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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

El invierno de Frankie Machine (4 page)

Jill ya está sentada cuando él llega. Él se detiene un instante en la entrada a mirarla.

Durante mucho tiempo, Patty y él pensaron que no podrían tener hijos y ya se habían resignado a la idea, cuando de pronto, ¡zas!

«Jill, mi hermosa hija, ya es toda una mujer.»

Alta, guapa, con el cabello castaño hasta los hombros, ojos marrones oscuros y nariz romana. Va vestida con ropa informal, pero elegante: pantalones vaqueros y un jersey negro. Está leyendo
The New Yorker
y bebe a sorbos de una taza que él sabe que contiene alguna infusión. Levanta la vista y le sonríe y para él no hay nada en el mundo comparable con aquella sonrisa.

Estuvieron distanciados mucho tiempo, cuando Patty y él se separaron, y no le echa en cara su resentimiento.

«Fue una época difícil —piensa Frank—. A ella y a su madre se lo hice pasar mal.»

Durante la mayor parte de la enseñanza superior, ella apenas le dirigió la palabra, a pesar de que él le pagó todos los estudios, el alojamiento y la manutención, hasta que, al final del penúltimo año, algo hizo clic en ella y lo llamó y lo invitó a comer: se sintió incómodo y le dio mucha vergüenza, pero fue estupendo, y a partir de entonces fueron reconstruyendo poco a poco la relación entre ellos.

Claro que todavía no han llegado a los niveles de
Papá lo sabe todo
. Ella aún alberga algo de resentimiento y de vez en cuando se pone mordaz, pero comen juntos todos los martes y él no se lo perdería por nada del mundo, por ocupado que esté.

—Papá.

Apoya la revista en la mesa y se pone de pie para que la abrace y la bese en la mejilla.

—Cariño.

Se sienta frente a ella. Es el típico tugurio vegetariano-budista-
hippie
del sur de California: todo lo que hay en las mesas y en las paredes es de fibra natural y los camareros susurran como si estuvieran en un templo, en lugar de un restaurante.

Echa un vistazo al menú.

—Prueba la hamburguesa de tofu —dice ella.

—No te ofendas, cariño, pero prefiero comer caca de vaca.

Encuentra algo que parece que podría ser un bocadillo de berenjena con pan de siete cereales y se decide por eso. Ella pide sopa con tofu y hierba limón.

—¿Cómo va la venta de carnada?

—Como siempre —responde.

—¿Has visto a mamá últimamente?

—Claro que sí. —«Como siempre», piensa Frank. Cuando no es la chequera, es el coche que necesita mantenimiento y siempre hay algo que hacer en la casa. Además, él paga la pensión alimenticia todas las semanas, en efectivo—. ¿Y tú?

—Anoche cenamos y fuimos de compras —dice Jill—, como parte de mi campaña constante pero inútil para lograr que se compre alguna prenda de vestir que no sea negra.

Él sonríe y no hace ningún comentario sobre el jersey que lleva puesto ella.

—Desde que la dejaste se viste como una monja —dice Jill.

«Bien, al menos hoy nos hemos quitado de encima enseguida la mención obligada a aquella cuestión —piensa Frank— y, cariño, que conste que yo no la dejé, sino que fue ella la que me echó a patadas. Y no digo que no tuviera motivos ni que no me lo mereciera. Solo quiero que conste.»

Sin embargo, no lo dice.

Jill alarga la mano para coger algo que hay en el asiento junto al de ella y le entrega un sobre por encima de la mesa. Él lo mira con curiosidad.

—Ábrelo —dice ella, radiante.

Él saca las gafas de leer y se las pone.

«Envejecer es mala idea —piensa—. Debería dejarlo ahora mismo.»

El sobre es de la Universidad de California en Los Ángeles. Extrae la carta que contiene y se pone a leerla, aunque no puede acabar, porque se le nublan los ojos.

—¿Es que...?

—¡Me han aceptado —dice ella— en la Facultad de Medicina de la Universidad!

—Cariño —dice Frank—, ¡qué fantástico! Estoy tan orgulloso... tan contento...

—Yo también —dice ella y él recuerda que, en sus mejores momentos, ella no tiene nada de malicia.

—¡Vaya! —dice él—. Mi niñita va a ser médico.

—Oncóloga —dice ella.

«¡Cómo no! —piensa él—. Jill nunca hace nada a medias. Cuando se zambulle, siempre lo hace en la parte honda de la piscina, así que Jill no va a ser simplemente médico, sino que va a curar el cáncer. Me alegro por ella y no me sorprendería en lo más mínimo que lo consiguiera.»

La Facultad de Medicina de la UCLA.

—No empiezo hasta el otoño —dice ella—, así que pensé que podría hacer un par de trabajitos en verano y después conseguir un trabajo a tiempo parcial durante el período de clases. Creo que podré hacer las dos cosas.

Él sacude la cabeza.

—Trabaja durante el verano —le dice—, pero no puedes estudiar medicina y trabajar al mismo tiempo, cariño.

—Papá, yo...

Él levanta la mano con la palma hacia fuera.

—Yo me hago cargo.

—Tú trabajas tanto y...

—Yo me hago cargo.

—¿Estás seguro?

Esta vez solo le hace el gesto con la mano, sin decir nada.

Sin embargo, Frank piensa que van a ser facturas caras y eso es mucha carnada, ropa blanca y pescado. Y también alquileres. Por la tarde, Frank se dedica al negocio inmobiliario.

«Voy a tener que ponerme las pilas —piensa—, pero no pasa nada: puedo hacerlo. Ya te he cagado mucho la vida hasta ahora, así que puedo encontrar la forma de compensarte. ¡Tener una hija que sea "la doctora Machianno"! ¿Qué diría mi viejo?»

—Estoy tan contento —dice; se pone de pie, se inclina hacia ella y la besa en lo alto de la cabeza—. Felicitaciones.

Ella le aprieta la mano.

—Gracias, papá.

Traen los platos y Frank se come el bocadillo fingiendo entusiasmo, pero pensando que ojalá lo dejaran entrar en la cocina y enseñarles a preparar berenjenas.

Hablan de cosas intrascendentes durante el resto de la comida. El le pregunta si tiene novio.

—Nadie en especial —dice ella—. Además, no voy a tener tiempo para la Facultad de Medicina y el amor.

«Típico de Jill —piensa él—. La chavala siempre ha tenido la cabeza bien puesta.»

—¿Postre? —pregunta él cuando acaban el plato principal.

—Yo no quiero nada —dice ella, mirándole fijamente la barriga— y tú tampoco deberías.

—Es cosa de la edad —le dice.

—Es lo que comes —dice ella— y todos los
cannoli
.

—Me dedico a la restauración.

—Mejor di a qué no te dedicas.

—Al tofu —responde y hace un gesto para pedir la cuenta.

«Deberías estar contenta de que me dedique a todas estas cosas, porque son ellas las que han pagado tus estudios hasta ahora y las que pagarán la Facultad de Medicina. Simplemente tengo que calcular la manera de hacerlo.»

La acompaña hasta su pequeño toyota Camry, que él le compró cuando ella empezó la universidad: es fiable, consume poco y el seguro no es muy caro. Sigue estando en perfecto estado, porque ella lo mantiene. La futura oncóloga sabe revisar el aceite y cambiar las bujías y pobre del mecánico que intente hacerle una jugarreta a Jill Machianno.

Ahora ella lo mira con mucha seriedad. Aquellos ojos castaños penetrantes pueden ser increíblemente cariñosos a veces. No siempre, pero cuando lo son...

—¿Qué pasa? —pregunta él.

Ella duda y finalmente dice:

—Has sido un buen padre y te pido perdón si...

—El perdón es cosa del pasado —dice Frank—. Lo que Dios nos da es el presente, cariño, y tú eres una hija maravillosa y estoy orgullosísimo de ti.

Se abrazan estrechamente durante un minuto. Después ella se mete en el coche y se marcha.

«Con toda la vida por delante —piensa Frank—, lo que será capaz de hacer esta chavala...»

No ha hecho más que volver a la furgoneta cuando suena su teléfono móvil. Mira la pantalla.

—Dime, Patty.

—El triturador de basura —dice ella.

—¿Qué tiene?

—Que no tritura la basura —dice ella— y el fregadero está todo lleno de... basura.

—¿Has llamado al fontanero?

—Te he llamado a ti.

—Pasaré esta tarde.

—¿A qué hora?

—No lo sé, Patty. Tengo cosas que hacer. Llegaré cuando llegue.

—Tienes la llave —dice ella.

«Eso ya lo sé —piensa él—, ¿por qué tendrá que recordármelo cada vez?»

—Tengo la llave —dice—. Acabo de comer con Jill.

—Es martes —dice ella.

—¿Te lo ha dicho?

—¿Lo de la Facultad de Medicina? —pregunta Patty—. Me enseñó la carta. ¿No es una maravilla?

—Es una maravilla.

—Pero ¿cómo lo vamos a pagar, Frank?

—Ya veremos.

—Pero es que no sé...

—Ya veremos —insiste Frank—. Patty, te tengo que dejar...

Corta la comunicación.

«Lo que me faltaba —piensa—: un triturador de basura atascado para agregar a lo que tengo que hacer hoy. Apuesto a que Patty estaba pelando patatas en el fregadero y trató de echarlas por ahí y, aunque conozco por lo menos a cuatro fontaneros que le podría enviar, tengo que ir yo, porque, si no, Patty no se convence de que está arreglado. Si no me tiene bajo el fregadero, pelándome los nudillos con una llave inglesa, no se queda contenta.»

Se detiene en un centro comercial de Solana Beach, entra en un Starbucks y compra un capuchino con leche desnatada y una cereza, pero sin nata montada, le pone la tapa, regresa a la furgoneta y conduce hasta la pequeña boutique de Donna. Ella está detrás del mostrador.

—¿Leche desnatada? —le pregunta.

—Sí, como todos los días te traigo leche desnatada —dice Frank—, pero hoy te traigo la leche entera.

—Eres un cielo —le sonríe, bebe un sorbo y dice—: Gracias. Hoy no he tenido tiempo para comer.

«¿Tiempo para qué?», piensa Frank, porque «comer» para Donna significa una rebanada de zanahoria cruda, un trozo de lechuga y una remolacha o algo así.

Claro que por eso, aunque ronda los cincuenta, parece tener treinta y cinco y conserva el cuerpo de corista de Las Vegas. Piernas largas y delgadas, sin cintura, y una pechera que, aunque considerable, no corre peligro de desmoronarse.

Si todo eso se combina con su cabello rojo fuego, los ojos verdes, un rostro espectacular y una personalidad a la altura, no tiene nada de extraño que él le lleve un capuchino cada vez que pasa por allí. Y flores una vez por semana. Y algo brillante en Navidad y para su cumpleaños.

Donna es una mujer cara de mantener y a ella no le cuesta admitirlo.

Frank lo comprende: la calidad y los gastos de mantenimiento van parejos. Donna se ocupa bien de Donna y espera que Frank haga lo mismo. No es que Donna sea una mantenida —nada que ver—; guardó la mayor parte del dinero que ganó como corista, se trasladó a San Diego y abrió su boutique exclusiva. No tiene mucho stock, pero lo que tiene es de la mejor calidad y muy elegante y atrae a una clientela fiel, en su mayoría mujeres de San Diego que salen a comer.

—Tendrías que trasladar la tienda a La Jolla —le dijo él.

—¿Sabes lo que cuesta un alquiler en La Jolla? —le respondió.

—Pero la mayoría de tus clientas son de La Jolla.

—Pueden hacer un trayecto de diez minutos en coche.

«Tiene razón —piensa Frank—, porque vienen.»

En aquel preciso instante hay dos señoras inspeccionando las estanterías y otra en el probador. Y no va nada mal que Donna lleve puesta su propia mercadería y que tenga un aspecto deslumbrante.

«Si no hubiera nadie en la tienda —piensa Frank—, la llevaría a uno de los probadores y...»

Ella interpreta el destello en sus ojos.

—Tienes demasiadas cosas que hacer y yo también —le dice.

—Ya lo sé.

—¿Qué harás más tarde?

Él siente una leve punzada en la ingle. Donna siempre le produce aquella sensación y eso que llevan juntos... ¿cuánto?, ¿ocho años?

—¿Has ido a comer con Jill? —le pregunta.

Le cuenta la noticia de Jill.

—Es fantástico —dice Donna—. Me alegro mucho por ella.

Lo dice en serio, piensa Frank, aunque ella y Jill ni siquiera se conocen. Varias veces ha tratado de hablar de Donna con su hija, pero ella siempre lo ha interrumpido y ha cambiado de tema. Es leal a su madre, piensa Frank, y él tiene que respetar aquella lealtad. Lo mismo hace Donna.

—Oye —le dijo ella cuando surgió la cuestión—, que si ella fuera mi hija y mi ex quisiera presentarle a su nueva novia, me gustaría que se comportara de la misma forma.

Tal vez, pensó Frank, aunque Donna es más sofisticada que Patty sobre cuestiones románticas. De todos modos, se alegró de que lo dijera.

—Es una buena chavala —dice Donna—. Le irá bien.

«Claro que sí», piensa Frank.

—Me tengo que ir —dice.

—Yo también —dice Donna, al ver a una clienta que sale del probador con un conjunto que le queda fatal. Él asiente y se dirige a la puerta, mientras ella dice—: Querida, con los ojos que tienes. Deja que te enseñe...

5

«El alquiler de bienes inmuebles —piensa Frank— es una manera amable de decir "hemorroides".»

En realidad, es como un picor o un ardor en el culo. La única diferencia es que el alquiler de bienes inmuebles produce dinero, mientras que las hemorroides no, a menos que uno sea proctólogo.

Es lo que va pensando mientras conduce por Ocean Beach, controlando la media docena de pisos, casas y pequeños edificios de apartamentos que vigila como socio capitalista de OB Property Management, una sociedad en comandita que se limita, básicamente, a Frank y Ozzie Ransom, cuyo nombre aparece en todo el papeleo y es el que se ocupa del dinero. Claro que, después de que Ozzie cuente el dinero, Frank lo vuelve a contar otra vez, para asegurarse de que Ozzie no le robe como un camarero. No es que no confíe en Ozzie, sino que no quiere poner a su «socio» en el camino de la tentación.

Frank protege de la misma forma la moralidad de sus «socios» en el negocio de la ropa blanca y en el del pescado. Revisa sus libros con regularidad y también lo hace de forma «irregular», como él dice. Ellos nunca saben cuándo se le puede ocurrir a Frank pasar a revisar las cifras, los recibos, el inventario o las hojas de pedidos. Además, cada trimestre, Frank hace que su contable y abogado, Sherm Simon, alias
el Cinco Centavos
—«cinco centavos hoy, cinco centavos mañana...»—, repase todos los libros, tanto para saber cuánto tiene que pagar de impuestos como para cerciorarse de que, aunque lo desplume el gobierno, sus socios no le hagan lo mismo.

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