El secreto del rey cautivo (44 page)

Read El secreto del rey cautivo Online

Authors: Antonio Gomez Rufo

Tags: #Histórico

—¿Quieres gritarlo, eh? ¿Quieres?

—No… —Sartenes se amedrentó, ruborizado—. Yo…, en realidad sólo quería avisarte de que… No sé: me parece que te has dejado el martillo y el punzón en la cripta…

Ezequiel se buscó sorprendido en la faja y en las manos y luego miró a las de Sartenes. Sacudió con rabia la cabeza.

—¿No te las di al salir?

—No…

—Vamos, alejémonos de aquí cuantos antes… —ordenó.

Calle abajo, por la del Prado, cruzaron la del Lobo, la del Baño, la del León, la de Santa Catalina y la de San Agustín antes de detenerse a reposar. Ezequiel estaba enfurecido consigo mismo por el descuido y Sartenes, entre tanto, lo miraba con las cejas arqueadas y las manos escondidas en los bolsillos, alzados los hombros, sin decir palabra. El maestro sacó el papel doblado de la faja y volvió a leerlo:
Calle del Lobo, dos
. Y se lo dio a Sartenes.

—Ya tenemos la dirección que buscábamos. —Ezequiel palmeó la espalda de Sartenes, sin sonreír—. Lo más seguro es que hayamos dado con el paradero del secreto real y espero que ahora carezca de importancia el descubrimiento del punzón y el martillo. Sabrán que hemos sustraído algo, pero nadie tendrá idea de qué se trata. Así es que lo mejor es deshacerse de este papel. ¿Te importa comértelo?

—Quiá —respondió Sartenes, y lo masticó despacio hasta engullirlo por completo.

Al día siguiente Ezequiel ordenó a Gabriel llamar a la partida de los judíos e hizo que Teresa presidiera la reunión. A todos ellos se les veía ilusionados, predispuestos a lo que se les pidiera, sin objeciones. Parlanchines y de un humor excelente. Inquietos.

Cuando, tras varias peticiones de Sartenes y de Ezequiel, finalmente se callaron dispuestos a escuchar, el maestro les habló:

—Necesitaremos dos carretas tiradas por muías de carga.

—Mejor tres —señaló Sartenes.

—Sí, quizá tengas razón —aceptó Ezequiel—. Tres.

—Pero, ¿tantos documentos son? —se extrañó Ismael.

—Muchos, sí —zanjó la cuestión el maestro, sin más explicaciones—. Y también será preciso contar con un lugar discreto a las afueras de la ciudad para trasladarlos hasta que se decida su paradero definitivo. Una casa, o un granero…, no sé. Pero en todo caso una estancia que pase lo más inadvertida posible. Lo que se pueda conseguir.

—Yo dispongo de un pequeño molino en el camino de Aranjuez —se apresuró a ofrecer Jeremías, un pelirrojo de edad avanzada, grueso de cara, abultado de abdomen y con unos ojos pequeños y vivos, curiosos—. A veces guardaba allí algunos tejidos, ¿os acordáis? —preguntó a los demás.

—Y cómo no, viejo avaro —rió Gabriel—. Bien que los escondías hasta que subían los precios…

—Eran otros tiempos… —cabeceó exagerando su pesadumbre el comerciante—. Ahora gano lo justo para mantener a mi familia…

—Está bien, utilizaremos tu molino. —Ezequiel se volvió hacia Teresa hasta obtener su consentimiento, a lo que accedió con un ligero movimiento de cabeza mientras cerraba los ojos—. ¿Y los carros?

—No habrá dificultades —aseguró Gabriel, señalando con la barbilla a Marcos, un joven moreno con lentes sin montura ni patillas, de nariz curvada y labios finos que no sonreían nunca—. ¿Verdad?

—Dispongo de cinco carros en magnífico estado —confirmó Marcos, sin apenas mover los labios—. Pero no encuentro entre vosotros carreteros capaces de dominar a los tiros: mis muías son tan fuertes como atravesadas.

—Sartenes y yo lo haremos —afirmó Ezequiel.

—La tercera la llevaré yo —habló por primera vez Teresa, y todos se volvieron con sorpresa al oír su voz. La mujer, extrañada por los rostros de asombro de los allí reunidos, se incorporó despacio en su silla y preguntó desafiante—: ¿Alguien duda de que soy capaz de hacerlo?

Nadie contestó. Teresa, tras esperar unos segundos a que se liberasen de la impresión, volvió a recostarse en la silla. Ezequiel, conteniendo una sonrisa, carraspeó antes de concluir:

—Sea. Tenemos carros, carreteros y un destino al que transportar la mercancía. Sólo os ruego que lo tengáis todo dispuesto para dentro de tres días. En ese tiempo Gabriel os informará de lo que sea menester. Y os recuerdo que sólo la máxima discreción permitirá llevar a cabo esta misión sin riesgos ni contratiempos. Cualquier imprudencia o confidencia, por leve que se os antoje, incluso cualquier murmuración a destiempo, dará con todos nosotros en la cárcel, y probablemente en el patíbulo. Tenedlo muy presente. Ahora salid con cautela y no volváis por esta casa salvo que os reclame Gabriel. Muchas gracias, amigos.

Los judíos, emocionados como si se dispusieran a iniciar un viaje de placer largamente deseado, se congregaron en un racimo de felicitaciones y parabienes, y sin dejar de intercambiarse gestos de contento y palabras de buena fortuna salieron en tropel de la casa sin disimulo, para desesperación de Ezequiel, que temía que tanta algarabía despertase sospecha si se topaban con la guardia, y regocijo de Sartenes, que los veía partir recordando emocionado el alboroto de los presos cuando aquella mañana del 2 de mayo, hacía casi dos años ya, salió con sus compañeros de la cárcel de Casa y Corte para enseñar a los franceses de qué materiales están construidos los anhelos de libertad.

Era día de nevada en Madrid, terminando febrero. A pesar del lodazal en que estaban convertidas las calles, Ezequiel y Sartenes habían llegado hasta la calle del Lobo y se quedaron parados ante la casa número 2. Ezequiel se acarició la mandíbula repetidas veces, sumido en cavilaciones fáciles de imaginar. Sartenes, a su lado, con las manos resguardadas bajo los brazos y golpeando el suelo con los pies, por ver si entraban en calor, parecía distraído e impaciente contando las ventanas del edificio y repasando sus desconchones y grietas, de tan alto como miraba. Y en ocasiones daba dos pasos atrás y otros dos hacia delante, como si desease iniciar cuanto antes el camino de regreso al cobijo resguardado de la casa o estuviese a punto de entumecérsele el cuerpo por el frío y necesitase agitarlo.

—No lo sé —musitó finalmente Ezequiel.

—¿Qué es lo que no sabes? —se interesó Sartenes, dando dos nuevos pisotones fuertes al suelo.

—En dónde pueda estar. —El maestro señaló con la barbilla el edificio—. Es lo único que nos falta, y no sé cómo descubrirlo.

—A saber… —se desentendió Sartenes.

Ezequiel giró la cara hacia él y lo miró irritado. Su compañero resoplaba y se frotaba los costados, como si estuviese al borde de la congelación, despreocupado, y daba saltitos de vez en cuando; y al maestro le indignó que no pareciera estar dispuesto a usar la sesera salvo para decidir qué patata se llevaría antes a la boca, sentado ante un buen guiso.

—¿Es que habré de hacerlo yo todo? ¡Sartenes, por lo que más quieras! ¡Piensa un poco!

—Es que yo, maestro, para esas cosas…

—¡Pues bien que adivinaste lo de la sepultura de Lope! ¡Si te diese la gana de ayudar un poco!

—No, si pensar ya pienso, ya…

Ezequiel lo crucificó con la mirada. No sabía si el truhán se burlaba o se evadía del esfuerzo por pura vagancia. Sartenes, comprendiendo la furia que brotaba de aquellos ojos airados, apartó la cara y se puso a mirar para otro lado, a la espera de que pasase el frente del huracán; pero como al volver a mirar al maestro continuaba inalterable su expresión colérica, hiriéndolo con su violencia y enojo, se metió las manos en los bolsillos, encogió los hombros intimidado y resopló un par de veces antes de decir:

—Que digo yo que tratándose de cosa de peso, no va a estar en las alturas, en el caso de estar ahí adentro…

Ezequiel no aflojaba la tensión de la ira que escupían sus pupilas, incendiada por la exasperación.

—O sea, que bien visto, el oro, la plata y todas esas zarandajas estarán abajo…

Ezequiel, sorprendido al oír aquello, se volvió hacia la casa y midió mentalmente la distancia entre el portón y el final de la fachada de la finca. La suficiente para albergar una estancia. Al instante olvidó su irritación y puso su mano sobre el hombro de Sartenes, que inició un movimiento de encogimiento al verla llegar hasta él.

—¿Lo ves, Sartenes? ¡Cuando piensas eres un genio! ¡Está abajo, enfrente de ti! ¡Ahí lo tienes!

—¿En dónde?

—¡Pues ahí! ¡Bien claro está! ¿Acaso no es esta la casa número 2 de la calle del Lobo? ¡Míralo! ¡Ahí está escrito!

—Puede… —Sartenes giró la cara y se puso a mirar otra vez a la lejanía, visiblemente azorado.

—¿Cómo que puede?

—Es que…, es que… yo no sé leer, maestro…

Ezequiel se quedó estupefacto y de repente le invadió una ternura tan enorme como el sentimiento de culpa por haber forzado de tal modo la indefensión de aquel buen hombre que, desde que lo conocía, nunca le había confesado algo así. Y comprendió que no lo había hecho porque le avergonzaba reconocerlo. Los ojos del maestro se derramaban en un afecto humedecido por la compasión mientras permanecían fijos en Sartenes, que ahora deseaba quitarse de encima esa mirada de piedad como antes quería arrancarse la huracanada, tan pesada la una como la otra.

—No sé, no… Nunca me enseñaron… —se excusó Sartenes sin necesitarlo.

—Pero…, ¿por qué no me lo dijiste nunca? —Ezequiel le abrazó con la ternura que lo haría con un niño desvalido—. Perdóname, perdóname… No sabía… Pero si me lo hubieras dicho, o me hubiese dado cuenta…, yo mismo te habría enseñado. Hemos tenido tanto tiempo…

—Bueno…, creí que lo sabías, maestro.

—No. Ni lo imaginaba… —Ezequiel se apartó de él—. Pero, eso sí, te prometo que esto lo vamos a remediar muy pronto. Ya verás lo fácil que será aprender, ya verás…

Sartenes aceptó las palabras del maestro sin sonreír, acompañándose de un movimiento afirmativo con la cabeza. Y luego dijo con un hilo de voz:

—Pero con lo bruto que soy…

Ezequiel sonrió abiertamente y le palmeó la espalda.

—¿Bruto? Vamos, hombre. ¡No conozco a nadie más listo que tú! En un abrir y cerrar de ojos te has dado cuenta de que el equipaje del rey no puede estar en una planta alta, sino abajo, en el suelo, quizás a la entrada o en un sótano. ¿Ves? Es algo que a mí no se me había ocurrido. El genio eres tú.

—Bueno, yo… —sonrió, fingiendo ahora desdén, como apartando de él todo el relumbre de la importancia para que el envanecimiento resaltara más.

—Vamos —ordenó Ezequiel—, alejémonos un poco.

Los dos hombres retrocedieron un paso, adoptaron una actitud exagerada de disimulo y caminaron despacio hasta la calle del Prado, sin mirar a nadie para pasar por completo inadvertidos. Desde el final de la calle se aproximaba la ronda. No era cuestión de levantar sospechas y verse obligados a dar explicaciones de qué hacían allí, ni mucho menos justificarse sobre quiénes eran, cuál su oficio y de qué naturaleza su filiación y registro.

—Tenemos que entrar ahí para ver qué descubrimos —susurró Ezequiel—. Pero volveremos esta noche, Sartenes. A la luz del día todos los pecados son delito.

Como ladronzuelos de lance o garduños de ventaja, al amparo de capas anchas y alumbrados a la luz de un farol, encogidos y en alerta, las siluetas espectrales de Ezequiel, Sartenes y Gabriel se deslizaron por las calles confundiéndose con las otras sombras de la noche. El último tramo hasta la casa lo anduvieron pegados a las paredes de las fachadas, con la cabeza vuelta hacia atrás y el estómago invadido por torrenteras de ruidos o por un enjambre de avispas. Los pasos medidos, sobre la nieve sucia, eran sordos como la ciudad, que permanecía muda, espantosamente silenciosa. Ahora no nevaba, pero el mutismo del aire y la blancura del cielo predecían una nueva cellisca. Los tres hombres avanzaron despacio entre sentimientos de temor y de impaciencia, mordidos por la curiosidad y el deseo de huida, un laberinto de sensaciones del que no lograban desembarazarse. La luz de las farolas de algunas calles les aterrorizaba, eludiéndola como rufianes perseguidos, y el eco de un quejido, un llanto infantil o un ataque de tos tras una ventana les sobresaltaba hasta cortarles la respiración. Aquellos bravos soldados se habían convertido, en el atlas enrevesado de la ciudad, en inseguros colegiales empujándose para culminar una travesura nocturna.

No era noche de ronda. Por las callejuelas desiertas de Madrid no encontraron ningún obstáculo que los importunara. El frío se dejaba sentir dolorosamente en las orejas, pero ninguno de los tres trató de evitarlo salvo arremangándose la capa en torno al cuello. Eran horas de medianoche suspendidas en la nada, sin gatos en celo ni aleteo de murciélago sobre los tejados. Noche de quietud extrema como si el mundo se hubiese detenido para que ellos pudiesen desentrañar su enigma.

Se detuvieron frente a la casa número 2 de la calle del Lobo y permanecieron allí inmóviles, calculando el siguiente paso, observando la puerta, imaginando la violación de su cerradura. Ezequiel preguntó con las cejas a Sartenes cómo resolvería el impedimento de la puerta cerrada y Sartenes apretó los labios como pidiendo excusas por no entender lo que le pedía. Gabriel, viéndolos dialogar por gestos, les preguntó con un movimiento de la cabeza a qué esperaban y el maestro, señalando a Sartenes, trató de indicarle que el experto en abrir puertas era él. Pero Gabriel, sin comprender nada de lo que decía, se encogió de hombros, cruzó la calle, puso sus manos sobre la puerta y la empujó sin esfuerzo, abriéndola con un leve quejido de goznes heridos que no alteró en absoluto el sosiego del mundo.

—Estas puertas están siempre abiertas —susurró al oído del maestro cuando cruzó la calle corriendo y se resguardó de la intemperie en las sombras del portal—. Estamos en Madrid…

—Las suponía atrancadas —se excusó Ezequiel.

Gabriel abrió las manos, como excusándose por haber demostrado lo contrario, y esperó a que tomase la siguiente iniciativa. Ezequiel se alumbró con el farol, llevándolo a lo alto, y recorrió los límites del zaguán y el camino de la galería. Al frente se iniciaban unos tramos de escaleras que conducían a las distintas plantas del edificio. A la derecha, un arco que se sostenía en gruesas vigas daba paso a lo que debió de ser alguna vez el establo, en donde sólo había ahora unas balas de paja y herramientas herrumbrosas amontonadas en un rincón. Y a la izquierda, una pared corrida y encalada en alguno de sus tramos se mostraba ahora descuidada, desconchada y leprosa. No se veía ninguna puerta de acceso.

—Ahí detrás hay una estancia —señaló Sartenes—. El tramo de fachada que queda a la izquierda, hasta la casa contigua, indica que debe de tener, por lo menos, doce pasos de ancha.

Other books

Hardy 05 - Mercy Rule, The by John Lescroart
3 Mascara and Murder by Cindy Bell
A Perfect Likeness by Sandra Heath
The Snow Globe by Marita Conlon McKenna
Beast of Burden by Marie Harte
Lust Under Licence by Noel Amos
Skinned Alive by Edmund White
Pickle Puss by Patricia Reilly Giff