El señor del carnaval (44 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Scholz condujo el interrogatorio pero le pidió a Fabel que formara parte del mismo. No obstante, éste no ayudó nada. Fabel sintió de manera instantánea e intensa una fuerte aversión hacia Oliver Lüdeke. Sabía que le hubiera resultado igual de repulsivo si lo hubiese conocido en una fiesta en vez de como sospechoso principal de una investigación sobre dos, y probablemente tres, asesinatos horripilantes y brutales. Lüdeke se negó a responder a todas las preguntas y tan sólo habló para protestar contra su detención injustificada.

—No necesito a un meteorólogo para saber que se avecina una tormenta de mierda —le dijo Scholz a Fabel cuando salieron del interrogatorio—. Ya ha hablado con su abogado, y puedes estar seguro de que lo primero que éste habrá hecho es llamar al fiscal del Estado y al Kriminaldirektor de la Policía. Tenemos que inculparlo ya.

—¿Tan seguro estás de que es nuestro hombre? ¿Aunque lo conozcas personalmente?

Scholz soltó una risa burlona.

—Precisamente porque lo conozco personalmente.

—¿No te cae bien? —preguntó Fabel.

—Oliver Lüdeke es guapo, encantador, rico, con una inteligencia claramente superior a la media, tiene un trabajo bien pagado y prestigioso y se deja ver habitualmente en compañía de un ramillete de bellas mujeres. Desde luego que lo odio. Pero, dejando todo esto de lado, hay otra serie de buenas razones por las que Herr Doktor Lüdeke nunca me ha gustado. Es un hijo de puta arrogante. No, peor que eso. Tiene esa actitud… no sé, es difícil de explicar. No es un tipo de Colonia. Ya sé que parece una tontería, pero aquí, la clase no significa nada. Karl Marx era de Colonia, pero dijo que nunca podría haber iniciado la revolución internacional aquí, pues no habría cuajado en una ciudad donde el obrero y el jefe de la fábrica beben en el mismo pub. Mira a los otros forenses que trabajan para el Estado: son tipos estupendos con los que trabajar, con los que emborracharse. Pero Lüdeke te mira por encima del hombro cada vez que le hablas.

—¿Te parece un buen sospechoso porque es esnob?

—Es mucho más que esnob, Jan. Con Lüdeke tienes la sensación de que todos los demás somos formas de vida inferiores. No me cuesta creer que piense que el resto de personas ha sido creado para proporcionarle lo que él desea en la vida. Y eso cuadraría con un depredador sexual a quien no le importa provocar dolor en aquellos que utiliza para saciar sus necesidades. O incluso matarlos.

—Desde luego, es el sospechoso más sólido que hemos encontrado hasta el momento. Pero si está tan bien conectado como dices, tendremos que actuar rápidamente para evitar que salga. ¿Cómo está la situación de la orden para obtener una muestra de su ADN?

—Tansu la ha ido a pedir al despacho del fiscal del Estado —dijo Scholz—. Deberíamos tener una en un par de horas, más o menos.

—De acuerdo —dijo Fabel—. Hagamos otro intento con el colega.

—Oh, mierda… —exclamó Scholz, mirando por encima del hombro de Fabel. Este se volvió y vio a un hombre fornido de unos cincuenta años que se les acercaba por el pasillo. Reconoció la actitud de autoridad que desprendía. Cuando los alcanzó, Scholz presentó a Fabel al Kriminaldirektor de la Policía de Colonia, Udo Kettner.

—Esta situación es muy incómoda, Benni —dijo Kettner—. Potencialmente vergonzosa. No pareces tener una base muy sólida para mantenerla.

—Ha estado a punto de agredir a Tansu —dijo Scholz.

—Te resultará difícil de demostrar.

—Lo tenemos grabado —respondió Fabel.

—Lo que tienen en la cinta, Herr Fabel, podría considerarse como totalmente coherente con la naturaleza del anuncio que puso. Alegará que la forma de su arresto equivale a una incitación a cometer un delito. Además, puede añadir que no hizo nada malo, aparte de, como hombre soltero, encontrarse con una mujer joven con la intención de explorar un encuentro sexual con consentimiento mutuo.

—Eso huele a discurso de abogado —afirmó Scholz.

—Están de camino… —dijo Kettner con voz cansina—. A la media hora del arresto de Lüdeke ya me habían llamado. Pondrán en cuestión la legitimidad del arresto y la trampa que ha habido detrás.

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Scholz.

Kettner sonrió.

—Los abogados de Lüdeke no son los únicos que pueden usar el teléfono —contestó mientras entregaba a Scholz un documento—. He pensado que asomarme por la oficina del fiscal del Estado podía acelerar un poco las cosas. Aquí tienes tu orden para obtener el ADN. Pero, por lo que más quieras, Benni, asegúrate de no apartarte de las normas ni un solo milímetro.

Y Fabel, Tansu y Scholz estaban reunidos en el despacho de este último. La nueva cabeza de toro los contemplaba desde un rincón. Scholz la miraba con gesto adusto.

—Sólo tenemos ocho días hasta la noche del carnaval de las Mujeres —dijo—. Dios quiera que Lüdeke sea nuestro asesino. Si el ADN no cuadra estamos bien jodidos.

—Aunque cuadre —dijo Fabel—, sólo lo relaciona con la violación y agresión de Vera Reinartz. Es claramente un sádico sexual con una fijación caníbal pero, sin una confesión o cualquier otra prueba incriminatoria, nunca lo podremos acusar de los asesinatos. Y teniendo en cuenta la arrogancia de Lüdeke y lo que le cuesta la hora de abogado, jamás obtendremos una confesión.

—La investigación forense no ha dado ningún resultado. Tanto su oficina como su casa están limpias —dijo Scholz, con desánimo—. Lo más fastidioso es que puede que tengamos la propia arma que ha utilizado para cortar pedazos de las víctimas delante de nuestras narices. No había tenido nunca un sospechoso cuyo trabajo fuera despedazar seres humanos. Es una pesadilla forense. Sólo con que Vera Reinartz o Andrea Sandow, o como quiera que se llame, hubiera guardado una sola de esas malditas cartas…

—Incluso eso lo relacionaría directamente sólo con esa agresión —puntualizó Fabel—. Lo único que tenemos para vincularlo a los asesinatos es la similitud de los modus operandi: la corbata en los cuellos de las víctimas y los mordiscos. Todo circunstancial. Mira, Benni, puede que nunca podamos inculparlo de los asesinatos, pero sí podemos acusarlo de la violación y agresión de Reinartz al menos podremos estar satisfechos de haberlo apartado de la calle la noche del carnaval de las Mujeres.

Si conseguimos que lo condenen pasarán unos cuantos carnavales antes de que vuelva a ver la luz del día. Aunque, claro, eso sólo será si el ADN coincide.

La cara pálida de colegial asomando por la puerta de Kris Feilke interrumpió la reflexión de Fabel.

—¡Tenemos a ese cabrón, Benni! —exclamó Kris, exultante—. El ADN coincide exactamente: Oliver Lüdeke es el hombre que violó a Vera Reinartz.

6

Andrea abrió la puerta de su apartamento a Tansu y Fabel. Iba vestida con una falda corta y una blusa blanca suelta. Llevaba también un montón de pulseras de bisutería en cada muñeca e iba incluso más maquillada que la última vez que Fabel la vio. No podía haberse presentado más femenina, pero las medias brillantes que llevaba sólo le servían para destacar todavía más la pronunciada musculatura de las piernas; la blusa, la amplitud de sus hombros; y el maquillaje, la masculina angularidad de su rostro. ¿Qué había en Andrea Sandow, pensó Fabel, que le provocaba tanta hostilidad?

—Estaba a punto de salir —les explicó.

—No la entretendremos —dijo Fabel, gesticulando para entrar en el apartamento.

Andrea no se apartó.

—Tengo una reunión y no puedo llegar tarde.

—Le tenemos, Andrea —dijo Tansu—. Tenemos al hombre que la agredió hace ocho años.

—¿Están seguros de que es él? —Fuera lo que fuese lo que Andrea pensó en ese momento, su máscara no lo reflejó.

—Absolutamente —dijo Fabel—. El ADN coincide totalmente. Es un hombre llamado Oliver Lüdeke.

La máscara se quebró. Andrea miró a Fabel con incredulidad.

—¿Oliver Lüdeke?

—¿Le conoce?

Andrea se apartó a un lado.

—Será mejor que pasen. Tengo que hacer una llamada… A ver si puedo cambiar mi reunión…

7

María volvía a encontrarse sin ninguna referencia temporal. No tenía ni idea de cuánto tiempo había permanecido dormida o inconsciente. Podrían haber sido unos minutos o varios días. Su primera conciencia de estar despierta fue el dolor en las costillas y en la cara, y un cosquilleo caliente y agudo en la piel irritada. Se aferró al dolor. Vitrenko le había enseñado esa lección: el dolor significaba vida.

Se despertó tumbada sobre un colchón encima de un camastro metálico. La habían vuelto a vestir y sus prendas de ropa desprendían olor a moho y a suciedad. Tenía varias mantas encima y vio que seguía dentro de la nevera industrial de carne. No, de hecho no; debían de haberla sacado de allí para que recuperara temperatura y detener su declive terminal hacia h muerte por hipotermia. Eso debió de llevarles tiempo y pericia. Se levantó las mangas del abrigo y del jersey y encontró lo que buscaba en el brazo izquierdo: un pinchazo reciente en una vena. El cerebro le funcionaba todavía con lentitud y la cabeza le latía, pero ella sabía lo que aquello significaba: le habían administrado una solución salina con dextrosa para hacerle subir la temperatura corporal y seguramente le habían puesto una máscara para administrarle oxígeno cálido y humidificado.

María era consciente de ser ya una mujer muerta, y de que antes de morir sufriría mucho dolor: tanto para el goce de Vitrenko como para sacarle toda la información que pudiera. También sabía que la información que pudiera ofrecerle no le bastaría para mantenerla con vida. Sólo quería usarla para obtener acceso al dossier que lo obsesionaba. Tenía que escapar; sería su única manera de sobrevivir y de impedir que Vitrenko ganara la partida.

María seguía sintiéndose helada hasta los huesos. Se incorporó al borde de la cama y se envolvió con las mantas sucias. Se quitó un guante y agitó la mano por el aire: la temperatura del almacén era tolerable. Les tuvo que llevar un buen rato sacar la gelidez del aire. No veía ningún calefactor, pero dedujo que debían de haber usado alguno. Supuso que la sacaron de allí, le trataron la hipotermia y la mantuvieron sedada en algún sitio hasta que la temperatura allí dentro subió lo bastante. Ahora ya no era una cámara de torturas, sino simplemente un lugar de confinamiento. De momento.

Trató de levantarse pero un calambre de dolor en las costillas fracturadas la sacudió. Dejó que sus dedos exploraran con cuidado debajo del jersey. Tenía las costillas vendadas. Volvió a tumbarse sobre el camastro y pensó en Buslenko, alguien que para ella sólo existió a través de la mascarada de Vitrenko. Yació inmóvil, mirando al techo con su inhóspita, permanente luz de neón, y lloró la muerte de un hombre al que jamás conoció.

Se abrió la puerta y apareció un hombre alto y fortachón con un cuenco en la mano.

María no lo reconoció, pero tenía un aspecto claramente ruso o ucraniano. Llevaba el pelo muy corto y la forma de la nariz indicaba una antigua fractura. Colocó el cuenco junto a la cama y salió del almacén sin mediar palabra. Ahora había más gente. Por lo visto, Vitrenko se había marchado para atender asuntos más importantes. María se hizo una imagen mental del guarda que le había traído la comida. «Lo llamaré La Nariz», pensó. Se comió el estofado. Estaba tan caliente que le quemó la boca, pero le daba igual. Gozó del calor abrasador en el pecho y el estómago y se acabó hasta el último bocado.

Le sorprendió encontrar una cuchara de metal en el cuenco. Cuando se terminó el estofado, la lamió y la frotó contra el suelo de piedra, junto a la cama. Al cabo de un minuto o dos pasó el dedo índice por el borde de la cuchara: sí, podía afilarla; crear un arma. Agujereó la costura del colchón y escondió la cuchara dentro. Se tapó los ojos con la manta, protegiéndolos contra la luz permanente del fluorescente de neón.

No podía conciliar el sueño. La cabeza le zumbaba mientras concebía, elaboraba e iba rechazando un plan de huida tras otro. Tal vez aquel día no le volvieran a dar de comer, pero ésa era su única oportunidad de escapar. Ni siquiera cuando estuviera totalmente recuperada podría estar a la altura de La Nariz: debería sorprenderlo y matarlo rápidamente. Si lograba afilar bien esa cuchara, tal vez pudiera intentar cortarle la yugular. Sólo tendría una oportunidad.

La puerta se abrió y ella fingió estar dormida bajo la manta. Oyó el sonido de unas botas pesadas que se acercaban. El ataque sorpresa no era para ahora. Necesitaba, al menos, otro día de preparación, de afilar la cuchara hasta convertirla en un filo asesino. Le apartaron la manta de la cabeza. Ella se volvió, parpadeando, para mirar hacia La Nariz, que acababa de recogerle el cuenco de la comida. El tipo levantó la mano y movió los dedos en un gesto que significaba «dámelo». María frunció el ceño, fingiendo confusión. Él repitió el gesto y ella se encogió de hombros. La Nariz resopló cansinamente, volvió a dejar el cuenco en el suelo y sacó su aparatosa arma automática. Tiró del cargador, sacó el pestillo de seguridad y apoyó el cañón del arma en la mejilla de María. Entonces volvió a repetir el gesto de «dámelo» con la mano que le quedaba libre. María buscó en el agujero que había hecho en el colchón y sacó la cuchara. Se la dio a La Nariz con una sonrisa cínica, que él le devolvió mientras le cruzaba la frente con un fuerte golpe del cañón del arma.

María miró con odio desafiante al tipo, concentrada en conservar su consciencia y en sentir cómo la sangre que manaba de su herida en la frente le resbalaba por el lado del rostro. Ninguno de los dos dudó de la intención de ella de matarle, pero La Nariz, sencillamente, se volvió a mirarla sin ningún interés antes de girarse y salir con el cuenco y la cuchara. Cuando estuvo fuera, se apagó la luz. María recordó que fuera había un interruptor, justo al lado de la puerta. Agradeció la repentina oscuridad total; ahora podría dormir sin tenerse que tapar con aquella apestosa manta. Se tumbó en medio de la oscuridad y se prometió no tocarse la herida de la cabeza.

Algo le estaba ocurriendo. Era como si el dolor estuviera dando forma a su voluntad. Sentía una nueva claridad de ideas, una nueva pureza de pensamiento. La mortificación de la carne, lo llamaban. El dolor se convirtió en una especie de rumor de fondo: cuanto más se alejara de él, más desconectada de su yo físico estaría. María concentró toda la energía en sus pensamientos: tenía que haber una manera de huir de allí.

8

—¿Conoce usted a Oliver Lüdeke?

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