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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

El invierno de Frankie Machine (3 page)

Mientras piensa en esto, empieza un altercado al otro lado del muelle.

«Tendremos una buena historia para la "hora de los caballeros"», piensa Frank, mientras se acerca a ver lo que pasa.

¡Qué gracia! Un ballestero y un vietnamita han pescado el mismo pez y están a punto de llegar a las manos sobre quién lo pescó primero: si el ballestero le disparó después de que mordiera el anzuelo del vietnamita o el vietnamita lo enganchó cuando ya estaba clavado en la flecha del ballestero.

El pobre pescado está colgado en el aire en el vértice de aquel triángulo insólito, mientras los dos individuos juegan al tira y afloja con sus sedales, pero un vistazo revela a Frank que quien tiene la razón es el vietnamita, porque el pescado tiene su anzuelo en la boca y es poco probable que un pescado con el cuerpo atravesado por una flecha decida que tiene apetito y trate de comerse un pececillo.

Sin embargo, el ballestero le da un buen tirón y se queda con el pescado.

El vietnamita empieza a gritarle y se congrega un gentío. Da la impresión de que el ballestero está a punto de golpear al vietnamita contra el muelle. Podría hacerlo fácilmente, porque es grandote, más grande incluso que Frank.

Frank se abre paso entre la multitud y se sitúa entre los dos rivales.

—El pescado es de él —dice Frank al ballestero.

—¿Y tú quién coño eres?

La pregunta demuestra una ignorancia supina. Es Frank, el vendedor de carnada, y todos los que frecuentan el muelle lo saben. Cualquier asiduo sabría también que Frank, el vendedor de carnada, es uno de los encargados de mantener la ley y el orden en el muelle.

Es que en todo lo relacionado con el agua (ya sea la playa, el muelle o una ola) hay algún
sheriff
que, por una cuestión de antigüedad y de respeto, mantiene el orden y resuelve las controversias. En la playa suele ser un socorrista, alguna persona mayor que se ha convertido en una leyenda del socorrismo. En la zona de arranque, son uno o dos tíos que han estado navegando aquella rompiente desde siempre. En el muelle de Ocean Beach, es Frank.

No se discute con el
sheriff
. Puedes exponer tus argumentos, puedes expresar tu queja, pero su resolución no se cuestiona, y, desde luego, no le preguntas quién es, porque uno debería saberlo. No saber quién es el
sheriff quiere
decir, automáticamente, que uno es un intruso cuya ignorancia probablemente lo incrimina de entrada.

Además, al ballestero se le nota mucho que es de la zona de East County: desde el chaleco de plumas hasta la gorra de béisbol con la inscripción «Keep on Truckin'» y el peinado que lleva debajo. Frank supone que es de El Cajón
[1]
y siempre le divierte que un tío que vive a más de sesenta kilómetros del mar tenga un sentido tan desarrollado de la parte que le corresponde de él.

Ni se molesta en responderle.

—Es evidente que él lo enganchó primero y que usted le disparó mientras él estaba enrollando el sedal —dice Frank.

Es lo mismo que el vietnamita dice rápido, a voz en grito, sin parar y en vietnamita, conque Frank se vuelve hacia él y le pide que se calme. Le inspira respeto, porque no se echa atrás, aunque mide treinta centímetros menos y pesa sesenta kilos menos.

«Está claro que no se va a echar atrás —piensa Frank—: está tratando de dar de comer a su familia.»

Entonces Frank se vuelve al ballestero.

—Dele su pescado. Hay muchos más en el océano.

El ballestero no está dispuesto a tolerarlo. Mira a Frank con odio y, viéndole los ojos, Frank se da cuenta de que suele consumir drogas.

«Pues qué bien —piensa Frank—: con la cabeza llena de
speed
, será mucho más fácil tratar con él.»

—Estos chinos de mierda se están quedando con todos los peces —dice el ballestero, mientras vuelve a cargar la ballesta.

Es posible que el vietnamita no hable mucho inglés, pero, a juzgar por su mirada, conoce la expresión «chino de mierda».

«Es probable que la haya oído muchas veces», piensa Frank, avergonzado.

—Oiga, East County —dice Frank—, que por aquí no solemos hablar así.

El ballestero está a punto de empezar a discutir, pero se detiene. Simplemente se detiene. Es posible que sea imbécil, pero no es ciego y ve algo en los ojos de Frank que le hace cerrar la boca.

Frank mira al ballestero directamente a los ojos drogados y le dice:

—Y no quiero volver a verlo en mi muelle. Busque otro lugar para pescar.

Al ballestero se le han pasado las ganas de discutir; coge lo que ha pescado y emprende el camino de regreso por el muelle. Frank regresa a la tienda de carnada a ponerse el traje de neopreno.

3

—¡Vaya! ¡Ya tenemos aquí al justiciero!

Dave Hansen sonríe burlonamente a Frank desde su tabla en la zona de arranque. Frank se le acerca remando y se coloca a su lado.

—¿Ya te has enterado?

—Ocean Beach es como un pueblo —dice Dave y echa una mirada significativa a la tabla larga de Frank, una vieja Baltierra de dos metros y ochenta centímetros de largo—. ¿Eso es una tabla o un transatlántico? ¿Llevas camareros a bordo? Quisiera hacer una reserva para el segundo turno, por favor.

—A olas grandes, tabla grande —dice Frank.

—Serán aún más grandes mañana, cuando hablemos de ellas —dice Dave.

—Las olas son como las barrigas —dice Frank—: Crecen a medida que pasa el tiempo.

No ha sido así con la de Dave. Dave y él son amigos desde hace como veinte años y la barriga de aquel poli alto sigue siendo plana como una tabla. Cuando Dave no hace surf, sale a correr y, salvo el panecillo de canela que toma después de la «hora de los caballeros», no come nada que contenga azúcar blanca.

—¿Hace bastante frío para ti? —pregunta Dave.

—Sí.

Lo hace y eso que Frank lleva puesto un traje de invierno de O'Neill con capucha y botines. ¡Qué fría está el agua! En verdad, Frank había pensado saltarse la «hora de los caballeros» aquella mañana precisamente por aquel motivo.

«Pero eso sería el principio del fin —piensa—: sería reconocer que uno se hace mayor. Salir todas las mañanas es lo que te mantiene joven.»

Por eso, en cuanto llegó el chaval, Abe, Frank hizo el esfuerzo de ponerse el traje de neopreno, la capucha y los botines, sin darse tiempo a acobardarse.

Sí que hace frío. Cuando iba remando y tuvo que zambullirse bajo una ola, fue como meter la cara en un barril de hielo.

—Me sorprende que hayas venido esta mañana —dice Frank.

—¿Por qué lo dices?

—Por la Operación Aguijón G —dice Frank—. ¡Qué nombre más original, Dave!

—Para que después digan que no tenemos sentido del humor.

«Claro que la Operación Aguijón G no es ninguna broma —piensa Dave Hansen—. Tiene que ver con los últimos vestigios del crimen organizado en San Diego, el soborno a policías y concejales... Hasta podría haber involucrado algún congresista. La Operación Aguijón G no tiene nada que ver con las estríperes, sino con la corrupción, y la corrupción es como el cáncer: empieza en pequeña escala, con señoritas que bailan semidesnudas sobre las rodillas de los clientes, pero después crece y se convierte en licitaciones para construcciones, operaciones inmobiliarias y hasta contratos de defensa. Cuando un político se engancha, queda enganchado para siempre. Los de la mafia lo saben y saben que a un político se lo soborna una sola vez; después se le hace chantaje.»

—¡Fuera! —grita Frank.

Se acerca una buena serie de olas. Dave arranca. Es fuerte y rema con facilidad y un estilo atlético y Frank lo observa cuando coge la ola y se pone de pie, después se agacha y cabalga la ola a la derecha hasta el final y de un saltito se baja de la tabla. El agua le llega al tobillo.

Frank se prepara para la siguiente.

La espera tumbado boca abajo sobre la tabla y rema con fuerza, siente que la ola lo levanta y se pone en cuclillas. Se endereza justo cuando la ola desciende y apunta la parte anterior de la tabla hacia la orilla. Es el estilo clásico y directo de la vieja escuela, pero, aunque Frank lo ha hecho así miles de veces, para él sigue siendo la mejor salida.

Sin ánimo de ofender a Donna, ni a Patty, ni a ninguna de las mujeres con las que ha hecho el amor en su vida, no hay nada como aquello. Ni lo ha habido ni lo habrá jamás. ¿Cómo decía aquella canción? «Coge una ola y te sentirás como si estuvieras sentado en la cúspide del mundo.» Eso era: sentado —mejor dicho, parado— en la cúspide del mundo. Y el mundo va a mil por hora, frío, despejado y hermoso.

Cabalga la ola y se baja de un saltito. Dave y él vuelven remando juntos.

—No estamos tan mal para lo mayores que somos —dice Frank.

—Claro que no —responde Dave. Cuando vuelven a donde el agua les llega a los hombros, dice—: Oye, ¿te dije que he decidido tirar la toalla?

Frank no está seguro de haber oído bien. ¿Que se jubila Dave Hansen? ¡Pero si tiene mi edad, por el amor de Dios! No, ni siquiera: es un par de años más joven.

—La Agencia ofrece la jubilación anticipada —dice Dave con delicadeza, porque ha visto la cara que ha puesto Frank—. Llegan todos estos jovencitos. Y con todo esto del terrorismo... Lo he hablado con Barbara y hemos decidido aprovecharlo.

—¡Por Dios, Dave! ¿Y qué vas a hacer?

—Esto —dice Dave, señalando las olas con la mano— y viajar y dedicar más tiempo a los nietos.

¡Los nietos! Frank ha olvidado que la hija de Dave, Melissa, ha tenido un bebé hace un par de años y está esperando otro. ¿Dónde era que vivía? ¿En Seattle? ¿En Portland? Algún lugar lluvioso.

—Vaya.

—Mira que seguiré viniendo para la «hora de los caballeros»... —dice Dave—, muchas veces, y así no tendré que marcharme tan temprano.

—No, oye, felicitaciones —dice Frank—.
Cent'anni
. Muchas felicidades. Ejem, ¿cuándo...?

—Dentro de nueve meses —dice Dave—, en septiembre.

«Septiembre —piensa Frank—, el mejor mes para la playa. El tiempo es estupendo y los turistas ya se han vuelto a casa.»

Llega otra serie de olas. Los dos las cabalgan y dan por concluida la navegada. Dos olas buenas en un día como aquel son suficientes. Una taza de café caliente y un panecillo de canela parecen una buena idea en aquel preciso momento, conque salen y se lavan en la ducha al aire libre que hay en el exterior del puesto de carnada, se visten y pillan una mesa en la cafetería del muelle de Ocean Beach.

Se sientan, beben café, consumen grasas y azúcares y observan la tormenta de invierno que se avecina desde el mar. El cielo se ha puesto gris oscuro y se ha llenado de nubes y empieza a soplar viento del oeste.

Va a ser algo extraordinario.

4

Después de la «hora de los caballeros», Frank se pone a hacer todo lo que tiene que hacer.

Entre sus cuatro negocios, su ex esposa y su novia, Frank siempre tiene mucho que hacer. La clave para conseguirlo es seguir una rutina o al menos intentarlo.

Varias veces ha intentado explicar esta técnica de administración tan sencilla al chaval, Abe, sin ningún resultado evidente:

—Si sigues una rutina —lo reprende—, siempre te puedes desviar un poco en caso de que ocurra algo imprevisto, pero si no tienes una rutina, entonces todo son imprevistos. ¿Comprendes?

—Comprendo.

Pero sabe que no lo comprende, porque no le hace caso. Frank la cumple religiosamente. En realidad, más que religiosamente, como le recordó Patty la última vez que estuvo en su casa para arreglar una filtración de agua bajo el fregadero de la cocina.

—No vas nunca a la iglesia —le dijo ella.

—¿Para qué voy a ir a la iglesia —preguntó Frank— a oír hablar de moralidad a un sacerdote que comete
schtupp
con los niños?

La palabra se la enseñó Herbie Goldstein y la prefiere a sus alternativas. A Frank no le gusta blasfemar y, en cierto modo, decirlo en yidis resulta menos vulgar.

—Eres tremendo —dijo Patty.

«Pues sí, soy tremendo», piensa Frank, pero ha notado que, después de las últimas veces que la ha ayudado a pagar las cuentas, ya no le habla tanto de la iglesia como antes.

Los sacerdotes deberían saber lo que los maridos italianos han sabido siempre: que una esposa italiana siempre encuentra la forma de castigarte y suele ser en la cartera. Aunque uno la cabree, ella sigue cumpliendo su obligación en la cama, pero después va y se compra un juego de comedor de diario nuevo, sin decir ni una palabra, y, si uno tiene un poco de cerebro, tampoco dice nada.

Y si los sacerdotes tienen un poco de cerebro, no pueden subirse al púlpito a quejarse de que cada vez recogen menos en el cepillo, porque entonces empezarán a recibir monedas de cinco y de diez centavos.

En todo caso, la iglesia no forma parte de la rutina de Frank; en cambio, el suministro de mantelería limpia sí.

Dedica las dos primeras horas posteriores a la venta de carnada a recorrer los distintos restaurantes a los que presta servicio, haciendo lo que él llama «visitas de conformidad», es decir, ir a hablar con los propietarios y los encargados para comprobar que estén conformes con el servicio, que estén satisfechos con sus pedidos y que los manteles, las servilletas, los delantales y los paños de cocina hayan quedado impecables. Si el restaurante también le compra pescado, entra en la cocina para saludar al chef y asegurarse de que esté satisfecho con la calidad de la mercadería. Por lo general entran en la cámara frigorífica, donde Frank inspecciona los productos personalmente, y si el chef tiene alguna queja, Frank toma nota en su libretita y se ocupa de ella de inmediato.

«Doy gracias a Dios por los teléfonos móviles», piensa Frank, porque así puede llamar a Louis desde el coche y decirle que haga llegar atún fresco al Ocean Grill en menos de veinte minutos y que se asegure de que esta vez sea bueno de verdad.

—¿Por qué lo escribe, si va a hacer la llamada enseguida? —le pregunta el chaval, Abe.

—Porque el cliente te ve cuando lo escribes —le responde Frank— y sabe que te tomas en serio su negocio.

A la una, Frank ya ha visitado como una docena de los mejores restaurantes de San Diego. Hoy trabaja desde el sur hacia el norte, para poder acabar en Encinitas para comer con Jill.

Como es vegetariana, se encuentran en el Lemongrass Café, a la salida de la autopista de la costa del Pacífico, aunque el restaurante no es uno de los clientes de Frank y no le hacen descuento.

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