El imperio eres tú (19 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

Aún le quedaba una carta por jugar. No había querido usarla pensando que podía conseguir lo que quería por otros medios. Pero ya se habían agotado las opciones. Decidió jugársela en el besamanos.

Se vistió con un traje de muselina y pasó más tiempo que de costumbre arreglándose el pelo con lazos de raso azul y poniéndose maquillaje para disimular el continuo rubor de sus mejillas producido por el calor. El sudor, la angustia y el embarazo habían dejado su huella en el rostro, que ya no lucía esa piel de melocotón de antaño. Era poco coqueta, pero ese día quiso estar lo mejor posible para desempeñar su papel de nuera herida. Debido a su estado, asistió a la ceremonia sentada. Esperó a que un hombre enlutado besase su anillo, seguido de una mujer que le entregó una flor «para el bebé» y un indígena que le hizo un saludo primitivo, para levantarse y seguir a su suegro hasta la veranda, donde los cortesanos charlaban animadamente, con el ruido de fondo de los gritos de los loritos que llegaban del aviario. Esperó a que don Juan estuviera menos solicitado y se acercó. El rey le tendió los brazos para abrazarla, pero ella se lanzó a sus pies. Frente a cortesanos y ministros que contemplaban la escena con ojos muy abiertos, expuso sus argumentos al monarca haciendo todo lo posible para conmoverle. Lloró, suplicó, sollozó, insistió. Tres veces se lanzó a los pies de su majestad.

—Os lo ruego, no me arranquéis la única razón que tengo de vivir aquí… —acabó suplicándole.

Don Juan se sentía entre violento y conmovido. La veía tan frágil, tan embarazada y sobre todo tan decidida que le dijo que podía tranquilizarse, que revocaría la orden de partida de su hijo. La cogió del brazo, dando a entender a todos los presentes que respetaría la voluntad de su querida nuera. Nunca hasta entonces habían tenido el más mínimo roce. Al contrario, era de dominio público el mutuo afecto que se profesaban y que la visión de ambos caminando cogidos del brazo entre los pavos reales del jardín corroboraba. Todos los que abogaban por la rápida marcha del príncipe a Portugal se quedaron perplejos. ¿No había que plegarse ante las exigencias de una situación política candente? ¿No había dado la orden, la víspera, de que el príncipe tendría que salir dentro de tres días? ¿Cómo podía anteponer el rey el bienestar de su nuera a la razón de Estado? De nuevo, la indecisión pendular del monarca desconcertaba a sus colaboradores. Unos lo veían como un signo de flaqueza —había claudicado ante las súplicas de la joven—, otros como la expresión de su voluntad íntima: en el fondo, quizá no quería que su hijo viajase a Portugal, y se escudaba tras la actitud de la austriaca. En todo caso, ese día el rey anunció oficialmente que aplazaba el viaje hasta que Leopoldina estuviese en condiciones de acompañar a Pedro.

El conde de Palmela, convencido de que ya no le quedaba nada más que hacer, presentó su dimisión ante un don Juan cada vez más presionado y confundido.

32

Dos días después, hacia las dos de la madrugada, Pedro se despertó sobresaltado por el fuerte relincho de un caballo. Por la ventana, reconoció a uno de los guardias del rey:

—Alteza, ¡rápido! Su majestad os espera en la sala de reuniones. Es muy urgente.

El hombre jadeaba. El caballo había despertado también a la pequeña Maria da Gloria y sus berridos apenas le dejaban oír lo que decía el hombre.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Pedro.

—En la plaza, frente al Teatro Real… está llena de soldados, al menos tres batallones, señor… Y las calles, señor, hay barricadas por todas partes…

Pedro no pareció sorprendido. De alguna manera, se lo esperaba. En los últimos días, había pasado tiempo en la ciudad y había podido tomar su pulso. El Chalaza y otros amigos le habían informado sobre el tenor que estaban tomando las discusiones en los garitos y los bares. Río era un hervidero de rumores, circulaban panfletos satíricos que las autoridades no conseguían prohibir y uno de los rumores llegó a afirmar que don Juan había firmado la Constitución. En toda la ciudad, la gente especulaba abiertamente sobre la situación política. Pedro se vistió deprisa y antes de salir, fue a dar un beso a su hija, que buscaba el sueño en brazos de su nodriza.

En el palacio de San Cristóbal, encontró a su padre todavía en camisón, con su gorro de noche caído de lado, lívido, rodeado de sus ministros rivales, el recientemente dimitido Palmela y un conservador llamado Antonio Vilanova.

—Majestad, o bien os unís a los constitucionalistas y conserváis parcelas de poder, o es fácil que acabéis como Fernando VII, destronado —le había dicho Palmela horas antes, al acudir a la llamada de don Juan.

Todo menos acabar como su cuñado, pensó el rey, que acto seguido, preguntó:

—¿Cómo debo tratar a los revolucionarios?

—No hay mucho que hacer, señor —le dijo Palmela—. Haced todo lo que os pidan.

Don Juan dirigió su mirada hacia su otro ministro, esperando otra respuesta, más acorde con lo que quería oír. Pero esta vez el conservador también estaba de acuerdo con su rival y se lo hizo saber al rey con una señal de la cabeza. De modo que se pusieron manos a la obra, y pasaron parte de la noche alrededor de una mesa trabajando sobre un documento a la luz de un candelabro.

Cuando Pedro entró en la sala, su padre se dirigió a él:

—Hijo mío, tengo que hacerte un encargo… Eres la persona que mejor lo puede llevar a cabo.

Pedro sintió una punzada de emoción. No estaba acostumbrado a que su padre le hiciese cumplidos, ni a que le confiase nada. El rey añadió:

—Eres el mejor jinete que conozco…

Estaba muy agitado, algo nada habitual en él. Su grueso labio inferior temblaba de forma imperceptible y su voz le traicionaba:

—Vete al encuentro de los revolucionarios y entrégales este documento lo antes posible, que las armas en ristre no soportan demoras… Tendrás que hacer un juramento en mi nombre.

Quizá sabía don Juan que al hacerle ese encargo, iba a propulsarle a la vida pública, ésa que Pedro ardía en deseos de abrazar. De lo que no tenía dudas era de que ese documento iniciaba el irremediable declive de su autoridad, que nunca más recuperaría el antiguo esplendor. Por eso, aparte de asustado, estaba triste. Pedro acertó a leer el encabezado:
«… El rey declara su adhesión para que el reino de Brasil adopte la Constitución de las Cortes en Portugal…»
Era el documento que contenía las ideas de Palmela. Al final, el rey y los miembros de su Consejo de Ministros habían tenido que ceder.

Pedro fue al galope hasta el Teatro Real, escoltado únicamente por un criado. Llegó a las cinco de la madrugada. La plaza olía a madera quemada y a estiércol. Iluminada por el fuego de las hogueras, estaba poblada de soldados portugueses sentados en corros junto a sus caballos. La mayoría eran veteranos de las campañas peninsulares, que respondían con ese alzamiento al efecto de la onda revolucionaria que había contagiado a la madre patria, luego al litoral brasileño hasta llegar, por fin, a Río. También había liberales, republicanos y disidentes de todo tipo. Pedro fue rodeado en seguida de la multitud habitual de mendigos, tullidos y leprosos que le tendían sus escudillas, pero también de otros jóvenes, algunos con palos, cuyas intenciones no acertaba a adivinar.

—¡Demos media vuelta, señor! —gritó su criado.

—¡Ni hablar!

Y espoleó con fuerza a su caballo empujándolo hacia delante, buscando un hueco entre el gentío. El animal, con los ojos desorbitados, se puso sobre las patas traseras. El príncipe, sin embargo, no perdió el control. Le acarició el cuello y le susurró un piropo al oído. Luego se dirigió a la turba y gritó:

—¡Viva la Constitución!

Sorprendidos de que el heredero declarase tan abiertamente su postura, los que le rodeaban corearon unos sonoros vivas. En ese momento, el príncipe tuvo la presencia de espíritu de añadir:

—¡Y viva el rey!

—¡Viva! —gritaron los demás al unísono.

Neutralizados, los rebeldes abrieron paso al caballo que, caracoleando, llegó hasta la escalinata. En lo alto, había piezas de artillería estratégicamente colocadas.

En el interior del teatro le esperaba un grupo de oficiales de la más alta graduación, con sus chaquetas trufadas de condecoraciones, sus charreteras y borlas, sus botas relucientes y su aire de vencedores. Iban acompañados del obispo y sus capellanes, y de personas «recién nombradas para asumir los altos cargos de la administración», como le explicaron. Entre ellos, se encontraban el nuevo ministro de Asuntos Exteriores y el de la Guerra. Había un barullo excesivo, y nunca aquel teatro había conocido semejante desorden. A los pocos minutos llegó su hermano Miguel, con el semblante torcido de miedo porque ignoraba por qué le convocaban. Los rebeldes buscaban la máxima representatividad para marcar ese momento histórico en el que revolucionaban la estructura de poder de todo un imperio. En ningún momento mostró Pedro aprensión o desconfianza. Al contrario, en seguida tomó la iniciativa:

—¡Está todo aquí! —dijo blandiendo el decreto que le había entregado su padre.

A continuación puso su mano derecha sobre una biblia que el obispo sujetaba con las dos manos y leyó la proclamación:
«Juro en nombre del rey, mi padre y señor, veneración y respeto a nuestra santa religión, y observar, guardar y mantener perpetuamente la Constitución, tal y como sea aprobada en Portugal por las Cortes…»
Cuando terminó de leer el manifiesto, dijo mirando a la platea:

—Ya está, las tropas pueden volver a sus cuarteles y los oficiales pueden ir a besar la mano de mi augusto padre.

—¡Todavía no, señor! ¡Eso no basta! —le interrumpió un hombre—. ¡No basta para satisfacer a la tropa y a este inmenso pueblo!

Quien le había interrumpido era un líder popular, el abogado y religioso portugués Marcelino Macamboa, que Pedro había conocido en sus salidas nocturnas en los garitos de Río. A pesar de su discurso, lo consideraba un moderado. Macamboa siguió poniendo sus condiciones:

—Vuestro padre tiene que comparecer en persona. Ha de jurar la Constitución sin reserva alguna, tiene que destituir su Consejo de Ministros y aceptar la junta de gobierno aquí presente. Ha de hacerlo públicamente, y sin dilación. Entonces, y sólo entonces, las tropas podrán volver a sus cuarteles.

Sus palabras fueron acogidas por una fuerte ovación y gritos de «¡El rey! ¡El rey!».

—Está bien —dijo Pedro pidiendo silencio con un gesto de la mano—. Yo no tengo nada que objetar a la lista de nuevos ministros propuestos por la junta. Y pienso que mi padre tampoco. Si ése es el deseo del pueblo, iré a buscarlo. ¡Volveré con él!

Cuando Pedro salió del teatro, lo hizo en loor de multitudes. Su actitud digna, casi desafiante, mezclada con sus muestras de conciliación le valieron la admiración de muchos. Era la primera vez que Pedro sentía el calor del pueblo, pero no se dejó llevar por el entusiasmo. A cada aclamación, procuraba lanzar otra: «¡Viva el rey nuestro señor! ¡Viva mi padre!» Quería dejar clara su lealtad, y de paso proteger su jardín, la monarquía.

De nuevo, Pedro se encontró cabalgando los cinco kilómetros que separaban la ciudad de San Cristóbal, mientras su hermano Miguel fue a buscar a su madre y a sus hermanas a Botafogo. Cuando llegó al palacio, su padre, ya vestido, estaba reunido con su ministro Antonio Vilanova, uno de los conservadores que tanto habían hecho para separarle del hijo. El palacio estaba en tinieblas: don Juan había ordenado cerrar todas las ventanas, como lo hacía cuando había grandes tormentas. Sentía miedo hasta de la luz del día. Alrededor de un candil de aceite, Pedro les explicó la situación, de manera enérgica y convincente, insistiendo para que su padre aceptase todas las exigencias. ¿Qué otra salida le quedaba? Sintió un difuso placer al entregarle la lista de nuevos ministros que llevaba en la mano.

—También me han encargado que os diga que tenéis que aceptar públicamente estos nombramientos —añadió desafiando con la mirada al ministro Vilanova, que de un plumazo perdía todo su poder.

Qué dulce le supo a Pedro aquella venganza que le había sido puesta en bandeja por la Historia.

El rey, cercado por todas partes, con su autoridad cada vez más amenazada y reducida a Río de Janeiro, por fin se dio cuenta de que no tenía opciones. Sólo propuso que los nuevos ministros pasasen a formar parte del nuevo Consejo Real, no de una Junta Constitucionalista subordinada a Lisboa, como había ocurrido en Salvador de Bahía y en Belem. Para él, aquello era el principio de una disgregación similar a la española. Por tanto, era mejor mantener la poca autoridad que le iban a dejar bajo control de la monarquía.

—Hemos de preservar la unidad del imperio, Pedro. Si le arrebataban a la monarquía hasta las apariencias… ¿Qué sentido tiene ir a dar la cara al Teatro Real?

Pedro entendió la importancia de la única condición que ponía su padre y volvió galopando al teatro. Llegó a las siete de la mañana, y entregó a los líderes militares y civiles de la revuelta un decreto firmado por su padre que aceptaba los nuevos nombramientos. A cambio, pidió que la junta revolucionaria aceptase convertirse en el nuevo Consejo Real de Ministros. Los líderes rebeldes se enzarzaron en una áspera discusión que parecía no acabar nunca. La idea no gustaba nada ni a Macamboa ni a sus compañeros más radicales, que recelaban de un nuevo gobierno compuesto de ministros bajo la autoridad de don Juan, a pesar de su juramento de conformidad con la Constitución. Pero los líderes militares y los propios ministros recién nombrados la secundaron, y acabaron imponiendo su criterio. La monarquía se había salvado milagrosamente.

Así que Pedro regresó de nuevo a San Cristóbal a buscar a su padre y al resto de su familia. El caballo echaba tanta espuma por la boca que se detuvo en las cuadras para cambiar de montura. En el zaguán del palacio, el rey se despidió con lágrimas en los ojos de Antonio Vilanova, su ministro favorito, y entró en su carruaje, preso de una avalancha de los más oscuros sentimientos. Al lado cabalgaba Pedro, con la cabeza alta, las riendas bien sujetas, la espalda recta, las piernas acariciando los lomos de un caballo que trepidaba. Se sentía feliz porque por fin, a sus veintidós años, estaba desempeñando un papel activo que colmaba su ambición. Aparte de conseguir que los rebeldes no exigiesen la abolición de la monarquía, estaba satisfecho porque los sucesos del día no habían resultado tan dramáticos como podía esperarse. Eran buenas razones para sentirse a gusto consigo mismo en su primer día de vida política activa. Detrás, Leopoldina le seguía en otro carruaje, acompañada por sus damas de compañía y dos criados, dolorida por los baches del camino e inquieta por el cariz que tomaban los acontecimientos.

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