía… Y las tuyas eran distintas, me entró curiosidad. Así que fui yo quien respondió y te dije que estaba en la cuarta planta. Dejaste el pequeño receptor en mi buzón, y llamaste a la ardilla. Y yo te respondí con la luz del techo… Apagar, encender. ¿Te acuerdas?

Jan se acuerda. Y comienza a asimilar las palabras de Rössel.

No hay ninguna Rami. Solo Rössel, desde el principio.

¿Qué ha escrito en las cartas? ¿Qué le ha contado al Ángel?

Todo. Jan creía que hablaba con Rami, y por eso habló de todo. Tenía tanto que contarle…

—Entonces todo ha acabado —dice.

Se siente cansado y vacío. Pero no se mueve, la cuchilla de afeitar sigue presionando la piel bajo la oreja derecha.

—No se ha acabado en absoluto —objeta Rössel—. Continúa.

De repente baja el brazo izquierdo. La cuchilla desaparece de la vista de Jan. Oye respirar a Rössel y hablar en voz baja, como si lo hiciera consigo mismo:

—Esta sensación de ahora, en una ancha carretera en la oscuridad… Sensación de libertad. Durante cinco años he estado rodeado de paredes y muros. Y ahora lo he dejado todo atrás.

Jan gira unos centímetros la cabeza.

—Y a todos los que te escribieron cartas… ¿también los dejas atrás?

—Por supuesto.

—¿A Hanna Aronsson también?

—Hanna, sí —contesta Rössel, y suena satisfecho—. No está aquí, ¿verdad? Esta noche se encuentra en otro lugar.

Jan comprende. Rössel ha engañado a todos.

«Es un psicópata, sin sentimientos de culpa —había dicho Lilian—. Lo único que busca es llamar la atención.»

Jan intenta imaginarse a Rössel como profesor. Con esa voz tan suave tuvo que haber inspirado confianza a la clase. Y no solo a sus alumnos, también a mucha de la gente con la que se cruzaba en la calle, en la carretera, en los campings, debió de parecerles una persona de confianza. Completamente inofensiva.

«Hola, me llamo Ivan, soy profesor… Oye, ¿podrías ayudarme a meter esa mesa en mi autocaravana? ¿Esa que está allí un poco apartada? Sí, esa, me iría muy bien si me ayudaras a cargarla… Sé que es un poco tarde, camarada, pero puede que después te apetezca una taza de café. ¿O quizá algo más fuerte? Tengo cerveza, vino… Sí, claro, pasa tú primero. Ten cuidado, el interior está oscuro, apenas se ve nada. Bien, pasa…»

A Jan le recorre un escalofrío, pese al calor del coche.

Rössel se mueve en el asiento trasero. Jan oye su voz pegada a su oreja.

—Pronto nos pondremos en marcha, ahora que la carretera es tan ancha… Vamos a hacer un viaje juntos.

Jan solo piensa en una cosa, y finalmente dice:

—Deberíamos regresar al hospital.

—¿Por qué?

—Porque… la gente se pondrá nerviosa cuando se entere de que andas suelto por las carreteras.

Rössel tose, o quizá sea una risotada.

—Ahora tengo otras cosas en que pensar. —Guarda silencio antes de continuar—: Como en la libertad de la carretera. Quiero hacer cosas aquí fuera. Escribir libros, y confesar pecados… He prometido enseñar dónde está oculto el cuerpo de un chico desaparecido, lo sabes, ¿verdad? ¿No sería eso una buena acción?

—Sí —responde Jan—. Lo sería.

—Y también… —prosigue Rössel—… también podemos hacer otras cosas. Cosas de las que nadie quiere hablar. Cosas en las que tú piensas todo el tiempo.

Jan tiene la boca seca, escucha la suave voz y siente cómo las palabras de Rössel van calando en su interior. Vuelve la cabeza hacia el asiento trasero.

—No me conoces.

—Sí, te conozco. Me lo has contado todo. Y eso está bien… Es agradable liberarse de los secretos.

—Yo no tengo…

Rössel lo interrumpe:

—Así que ahora tienes que elegir.

—Elegir ¿qué?

—Bueno, quieres hacer cosas, ¿no?

—¿Qué cosas?

—Fantasías que deseas realizar —responde Rössel. Señala el Ángel en el asiento del copiloto y continúa—: He oído tus sueños por ese aparato… Alguien te causó una herida muy profunda cuando eras pequeño, y desde entonces has soñado con vengarte.

Jan mira la carretera desierta y oye a Rössel en su oído:

—Si pudieras elegir entre el bien y el mal… entre salvar a una familia o vengar esa herida… ¿qué elegirías?

No responde. Ahora el ambiente del coche resulta gélido, y la oscuridad penetra en su interior.

—Es la ocasión la que hace al vengador —insiste Rössel—. Aunque, antes de que se presente la ocasión, tienen que existir las fantasías… fantasías como las tuyas.

—No.

—Sí. Sueñas con encerrar a alguien. Encerrar a un niño.

Jan niega rápidamente con la cabeza. Pero no dice nada.

Y la oscuridad es total, y la carretera y la noche resultan fascinantes.

—A un niño no —responde al fin.

—Sí —prosigue Rössel—. Esa fantasía es como una película en la mente, ¿verdad? Cada uno tiene su fantasía favorita.

Jan asiente, lo sabe.

—Las fantasías son como una droga —continúa Rössel en voz baja—. Las fantasías son una droga. Cuanto más fantasea uno, más fuertes se vuelven. Uno siente deseos de hacerle mal a alguien. Practicar un ritual doloroso. Esos pensamientos no desaparecen jamás, a no ser que se haga algo con ellos.

Rössel vuelve a inclinarse hacia delante.

—¿Qué elegirías? —pregunta—. ¿Hacer el bien o el mal?

«¿Elegir?»

Jan baja la mirada.

—No puedo elegir.

—Pero tienes que hacerlo —dice Rössel—. ¿Vas a reconciliarte o vas a vengarte? Mira la carretera, pronto se bifurcará… Ahora tienes que elegir.

Jan parpadea.

Mira la oscura carretera. Cierra los ojos.

«Elegir ahora», piensa Jan.

53

Jan apenas necesita pisar el acelerador y sujetar el volante, el Volvo obedece suavemente. Se deslizan sobre la cresta de una ola negra. Lejos de Santa Psico. Hacia el este, por anchas carreteras.

El Tímido y él circulan a través de poblaciones suecas que suenan a canción infantil: Vara, Skara, Hova, Kumla y Arboga. El bosque se espesa a ambos lados de la carretera.

Durante el trayecto, Jan le cuenta al Tímido sus planes de venganza contra la Banda de los Cuatro. Cree que ahora ya sabe lo que sucedió.

«Ocurrió una primavera de hace quince años… Tú ibas en tu autocaravana conduciendo por los bosques del interior. Buscabas un buen sitio para acampar… Un lugar apartado, como de costumbre. Y de pronto llegaste a un lago en lo más profundo del bosque. La única señal de vida humana era una pequeña tienda de campaña en la otra orilla.

»Estacionaste la autocaravana, diste una vuelta para reconocer el terreno y luego te quedaste en el vehículo. Quizá bebiste bastante mientras atardecía. Bebiste y bebiste… y al final sentiste curiosidad por saber quién acampaba en esa tienda. Así que te dirigiste hacia allí.

»Se trataba de tres chicos que celebraban el fin de curso. Tú te presentaste como profesor, e intentaste entrar en contacto con ellos. Se rieron de ti, te llamaron “pederasta”. Te retiraste cabizbajo a tu caravana y seguiste bebiendo. Al anochecer estabas en la cama y pensabas en los chicos. Y a medianoche regresaste a la tienda, pero ahora ibas armado con un cuchillo…»

El Tímido guarda silencio. Escucha a Jan relatar su ataque contra dos de los chicos, cómo el tercero intentó escapar por el sendero del bosque y cómo El Tímido fue a buscar su coche y al final lo alcanzó.

—No recuerdo eso —responde El Tímido—, aunque quizá fuera así.

—Sí —asiente Jan para sí—. Pero todavía queda uno.

—Queda él —dice El Tímido, y alza su cuchilla de afeitar—. De momento…

Jan conduce sin parar, y no se detienen hasta encontrarse cerca de Nordbro. Estacionan en un aparcamiento, apagan el motor y duermen en el coche durante unas horas. Nadie les molesta.

La luz aparece poco a poco en el horizonte. Amanece, y luego llega el día.

Jan se despierta detrás del volante, espabila al Tímido y arranca el coche.

A las nueve y media llegan a la ciudad natal de Jan. Las calles están heladas y desiertas. Es sábado por la mañana.

El coche circula en dirección al centro, hasta que Jan frena y tuerce a la izquierda en una señal que dice: «NORTE». Sabe adónde tiene que dirigirse, gira el volante y el coche se desliza por las calles como si fuera por raíles. Ahora nadie puede detenerlos.

Y entonces llegan. «PRECAUCIÓN, NIÑOS», aparece escrito en una señal. Se trata de una calle normal de una zona residencial corriente, pero aquí es donde vive el enemigo de Jan, con su mujer y su hijo pequeño.

La casa de ladrillo con el número siete. Una construcción cuadrada y marrón como el resto.

Jan gira y aparca el coche al otro lado de la calle. Desde allí se puede ver a través de la ventana de la cocina de la casa número siete. Está iluminada, pero solo vislumbra a una mujer en bata. Está sentada a la mesa de la cocina con la cabeza agachada.

La mujer de Torgny Fridman no sabe nada de fantasías ni de colapsos. Sigue desayunando, sola.

—Se nos ha escapado —observa El Tímido.

Jan vuelve a arrancar el coche, y esta vez sigue las señales hasta el centro. En su cabeza oye el retumbar de tambores.

Aparcan en una bocacalle junto a la ferretería Fridman. Jan cumple las normas: paga el precio del parquímetro, y luego se arregla la chaqueta y el cabello para estar presentable.

El Tímido se pone un gorro y alarga la mano.

—Dame las llaves… Por si tenemos que salir corriendo.

Jan se las entrega. Caminan juntos a lo largo de la calle comercial, doblan una esquina y se meten en la ferretería. Cuando El Tímido y él entran suena una alegre campana, pero ninguna cabeza se vuelve hacia ellos. Es temprano y solo hay un anciano cliente en el interior.

Y el ferretero. Torgny Fridman se encuentra detrás del mostrador, enseñándole al cliente distintas clases de rastrillos. Los saca y hace pequeños y ridículos movimientos para explicarle cómo se utilizan.

Jan gira en silencio a la derecha, hacia las grandes herramientas de hierro y acero. Armas, todas son armas. Ve con el rabillo del ojo que El Tímido se encamina al fondo, hacia los cuchillos de caza.

Quedan siete modelos de hachas grandes, con un mango de casi un metro de largo. Jan alarga la mano y coge una de ellas. Siente el peso del acero.

En su mente ha reproducido muchas veces la fantasía de la última batalla contra la Banda de los Cuatro, pero el protagonista siempre era El Tímido. Hasta ahora.

Jan se dirige al mostrador con el hacha y espera pacientemente a que el anciano pague el rastrillo y salga. Se demora un rato, y luego se sitúa frente a Torgny, con el hacha en la mano. Torgny esboza una sonrisa, como hace con todos los clientes.

Jan no sonríe. Ya le ha seguido el juego a Torgny demasiadas veces en su vida.

—Quiero esta —dice lacónico, y coloca el hacha sobre el mostrador.

Torgny asiente.

—Buena elección —señala—. Ya hay que cortar la leña para el invierno, ¿eh?

No le da tiempo a decir nada más, porque de repente siente unos pasos que corren a su espalda. Pequeños pasos.

—¡Papá! ¡Ya he acabado de pintar los gatos!

Jan gira la cabeza y ve al niño, el hijo de Torgny, acercarse corriendo con un cuaderno de dibujo en la mano.

—Muy bien, Filip —responde Torgny—. ¡Papá va enseguida!

Cabecea de nuevo hacia Jan, con la pregunta de rigor:

—¿Eso es todo?

—No. —Jan posa la mano sobre el hacha—. ¿No te acuerdas de mí?

Torgny parece dudar.

—No creo… —comienza, pero Jan le interrumpe.

—Jan Hauger.

Torgny niega con la cabeza.

—Son trescientas noventa y nueve coronas.

Ha sacado una bolsa de plástico para el hacha, pero Jan la mantiene sobre el mostrador.

—Prefiero morir antes que tener que vérmelas con vosotros otra vez.

Mientras Jan habla, una máscara parece caer de la cara de Torgny. Es la expresión de tendero la que desaparece. Tras ella asoma la de la confusión. Jan desea que vuelva el Torgny de quince años, el abusador que lleva dentro.

Mantiene la mano sobre el hacha y sigue hablando, como si se dirigiera a un niño:

—Tu banda y tú me quemasteis con cigarrillos.

Torgny escucha, pero no dice nada.

—Después me encerrasteis en la sauna del colegio, y la pusisteis en marcha.

El dueño de la tienda abre la boca al fin.

—¿Eso hice?

—Tú y otros tres.

—¿Por qué? —pregunta Torgny.

Jan no responde. Los tambores resuenan.

—Sé que te acuerdas de mí —contesta—. Fuisteis tú, Peter Malm, Niklas Svensson y Christer Vilhelmsson.

Ve que Torgny asiente, y prosigue:

—Tus amigos… los que murieron en el bosque.

—Me acuerdo —responde Torgny—. Sé lo que pasó.

Jan mira de reojo a un lado. Sospecha que El Tímido se encuentra en algún lugar detrás de él.

—Christer apuñaló a Niklas y Peter —continúa Torgny con voz apagada—. En la tienda de campaña.

Jan levanta la mirada. Torgny alza un poco la voz, y habla más deprisa:

—Se fueron de acampada la última semana de clase. Yo no les acompañé, así que no sé todo lo que pasó… pero se ve que hubo una pelea. Fue por culpa de Peter, siempre tenía que meterse con alguien, ridiculizarlo. Christer no lo aguantó más, y tenía un cuchillo. Así que apuñaló a Niklas y Peter mientras dormían, y luego se escapó por el bosque y se tiró a las ruedas de un coche.

Jan niega con la cabeza.

—No fue Christer Vilhelmsson quien lo hizo. Fue…

—No, fue Christer —le interrumpe Torgny—. Iba con nosotros todo el tiempo, pero era nuestra víctima favorita. Era el último mono.

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