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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (7 page)

No le había quedado más remedio que invitar a cenar a sir Guy. Lady Kathryn esperaba que el sheriff rehusase el ofrecimiento con la excusa de que tenía que llevar el cadáver del sacerdote a Norwich, pero se limitó a despachar a sus hombres, diciéndoles que ya los alcanzaría.

Ahora, sentada a la mesa, lady Kathryn escuchaba a medias las conversaciones intrascendentes de los comensales. Ocupaban su pensamiento la mentira que había dicho y sus deberes de anfitriona. Aprovechó esos deberes para dejar de lado las posibles consecuencias de haber mentido. Mejor analizarlas con más calma a la luz de la soledad. y de hecho agasajar a sir Guy sin tenerlo previsto era reto suficiente para obligarla a concentrar la atención.

Por suerte había ordenado a la cocinera, Agnes, que preparara una comida especial para sus huéspedes y el hermano José. No había planeado cenar en el gran salón, pues pensó que quizá conseguiría que los huéspedes se conformaran con una bandeja en sus aposentos —mejor sentar ese precedente—, mientras ella cenaba con sus dos hijos y el hermano José en el salón de retiro. Pero la presencia de sir Guy exigía algo más, así que llamó rápidamente a los mozos y les mandó traer los caballetes y adornar el tablero con una seda. Agnes se había quejado —faltaba un mes para la cosecha y la despensa estaba vacía—, pero con su lealtad y astucia características había estirado la comida más sencilla a fin de convertirla en algo más acorde con las expectativas de hospitalidad de su invitado imprevisto. Todo eso le había dejado poco tiempo para reflexionar sobre las circunstancias que lo habían llevado a su casa. Ahora, sin embargo, el tema que había evitado volvía a salir.

—Sea quien sea el culpable, el asesinato de un sacerdote será una pesada carga para su alma —comentó sir Guy mientras cortaba un trozo de la cabeza de jabalí rellena que le tendía el trinchador—. Ya no se respeta a los santos varones. La culpa es de las enseñanzas heréticas de los lolardos.

—¿Los lolardos? —preguntó Kathryn para inducirlo a seguir con la conversación, no porque le interesara.

En realidad apenas atendía, pues no dejaba de pensar en el cuerpo abotargado del padre Ignacio. Era una imagen que quería olvidar. Temible en vida. Más terrible en la muerte.

—Un variopinto grupo de supuestos sacerdotes, seguidores de Wycliffe, que van por ahí predicando la herejía. Ese hombre está metido en un juego peligroso. Oxford ya lo ha expulsado.

Kathryn, de pronto alerta, pensando en el texto condenatorio que había encontrado en el arcón de Roderick, dijo:

—Gracias a la Virgen, ese veneno no ha llegado hasta Blackingham. —Pero se preguntó qué sabía sir Guy de las alianzas de su difunto esposo.

Hizo señas al trinchador, que sirvió una ración doble de esturión en la tabla de madera que sir Guy, como invitado de honor, compartía con su anfitriona. Esta había rescatado de su empobrecida bodega una pequeña botella de vino forrada de cuero que el mayordomo sirvió en una copa de plata que también compartían y de la que ella sólo fingía beber pequeños sorbos por temor a que la botella se vaciara antes de que sir Guy quedase satisfecho. A los demás comensales, el mayordomo les servía cerveza en jarras de peltre. Colin y el hermano José estaban sentados junto a sir Guy a la derecha de Kathryn. El iluminador, su hija y Alfred se hallaban a su izquierda.

El hermano José, manifiestamente enardecido por la sola mención del nombre de Wycliffe, inclinó su cabeza tonsurada frente a Colin para decir a sir Guy:

—Dicen que el hereje Wycliffe se atreve incluso a cuestionar el milagro de la misa. ¡Según él, la transustanciación de la Hostia es una superstición! —Se le quebró la voz de indignación al pronunciar la última palabra— La universidad va a echarlo; es más, se rumorea entre los hermanos que, como el rey ha muerto y ya no puede darle apoyo, el arzobispo está a punto de acusarlo otra vez de herejía. —Clavó el cuchillo en el aire como si fuera el corazón de Wycliffe—. Como no se ande con cuidado, acabará en la horca. Aunque yo preferiría verlo en la hoguera.

El monje, hasta entonces de modales afables, sonrió con petulancia como si su deseo fuese encender la hoguera él mismo. Lady Kathryn casi veía las llamas reflejadas en las pequeñas pupilas negras de sus ojos. Sintió que se le cerraba la garganta mientras masticaba en vano un trozo de pastel de faisán. Una vez, de niña, su padre la llevó ante una hoguera, y nunca había olvidado el terror en los ojos de la mujer acusada de brujería. Cuando el sheriff encendió la leña y se elevó una nube de humo, Kathryn lloró y escondió la cara en la manga de su padre. Pero eso no lo protegió del hedor de la carne chamuscada.

Le brotaron pequeñas gotas de sudor en el nacimiento del pelo. Se las enjugó con su pañuelo de seda. El largo crepúsculo no había disipado el calor de julio. Tenía la piel húmeda entre los pechos y el vestido se le adhería. Los efluvios de los fogones de la cocina y el humo de la grasa que goteaba y de la carne asada entraban por las ventanas abiertas del gran salón, mezclándose con el olor a sudor de sir Guy, cuyo día en la silla de montar persistía en su ropa. ¿Eran imaginaciones suyas o también desprendía un vestigio del hedor a putrefacción del cura muerto?

Tenía que haber ofrecido a su invitado una muda de ropa, pero había estado demasiado ocupada estirando el reducido ágape. Tendría que sacar los calzones de Roderick si el sheriff se quedaba a dormir, y lo más probable era que lo hiciera. Incluso un hombre tan diestro como él en el manejo de las armas vacilaría ante la idea de recorrer las veinte millas hasta Norwich atravesando bosques y pantanos en la oscuridad de la noche.

De pronto advirtió un silencio alrededor, un silencio incómodo, molesto.

—¿Qué ha dicho, señor? —El sheriff, en una postura tensa, se inclinaba hacia Kathryn y miraba fijamente al iluminador.

—No me llaméis señor, sino sólo Finn. Mi nombre es Finn. Soy artesano, no un miembro de vuestra noble condición.

Habló con una malicia rayana en el sarcasmo. Su voz conservaba esa cualidad de suave gravilla que Kathryn recordaba de antes, cuando él la había sostenido para que no se cayera, sólo que ahora el tono era más afilado.

—He dicho «Nunca arderá». Wycliffe nunca arderá. y no lo ahorcarán. Tiene demasiados amigos en posiciones elevadas.

—Pues más le vale que se ande con cuidado o pensarán que tiene demasiados amigos en posiciones bajas. —El sheriff soltó una risotada mientras troceaba una perdiz por la mitad antes de ensartarla con el cuchillo y llevársela a la boca.

—Ah, ya entiendo lo que queréis decir —dijo Finn lentamente y sin levantar la voz— Pero lo alto y lo bajo no tienen por qué ser incompatibles. Sospecho que, si se escucha con atención, se oye al demonio reírse de muchos edictos papales.

El hermano José soltó un grito ahogado.

Kathryn tenía que interrumpir esa conversación antes de que llegara demasiado lejos. Dio una palmada para llamar al trinchador y miró con recelo al recién llegado. Esperaba que no diera más problemas en un momento en que intentaba desesperadamente limpiar su casa de cualquier mancha de heterodoxia.

—Por favor, señores, no habléis más de hogueras. No es un tema muy adecuado para una mesa. No deberíais malinterpretar las palabras de mi invitado, sir Guy. No es el humilde artista que pretende ser, también él tiene amigos en posiciones elevadas. Es un iluminador de renombre, que está aquí para cumplir con un encargo del abad. Es posible que sólo pretenda haceros hablar por hablar. Tomad, probad este arenque ahumado con salsa de moras.

Hizo señas al mayordomo para que exprimiera unas gotas más de la botella mientras el trinchador servía a sir Guy una generosa ración de pescado bañado en salsa de moras en su lado de la tabla de madera. Lady Kathryn puso la mano en el suyo para rechazar la parte que le correspondía, negando con la cabeza.

—Dale lo mío al hermano José; me temo que el calor me ha quitado el apetito.

Con una sonrisa, el monje contempló la generosa ración ante él, olvidando su sorpresa por las palabras heréticas del iluminador.

—Lo que pierde mi señora lo gano yo —dijo— Me ocuparé de que no se desperdicie.

«Como si en Blackingham se desperdiciara algo», pensó ella.

Los famélicos sirvientes ya se ocuparían de que eso no sucediera, como él sabía de sobra. Aun así, le divertía ver el gran placer de aquel hombre. Su pequeña barriga redonda ponía de manifiesto que para él la gula no era el peor pecado.

—Por cierto, mi señora, os he traído algo de nuestro boticario para vuestros dolores de cabeza —dijo entre bocado y bocado—, raíz de peonía molida con aceite de rosa.

Metió la mano en el profundo bolsillo de su sotana y sacó un frasco azul.

—Qué amable, hermano José. Por favor, dad las gracias también a vuestro boticario de mi parte.

Lo dijo en serio; le costaba creer que ese hombre amable a quien tanto preocupaba aliviar su dolor era el agitador que poco antes había deseado quemar a un ser humano con el mismo entusiasmo con que ahora acometía su comida. y todo en nombre de Dios. En fin, daba igual. Se alegraba de tener el remedio, lo necesitaría si esa cena no acababa pronto. Por suerte, la conversación había derivado hacia temas más triviales. Colin hablaba al hermano José de las festividades de los gremios que había visto durante la Pascua en Norwich. Sir Guy interrogaba al iluminador sobre su encargo.

Pero nada más apagarse un fuego, se encendió otro. Alfred se había acercado a la hija del iluminador e, inclinado hacia ella, le susurraba algo al oído. A la luz de las velas de sebo que ardían en la pared detrás de él, su pelo rojo resplandecía como el fuego. Lady Kathryn oyó su risa alegre y vio que la piel aceitunada de la muchacha se volvía rosada como una manzana.

El iluminador la había presentado simplemente como su hija Rose: no Margaret, ni Anna, ni Elizabeth. Sólo Rose. Como la flor. Un nombre extraño para una niña cristiana, había pensado Kathryn en ese momento. Eso fue después de que se llevasen el cadáver del sacerdote, después de que apareciesen sus hijos, atraídos por el alboroto del patio. En cuanto vio la expresión de los ojos azules de Alfred y la interpretó como lo que era, decidió cómo debía actuar. Ahora estaba más segura que nunca de su decisión.

Finn agachó la cabeza y habló a su hija en voz baja al oído, regañándola, dedujo Kathryn, a juzgar por el fugaz ceño y el mohín que se dibujó en los labios de Rose antes de bajar la mirada. Jugueteó con el colgante que le adornaba la garganta, toqueteándolo como un talismán. Kathryn se ocuparía de ella esa noche, pero no podía ejercer de niñera eternamente. Al día siguiente tendría que comunicar a Alfred su decisión.

Sentado a la mesa del gran salón, Finn también estaba distraído. Tras percibir irritación en la voz de su anfitriona, situada a su derecha, decidió no hablar más de política. No quería que el hermano José fuera al abad de Broomholm con el cuento de que la abadía había contratado a un hereje. Ya había atraído más atención de la que le convenía al presentarse ante el obispo de Norwich y confesar que había matado a su cerda. Había intentado mostrarse deferente ante aquel obispo joven e insolente —hasta se había ofrecido a pagar la cerda y su cría—, pero la deferencia no era algo natural en Finn y temía haberlo echado todo a perder. Sin embargo, al cargar él con la culpa, había salvado al enano del cepo o de algo peor.

Esperaba que el abad olvidara cualquier indiscreción que hubiera cometido su nuevo empleado cuando viera las páginas tapiz
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: serían espléndidas. En el viaje de Aylsham a Broomholm, Finn había tenido tiempo de sobra para pensar en las guardas, las páginas que precederían al Evangelio según san Juan. El fondo sería del intenso rojo de la salsa de moras que empapaba el pan de su plato y cubría la perdiz que estaba comiendo.

—Espero que la salsa sea de vuestro agrado, maestro... Finn.

—Veo aquí muchas cosas que me agradan, señora. —¿Eran imaginaciones suyas o lady Kathryn se había sonrojado realmente? Se apresuró a añadir—: Sois afortunada con vuestra cocinera, el ave está bien condimentada.

Ella le sonrió: una sonrisa auténtica, no la mueca forzada que había visto antes.

—Agnes ha servido en esta casa desde mi infancia. Fue mi niñera. Es muy leal.

Finn la señaló con el cuchillo por un momento y luego ensartó otro bocado. «Agnes», pensó. Un nombre que valía la pena recordar, siempre era conveniente entablar amistad con la cocinera. Tampoco quería granjearse la desaprobación de lady Kathryn. Si esa mujer valoraba la lealtad, él no debía añadir nada más que la hiciera dudar de la suya, pero esperaba sinceramente que aquélla no fuera una de esas casas devotas donde se vería obligado a inventar continuas excusas para no asistir al soporífero ritual de las oraciones diarias y ciertamente no deseaba que Rose se viera influida por un exceso de fervor religioso. Había visto el lado oscuro de ese tipo de piedad. Lo mejor era el equilibrio en todo, especialmente en la religión. Eso era lo que quería para su hija: devoción a la Virgen, sí, pero matizada por un razonamiento inteligente. Toda su vida había estado dominada por la señal de la cruz: ¿acaso no le había dedicado su arte e incluso la había llevado ante sí en la batalla? Pero había nacido bajo otro signo, Libra, símbolo de la balanza: la razón por un lado, la piedad por el otro.

Le habría gustado saber por qué lady Kathryn había aceptado alojarlos a él y su hija. Sospechaba que era por algo más que lealtad a la Iglesia; seguramente el abad la recompensaría. La casa era próspera, a juzgar por las copas de plata y las cucharas de asta con el extremo de plata labrada, pero no podía decirse que en aquella mesa, aunque respetable, predominase el lujo, y se había fijado en el cuidado con que lady Kathryn dirigía al mayordomo cuando escanciaba el vino. En el futuro a Rose y a él les servirían comidas más frugales. Seguramente se veía obligada a estirar sus ingresos para pagar los tributos y los diezmos.

No pudo evitar advertir que la viuda también estaba sometida a otras presiones. El sheriff, sentado a su derecha y con quien compartía la copa y la tabla de madera, le rozaba la manga demasiado a menudo y le habría hundido la larga nariz aguileña en el escote si ella no se hubiese apartado. Algunos habrían dicho que era guapa, pero Finn prefería las morenas de busto generoso y modales más amables. Esta mujer era demasiado alta y tenía un porte en exceso altivo, y pese a las agradables curvas que asomaban por el escote de su corpiño de corte cuadrado, no podía decirse que tuviera los pechos muy grandes. Sin duda su rasgo más llamativo era el pelo. Aunque no debía de tener más de cuarenta años, lo tenía gris —casi completamente blanco—, y sobre la sien izquierda nacía un mechón negro que se extendía como una cinta de terciopelo hasta el intrincado moño sujeto con una redecilla azul por encima de la nuca. Finn se preguntó qué aspecto tendría desnuda a la luz de la luna con esa mata de pelo suelta, derramándose sobre sus pechos como plata fundida. Le sorprendió la prontitud con que ese pensamiento lascivo acudió a su mente; al fin y al cabo, la mujer no le había parecido atractiva.

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