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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (3 page)

—Luego, cuando la niña esté a salvo, volveremos por ti —gritó Finn por encima del hombro a la mujer, que se quedó mirándolos como si se hubiera convertido en piedra.

Entraron en la ciudad al galope y estuvieron a punto de embestir a un carro cargado de cubas en el primer cruce. El enano señaló hacia la derecha. Finn espoleó el caballo en esa dirección. Le dolía el brazo de sostener a la niña con cuidado para amortiguar las sacudidas del caballo. Le lanzaba breves miradas, pero continuaba inmóvil como una muñeca. Rezó para que aún conservara un atisbo de vida.

—¡En la calle Real y el camino de Ruán! —le gritó el enano al oído, aferrado a él como si en ello le fuera la vida, estrechándolo con tal fuerza que a Finn se le hincaba su propio cinto en los costados.

Finn refrenó el caballo delante de una pequeña iglesia de pedernal. Cuando se dirigía ya hacia las macizas puertas de madera, el enano gruñó y señaló una pequeña choza adosada al muro lateral de la iglesia, poco más que un cobertizo. Finn enseguida identificó la austeridad propia de una ermitaña, vinculada a la iglesia pero sin pertenecer a ella. En dos zancadas atravesó el jardín de hierbas medicinales y se acercó al portal exterior, abierto a ese mediodía de verano.

Del interior les llegó la voz monótona de una mujer que parecía repetir una letanía:

—Si queréis ver a la anacoreta, tenéis que dar la vuelta y entrar por la antesala del otro lado. Llamad a la ventana, y si no está rezando, descorrerá la cortina.

Finn agachó la cabeza y, sosteniendo todavía a la niña con el brazo ya entumecido, entró en la habitación pequeña y desnuda. Cuando se disponía a decir a aquella mujer de escasa estatura y caderas anchas, inclinada sobre el fuego en el centro de la estancia, que no tenía tiempo para el protocolo sagrado, ella se volvió. Fruncía el entrecejo y era obvio que ya tenía unas palabras de reprensión en la punta de la lengua, pero su mirada se posó en la niña que Finn sostenía en brazos.

— Traedla aquí —ordenó, señalando una ventana con un marco ancho que daba a la habitación contigua.

Retiró rápidamente una jarra de leche y un plato sucio. Finn adivinó que estaba en la habitación de la criada, en la vivienda de dos espacios, y que el antepecho de esa gran ventana era la mesa por la que la criada pasaba la comida a la santa. También había una pesada puerta de madera que separaba las dos habitaciones. Estaba atrancada por el lado de la criada.

—Madre Julián, tiene...

El rostro de una mujer con griñón y velo asomó por la ventana y, sin esperar explicación alguna de por qué habían interrumpido su soledad, tendió las manos para coger a la niña.

—Alice, deprisa. Tráeme agua y trapos limpios. Y machaca raíces de hierba sarracena para un emplasto.

Finn la observó por la ventana. La anacoreta acostó a la niña en un camastro que, junto con un escritorio de tablero inclinado, constituía el único mobiliario de la habitación. La madre Julián, como la había llamado el enano, era una mujer menuda de unos treinta años, aunque resultaba difícil saberlo porque iba tapada de pies a cabeza con una tela basta, y el velo y el griñón sólo dejaban ver su cara. Con unos ojos brillantes y hundidos, su rostro habría podido considerarse adusto de no ser por su apacible expresión. Tenía una voz grave y melodiosa, como el sonido del viento a través de una flauta. Canturreaba dulcemente un arrullo para tranquilizar a la niña, que se movía, a veces gimoteando, como en sueños.

Hasta ese momento Finn no había tenido tiempo para poner en duda la sugerencia del enano, pese a que era escasa su fe en las ermitañas santas y en sus oraciones, así como en las reliquias sagradas, los dispensadores de indulgencias plenarias y los sacerdotes que mediaban por la Iglesia. Pero le inspiraban todavía menos fe los pretenciosos doctores de la universidad, entre los cuales muy pocos estarían dispuestos a manchar sus túnicas académicas con la sangre de una niña campesina. Mientras los veloces y eficaces dedos de Julián curaban la herida, limpiándola delicadamente con el jugo de la consuelda molida y luego aplicando un emplasto para soldar el hueso, se alegró de su elección.

El enano, que no veía porque la ventana era demasiado alta, iba de un lado al otro, moviendo las pequeñas piernas rítmica y silenciosamente, dirigiendo rápidas y nerviosas miradas hacia el portal exterior.

—¿Vivirá la niña, madre Julián? —gritó Medio Tom para que su voz llegara al otro lado de la ventana.

Julián se apartó de la niña dormida para acercarse a la ventana y miró hacia abajo.

—No puedo decirlo, Medio Tom. Está en manos de Dios. Sólo Dios sabe lo que es mejor para esta pequeña. El hueso se soldará, pero si el animal que la atacó estaba enfermo... En este caso debemos confiar en la voluntad del Señor. Como siempre.

Finn quedó cautivado por su sonrisa. Era amplia, lo abarcaba todo, como un rayo de sol al atravesar una nube.

—Dad la vuelta por fuera y acercaos a la ventana de suplicantes. Mi criada teme que vuestra presencia aquí ponga mi reputación en entredicho. Así podremos hablar mejor y tú, Medio Tom, podrás ver también a la niña.

Finn salió al patio de la iglesia y volvió a entrar por la pequeña antesala situada en el lado opuesto de la ermita de la madre Julián, que resguardaba de los elementos a las visitas mientras conversaban por la ventana. Ésta era más estrecha que la de la criada, pero lo bastante ancha para permitir hablar, aunque apenas dejaba ver el interior de la «tumba» de la anacoreta. La cortina estaba totalmente descorrida. Medio Tom se sentó en el taburete de las visitas y Finn se quedó de pie junto a él, un poco agachado para que la anacoreta pudiera verlos a los dos mientras atendía a la niña.

—Ha sido la cerda del obispo —dijo el enano.

—Un crimen por el que el animal ya ha pagado, gracias al valor de mi compañero —añadió Finn—. Si la niña sobrevive, debemos agradecérselo a Medio Tom. Ya ti, hermana. Pero por lo visto ya os conocéis muy bien.

La niña se movió. La anacoreta le rozó la frente con los labios, le acarició el pelo y de nuevo canturreó una mezcla de nana y oración. Cuando la pequeña volvió a callar, respondió quedamente:

—No soy ninguna hermana, sino simplemente Julián, una humilde ermitaña que busca a Dios. Medio Tom viene a verme los días de mercado y me trae algún regalo de las aguas. En esas ocasiones, Alice y yo comemos bien.

El enano se sonrojó.

—Hoy no tengo ningún regalo, señora —murmuró— La maldita cerda del obispo...

—Mi querido amigo, me has traído un regalo maravilloso. Me has traído a esta niña para cuidarla, otro ser con el que puedo compartir el amor de Dios. Te estoy agradecida, y a vos también, señor...

—Nada de señor. Llámame Finn.

—Finn —repitió ella— Tienes el corazón tierno pero los modales de un soldado. ¿Has luchado en las guerras contra Francia?

Finn se sorprendió de su perspicacia y franqueza.

—No desde 1360. No desde el tratado de Brétigny. Estos últimos diecinueve años he sido un hombre de paz. —Se abstuvo de añadir: «Desde el nacimiento de mi hija y la muerte de su madre».

—¿De modo que no te unirás a la causa del obispo, no te alzarás en armas por el Santo Padre de Roma contra el usurpador de Aviñón?

—No lucharé por el obispo ni por ninguno de sus papas.

—¿Ni siquiera por una causa sagrada, en una guerra santa?

—No existen las guerras santas —contestó Finn.

Le pareció ver aprobación en el brillo de su mirada, en la ceja enarcada.

—Salvo en la mente de los hombres —puntualizó la anacoreta. Tapó a la niña dormida con una manta y luego se limpió de las manos el ungüento que había aplicado en la herida. —¿Puedes ir a buscar a la madre de esta niña, Finn? No hay nada que sustituya la capacidad de curar de una madre. De todos los sentimientos terrenales, es lo que más se parece al amor del Señor por nosotros.

—Claro. He prometido a la madre que volvería a por ella. Ahora mismo voy.

—Medio Tom se quedará conmigo hasta que Alice le encuentre ropa limpia. Rezaremos por la niña y por su madre. Y por ti.

—Sí, señora. —Medio Tom se miró la sangre seca en la palma de las manos— Y yo también rezaré para que el obispo no se entere de quién mató a su cerda.

Finn se habría reído del tono irónico del enano si no hubiese sabido lo grave que era su situación. Dependería de la misericordia del obispo, cualidad por la que Henry Despenser no recibía grandes elogios. Un enano de las zonas pantanosas, que se ganaba la vida con la tierra y el agua, enfrentado a uno de los hombres más poderosos de Inglaterra. Despenser lo aplastaría como a una mosca, quizá incluso le arrebataría la vida en compensación por la cerda muerta.

La anacoreta alzó la vista hacia la ventana.

—No temas, Tom. El Señor es un juez muy superior al obispo y Él ve el interior del corazón.

—Sólo espero que esté prestando atención —masculló Medio Tom.

Finn apoyó la mano en el hombro del enano.

—Amigo, ¿te ofenderías si acudiera al obispo y me atribuyera el honor de salvar a la niña? Tengo cierta relación con el abad de Broomholm. Eso sin duda añadiría peso a una argumentación razonada.

Finn no supo si veía malestar o alivio en su rostro. Una mezcla de lo uno y lo otro, seguramente. Pero tras una breve vacilación, el miedo venció al orgullo.

—Estaré en deuda contigo —dijo. No parecía que la idea le hiciese muy feliz— Durante el resto de mi vida o de la tuya, la que acabe primero.

La anacoreta dio las gracias a Finn con la mirada.

Con la ayuda de Alice, Finn se despojó de la túnica ensangrentada y se limpió las manchas de la camisa. No quería angustiar a la madre con la visión de la sangre.

La mujer seguía de pie junto al camino, esperando. Daba la impresión de que no se hubiese movido en todo ese tiempo.

—Tu hija vive. Te llevaré a su lado —anunció Finn, y le tendió la mano.

Ella, sin contestar, se aupó a la grupa del caballo.

—Agárrate a mi cintura —aconsejó él.

Mientras cabalgaban, Finn percibió el olor del miedo en la mujer, acre y penetrante, mezclado con el hedor de la grasa rancia y el humo del fuego con que guisaba en la choza. Pensó en las palabras de la anacoreta sobre el poder del amor de una madre. Su propia hija nunca había conocido ese amor. Pero él la quería. ¿Acaso no había satisfecho todas sus necesidades? A veces tenían que alquilar otro carruaje sólo para llevar sus rasos y encajes. Pero la anacoreta había dado a entender que, de un modo misterioso, el amor de una madre era mayor que el de un padre. En otras circunstancias lo habría discutido acaloradamente. La protección y el bienestar de Rose guiaban cada una de sus decisiones. Ningún padre podría ser más abnegado. Se lo había jurado a Rebekka en su lecho de muerte. Y lo había cumplido.

Espoleó el caballo. El día avanzaba rápidamente y aún no había encontrado alojamiento. A Rose, albergada en Thetford al cuidado de las monjas, no le gustaba separarse de él. Finn había prometido encontrar un lugar para los dos ese mismo día, pero ya no tendría tiempo.

¿Se había precipitado al ofrecerse a asumir la culpa del enano? Era verdad que estaba bien relacionado y su reputación merecía respeto, pero él tenía sus propios secretos, secretos que no le granjearían el favor de ciertas personas. y debía pensar asimismo en el asunto de los papeles. Por lo menos tenía que entregarlos antes de ir a ver a Henry Despenser, lo que retrasaría su encuentro con el abad de Broomholm y significaría otra noche en la posada, pero era inevitable. Si se hallaban los textos iluminados en su poder, el obispo se predispondría en contra de él, se mostraría más remiso a aceptar que el sacrificio de la cerda había sido la única acción razonable. Incluso podía suponerle el fin de la protección del abad.

El seto que bordeaba el campo a su derecha proyectaba una breve sombra. Tras llevar a la madre junto a su hija, tendría tiempo para encontrar un mensajero que llevase los papeles a Oxford. No mandaría a buscar a Rose hasta haber resuelto este asunto con el obispo. La situación podía complicarse.

A sus espaldas, le pareció oír el llanto de la madre de la niña.

II

¿Acaso el hombre se abstendrá de cometer actos de libertinaje si cree que poco después, sólo con donar un poco de dinero a los monjes, obtendrá una absolución activa del delito cometido?

JOHN WYCLIFFE, 1380

Lady Kathryn de Blakingham se apretaba la nariz con la base de la mano mientras se paseaba de un lado al otro por el gran salón enlosado de la casa solariega. «¡Maldito sea ese cura plañidero! —se dijo— ¡Y maldito sea ese obispo al que sirve! Cómo se atreve a volver aquí, por cuarta vez en igual número de meses, para vender sus indulgencias.»

La presión bajo el pómulo izquierdo era atroz, pero no tenía sentido llamar al médico de Norwich. Con el calor que hacía, sin duda se negaría a mover sus doctos huesos para tratar la migraña mensual de una mujer que ya no estaba en la flor de la vida. Enviaría al barbero cirujano para practicarle una sangría. ¡Una sangría! Como si no se hubiera desangrado ya lo suficiente ese mes. Ya había manchado dos de sus mejores vestidos de hilo y su túnica de seda verde y ahora esto.

Cuando apenas empezaban a brotar las apretadas yemas blancas del seto de espino, se presentó por primera vez el legado del obispo y pidió dinero para pagar misas por el alma de sir Roderick, quien «con tanto arrojo había dado su vida al servicio del rey». Lógicamente la viuda desearía asegurar al alma de su marido un tránsito fácil. Y la viuda le entregó tres florines de oro, no porque le preocupara el estado del alma de Roderick —por ella, podía arder en las llamas del infierno—, sino porque había que guardar las apariencias. Por el bien de sus hijos.

Cuando dicho cura —se presentó como el padre Ignacio— se enteró de que el confesor de lady Kathryn había muerto en Navidad, la reprendió por desatender su alma y las almas encomendadas a Blackingham. Se ofreció a enviar un sustituto. Ella se lo agradeció con cautela. Aquel hombre no le inspiraba confianza, y como además no podía permitirse el gasto de mantener a otro cura glotón, le dio largas con vagas promesas de que pronto se llenaría ese vacío.

Pocas semanas después, el 1 de mayo, el padre Ignacio volvió arteramente con falsos pretextos. «Para bendecir las fiestas», aseguró. De nuevo se interesó por el estado de su casa sin sacerdote, y ella de nuevo le dio largas, esta vez aduciendo su íntima relación con el abad de Broomholm.

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