El pendulo de Dios (40 page)

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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

—Mars, he hablado…

—¡Shist! —no me dejó continuar. Puso su dedo índice como aquellas fotos de enfermeras de mi niñez y me hizo callar.

—Pero es que es importante, debemos…

—¿Sabes? —me volvió a interrumpir—, en lo que me has dicho antes tenías toda la razón, tú no tienes ninguna culpa y quería disculparme por no haberte agradecido todavía tu ayuda. Sin ti, jamás habríamos dado con el códice, ¿crees que podrás perdonarme? —y tal como acabó su frase, apartó la sábana que cubría su cuerpo.

—No debes hacer nada de esto —le dije con el menor convencimiento del que fui capaz.

—Yo no soy una hermana, si es lo que insinúas, y hace demasiado tiempo que lo parezco. Ven, por favor.

No fueron necesarios más argumentos para que la tensión acumulada se deshiciera bajo unas sábanas que, durante demasiado tiempo, habían hecho las funciones de mortaja. La prudencia sucumbió a un amor violento, al choque inevitable de dos personas que se necesitaban más de lo que cualquiera de los dos hubiese imaginado apenas unas semanas atrás, y más de lo que ambos estábamos dispuestos a aceptar. Poco a poco, la necesidad contenida fue remitiendo para dejar paso a un largo y cálido conocimiento. Horas en las que rellenamos susurros con besos y caricias, enroscados como fabricados el uno con el molde opuesto del otro. Nuestras estaturas dispares unidas en una sola pieza de dimensiones perfectas.

Horas mágicas en las que yo, abrazado a aquella colombiana de piel ardiente, me sentí adulto, feliz y pleno por primera vez en los últimos años. Purificado como una playa que tras un violento huracán se recupera con cada envite de la nueva marea y que, dejándose lamer en sus rincones más íntimos por ella, recupera el brillo natural de sus miles de granos de arena.

No fue hasta bien entrada la madrugada cuando volví al mundo real y me atreví a confesarle que había enviado las copias a la señora Bouvier, y su respuesta. En contra de lo que habría ocurrido apenas unas horas atrás, y seguramente debido a nuestra nueva y extraordinaria complicidad, convinimos en que mi decisión había sido la más acertada y que debíamos partir con urgencia. Pensamos que sería una buena oportunidad de averiguar algo lo suficientemente importante como para canjearlo por la libertad de Marie Stewart, y ambos nos vimos invadidos de una euforia ilógica, desmesurada, como si con esa única decisión hubiésemos conseguido resolver todos nuestros problemas. Una descarga de energía que nos sacudió el alma desde lo más profundo y que nos hizo explotar en largas y sinceras carcajadas.

Le comunicamos nuestra marcha a Azul a primeras horas de la mañana, con una breve llamada que nos incomodó por igual a ambos, y nos preparamos para regresar de nuevo a París.

Cargamos todo el material que habíamos comprado para nuestra excursión nocturna en Cîteaux, además de algo de ropa nueva y el teléfono de contacto para llamar a los secuestradores de Marie Stewart, o para que lo hicieran ellos con nosotros, y enfilamos de nuevo hacia París. Por suerte, no era necesario el pasaporte para viajar por los países de la Comunidad Europea.

Mars me miraba divertida desde su asiento de copiloto y su vista, clavada en mí, lejos de incomodarme, me hizo sentir la excitación propia de un adolescente.

Llegamos a casa de la señora Bouvier con los primeros rayos matutinos y, sin mucho preámbulo, acabamos los tres en su cocina. La biblioteca, hasta entonces un ejemplo de pulcritud, estaba revuelta con decenas de libros abiertos por doquier. Imaginé que se debía al esfuerzo por descifrar las letras manuscritas en las imágenes digitales que le había enviado. No supe si ella se percató de la nueva situación que había entre Mars y yo, pero si lo hizo, su discreción fue ejemplar.

—¿Desean tomar café o té? —nos preguntó.

—Yo tomaré un café, gracias —le dije.

—¿Ha podido descifrar el códice? —preguntó Mars.

—Sí, hija mía —le dijo, y me miró—, la verdad es que he conseguido descifrar los tres escritos. Esperad un momento, será mejor que imprima las traducciones para que las podáis leer con tranquilidad —salió tras el sonido del carro de una impresora que parecía provenir de la biblioteca—. Tomad —y nos entregó tres hojas a cada uno.

Mars acarició las hojas impresas con el título
Códice de Vitelio
como si fueran un bebé recién nacido, y yo comencé a leer de inmediato.

—Somos los primeros seres humanos que leen el contenido de este códice desde hace aproximadamente mil años —me dijo Mars.

—No esté tan segura de eso, hija —la corrigió la señora Bouvier, y ambos comenzamos a leer la traducción que la señora había hecho, en español perfecto, del primer escrito.

Al cabo de pocos minutos acabé de leer el códice, casi al mismo tiempo en que Mars levantaba los ojos de su papel y nos miraba con sorpresa.

—¿Esto es todo? —preguntó.

—Más o menos —contestó la señora Bouvier.

—¿Qué quiere decir «más o menos»? —pregunté yo.

—Sí, no parece que el códice contenga ningún secreto —dijo Mars—. Aquí habla de un grupo de personas santas, que vivían en comunidad y respetaban la Ley de Dios, los esenios, pero ese no es ningún secreto. Todo el mundo sabe de ellos desde que se encontraron los rollos Q en Qumrán.

—En efecto, niña, en efecto, aunque si sitúas este escrito antes del descubrimiento de los rollos del Mar Muerto, su valor es extraordinario.

—Señora Bouvier, ¿qué son los otros escritos y por qué ha dicho que no éramos los primeros en leerlos, es que acaso hay más? Sí, claro, seguro que hay algo más.

—Tranquilos. Señor Abidal, no sé cómo lo hizo usted, pero en la imagen que me envió del documento había algo más de lo que se puede leer a simple vista.

—¡Lo sabía! —apuntó Mars.

—Espera, niña, como decía, desconozco cómo consiguió usted enviar esa imagen, pero entre las letras escritas en el documento, vengan aquí —nos enseñó la pantalla de su ordenador—, ven, entre las letras originales hay una nueva escritura superpuesta. Me costó mucho trabajo conseguir descifrar los signos correctos, pero ven, entre estas palabras, ¿lo ven?, hay otro texto.

Lo que la señora nos enseñaba en su monitor era la imagen digitalizada del documento que escaneamos con Mars en Barcelona y entre las letras se adivinaban otras en un color mucho más tenue, como un amarillo que casi se perdía en el color del papel.

—¡La imagen ultravioleta! —grité yo.

—¿Cómo? —preguntó Mars.

—Claro, cuando lo escaneamos lo hice con el escáner de ultravioleta, ¿lo recuerdas?

—Pues dio usted en el clavo, jovencito. El verdadero secreto del códice no es lo que ustedes han leído, y que corresponde con total exactitud a las memorias de Cayo Plinio en su enciclopedia
Naturalis Historia
, incluso si miran en el margen de la imagen verán las anotaciones «V, XV», que corresponden al lugar exacto que ocupa el detalle del pueblo esenio en la enciclopedia. Cayo Plinio escribió con tinta invisible su gran secreto y después, quizá por miedo a que alguien lo descubriera, reescribió su historia de los esenios en un nuevo escrito que encuadernó su sobrino en la
Naturalis Historia
, manteniéndose este que ustedes encontraron en el más profundo de los secretos.

—¿Y qué dice en ese texto,
madame
? —preguntó Mars.

—Aquí lo tienen —y nos extendió un par de páginas nuevas que comenzamos a leer en el silencio de la madrugada parisina—. Por eso les dije que no eran los primeros en leer este códice, aunque sí en conocer su secreto. Yo creo que el santo Roberto de Molesmes lo descubrió, no sé cómo, pero estoy convencida de que lo hizo, y por eso fue consciente de la importancia del hallazgo, tanto como para decidir escondérselo en el último momento incluso al mismísimo Papa.

Cuando terminé de leer la traducción que nos había pasado la señora, me quedé por unos instantes en blanco. Acababa de acceder a un secreto mantenido desde el año 79 d. C. En él explicaba el romano que una mujer, de nombre Mariam, había devuelto la vida a dos niñas muertas utilizando un objeto mágico, posiblemente perteneciente a Yeixú, Jesús de Nazaret, como había puesto entre paréntesis la señora Bouvier. Era incapaz de asimilar que aquella información fuese cierta. Pero si en verdad lo era, y parecía que había demasiadas personas dispuestas a creer que sí, comprendí las ansias por encontrar el códice de esas gentes, incluso Azul había traicionado por su causa. Lo único que no se nombraba en el relato era dónde conseguir ese objeto sagrado capaz de devolver la vida.

—¡Es increíble! —dijo Mars, que se dejó caer de rodillas en el suelo de la cocina.

Respeté su silencio y esperé un poco antes de ayudarla a sentarse de nuevo.

—Lo es, niña, lo es. Un objeto que perteneció a nuestro Señor Jesucristo hallado en las manos de una esenia casi cien años después de la muerte del Salvador.

—Pero si existiese ese objeto, por llamarlo de alguna forma, ¿no debería aparecer alguna referencia a él, o a la tal Mariam, en la
Biblia
? —pregunté un poco confundido.

—Jovencito, no me decepcione. A pesar de sus impertinencias, lo considero una persona inteligente, ¿sería usted capaz de decirme con detalle qué ropa llevaba o qué almorzó el martes de la semana pasada?, y es más, ¿sería capaz de recordarlo si, en lugar de haberlo vivido usted, alguien se lo hubiese contado?

—La verdad es que no —reconocí.

—Pues de los cuatro Evangelios que la Iglesia cristiana dio por buenos, el más antiguo, y por lo tanto, el más cercano a la vida de Jesús, se escribió setenta años después de la muerte del Mesías. ¿Todavía los cree fiables?

Y eso que, según ella misma había reconocido, había sido monja.

—¿Qué debemos hacer con esto? —preguntó un poco más repuesta Mars.

—Si creemos en la palabra de Cayo Plinio, que reconozco es impresionante, también pienso que es del todo inútil porque, aunque dice que vio algo capaz de devolver la vida, no explica qué era ni qué pasó con ello —opiné.

—No tuvo tiempo, Cayo Plinio murió tras la erupción del Vesubio —aclaró la señora Bouvier.

—Por eso mismo, qué importa lo que hagamos con el códice, además ellos ya lo tienen.

—¿Ellos lo tienen? —se asustó la señora.

—Sí, nos lo robaron justo después de que lo escaneáramos —le expliqué.

—Fue mi culpa —dijo apesadumbrada Mars. Me dieron ganas de abrazarla.

—¿Solo ese o todos los escritos? —preguntó
madame
Bouvier.

—Solo las hojas del escrito de Plinio el Viejo. El resto está a salvo —contesté.

—No te preocupes, niña, si es como dice tu amiguito, aunque consiguiesen encontrar el escrito secreto en el códice, tampoco sabrán qué pasó con el objeto sagrado.

—Ni nosotros —le aclaré.

—Bueno, quizá nosotros sí —dijo la señora con una sonrisa en la cara.

—¿Nosotros sí? —pregunté.

—El escrito de Cayo Plinio no es el único que me envió, señor Abidal.

Y la señora regresó con un nuevo juego de hojas sorpresa. Mars me miraba en estado casi de
shock
, y yo comenzaba a creer que esa historia era lo mejor que me había pasado en la vida.

—Además del Códice de Vitelio, parece que alguien más quiso pasar a la posteridad añadiendo su modesta aportación. Gracias a sus descubrimientos —nos señaló—, la aparición en la historia del rey Pere II fue vital. Debo reconocerles que cuando vi su sello en la tumba bajo la Abadía de Clairvaux, comprendí que estábamos en el camino correcto. A sus manos llegaron los escritos, ahora sé que por vía de los Caballeros del Temple, y su hija Elisabeth, Santa Elisabeth, fue la encargada de protegerlos después de la muerte del monarca. Pero hay algo que ninguno de los dos sabéis —y miró en especial a Mars—. Nuestra sagrada misión de velar por la seguridad del códice la implantó la santa, ella fue la primera que dio instrucciones a sus hermanas más cercanas de protegerlo hasta nuestros días. Nosotras somos las descendientes de esas hermanas; si bien es cierto que hasta ahora la historia parecía solo una leyenda, podemos garantizar su certeza desde este mismo momento. Este nuevo escrito que os cedo son las memorias que un caballero templario escribió con destino a San Bernardo de Claraval. Como veréis, se trata de una misiva enviada al santo en la que relata sus descubrimientos.

Mars y yo comenzamos a leer el nuevo
dossier
que nos acababa de facilitar la señora. Cuando finalizamos, Mars fue la primera en hablar.

—¿Creéis que la Maestra es la Mariam de la que habla Cayo Plinio?

—¿Quién si no podría ser? —contestó la señora.

—Pero el escrito del templario es del siglo XII, no puede ser la misma persona —dije yo.

—Sí, si todavía conservaba el regalo de Jesús —sentenció
madame
Bouvier.

Era increíble. Esa señora, que nos había atendido en bata de flores, nos quería hacer creer que una mujer había permanecido viva por más de mil años, y lo más sorprendente era que, a pesar de las dudas, yo la creía.

—Si el objeto que detalla Cayo Plinio existe todavía y cayera en malas manos, sería terrible —dijo Mars.

—En efecto, hija. Un regalo como ese, en malas manos, pondría en peligro. Por eso, debéis partir inmediatamente en su busca —nos indicó la señora.

—Pero es imposible encontrar algo así después de más de mil años de estar perdido. Incluso el propio caballero templario desconoce su paradero en el año 1150, ¿cómo vamos a encontrarlo nosotros? —dije más asustado que sorprendido.

—Siguiendo las instrucciones del último escrito que encontrasteis en el Monasterio de Santes Creus.

Y nos dio un último fajo de hojas, también traducidas a un español perfecto, con una sonrisa de victoria que nos deslumbró aun a pesar de las arrugas de su rostro.

Capítulo
37

Reus, España, año 1849

R
ecuerdo el frío intenso de las noches de aquel lejano año de 1809, tanto como el odio que aquellos campesinos nos profesaban. Desde que dejamos nuestras posiciones en Perpignan, ni siquiera nos atrevíamos a pedir algo caliente porque, tras la sumisión con que nos daban de comer, se escondían cazos de sopa y vasos de vino envenenados. Hacía poco menos de un año que el emperador Bonaparte había decidido enviar a sus tropas para castigar a los malditos portugueses por su negativa a bloquear el tránsito a Inglaterra, pero la misión conllevaba colonizar el pueblo de bárbaros que vivía bajo los Pirineos.

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