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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (3 page)

Una noche en la que se disponía a retirarse, escuchó unos toques en la puerta. Supuso que se trataría de algún cliente rezagado o en situación de «emergencia». Nunca se sabía cuándo a alguien se le ocurriría presentarse con una urgente petición nocturna, como recuperar el amor de un ser querido, convencer a una hija de casarse con un anciano adinerado o vengarse de un vecino que le había matado al perro. Hermann nunca rechazaba clientes, por extraños que fuesen sus requerimientos o por lo tardío de la hora, y aunque no siempre la solución de los problemas demandaba otros conocimientos que los del sentido común, él los consideraba como una manera de poner en práctica lo aprendido con Welldone. La mayoría de las veces solucionaba los problemas con una pequeña dosis de sugestión o hipnotismo, que si bien no remediaba la raíz del problema, hacía que la gente se sintiera satisfecha.

Un rostro conocido apareció tras la puerta. Era Hans Ewers, ni más ni menos. Si lo hubiese llamado no habría acudido con tanta precisión.

—¿Hermann? —inquirió la cara conocida.

—¿Hans Ewers? —preguntó Hermann como respuesta—. ¡Qué sorpresa! Adelante, por favor.

Con un gesto elegante, lo invitó a sentarse, mientras él hacía lo propio.

—Disculpa la hora tardía, Hermann, pero mi intención era hablarte a solas. Sé que tienes mucha clientela durante el día.

—Mi «corte de los milagros» —indicó Hermann en tono de chanza.

—Me han llegado rumores favorables acerca de tu buen hacer. Tú mismo pareces otro, ¿dejaste el circo?

—Sí, hace años, y usted, ¿sigue escribiendo? —preguntó Hermann, sin dar explicaciones.

—Por favor, Hermann, no es necesario que seas tan ceremonioso, sólo llámame Hans.

—Claro, Hans, es la costumbre. Recuerdo que dabas conferencias en las que hablabas de ocultismo y fuiste mi inspiración.

—Es bueno saberlo. ¿Qué clase de «trabajos» haces? Me dijeron que eres un gran hipnotizador.

—Sólo aconsejo, Hans, no es gran cosa. A veces a la gente le gusta que la escuchen.

Hans notó que Hermann no le diría nada de importancia. Era obvio que sabía mucho, tanto, que no hablaba al respecto. Hermann supo al mirarlo, que Hans de ocultismo o magia sabía poco o no nada. Por eso hablaba tanto.

—¿En qué puedo serte útil, Hans? —preguntó mirándolo a los ojos con suavidad.

—¿Te gustaría trabajar conmigo en Berlín?

—Me gustaría trabajar en Berlín, pero no sé qué podría hacer para ti.

—Me refiero a una sociedad —aclaró Hans, incómodo— yo sigo dando conferencias, ahora está muy en boga hablar de geopolítica y de asuntos raciales; tú podrías hablar de ocultismo y magia, juntos podríamos hacer mucho dinero.

—De ocultismo no se habla. De magia... ¿qué podría decir? Ya sabes la clase de mago de circo que soy —dijo Hermann sonriendo abiertamente.

—Tengo conexiones de alto nivel en Alemania, creo que te podría interesar. En las conferencias puedes hablar de lo que quieras —sugirió Hans, que de pronto sentía la necesidad de complacer a Hermann.

—Justamente estaba pensando ir a Alemania, llegas en el momento preciso.

—Entonces lo doy por hecho. Viajaré mañana y estaremos en contacto. —Escribió en una libreta que llevaba consigo los datos de una dirección, arrancó la hoja y se la entregó—. Búscame apenas llegues. No te arrepentirás.

Hans se retiró y a Hermann le dio la sensación de que nunca estuvo allí, tan corta y certera había sido su visita. Supo que iba por el buen camino, era justo lo que necesitaba, alguien que lo presentara, que lo acercara al mundo que él quería. Se sentó en su viejo sillón y rememoró parte de su pasado, seguro de haber roto los lazos que lo ataban a su antigua vida en el barrio pobre de Ottakring, en Viena, donde creció como hijo de un judío hasídico apodado «Tallador de piedra». Hermann veía muy lejanos los días en los que se dedicaba a recuperar cadáveres de soldados muertos para entregarlos a sus parientes. Nunca preguntó a Welldone cómo lo supo. Y ya no importaba. Reconocía que había sido un negocio macabro, pero él no tenía reparos en los medios para obtener dinero. Ahora sus planes eran diferentes, y esperaba llevarlos a cabo con éxito en cuanto llegase a Alemania.

Faltando poco para su viaje, tuvo lugar un acontecimiento que marcaría un hito en su vida. Recibió la inesperada visita de Lothar. Su presencia le recordó parte de su desagradable pasado, pero había aprendido a disimular sus contratiempos.

—Buenos días, Hermann, no me fue difícil encontrarte, te has vuelto célebre por estos rumbos —dijo Lothar como saludo—. Un día desapareciste sin decir nada... pero ese no es el motivo de mi visita.

Venía preparado para recibir un portazo en la cara, sin embargo, notó que Hermann parecía complacido. Observó el cambio operado en el que fuera su empleado; su intimidatoria presencia se había acentuado, pese a sus modales amables, y tras su aparente satisfacción, asomaba un don de gentes del que carecía cuando trabajaba en el circo. Parecía un caballero.

—Buenos días, Lothar, ¿qué te trae por aquí? —preguntó Hermann, con leve afectación, sin dar importancia al comentario.

—Vengo con una triste noticia. ¿Recuerdas a Ignaz?

—Por supuesto —respondió Hermann con brevedad. Jamás pensó que volvería a saber de ella.

—Falleció hace unas semanas. Su madre está tan enferma que creo que pronto le seguirá a la tumba.

—Es una lástima... —empezó a decir Hermann, pero se quedó en silencio, cuando vio asomarse por la puerta a una niña que lo miraba fijamente.

—Ella es Alicia, tu hija. Su abuela me la dejó con la confianza de que yo podría encontrarte. Casualmente, pasé con mi circo por aquí y escuché hablar de ti.

—Pero yo no sé nada de niños, mucho menos, de niñas —se resistió Hermann.

—Es tu hija y cumplo con los deseos de su abuela —reiteró Lothar, con decisión. Tomó de la mano a la niña y se la entregó. La pequeña llevaba una raída maleta en la otra mano— Alicia —le dijo—: es tu padre, él cuidará de ti.

—Lothar, te pagaré por cuidar de ella, yo no puedo tenerla, justamente estoy a punto de partir para Berlín, además, el tipo de trabajo que tengo no me permite...

—Yo también estoy de pasada —le interrumpió Lothar— tú sabes cómo es el circo, viajamos todo el tiempo, será mejor que veas qué haces con ella. Yo cumplí con entregártela.

El primero de los acontecimientos que había dejado entrever Welldone, y que Hermann pensaba que no ocurriría, empezaba a cumplirse.

Lothar se despidió brevemente de la chiquilla con una caricia en la mejilla y partió dejando a Hermann de pie, con el brazo adelantado como el de una estatua. Lo bajó lentamente y observó a la niña. A pesar de lo sucia que estaba, podía adivinar la belleza de su rostro. Tenía enormes ojos azules y el cabello rubio igual al de su madre. Pero... ¿Sería su hija? Cuando dejó a Ignaz, la pequeña contaba cuatro años. No recordaba mucho de ella.

—¿Qué edad tienes? —preguntó, después de tomar asiento para estar a su altura.

—Doce años.

—¿Me recuerdas?

—Un poco —respondió Alicia, mirándolo con sus grandes ojos.

Hermann no sabía qué más decir.

—¿Sabes leer? —se le ocurrió preguntar.

—No, señor —respondió Alicia bajando la mirada, avergonzada.

Pese a ser un individuo calculador y bastante cínico, Hermann se sintió conmovido. La niña, que según Lothar era su hija, se veía desvalida, delgada, y bastante sucia. A partir de ese momento se hizo cargo de Alicia. Empezó a tratarla como la hija que a fin de cuentas era. Le ordenó asearse y le compró ropa adecuada; la que cargaba en su gastada maleta no era sino una colección de trapos viejos, y prosiguió con sus planes de viajar a Berlín. Después de considerar el asunto pensó que la suerte lo acompañaba; si algún acreedor daba sus señas jamás buscarían un hombre con una niña. La cuantiosa deuda adquirida para montar su gabinete quedaría sin pagar; viejos resabios del Hermann malabarista. Pero primero debía hacer algo indispensable; debía obtener documentos «legales» con su nuevo nombre: Erik Hanussen. Sonaba mejor y era más fácil de recordar. Además, en los tiempos que corrían en Alemania, tener nombre judío era correr un enorme riesgo. Hizo lo propio con su hija y ella pasó a llamarse Alicia Hanussen. Tratando de desechar sus iniciales presentimientos, Hermann se convenció de que aquella niña era su amuleto de buena suerte, pensando que tal vez Welldone hubiese estado un poco descaminado.

De todas las ciudades de Alemania, Berlín era la más abigarrada; un enorme conglomerado de cemento con edificios grises, cuya población sobrepasaba los cuatro millones de habitantes, que se movían como si siempre tuviesen prisa, tratando de demostrar un inexplicable ajetreo. Una ciudad que tenía los teatros más hermosos del mundo y los placeres más variados, en los que toda perversidad era posible. Así fue como vio Hanussen Berlín cuando salió de la estación de tren. Tomó a Alicia fuertemente de la mano, y cada uno aferrado a su maleta, caminaron entre el gentío y treparon a la plataforma de un autobús sin saber exactamente adónde iban. Hanussen sólo quería alejarse del alboroto. Horas después se hospedaron en un hotel de mala muerte saturado de olor a tabaco, para pasar la noche. Al día siguiente temprano, con la mente más despejada, abrió la ventana del hotel y vio un mar de edificios cuya fealdad era equiparable a su monocromía, frente a él. ¿Así que eso era Berlín? Se preguntó. Entonces los berlineses conocerían a Erik Hanussen. Se respondió. Le agradaban los retos. Y la fortuna, su aliada indiscutible, acudió una vez más en su ayuda.

El dinero que logró reunir durante su estancia en Praga, le sirvió para instalarse; alquiló un piso que le serviría de vivienda y al mismo tiempo como lugar de consultas esotéricas. Contrató una institutriz para Alicia, que se encargó de enseñarle a leer, a escribir, y a comportarse como una pequeña dama. Hermann Steinschneider, para entonces Erik Hanussen, repasaba con ella por las noches las lecciones aprendidas, y se regocijaba con sus avances. Un sentimiento crecía en su interior, la pequeña había dado un nuevo significado a su vida, y Alicia empezó a familiarizarse con el extraño personaje que tenía por padre.

La madre de Alicia, una bella judía conocida en el barrio por su debilidad por los hombres, tenía su propia historia. Mientras Hermann se ausentaba debido a su trabajo en el circo, ella le era infiel. Fue el motivo de la separación. Y Alicia, a pesar de haber vivido con su madre hasta el día de su muerte, no la extrañaba en absoluto, pues nunca se había preocupado por proporcionarle una vida cómoda; mucho menos por su educación, amén de los muchos pesares que hubo de vivir a su lado. Su padre, en cambio, casi un extraño, la trataba con cariño y fue ganando su confianza poco a poco, y con el paso de los días, su respeto y admiración. Hanussen encontraba en Alicia una oyente ávida; solía ensayar sus discursos frente a ella, mientras Alicia lo escuchaba con devoción religiosa, una reciprocidad que con el tiempo creó en ellos un fuerte lazo emocional.

Como había prometido, Hans Ewers introdujo a Hanussen en el medio esotérico y artístico berlinés y le presentó al dueño del teatro La Scala. Fue así como empezó por la puerta grande. Su fama alcanzó con rapidez proporciones inesperadas. Hans quiso aprovechar la buena racha y sugirió que editasen revistas esotéricas:
Die Hanussen Zeitung
—El diario de Hanussen—, que tuvo una mediana aceptación y
Die Andere Welt
—El Mundo del más allá—, que recogió entre sus lectores a la mayoría de personas ávidas de sensacionalismo, interesadas vivamente por el mundo de lo oculto que estaba tan en boga. Hans Ewers y Erik Hanussen se complementaban, uno reunía gran cantidad de personas en sus conferencias sobre temas geopolíticos y raciales, y el otro disertaba sobre esoterismo. Ewers tenía numerosos contactos en la sociedad berlinesa y un gran olfato para los negocios. Estaba relacionado con altos dirigentes políticos, tanto del gobierno, como de la oposición, y creía con firmeza en los poderes especiales de Hanussen, porque había visto antes actuar a magos en La Scala, pero lo que hacía Hanussen era magia pura, aunque él jamás lo admitiera. Nadie que hubiera conocido antes podía leer la mente con tal precisión sin tener un cómplice entre el auditorio, ni ejecutar hipnosis colectiva con la misma gracia y facilidad con la que cualquier otro efectuaría un acto de malabarismo. No. Erik Hanussen había obtenido poderes de algún modo misterioso, y aunque estaba seguro de que jamás se lo diría, pensaba que podría aprovechar su cercanía para incrementar su propia importancia. Estaba convencido eso sí, de su insaciable ambición, y ese era un punto que él podría manejar, pero debía convencerlo para un cambio radical.

—Erik, sería conveniente que buscases un lugar más apropiado para vivir. Un sitio acorde con tu persona y el lugar que empiezas a ocupar en la sociedad —le dijo Hans antes de un año de su llegada a Berlín.

—¿Una casa? —preguntó Hanussen— sabes que no tendría cómo pagarla. La inflación en este país ha llegado a límites insospechados.

—Una mansión —recalcó Hans—, no debes preocuparte por el gasto. Yo podría conseguir magníficos clientes, pero no los puedo traer a este lugar. Y no es que no sea decente —aclaró—, pero es necesario que piensen que eres un potentado y que no necesitas de ellos más de lo que ellos necesitan de ti. ¿Comprendes?

—Sí, comprendo, pero una casa es muy costosa.

—Una mansión —repitió Hans— deja de pensar en pequeño. ¿Deseas ser grande? Piensa en grande. Tienes las ganancias de las revistas y los ingresos de La Scala. Debes haber ahorrado algo, ¿o me equivoco? Por la inflación... no te preocupes. Sacaremos provecho de ella. Tengo amigos en la banca.

—¿Cómo? La banca ha dejado de otorgar préstamos, no es negocio para ellos.

—¿No has oído hablar de las deudas compradas? Hay muchas maneras de hacer transacciones, ya me haré cargo de «comprar» alguna deuda antigua —dijo Hans con picardía—, si necesitas ayuda, yo te la daré. Despreocúpate, empecemos a buscar un lugar conveniente. Debemos pensar también en la decoración, debe ser lujosa, de buen gusto. Un palacio: «El palacio del famoso astrólogo y vidente Erik Hanussen». Sólo de esa manera podrás tener acceso al poder.

Hanussen admitió que Hans tenía razón. Siguió su consejo y juntos empezaron a buscar un lugar apropiado. Consiguieron una hermosa casa rodeada de un frondoso parque en el número dieciséis de la
Lietzenburgerstrasse
. Ewers insistió en que era muy importante un espacio amplio donde aparcar los grandes coches de los personajes que irían a visitarlo. La mansión que habían encontrado tenía un enorme jardín con árboles centenarios y pertenecía a una aristocrática familia que se había trasladado a Suiza. Por primera vez, Hanussen tenía acceso a un lugar tan suntuoso. Un ancho camino adoquinado conducía a través de jardines muy bien cuidados hasta la entrada principal, una plaza circular grande, donde podían estacionar los coches con comodidad.

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