El sueño de Hipatia (41 page)

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Authors: José Calvo Poyato

Tags: #Histórico

—Estoy seguro de que no era ninguno de los dos individuos que entraron en la habitación —objeté.

—Yo también estoy segura de eso. Aunque pudieron actuar por encargo suyo, si bien no lo creo.

—¿Por qué?

—Si a las cuatro aguardaba en la tienda para reunirse con el anticuario y allí se enteró de su muerte y después ha estado en la comisaría hasta las once de la noche, no podía estar en el despacho de Boulder ni saber que nosotros estábamos allí.

32

Londres, 1948

Cuando al día siguiente llegamos al aeropuerto para tomar el vuelo de la BOAC que nos conduciría a Londres con una escala en Roma nos llevamos una sorpresa al encontrarnos con que uno de sus pasajeros era Antonello Suleiman Naguib. Lo vimos en compañía de un individuo alto y enjuto. El tiempo de espera obligada, después de la facturación de los equipajes, fue aprovechada por Ann para recorrer el aeropuerto, mientras yo prefería acomodarme en la cafetería y empaparme de las noticias del
Daily Telegraph
, aunque con setenta y dos horas de retraso. Al final el vuelo se retrasó una hora por un problema técnico, según anunció la compañía. Naguib y el individuo que lo acompañaba entraron en la cafetería, pero aún no se habían sentado cuando un empleado de la BOAC se les acercó y, tras una breve conversación, se marcharon con él. Después no volví a verlos.

Londres nos recibió con frío y lluvia. En el aeropuerto nos esperaban Milton, Eaton y tres familiares del profesor, cuyos restos mortales habían viajado en la bodega del avión, en un ataúd precintado.

Ann y yo nos despedimos en el aeropuerto. Después de manifestarle nuestras condolencias a los familiares, éstos nos informaron de que el funeral sería a las doce del día siguiente en la iglesia de la Santa Cruz, en el barrio de San Pancracio.

Ella se marchó a su apartamento en Fleet Street y yo tuve una reunión con Milton y Eaton en el número 6 de Bedford Place. Allí les hice un resumen de lo ocurrido y me abonaron, sin la menor protesta, las dos mil quinientas libras pendientes de pago. Todo fue muy breve, tuve la impresión de que deseaban cerrar aquel asunto lo más rápidamente posible. Tomé un taxi cerca de la puerta del British Museum y me dirigí a la redacción del
Telegraph
, donde saludé al redactor jefe y eché en el olvido su protesta cuando le dije que no iba a escribir sobre mi viaje a Egipto. Era lo que él esperaba, después de que hubiesen dado cumplida información acerca de la muerte de Best a la que habían calificado como: «Misterioso asesinato de un profesor de Oxford en El Cairo». Me acomodé ante mi máquina de escribir y redacté mi columna cumpliendo mi promesa a Ann de no hacerlo sobre lo ocurrido en El Cairo, al menos hasta que pasasen algunos días.

En las exequias se dieron cita, además de los familiares, algunos de los capitostes de la BBC, numerosos colegas del profesor, muchos de ellos desplazados desde Oxford, y los miembros de la tertulia del Isabella Club; estaban el juez Simpson, el coronel Bishop y el joyero Irvig. Ann llegó tarde, con el servicio ya empezado. Había acudido a impartir sus clases en el instituto. Fue un acto sencillo y emotivo. En el cancel de la iglesia me despedí de mis tres contertulios con los que quedé emplazado para el día siguiente, que era miércoles; nos veríamos en el club a la hora establecida.

Hacía frío, pero como el cielo estaba despejado Ann y yo decidimos pasear por Road Gray's Inn, tomar un sándwich en alguno de los pubs de Holborn y continuar luego por Chancery Lane: ella quería pasar por la Maughan Library del King's College. Caminamos un buen trecho en silencio y cogidos del brazo como si fuésemos un matrimonio de clase media que tiene pocas cosas que decirse, pero mantienen una relación correcta. Ninguno de los dos teníamos muchas ganas de hablar; después del funeral el recuerdo de Best había cobrado fuerza y era como si su sombra planeara sobre nosotros. Entramos en el Golden Lion y pedimos nuestros sándwiches, el mío acompañado de una pinta de cerveza negra y el de Ann con un refresco de limón.

—¿Qué piensas contar mañana en el Isabella Club? —me preguntó acariciando mi mano con la punta de los dedos.

—Les hablaré de lo ocurrido, será una especie de homenaje al pobre Best. ¡Quién iba a decirnos que el profesor encontraría su final en este viaje! —exclamé apesadumbrado, si bien en ningún momento me sentí culpable por su muerte.

Ann paseó su mirada por los escudos que decoraban las paredes del Golden Lion, todo un muestrario de heráldica medieval.

—No puedo apartar de mi memoria la emoción con que nos hablaba cuando, en los jardines de Groppi, afirmaba que el códice había superado todas sus expectativas —comentó Ann.

—Dijo que su vida estaba en el crepúsculo. Ahora sus palabras tienen la fuerza de una premonición. ¡Ha sido una lástima!

El camarero apareció con los sándwiches, las bebidas y la nota de la consumición. Decidí pagarla para no tener que llamarlo de nuevo. No teníamos pensado estar mucho rato.

A diferencia de Ann, que parecía inapetente, la emoción me había despertado el apetito y en tres bocados acabé con el sándwich; ella se limitaba a dar sorbos a su refresco.

—Lo verdaderamente lamentable —comenté con desgana— es que su muerte y la de Boulder van a quedar impunes.

Ann dejó escapar un suspiro.

—¿Por qué lo dices?

—Porque tengo la impresión de que Mustafa el-Kebir no será capaz de encontrar el hilo que le permita resolver el caso.

—Me parece que te estás precipitando, en El Cairo sostenías que era un buen sabueso.

—Es verdad, a diferencia de sus hombres, ese inspector parecía un tipo competente, aunque bastante desagradable.

—Al final cambió de actitud y se mostró más afable —me corrigió Ann.

—Es cierto.

—Tal vez encuentre alguna pista, nunca se sabe. A veces donde menos se piensa salta la liebre.

Me encogí de hombros entre resignado y desconfiado. Ann dio un mordisco a su sándwich y me hizo una pregunta extraña. No tenía nada que ver ni con la muerte de Best ni con nuestras peripecias en El Cairo.

—¿Te suena el nombre de Hipatia de Alejandría?

—¿Quién has dicho?

—Hipatia, una matemática que vivió en Alejandría entre el siglo
IV
y
V
. Su nombre en griego significa «la más grande».

—No tengo ni la más remota idea. ¿Enunció algún teorema fundamental? ¿Descubrió una importante fórmula?

—No lo sé, pero al parecer fue la matemática más brillante de su tiempo.

Sorprendido por el giro que Ann le había dado a la conversación, decidí seguirle la corriente pensando que era una forma de apartar nuestras mentes del profesor.

—¿Te interesa por algo en especial?

—He leído que su muerte fue un penoso acontecimiento, pero no sé qué significan exactamente esas palabras. No he encontrado detalles acerca de lo que realmente ocurrió para que se califique su final de ese modo.

Mientras yo acababa mi cerveza, Ann fue al servicio. Me dijo que podía terminar su sándwich, su estómago rechazaba la comida.

Salimos del Golden Lion y bajamos por Chancery Lane hasta la Maughan Library.

—¿Tu visita a la Maughan tiene algo que ver con esa Hipatia?

—Sí, me gustaría saber algo más sobre ella. En la Enciclopedia Británica la despachan con unas pocas líneas.

Estábamos ya ante las puertas de hierro forjado que cerraban la reja del edificio y daban acceso al amplio patio que se extendía ante la puerta principal de la biblioteca cuando Ann se detuvo.

—No tienes obligación de acompañarme.

—Puedo esperarte tomando algo en la cafetería. Aprovecharé para escribir mi columna.

Me fui directamente a la cafetería pensando que el interés de Ann estaba motivado por algún trabajo relacionado con sus clases de matemáticas. Saqué la estilográfica y el cuaderno, y me puse a escribir sobre los graves problemas que en Oriente Próximo había generado la creación del Estado de Israel.

Las pesquisas bibliográficas de Ann debían de resultar muy jugosas porque terminé mi columna, la pasé a limpio, bebí dos tés y aguardé media hora más, antes de que apareciera. Estaba a punto de subir a la sala de lectura cuando la vi entrar por la puerta de la cafetería.

—¿Provechosa tu investigación?

Me di cuenta de que era una pregunta innecesaria, Ann estaba radiante.

—¡Era extraordinaria, Donald!

—¿Te refieres a Hipatia?

—¡Era una mujer fantástica!

—¿Quieres tomar algo? —le pregunté dubitativo.

—No, vámonos.

Pagué la cuenta, me puse la gabardina y salimos a la calle. Ann se agarró a mi brazo y prosiguió con su panegírico.

—¡Una científica de los pies a la cabeza! ¡Sabía astronomía y estaba interesada por diferentes corrientes de pensamiento como el pitagorismo y el platonismo!

—Te veo entusiasmada.

Soslayó el comentario y continuó:

—Se afirma que fue la última gran científica del mundo antiguo y que vinculó su vida a las tradiciones y costumbres del mundo clásico.

—¿Qué significa eso?

—Que se enfrentó al poder de los patriarcas de Alejandría, quienes con un concepto riguroso de la vida y haciendo gala del mayor de los fanatismos acabaron con las formas de vida del mundo clásico.

—¿Hipatia se enfrentó a la Iglesia?

—Sí. Para muchos de sus contemporáneos fue un símbolo de la resistencia contra el integrismo eclesiástico y el creciente poder del clero.

—Ya tienes la explicación de por qué cayó un manto de silencio sobre su vida y su obra.

La miré con curiosidad; me llamaba la atención su repentino interés por aquella Hipatia de la que Ann no sabía casi nada unas horas antes.

—También he obtenido algunos datos acerca del penoso acontecimiento que puso fin a su vida.

—¿Qué ocurrió?

—Un grupo de monjes la secuestró…

—¿Has dicho monjes?

—Sí.

—¿Había monjes en aquel tiempo?

—Sí, fue frecuente apartarse del mundo y retirarse al desierto, donde llevaban una vida de ascetismo. Al principio, vivían solitarios y aislados en lugares apartados, pero su número creció tanto que, a comienzos del siglo
IV
, se dieron reglas para organizar la vida en común. Abundaban los cenobios en los desiertos próximos a Alejandría y a lo largo del curso del Nilo. Muchos monjes eran peligrosos fanáticos.

—Veo que te has documentado a fondo.

—¿Quieres que te cuente lo que le ocurrió?

—Por supuesto.

—Como te decía, un grupo de monjes la secuestró y se la llevaron a un lugar apartado, donde la violaron y le infligieron una terrible tortura: cortaron su cuerpo, haciéndole pequeñas incisiones, utilizando para ello caracolas afiladas; en otras versiones he leído que lo que afilaron fueron trozos de arcilla. ¿Te imaginas? Tuvo que ser un suplicio horrible; luego quemaron los despojos en que habían convertido su cuerpo para que no quedase resto alguno de ella.

—¿Por qué le hicieron esa salvajada?

—Porque Hipatia se había convertido en un símbolo de la resistencia a sus planteamientos. Tenían que dar un escarmiento.

Los ojos de Ann brillaban de una forma especial.

—¡Es increíble! —exclamó entusiasmada.

—¿Qué es increíble?

—¡Que yo tenga en mi poder un texto de su puño y letra! ¡Un texto escrito por Hipatia de Alejandría!

La miré muy serio.

—¿Bromeas?

—No bromeo. ¡Vamos a mi apartamento, tengo que enseñarte algo!

Me acomodé en el sofá y observé que Ann sacaba de una carpeta una pequeña vitela que identifiqué rápidamente.

—¡Eso es el pergamino que había oculto en la guarda del códice!

—Exacto.

—¿No se lo llevaron los atracadores?

—Ya ves que no. Tuve tiempo de ocultarlo en uno de mis bolsillos.

Al cogerlo percibí la suavidad de su tacto. Era una piel delicada y finísima que el paso de los siglos no había alterado. Los trazos de la escritura resaltaban brillantes como si los hubiesen trazado poco antes. La guarda del códice y la oscuridad del recipiente de barro enterrado en abono la habían protegido durante siglos.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Con la excitación de las horas siguientes me olvidé, entonces no sabía que era un pequeño tesoro. Después todo ha sido tan precipitado…

Era una mala excusa, pero no tenía sentido que me enfadase.

—Este texto está escrito en griego. ¿Sabes qué dice? —le pregunté.

—Sí, me lo ha traducido Anthony Holmes.

—¿Quién es ese Holmes?

—El profesor de griego de mi instituto.

—¿Por eso has llegado tarde al funeral de Best?

—Sí.

La miré tan extrañado que me preguntó:

—¿Te ocurre algo?

—Acabas de decirme que ese profesor de griego te ha hecho la traducción.

Ann asintió.

—Entonces, ¿cómo es que el pergamino estaba en esa carpeta? No la traías cuando hemos venido.

Mi desconfianza le provocó un esbozo de sonrisa.

—Lo primero que hice ayer, después de separarnos en el aeropuerto, fue acudir al fotógrafo de la esquina. Una buena propina hizo que tuviese la fotografía revelada un par de horas después.

—¿Es alguna fórmula? —le pregunté adoptando un aire de dignidad ofendida.

—Lo que está escrito en estas líneas nada tiene que ver con las matemáticas. Es la expresión de un anhelo, de un sueño. ¡Eso es…! ¡Eso es el sueño de una mujer extraordinaria!

—¿Te importaría leérmelo?

—A eso hemos venido.

Sacó del bolsillo de su chaqueta una cuartilla y leyó:

Ha sido un día agitado en que los cristianos han investido a Cirilo nuevo patriarca de Alejandría. Hoy son ellos el principal poder en esta ciudad y hace tiempo que olvidaron la violencia sufrida, cuando eran convertidos en antorchas humanas, arrojados a las fieras del circo o crucificados, acusados de que sus principios eran perversos y condenables. No eran lo uno ni lo otro, ni los hacían acreedores a la ignominiosa muerte a que los condenaban porque nadie debe ser condenado por sus ideas.

Los acontecimientos presentes indican que la experiencia no les ha enseñado gran cosa. Hoy son ellos quienes persiguen a los que disienten. Apiano, el discípulo de Papías, ha venido a recoger los textos que su maestro depositó en esta casa porque ya no la considera un lugar seguro. Los cristianos continúan destruyendo aquellos escritos que no coinciden con su pensamiento, único que consideran verdadero y que excluye a los demás. Queman los libros de los que llaman herejes, como quemaron la biblioteca del Serapeo. Queman sus ideas, que es una forma de quemar a quienes las escriben.

Siento miedo y a la vez abrigo esperanzas porque creo en otro mundo donde las ideas no sean perseguidas, donde las gentes puedan expresarse sin miedo y que pensar de otra forma no sea un delito abominable. Sueño con un mundo donde el pensamiento sea respetado y las ideas sometidas a discusión. Sueño con un mundo donde el Ágora sea lugar de encuentro, reunión y debate para quien tenga algo que decir. Sueño con un mundo sin fanatismos donde expresarse libremente sea algo cotidiano. Sueño con un mundo donde ser diferente no sea delito.

Quizá, algún día, si Apiano consigue poner a buen recaudo estos textos, alguien lea estas líneas escondidas en las que una mujer soñó con otro mundo.

Idus de octubre de MCLXV
ab urbe condita
.

H
IPATIA DE ALEJANDRÍA

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