El salón dorado (52 page)

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Authors: José Luis Corral

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En aquella habitación volvieron a esperar otro medido espacio de tiempo. Hugo de Santa Fe, movido por la curiosidad, se acercó a la pila y agitó el mercurio con su mano. En ese momento, todos los haces plateados comenzaron a girar de un lado para otro, provocando un tornasol de destellos que hizo proferir a ambos una exclamación de asombro y maravilla. Les pareció que se encontraban en el centro del universo y que éste palpitaba a su alrededor. Era como si flotaran en medio de un mar de estrellas cuyo fulgor los envolvía como un etéreo paño de seda entre efluvios de mirra.

Se abrió una puerta y apareció el maestro de ceremonias de la corte de Ibn Hud escoltado por dos musculosos gigantes de piel negra y brillante como pizarra mojada, cubiertos tan sólo por un pequeño taparrabos de lino blanco. Les explicó minuciosamente qué es lo que tenían que hacer a partir de entonces y les invitó a seguirle.

Los dos monjes caminaban como autómatas entre tantas maravillas. Al otro lado de la puerta había un salón rectangular y a su derecha dos enormes hojas de madera pintadas de amarillo. El maestro de ceremonias se colocó frente a ellas y les indicó que se situaran detrás de él, junto a los dos esclavos negros. Durante unos instantes se mantuvieron de pie, firmes en esa posición. De pronto sonaron tres golpes secos y metálicos y los dos batientes comenzaron a abrirse hacia afuera.

Ante sus ojos apareció un patio alargado enlosado de mármol blanco, con las dos paredes laterales cubiertas con pinturas en las que se mostraba una exuberante decoración de plantas y flores, como si se tratara de la vegetación del Paraíso. Penetraron en el patio y de nuevo sus ojos se cegaron. La intensa luz del sol relucía sobre el pavimento de mármol con tanta fuerza que causaba el efecto de estar caminando sobre las nubes. Bordearon una alberca con agua teñida de y se encaminaron hacia el se abría un pabellón cubierto con arcadas que sostenían paños de finas yeserías. Dos naves porticadas avanzaban por los flancos y entre ambas había otra alberca con agua amarilla. Detrás de ella unas enormes cortinas de terciopelo azul cerraban el patio. Los dos monjes fueron colocados delante del telón, uno a cada lado del maestro de ceremonias. Sonaron cinco golpes iguales a los tres anteriores y las cortinas se abrieron lentamente, recogiéndose a ambos lados, dejando ver un porche de finas columnas de jaspe que sostenían unos arcos a modo de gran celosía.

Lo que contemplaron entonces hizo que sus ojos casi se salieran de las órbitas. Sentado en un trono de oro engastado con gemas y piedras preciosas, en el Salón Dorado, se encontraba el rey de la taifa de Zaragoza. Las paredes estaban recubiertas de placas de bronce bruñido que reflejaban la luz como si fuera una neblina de áureas gasas. El rey, vestido con un lujoso tafetán y un turbante celestes, portaba entre sus manos una espada con el puño de oro con decenas de zafiros y esmeraldas engastados.

Los dos clérigos se inclinaron respetuosamente ante el soberano como empujados por un invisible resorte y el maestro de ceremonias habló:

—Majestad. Estos son los monjes cristianos Hugo de Santa Fe y Renato de Fonteville, legados del abad Hugo de Cluny, en el reino de los francos. Desean transmitiros un mensaje de su señor —y dirigiéndose a los dos monjes continuó—. Podéis exponer vuestra embajada.

—Majestad —habló Renato de Fonteville—. En nuestro país hemos tenido noticias de vuestro gran poder en este mundo y de vuestras gloriosas hazañas militares. En nuestra carta anterior, a la cual os dignasteis responder tan discretamente, os proponíamos que os acogierais a la verdadera fe en el Todopoderoso. Algunos nos han dicho que Dios ha iluminado vuestro corazón y que albergáis el firme propósito de caminar por la senda de los justos. Por ello, ¡oh, poderoso Señor!, nuestro abad nos ha enviado para traeros la palabra divina y la verdad de la religión cristiana, para asentar a vuestro alrededor el conocimiento del Mesías, Nuestro Señor, en Quien sólo hemos de creer y de Quien esperamos la salvación. En esta carta —continuó el monje señalando un pergamino que portaba en su mano residen las pruebas de la excelencia de la religión cristiana y de su preeminencia. Satanás no pudo tentar a la gente de este mundo para inducirlos a adorar ídolos, pero sí confundió a los descendientes de Ismael en cuanto al enviado que reconocieron como profeta, abocando así a muchas almas al tormento del infierno. Considerad, ¡oh, noble rey!, esta proposición y nada prefiráis más que la salvación de vuestra alma y las de vuestros súbditos en el día del Juicio Final. Estamos aquí prestos a ofrendar nuestras vidas por vuestra conversión y la de vuestro pueblo.

—Agradecemos el interés que por nuestra persona tiene vuestro abad. Dentro de unos días os haremos llegar nuestra respuesta. Ahora regresad a vuestra residencia y esperad allí. Gozáis de nuestra protección y misericordia —finalizó al-Muqtádir.

Los dos monjes entregaron el pergamino al maestro de ceremonias y salieron comentando las maravillas que habían presenciado.

Al-Muqtádir entregó al ilustre cadí, el afamado teólogo andalusí Abú-l-Walid al-Bayi, la carta del abad de Cluny a fin de que preparase una respuesta en su nombre. Este teólogo era un reputado seguidor de la escuela malikí. De familia muy pobre, había peregrinado a La Meca en cuatro ocasiones. Durante tres años había sido vigilante nocturno en Bagdad y de vuelta a al-Andalus se había hecho famoso por atreverse a polemizar con el mismísimo Ibn Hamz. Hacía seis años que residía en Zaragoza, donde explicaba teología en una escuela coránica anexa a la mezquita de la puerta de Alquibla. El sabio musulmán escribió lo siguiente:

Hemos examinado, oh, monje, la carta que de ti nos llega, los vínculos de amistad que en ella manifiestas, el consejo que de allí muestras y la intención que evidencias; aceptamos tu amistad, pues nos ha llegado noticia del rango que ocupas entre tus correligionarios y se nos ha comunicado tu buena intención. Nos avisas, ¡por Dios!, con admonición de lo que hemos de hacer, según tú. Y si no hubiéramos estimado que tu lugar de residencia estaba muy apartado y era complicado hacerte llegar nuestra carta, más conveniente habría sido enviártela como se debe, procediendo del modo más indicado, considerándote muy merecedor de exponerte la Verdad y de que esta te fuese comunicada, que bien nos han insistido estos enviados tuyos acerca de tu solicitud por el bien y tus anhelos de Verdad, lo cual fortifica nuestra esperanza de que la aceptarás, te interesarás por ella, la harás tuya y a ella te convertirás.

Antes de éste nos había llegado tu otro escrito, y a él había añadido su portador algunas pretensiones absurdas, que nunca se deben exponer a quienes poseen una mínima sensibilidad, ni menos ocurrírsele a quien tenga algún entendimiento, a propósito de la resurrección de muertos y osamentas deshechas.

Templamos entonces nuestra contestación, le otorgamos nuestro distanciamiento y nuestro perdón. Te respondemos, pues, como deduciendo por lo que de ti partía y las inconsistencias que de tu parte nos llegaban, que las habías escrito sin suficiente meditación, exponiéndolas sin haberlas estudiado o verificado, como prejuzgando que los simples musulmanes bien podían admitir lo que admiten vuestros correligionarios, aceptando, sin más, determinados actos y dando por buenas cosas en extremo falsas.

Nos hemos propuesto mostrarte benevolencia y amabilidad, pues es lo mejor con que puede corresponderse al que se espera torne, se arrepienta y someta al islam, pues los términos duros se emplean con quien resiste de forma manifiesta y claramente se empecina, sin dejar esperanza de su acatamiento. De ti esperamos alzarte sobre donde estás, librarte de esa mancilla, con la gracia de Dios y su ayuda, asistencia y concurso.

Como tus cartas y relaciones nos llegan repetidamente, decidimos comunicarte los puntos en que estamos conformes contigo y nuestra oposición a otros que destacamos en tu exposición, con consejos por los que se guían las gentes de bien y que Dios nos prescribió por boca de sus Enviados, pero nos abstenemos de polemizar contigo en aquellas partes de tu discurso que juzgamos indecorosas y nos indignan, con sus insultos a los Nobles Enviados de Dios, a los grandes Profetas, la paz sobre ellos. Eludimos tratar este último aspecto, en tanto no estás avisado y advertido, y te consideramos excusado en aquello de lo que no tienes conocimiento ni has formado noción verídica. Extremaremos así nuestra benevolencia contigo y te daremos pruebas, como las que se usan en sermones y epístolas, sin recurrir a demostraciones racionales y argumentos, ayudándote en el mismo sentido que pretende tu carta, abundando en tu mismo propósito: es posible que ese sea el modo más adecuado para conciliar tu voluntad y el modo más eficaz de rebatirte y ponerte remedio.

—Excelente, Abú, excelente —felicitaba al-Muqtádir al teólogo musulmán tras leer la respuesta—. Breve, elegante, concisa y contundente.

—La carta se acompaña con unos pliegos en los que se demuestra la superioridad del islam y la verdad de la revelación del profeta Muhámmad —aclaró Abú-l-Walid.

Los dos monjes recibieron la carta de al-Muqtádir y los pliegos con los postulados teológicos una semana después de su visita a Palacio. El portador del mensaje les hizo saber que su misión había terminado y que podían volver a su país. Al día siguiente, los dos clérigos cristianos partieron fracasados por el camino del norte hacia Francia; en sus alforjas portaban dos docenas de libros que habían adquirido en el zoco.

2

La situación política se alteró notablemente. El rey de Castilla Sancho II había dejado de lado los asuntos zaragozanos. Enfrascado como estaba en rehacer el reino que su padre, Fernando I, había dividido en su testamento entre sus hijos, Sancho quería unir de nuevo las coronas de Castilla, León y Galicia y para ello necesitaba derrotar a sus hermanos. El reino de Zaragoza, acostumbrado a la protección de los ejércitos castellanos, quedaba expuesto así a la alianza combinada de Pamplona y Aragón. Pero al-Muqtádir volvió a maniobrar con la habilidad diplomática que le había hecho famoso. Consiguió enemistar al rey de Pamplona con el de Aragón y firmar una alianza con Sancho de Peñalén contra Sancho Ramírez. En abril de 1069 al-Muqtádir se había comprometido a pagar al rey de Pamplona mil monedas de oro al mes a cambio de que los pamploneses no atacaran las tierras de Zaragoza y permitieran el libre tránsito de mercancías y viajeros entre los dos reinos. En 1072 fue asesinado en el sitio de Zamora el rey Sancho de Castilla y su hermano Alfonso asumió la corona, uniéndola de nuevo a la de León.

La alianza entre pamploneses y zaragozanos se reafirmó en mayo de 1073. Sancho de Peñalén, a cambio de doce mil monedas de oro anuales, se comprometía a convencer, por las buenas en primera instancia, a Sancho Ramírez para que los aragoneses devolvieran a al-Muqtádir las tierras ocupadas al norte de la ciudad de Huesca, y si no lograba convencerlo, ayudaría al rey de Zaragoza a recuperar sus posesiones por la fuerza.

El rey de Aragón viajó a Roma y se convirtió en vasallo de la Santa Sede. En justa correspondencia, el papa predicó una nueva cruzada contra el islam hispano. La isla de Sicilia, a la que habían acudido los normandos llamados a una cruzada, había sido abandonada por los musulmanes y la cristiandad esperaba que este ejemplo se repitiera en la Península Ibérica. Todos los reyes cristianos estaban convencidos de que aquel momento significaba el cambio en la situación política del mundo mediterráneo. Por primera vez desde su aparición en las orillas de este mar, los musulmanes perdían la iniciativa militar en favor de los cristianos. En los últimos meses de su vida, el papa Alejandro II promulgó una bula en la que se designaba al conde Eblo de Roucy, cuñado del rey de Aragón, como jefe de esta nueva expedición contra los musulmanes de al-Andalus. Los mercaderes trajeron la noticia hasta Zaragoza, pero los espías de al-Muqtádir le comunicaron que el movimiento de tropas era muy escaso y que los efectivos cristianos que habían respondido a la llamada del papa católico no suponían ninguna amenaza seria para sus territorios. Los escasos cruzados, ante la endeblez de sus fuerzas y efectivos y desmoralizados por la pronta muerte del Sumo Pontífice, se disolvieron sin ejecutar una sola acción guerrera. En Roma fue elegido nuevo pontífice el monje Hildebrando, el rival del cardenal Humberto de Selva Cándida, que adoptó el nombre de Gregorio VII. Al llegar la noticia a Zaragoza, Juan supo que aquel hombre traería días de gloria para la Iglesia y sin duda de dificultades para los musulmanes.

Aquel verano del año 465 de la hégira, 1073 del calendario cristiano, comenzaron las obras del pórtico sur del patio central del Palacio de la Alegría. La prisa del rey por trasladarse a vivir a su nueva residencia había obligado a interrumpir los trabajos, dejando inconclusas algunas partes. La entrada protocolaria al patio principal, donde se disponían las dos albercas, una de agua amarilla y otra azul, se realizaba para los embajadores desde el lado sur, después de atravesar el pasillo laberíntico, el salón del estanque de mercurio y la sala de espera. Desde ella se accedía al patio a través de una puerta que se abría directamente y que ahora sólo la protegía un pabellón de lona. Sobre el plano, el arquitecto había diseñado un pórtico de cinco arcos cruzados sostenidos por pares de columnas de pórfido, similares a las del lado norte. El arquitecto que comenzó los trabajos, el eficaz y brillante Jalid ibn Yusuf, había fallecido pocos meses después de la inauguración de su obra y a su muerte había sido nombrado como arquitecto real un joven maestro malagueño llamado Said al-Jair, que estaba dirigiendo la construcción del palacio real de la alcazaba de la ciudad fronteriza de Balaguer, a las órdenes de al-Muzaffar, el rey de Lérida, hermano y enemigo de al-Muqtádir.

El malagueño inspeccionó con Juan los planos de su antecesor y decidió llevar a cabo algunas transformaciones.

—Para las nuevas modas —expuso—, estos planos de Jalid son demasiado clásicos; carecen del dinamismo y de la fuerza expresiva que se impone en la arquitectura moderna. Las líneas son demasiado sobrias, sin movimiento, no trasmiten apenas ninguna sensación. La arquitectura actual es más etérea, más sutil, más alegre. Los cambios que propongo producirán sin duda nuevos efectos y darán al conjunto una mayor gracilidad. Quiero provocar una sensación de vértigo desbocado, de tumultos encontrados, de líneas vibrantes que se crucen en todas las direcciones sin romper en ningún momento la armonía y el equilibrio de lo ya construido.

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