El secreto del rey cautivo (18 page)

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Authors: Antonio Gomez Rufo

Tags: #Histórico

Los guerrilleros no se entretuvieron tras la victoria, tal y como se les había ordenado. Incendiaron las tiendas, tomaron la caballería y las armas que pudieron y, sin despreciar alguna que otra botella de vino sobrante, salieron de allí al galope para internarse en el monte bajo, entre pinares. Sólo Sartenes quedó cerca del cuartel arrasado para comprobar si acudía algún refuerzo francés e informar a Zamorano. Pero lo único que vio fue a los vecinos de Rebollo salir de sus casas, acercarse a ver los restos del acuartelamiento y, con gran temor, volverse al pueblo para encerrarse, pensando en las represalias, en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción.

El cuerpo de Jacinto Perales quedó allí también, asistido por un gesto de Sartenes que lo despidió en la distancia, santiguándose. A media tarde el asalto fue descubierto por una patrulla francesa formada por un oficial y dos soldados de tropa. Sartenes vio a los jinetes en la lejanía, cuando ya se internaba en el pinar, y no se quedó para ver qué hacían después. Al llegar junto a sus compañeros, informó a Zamorano de lo sucedido y se unió al brindis por la victoria que se hizo entre aullidos y risas alzando las botellas de vino francés.

—Treinta y dos caballos, veinte fusiles, cuatro cajas de pólvora y dos de munición —hizo el inventario en voz alta Ezequiel. Y añadió—: Los invasores nos van a odiar por esto.

—Les herirá más en su orgullo la pérdida de cincuenta hombres, y de este modo… —resopló Zamorano—. A mí me sacaría de quicio…

—Pero usted no es francés —exclamó Sartenes, alzando su botella—. A estos, lo que más les dolerá será haber perdido este vino.

Los guerrilleros rieron las palabras de su compañero y bebieron a la salud de su jefe. Zamorano bebió también, pero de inmediato impuso silencio y ofició un brindis por la memoria de Jacinto, el compañero muerto. Todos alzaron la botella y brindaron por él, como si recitasen una oración. Y a partir de ese momento guardaron un silencio de respeto que mantuvieron el resto del día.

Zamorano se alejó hasta una roca cercana y se recostó en ella, contemplando el anochecer. Olía a tierra mojada. El viento traía del norte una vaharada de aromas húmedos que indicaba a las claras que esa noche llovería. Y los cúmulos que se estaban formando en el cielo cristalino del anochecer venían cargados de nieve. Se avecinaba otra noche de temperaturas gélidas. Zamorano pensó, al mirar el cielo, que tenía que resolver esa situación en los días venideros. A lo lejos, oía susurrar a los hombres, despreocupados, como si el frío no fuese a importarles ni aquella noche ni nunca; y, anocheciendo ya, la voz de Sartenes, entre todas ellas, se dejó oír en una soleá muy bien entonada.

Tú ya no mandas en mí.

Me peine como me peine,

ya no me peino pa' ti.

Zamorano sonrió. Los hombres, poco a poco, volvían a mostrarse contentos, animados por Sartenes, y eso era bueno. La victoria, la más importante de las obtenidas hasta ahora en una escaramuza, les había acrecentado la moral.

—¿En qué piensa, capitán? —Ezequiel se acercó a él, y tomó asiento a su lado.

—Te parecerá imposible después de todo lo que ha pasado hoy, pero no siento ningún remordimiento por esas muertes…

—Lo comprendo —suspiró Ezequiel—. Es una guerra y…

—Una guerra que perderemos, maestro —Zamorano respiró hondo—. Y si va a ser así, parecen tan inútiles estas muertes…

Ezequiel se removió en su lugar, pensativo. Parecía estar decidido a no dejar crecer al pesimismo.

—¿Quiere responderme una pregunta, capitán?

—Hazla.

—Si echasen una carrera una liebre y una tortuga, ¿quién cree que la ganaría?

Zamorano lo miró intrigado, sin saber a dónde quería ir a parar el maestro. Pero Ezequiel le animó a responder con un gesto.

—La liebre, naturalmente —respondió, al fin.

—¿Aunque la liebre diera a la tortuga una ventaja de unos cuantos metros?

—Aun así.

Ezequiel sonrió.

—Pues no es así, capitán. Escuche: una liebre y una tortuga juegan una carrera de doscientos metros y, como la liebre corre diez veces más rápido que la tortuga, acuerdan que le dé cien metros de ventaja. Así las cosas, los dos se ponen en posición y empieza la carrera. La liebre corre, y avanza los cien metros que le dio de ventaja a la tortuga. Pero en ese tiempo la tortuga ya ha avanzado diez metros (porque corre diez veces menos, ¿recuerda?), de modo que todavía lo aventaja. Entonces, cuando la liebre recorre esos diez metros, la tortuga ya ha avanzado un metro más. La liebre sigue corriendo y cubre ese metro, pero la tortuga en el mismo tiempo ya ha avanzado diez centímetros. Y así siguen corriendo, sin que la liebre pueda alcanzar nunca a la tortuga. ¿Sabe que a este viejo cuento nadie ha podido encontrar la solución?

Zamorano aceptó con una sonrisa el relato del maestro, de quien ya conocía su afición a los acertijos. Pero de inmediato negó con la cabeza.

—Eso está bien, Ezequiel. Muy ingenioso… Pero los dos sabemos que no es verdad…

—Puede —sonrió el maestro—. Pero nadie puede demostrar lo contrario. Y eso es exactamente lo que pienso del ejército francés y de nosotros: ellos son la liebre y nosotros la tortuga. Así es que tendrán que probar que nos ganan la carrera, que vencerán en esta guerra; porque yo, en cambio, puedo demostrar que la ganaremos nosotros…

En los días siguientes el grupo de Zamorano interceptó tres correos franceses, causó nueve bajas entre los invasores y asaltó dos carros escoltados que portaban abastecimiento para el puesto de Boceguillas: patatas, legumbres, mantequilla y fruta. Y dos semanas después, asentados en la pequeña aldea de La Matilla, en la que se repartieron con los vecinos los alimentos incautados, Zamorano echó cuentas y pensó que a esas alturas debería tener ya noticias de su amigo Juan Díaz Porlier.

—Quiero que vayas a Salamanca —le dijo a Ezequiel, llamándolo aparte—. Te daré instrucciones precisas y tú traerás las nuevas que obtengas allí.

—De acuerdo. ¿Cuándo he de partir?

—Al amanecer.

—Estaré dispuesto.

Ezequiel volvió cuatro días después con la información recibida en Salamanca:

—El teniente coronel está bien y ha dejado encargo de que se le felicite a usted. En Madrid empiezan a inquietarse por los actos de bandidaje, así los llaman los franchutes; al principio, pensaron que se trataba de movimientos esporádicos, saltos aislados, escaramuzas de grupos de bandoleros. Pero ahora ya no. La resistencia crece en toda España y empiezan a tomarnos en serio, capitán. Porlier por un lado, usted por otro, y muchos más…

—¿Por dónde anda Porlier? —le preguntó Zamorano.

—Ni él me lo ha querido decir, ni tampoco quiere saber por dónde andamos nosotros —respondió Ezequiel—. Así de claro me han ordenado que lo diga. Está bien que nadie lo sepa, por si es apresado algún grupo. Y por lo que respecta al ejército regular…

—Pero, ¿es que hay ejército regular? —se sorprendió el capitán, dando un brinco—. ¿El ejército español aún existe?

—Algunas unidades, sí. Los mejores regimientos han sido derrotados en Cataluña y en Castilla, en Llinás, en Molins del Rey y en Uclés. Muchos soldados han muerto y muchos más han sido hechos prisioneros… Pero todavía quedan tropas españolas que se dirigen a Valencia, a Murcia y, sobre todo, a Andalucía. Se dice que allí se producirá el reagrupamiento… También me han dicho que hay varios cuerpos de ejército que colaboran con el ejército inglés que, en Astorga…

—Espera, espera… —Zamorano lo interrumpió, incorporándose—. ¿El ejército inglés está en Astorga?

Ezequiel afirmó con la cabeza, y cerró los ojos. Pensó que le habían dado demasiada información y la estaba trasmitiendo desordenadamente. Y también pensó que no era necesario detallar los nombres de los generales muertos, de los coroneles y capitanes caídos y de los pueblos arrasados en Cataluña, Castilla, Aragón, Navarra y Galicia. Tal vez lo mejor sería hacer un resumen de los hechos para que el capitán estuviese informado pero no inquieto. Por eso tomó aire y comenzó:

—Veamos… El ejército inglés, al mando de un tal Moore, entró en España desde Portugal para combatir a Napoleón. Llegó hasta Salamanca, en donde una parte del ejército español se había reagrupado para colaborar con los ingleses. Pero no se sabe qué ha sido de ellos después. Los ingleses retrocedieron primero hasta Astorga, cruzando Valladolid, Toro y Benavente, y luego, aunque las noticias son confusas, parece que estuvieron en León y finalmente han llegado a La Coruña.

—¿Y qué hace Napoleón entre tanto? —Zamorano seguía sin comprender bien el desarrollo de los combates.

—Ha dejado Madrid y persigue a los ingleses. Cruzó la sierra de Guadarrama el mismo día de Navidad. Se dice que los ha perseguido hasta Galicia y que los ingleses supervivientes, después de enfrentarse a Napoleón y ser derrotados, se han hecho a la mar. El general Moore, al mando de la tropa, también ha muerto.

Zamorano se levantó. Eran demasiadas malas noticias juntas. Se mantuvo un rato pensativo, paseando arriba y abajo en torno a la hoguera sin saber qué decir ni qué hacer, sobre todo porque ignoraba que hubiese aún cuerpos de ejército enfrentándose a los invasores. Pero, por lo que acababa de oír, uno tras otro eran derrotados por los franceses. Aun así, dudó si su deber era reagruparse con sus compañeros.

—Entonces —preguntó al fin, como esperando una respuesta imposible—, ¿podemos reincorporarnos ya a nuestros cuerpos de ejército? ¿Deberíamos ir en su busca?

—No lo sé, capitán. Pero Porlier dice que es mejor, por ahora, seguir desgastando al enemigo. No se sabe cuánto resistirá el ejército regular y nosotros, en el monte, hacemos una labor esencial. Distraemos a los franceses, les obligamos a destinar hombres para proteger sus convoyes, minamos la moral de sus tropas… Sí, creo que la decisión es que hay que seguir. Eso es lo que me han dicho.

—Bien.

Zamorano quedó confuso pero, después de meditarlo, también conforme. Tenía sentido aquella recomendación. Díaz Porlier estaba bien y lo que hacían él y sus hombres empezaba a conocerse en Madrid. También los vecinos de los pueblos, cuando los descubrían, los trataban con simpatía. La vida a la intemperie resultaba muy dura, pero era su deber como patriotas y, además, algo que los hombres cumplían con agrado.

Aquella noche, a la luz temblorosa de fogatas que dibujaban sombras y luces sobre sus perfiles, Zamorano se tendió a mirar las estrellas. Sartenes canturreaba por el campamento coplas de amor y los hombres estaban preparando las mantas para acomodarse y dormir. El capitán contempló su pequeño ejército y le pareció que podía confiar en todos aquellos hombres. Y cuando vio a Lorenzo, el hijo del molinero, arrastrar un tronco para hacerse un lecho más cómodo, pensó que su grupo aunaba astucia y fuerza, y eso también le complació.

—¿Dormimos ya, capitán? —Sartenes se sentó a su lado, después de palmearse el estómago—. Hoy la cena ha sido abundante, ¿eh?

Zamorano continuó contemplando el cielo estrellado. Esperó a que Sartenes se acomodara y le habló en voz baja.

—Seguiremos por aquí durante bastante tiempo, Sartenes. Esta guerra va a ser muy larga…

—Ya he oído a Ezequiel.

—Y a pesar de eso me parece que los hombres están contentos, ¿no?

—Como unas pascuas, capitán.

—Oye, Sartenes… ¿Qué habrá sido de ella?

—¡Maldita sea! ¿No me diga que sigue pensando en esa mujer?

—Todas las noches.

—¡Pues sí que le ha picado la bicha! —resopló—. ¡Terminaremos yéndola a buscar, al tiempo!

—Si supiéramos en dónde encontrarla…

Zamorano calló. Sartenes, por unos momentos, también guardó silencio. En su cabeza recrearon la imagen de Teresa, cada cual a su modo, y coincidieron en admirarla. En sus ojos, en donde se reflejaba la lumbre que agonizaba, había una pátina de idealización que tardaron en descomponer. Hasta que Sartenes, respirando hondo, dijo:

—O mucho me equivoco, o será ella la que nos esté buscando a nosotros. ¡Menuda mujer!

Zamorano dio un respingo en su manta y lo miró como si de pronto hubiese descubierto que su amigo tenía un escorpión avanzando por el hombro.

—¿Por qué crees eso?

—Porque ella tiene en sus manos algo importante que no sabe lo que es y esa mujer es como nosotros: ¡si no lo averigua, revienta! —Sartenes se rascó la barba sobre la mandíbula—. Lo que sucede es que Teresa no tiene ni puñetera idea de cómo encontrarnos. Tal vez dándole alguna pista…

—¡Tú estás loco! —Zamorano negó con la cabeza—. Esa mujer ni nos busca ni nos buscará. Y aunque así fuera, no hay pistas que valgan. Al contrario, Teresa se esconderá de mí porque sabe que, como la encuentre, la mato.

—¿Seguro, capitán? —sonrió Sartenes.

—Seguro —afirmó Zamorano.

Pero los dos sabían que no era cierto.

4

Aquella mañana del 25 de febrero de 1809, bajo un techado de nubes blancas, y rodeado por una neblina húmeda que contenía la llovizna, el rey José Bonaparte paseaba por el patio de armas del Palacio Real con su ministro Ansorena y su ayudante de campo, el mariscal Lannes, vencedor de la batalla de Tudela el pasado 23 de noviembre. El día había amanecido mortecino y a esa hora advertía de que ya no iba a levantarse; y quizá tampoco su malhumor lo hiciese porque eran demasiadas las tormentas que se iban formando dentro de la cabeza de aquel rey incomprendido, bienintencionado e inútil.


Pepe Botella
,
Pepe Plazuelas
… —se quejaba amargamente el rey a sus amigos—. ¿Hasta cuándo seguirán poniéndome motes los españoles? Es evidente que no soy de su agrado…

—Una minoría, majestad —comentó Ansorena, pretendiendo quitar importancia a la realidad—. Es una despreciable minoría. Los verdaderos españoles, los españoles ilustrados y honestos, os consideran un gran rey, como no podía ser de otra forma.

—Supongo, señor, que sois demasiado blando con ellos, en todo caso —afirmó Lannes, sin mirarle a los ojos—. Dicho sea con todo el respeto, majestad.

—Pero, ¿qué más puedo hacer? —José Bonaparte parecía encerrado en sus propios pensamientos—. De sobra saben que mi intención es convertir España en un país moderno, sentar los ideales de la libertad, garantizar los derechos ciudadanos, hacer del suyo un país próspero… Incluso hacer de Madrid una de las ciudades más hermosas de Europa. Como Viena, o como París… Repara, Ansorena: ahí delante construiré una plaza espléndida; y en el resto de la ciudad están ensanchándose las calles mediante amplias plazas que…

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