El pendulo de Dios (19 page)

Read El pendulo de Dios Online

Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

Yo me mantenía al margen de todos esos movimientos, aunque en el fondo me divertían por la enorme complejidad de que se pompeaban asuntos del todo triviales. Un día Aelia, que ya contaba con dieciséis años, me pidió que la acompañara hasta la Thermopolium para ver llegar los marineros. Me sorprendió su petición y la advertí de que jamás permitiría algo así y que, si seguía con tan absurda demanda, no tendría más remedio que comunicárselo a sus padres, pero al final su insistencia, y quizá mi propia curiosidad, acabó por convencerme. También era cierto que, ante los ojos ciegos de todos nosotros, Aelia se había convertido en toda una mujer. Después de mucho pensar en cómo hacerlo, una noche que Vitelio salió a una de sus reuniones, y cuando estuvimos seguras de que Publia dormía, nos levantamos y fuimos hasta la taberna.

Por el camino, nos cruzamos con gentes que venían del Foro y que se unieron a nosotras en dirección a la Thermopolium. Yo temía vernos reconocidas a cada paso que dábamos, imaginaba en las formas oscuras de los transeúntes al propio Vitelio que venía en nuestra busca o a cualquier otro que en la mañana corriera a la Numiana a relatar nuestra escapada, así que vestíamos nuestras túnicas sobre la cabeza para ocultarnos. Caminamos en silencio hasta la puerta de la taberna y, tras mirarnos la una a la otra, Aelia empujó la puerta de madera prohibida.

El ruido en el interior era ensordecedor. Un grupo de bardos cantaba canciones obscenas en uno de los extremos de la taberna. El hedor a vino agrio, que alcanzaba incluso a veces hasta nuestra casa, nos golpeó como la bofetada de un gigante. En las paredes había pinturas de hombres y mujeres desnudos, formando grupos de hombres con hombres, hombres con mujeres, y mujeres con hombres y mujeres. Creo que la escena me impactó más a mí, aun a pesar de mis largos setenta y tantos años, que a la joven Aelia. Quizás ella había tenido la ocasión de comentar esos juegos con su madre o con sus amigas, pero yo nunca había visto nada semejante. Sin embargo, las pinturas no eran más que una pequeña evidencia de lo que ocurría en el interior de la taberna. Al lado contrario del que ocupaban los músicos, un grupo de personas ponía en práctica los dibujos de la pared en ajados divanes separados del grueso de la sala por una simple cortina de tiras de cáñamo.

Aelia me indicó una mesa que acababan de desalojar unos marineros y me llevó hasta ella, frente a los músicos, y por suerte para ambas, de espaldas al otro extremo de la taberna. Casi todos los clientes de la Thermopolium eran hombres, y las escasas mujeres que había, sin contar las de detrás de la cortina, en absoluto vestían como nosotras. Pensé que nuestro aspecto nos delataría y que alguien correría a despertar a Vitelio para denunciar que su hija y su esclava estaban allí, pero lo único que ocurrió fue que una gruesa mujer, con un deplorable delantal sobre su túnica sucia, nos enseñó las pinturas de la pared para que escogiésemos el menú. Aparecían pintados, a diferencia del otro lado, platos de ganso, pato, cerdo, carnes y pescados delineados con extrema perfección y elegancia para avivar el gusto de los clientes, coloreados con pinturas fuertes para acentuar la suculencia que se les suponía. Aelia pidió a la mujer frutos secos y olivas de
prima
, y pescado con manzanas de
secunda
, y dos vasos de
mulsum
, un vino de bienvenida mezclado con agua y miel que yo conocía muy bien por servirlo a diario a los clientes del padre de Aelia.

Poco a poco, me relajé en ese ambiente tan distinto y que me había golpeado casi con la misma fuerza que las enseñanzas de los maestros. Todavía era temprano cuando nosotras llegamos, y mientras Aelia devoraba las manzanas de su plato, la taberna acabó de llenarse. El ruido era tan intenso que me obligaba a gritar. Junto a nosotras se sentó un grupo de marineros llegados desde Tiro, en las tierras de Fenicia, cargados con granos que cambiarían por aceite para venderlo en la provincia de Tarraco. Imaginé que muchos de ellos vendrían al día siguiente a la Numiana para comprar vasijas. A medida que entraba gente en la taberna, los espacios se hacían más angostos y, poco a poco, los marineros se nos acercaron hasta sentarse casi sobre nuestras rodillas. Yo hacía gestos a Aelia para que terminase su cena y nos pudiésemos marchar, aunque la chiquilla parecía encantada siendo el centro de atención de todas las miradas. Debo reconocer que también yo sentí una sensación nueva para mí al verme observada con los ojos de esos hombres, pero justo es reconocer, quizá porque mi actitud así lo promovió, que la atención mayor la levantaba la joven Aelia.

Al volver a casa, nos prometimos que jamás en la vida le explicaríamos a nadie nuestra visita de esa noche. Aelia me dijo por primera vez que me amaba y me abrazó antes de entrar con cuidado de no despertar a nadie. Yo necesité varios minutos para superar esas palabras que me envolvieron como una soga.

En efecto, en la mañana siguiente, a excepción de un dolor de cabeza que preocupó a Spuria, no había rastro de nuestra escapada nocturna. Yo, como todos los días, después de desayunar, me llevé a las dos hermanas a la trastienda de la Numiana y comenzamos las clases en el punto que las habíamos dejado la jornada anterior. Mandé a Publia que leyese en voz alta un fragmento de Zenón de Elea. En ese fragmento, Zenón exponía un problema a sus alumnos, como yo hacía ahora con ellas.

—En una carrera entre Aquiles y una tortuga, ¿quién creéis que ganaría? —les pregunté.

—¡Aquiles! —respondieron al unísono las dos.

Justo estaba a punto de ordenar el inicio de la lectura, cuando escuché la voz de un cliente que se había colado hasta nuestra pequeña aula sin que nos diésemos cuenta de su presencia.

—Imaginaos al gran Aquiles —dijo— sobre una roca observando en la distancia a una tortuga. La ve caminar con lentitud, sacar la lengua mientras arrastra con dificultad su caparazón, y decide correr hasta el lugar en donde se encuentra la tortuga. ¿Creéis que lo alcanzará? —preguntó el hombre.

—¡Pues claro! —respondieron las dos.

—Creo que no, señoritas, y creo que eso mismo os iba a aclarar vuestra tutora, ¿no es así? —me miró y asentí. Vestía la toga de procurador anudada sobre su hombro izquierdo. Le pedí que continuara la enseñanza por mí—. Pues bien, atended, si Aquiles salta de su piedra y corre tras la tortuga, cuando llegue al lugar en donde estaba la tortuga, esta habrá caminado un poco, ¿verdad? —les preguntó, y las dos asintieron—. Entonces no la habrá alcanzado.

—Pues que camine un par de pasos más y ya lo habrá hecho —argumentó Publia.

—Si hace lo que dices, cuando llegue, la tortuga habrá avanzado otro poco y ya no estará en el lugar en donde la vio Aquiles —la contradijo Aelia.

Yo sonreí. Me sentía orgullosa de las mentes de esas mujercitas.

—En efecto, es como dice la joven, Aquiles nunca podrá alcanzar a la tortuga porque siempre que intente llegar al lugar en donde estaba, esta se habrá movido, por lo que podemos deducir que la tortuga es más rápida que Aquiles, ¿no es cierto? —y la pregunta flotó entre los libros que se apilaban en la biblioteca del aula.

Las niñas me miraron, como esperando que fuese yo quien le quitase la razón al recién llegado, pero me limité a sonreír y dejar que debatiesen durante un rato, observadas con agrado también por el procurador, hasta que diesen con la respuesta.

—Aquiles nunca debió pensar en alcanzar a la tortuga, sino en adelantarla —sentenció Aelia.

—¡Bravo! —aplaudió el procurador—. La felicito por estas dos alumnas tan brillantes.

—Muchas gracias —respondí.

En parte, Zenón tenía razón con sus paradojas, pero su enseñanza era más profunda de lo que nuestro invitado había hecho notar. Zenón quería demostrar con sus ejemplos imposibles que la razón no siempre es la respuesta a las preguntas de la vida, ni siquiera es la respuesta para analizar los hechos más cotidianos y sencillos de nuestra existencia. Sin el conocimiento de las leyes universales, o de la Ley, la mente se puede perder en miles de trucos y callejones sin salida que la hacen contradecirse una y otra vez. Pero estaba contenta porque las dos niñas habían sido capaces de pensar con inteligencia hasta dar con una respuesta razonable.

—¿Quién es usted? —me atreví a preguntar—. Sabe mucho de Zenón por lo que veo.

—Mi nombre es Cayo Plinio Segundo, pero casi todo el mundo me llama Plinio el Viejo por culpa del nacimiento de otro Plinio en la familia. Ya se sabe, nada tiene edad ni medida si no es comparado con otra magnitud, ¿no es cierto? —asentí y le di pie a que se sentara con nosotras. Me pareció una buena compañía para mis discípulas.

Esperaba que uno de los esclavos de Vitelio cargara un pedido de ánforas para su mansión de Misenum, al otro lado de la bahía, de donde había sido prefecto de la flota del emperador Vespasiano, y, al escucharme hablar de Zenón, se había atrevido a intervenir en nuestra clase. Nos preguntó también si conocíamos a Homero y Cicerón, y se sintió feliz cuando Aelia recitó uno de los versos de Homero. A esa primera visita siguieron otras, y entre ambos, una esclava y uno de los maestros, como después supe que era, más grandes del Imperio Romano, nació una hermosa amistad. Cayo Plinio tenía la virtud del trabajo, me explicó que de cada libro que leía hacía un resumen porque «no existía un solo escrito, por malo que fuese, que no contuviera algún valor». Discutimos, en sus siguientes visitas al comercio de vasijas, sobre la existencia de Dios.

Cayo Plinio me dejó leer alguno de sus trabajos; así conocí el arte de la retórica descrito en su
Studiosus
, y una parte de su gran trabajo vital,
Naturalis Historia
, más de ciento cincuenta libros con un resumen de toda la sabiduría de una vida entregada a la observación de la naturaleza, y a la lectura y comprensión de los escritos de los maestros. Decía no tener la certeza de la existencia de Dios, si bien loaba que la gente creyera en Él porque consideraba que el miedo al castigo por el pecado ennoblecía a la ciudadanía. Cuando tuvimos más confianza, le hablé de las ideas de Yuhana, que pareció compartir en algunos aspectos, sobre todo en la comprensión de la vida desde el ascetismo y el rechazo al lujo y la soberbia, aunque no compartiera su aceptación de la Ley, ni de Dios, ni del final que tanto había profetizado. Sí se interesó sin embargo acerca de nuestras costumbres, tanto en la comunidad de Yuhana como en la de Secacah. Lo vi tomar notas en pequeños pergaminos que siempre llevaba protegidos entre los pliegues de su capa.

Vitelio y Spuria no solo permitían las visitas del joven anciano, sino que las esperaban e invitaban a sus amigos y clientes para que lo vieran entrar o salir de la tienda. Spuria decía, mientras hacía restallar sus brazaletes de oro, que ese era el empujón que necesitaba su marido para ocupar un cargo público. En una de esas visitas, que comenzaban con la presencia de las niñas, pero que acababan a la hora de la cena en un diálogo solitario entre nosotros dos, se produjo un hecho insólito y terrorífico, un temblor de tierra como nunca antes habíamos sentido. Pompeya rugió de rabia, y la casa reventó como las vasijas de arcilla defectuosas. En pocos minutos, el pánico se apoderó de la ciudad, que salió a la calle envuelta en gritos de horror. Mucha gente todavía guardaba en su memoria los terremotos que casi habían destruido a la urbe apenas quince años atrás. Nosotros también dejamos como pudimos el almacén y salimos a la calle. Cayo Plinio me hizo ver que, aunque la tierra había callado, los pájaros habían dejado de piar y no se veía ninguno en el cielo.

Cuando todavía no nos habíamos repuesto del primero, un nuevo temblor, superior al que hacía pocos minutos nos había hecho correr al exterior de las casas, conmovió la tierra en un rugido intenso. El suelo se agitó como si alguien tirase del otro lado del mundo produciendo un terrible estruendo. Al retumbo de la sacudida, muchas casas de ambos lados de la calzada se abrieron por la mitad. Algunas cayeron en un estrépito que quedó apagado por el grito de la tierra al abrirse. Los adoquines de la calzada saltaban impulsados por el aire, y una profunda grieta atravesó la Via Causa ante nuestros incrédulos y aterrorizados ojos.

Todo pasó muy deprisa, demasiado para el espantoso horror que nos había helado los corazones. Poco a poco, los más osados comenzaron a observar atónitos el desastre. Se escuchaban gritos ahogados en toda la ciudad, que aparte de los alaridos de sus habitantes, había recuperado un macabro silencio. Los hombres sollozaban ante sus viviendas destrozadas, y las mujeres buscaban con desconsuelo a sus hijos. Se oían voces de fondo solicitando la intervención del ejército, y algunos se afanaban en arrancar a los suyos de debajo de los escombros en que se habían convertido las paredes de sus casas.

Cayo Plinio también había caído, su voz parecía haberlo abandonado y tenía los ojos inyectados en sangre, tan abiertos que daba la sensación de que se le iban a salir de las cuencas mientras solo podía señalar hacia el Vesubio. Después de ayudarlo a levantarse, me giré y vi cómo la montaña parecía hervir de rabia. Despedía chorros de nubes en su cumbre, pero no tuve tiempo de ver mucho más porque de repente un grito cercano me hizo volver la vista a la Numiana. La pared exterior del almacén seguía intacta, pero la de la vivienda se había desmoronado como tantas otras. Al principio, no reaccioné; el impacto de las dos sacudidas, la grieta que se abría a nuestros pies y el desconcierto de ver a mi nuevo amigo tirado en el suelo me hicieron olvidar por un segundo a las niñas, pero el grito que llegó desde el interior de la Numiana me golpeó con su dureza. Era Vitelio quien gritaba junto a Spuria. Dejé a Cayo Plinio y crucé por los escombros que habían deshecho la puerta interior. El patio había desaparecido, anegado por las piedras de las paredes que habían caído sobre él, y del triclinio solo quedaba en pie la pared con la pintura de las niñas. El resto de la construcción se había precipitado al interior del comedor de la casa.

Spuria yacía de rodillas frente a las ruinas y lloraba mientras se arrancaba mechones de pelo a tirones. Vitelio gritaba «Mis niñas, mis niñas», y sacaba piedras de la pila de escombros. No sabía qué hacer; me acerqué a Spuria, que parecía haber entrado en trance y gritaba en una voz mezclada con lágrimas y escupitajos, así que comencé a arrancar piedras de la pila. Pronto, entró gente atraída por los gritos de Spuria y, con la ayuda de los otros esclavos, comenzamos a desenterrar los cuerpos de Publia y Aelia que habían quedado atrapados por el desprendimiento. Cayo Plinio también entró, y la presencia de los cadáveres de las niñas semienterrados en lo que había sido una hermosa mansión lo destrozó. Vitelio alzó el cuerpo de Aelia, y Cayo Plinio se recompuso para hacer lo mismo con Publia. Yo despejé el almacén, en donde no había quedado ni una sola vasija entera, ni un solo códice en su estantería. Con un par de mantas, improvisé un pequeño lecho en el suelo y tumbaron los cuerpos de las dos niñas. Mi tristeza era enorme. Me giré para ver a Spuria, que no se había movido del antiguo comedor y continuaba gimoteando tumbada en el suelo, vencida por la tristeza y el horror de la pérdida. Vitelio abrazaba a sus niñas sin que estas obedeciesen las súplicas de su padre. La tristeza se apoderó de mi interior y no pude evitar añadirme a un llanto profundo mientras abrazaba a Vitelio y las niñas.

Other books

The Sisters Grimm: Book Eight: The Inside Story by Michael Buckley, Peter Ferguson
Serpent Never Sleeps by Scott O'Dell
The Outlaws by Honey Palomino
The Red Hat Society's Domestic Goddess by Regina Hale Sutherland
All Up In My Business by Lutishia Lovely
A is for… by L Dubois
Blow Out by M. G. Higgins
Visible Threat by Cantore, Janice