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Authors: Ken Follett

El tercer gemelo (10 page)

Era evidente que los médicos no inspiraban mucho respeto a Mish.

La detective abrió su cartera. Jeannie se inclinó hacia delante, curiosa. Dentro había un ordenador portátil. Mish alzó la tapa y presionó el pulsador de encendido.

—Tenemos un programa llamado TEIF, Técnica Electrónica de Identificación Facial. Nos gustan los acrónimos. —Esbozó una sonrisa torcida— A decir verdad, lo creó un detective de Scotland Yard. Nos permite reunir los rasgos y formar un retrato del agresor sin recurrir a los servicios de un dibujante.

Se quedó mirando a Lisa con expectación.

Lisa proyectó los ojos sobre Jeannie.

—¿Qué opinas?

—No te dejes presionar —dijo Jeannie—. Decide por ti misma. Tienes perfecto derecho. Reflexiona y haz lo que consideres oportuno y con lo que te sientas a gusto.

Mish lanzó a Jeannie una mirada feroz, plena de hostilidad.

—No se la presiona —dijo a Lisa—. Si desean que me vaya, es como si ya estuviese fuera de aquí. Pero quiero que sepan una cosa. Deseo coger a ese violador y necesito su ayuda. Sin usted, no tengo ni la más remota posibilidad.

Jeannie se perdió en el infinito de la admiración. Mish había controlado y dominado el curso de la conversación desde que entró en el piso y, sin embargo, lo había hecho sin avasallar ni manipular. La detective sabía lo que llevaba entre manos y lo que deseaba.

—No sé —dudó Lisa.

—¿Por qué no echa un vistazo a este programa informático? —sugirió Mish—. Si le altera el ánimo, lo dejamos y en paz. Si no le afecta, al menos tendré una imagen del sujeto tras el que voy. Luego, cuando hayamos terminado, decide usted si quiere ir o no al Mercy.

Lisa volvió a titubear; al cabo de unos segundos dijo: —Vale.

—Recuerda —terció Jeannie— que puedes suspenderlo en el momento en que empiece a trastornarte.

Lisa asintió con la cabeza.

—Empezaremos —dijo Mish— con un esbozo aproximado de su rostro. No se parecerá mucho, pero será una base. Después iremos perfeccionando los detalles. Necesito que se concentre a fondo en la cara del agresor y me haga una descripción general. Tómese el tiempo que le haga falta.

Lisa cerró los ojos.

—Es un hombre blanco, aproximadamente de mi edad. Pelo corto, sin un color particular. Ojos claros, azules, me parece. Nariz recta...

Mish accionaba un ratón. Jeannie se levantó y fue a situarse detrás de la detective de forma que pudiera ver la pantalla. Era un programa Windows. En la esquina superior derecha había un rostro dividido en ocho secciones. A medida que Lisa iba citando rasgos, Mish llevaba el cursor a un sector del rostro, pulsaba el botón del ratón y se desplegaba un menú; luego corregía las partes del menú de acuerdo con los comentarios de Lisa: pelo corto, ojos claros, nariz recta.

—Mentón más bien cuadrado —continuó Lisa—, sin barba ni bigote... ¿Qué tal?

Mish volvió a hacer clic y en la parte principal de la pantalla apareció el rostro completo. Representaba un hombre blanco, en la treintena, de facciones regulares: podía tratarse de uno entre mil individuos. Mish dio la vuelta al ordenador para que Lisa pudiera ver la pantalla.

—Ahora vamos a ir cambiando esta cara poco a poco. Primero se la iré mostrando con una serie de frentes y nacimientos del pelo distintos. No diga más que sí o no. ¿Preparada?

—Claro.

Mish pulsó el ratón. Cambió el rostro de la pantalla y la línea del nacimiento del pelo retrocedió súbitamente.

—No —dijo Lisa.

Mish hizo clic de nuevo. La cara presentó esta vez un flequillo recto como el de un anticuado corte de pelo estilo Beatle.

—No.

El siguiente fue un pelo ondulado y Lisa comentó:

—Este se parece más, pero creo que llevaba raya.

El que apareció a continuación era un pelo rizado.

—Mejor que el anterior —dijo Lisa—. Pero el pelo es demasiado oscuro.

—Cuando los hayamos repasado todos, volveremos a los que le parecieron y elegiremos el mejor. Una vez tengamos la cara completa procederemos a perfeccionar las facciones retocándolas convenientemente: oscureciendo o aclarando el pelo, desplazando la raya, rejuveneciendo o envejeciendo todo el rostro.

Jeannie se sentía fascinada, pero aquello iba a durar una hora más y ella tenía trabajo.

—He de irme —dijo—. ¿Estás bien, Lisa?

—Estupendamente —respondió Lisa, y Jeannie comprendió que era verdad.

Tal vez eso fuese lo mejor, que Lisa se comprometiera activamente en aquella caza del hombre. Lanzó una mirada a Mish y captó en su expresión un centelleo de triunfo. ¿Me equivoqué, pensó Jeannie, en mi hostilidad hacia Mish y en mi actitud defensiva respecto a Lisa? Desde luego, Mish era simpática. Siempre tenía a punto la palabra precisa. De todas formas, su prioridad no era ayudar a Lisa, sino atrapar al violador. Lisa seguía necesitando una verdadera amiga, alguien cuya preocupación primordial fuera ella, Lisa.

—Luego te llamo —le prometió Jeannie.

Lisa la abrazó.

—Nunca te agradeceré bastante el que te quedaras conmigo —dijo.

Mish tendió la mano a Jeannie.

—Celebro haberla conocido —dijo.

Jeannie le estrechó la mano.

—Buena suerte —deseó—. Confío en que lo detenga.

—Yo también —repuso Mish.

6

Steve estacionó el coche en la extensa zona de aparcamiento destinada a estudiantes, sita en la esquina sur de las cuarenta hectáreas del campus de la Jones Falls. Faltaban apenas unos minutos para las diez de la mañana y el campus era un hormiguero de alumnos vestidos con veraniegas prendas ligeras, camino de la primera clase del día. Mientras cruzaba los terrenos de la universidad, Steve buscó con la mirada a la jugadora de tenis. Las probabilidades de localizarla eran mínimas, lo sabía, pero no pudo por menos de ir escudriñando a toda chica alta y morena que se ponía al alcance de su vista, para comprobar si llevaba un aro en la nariz.

El Pabellón de Psicología Ruth W. Acorn era un moderno edificio de cuatro plantas construido del mismo ladrillo rojo que las otras facultades de la universidad, más antiguas y tradicionales. Steve dio su nombre en el vestíbulo, donde le remitieron al laboratorio.

Durante las tres horas siguientes le sometieron a muchas más pruebas de las que pudo imaginar que fuera posible. Le pesaron, lo midieron y le tomaron las huellas dactilares. Científicos, médicos, estudiantes le fotografiaron las orejas, comprobaron la fuerza que desarrollaba su mano al cerrar los puños y evaluaron sus reflejos ante el sobresalto que pudiera producirle la presentación inesperada de imágenes de víctimas calcinadas y cuerpos mutilados. Contestó a preguntas referentes a sus aficiones durante el tiempo libre, creencias religiosas, novias y aspiraciones profesionales. Tuvo que declarar si podía reparar el timbre de una puerta, si se consideraba atildado, si pegaría a sus hijos y si determinada música le sugería cuadros o dibujos de colores cambiantes. Pero nadie le informó del motivo por el que le habían seleccionado para aquel estudio.

No era el único sujeto. En el laboratorio se encontraban dos niñas y un hombre de mediana edad que llevaba botas de vaquero pantalones tejanos azules y camisa del Oeste. Al mediodía los reunieron a todos en un salón con sofás y televisor, donde almorzaron a base de pizza y Coca-Cola. Steve se dio cuenta entonces de que en realidad eran dos los hombres de edad mediana calzados con botas de vaquero: un par de gemelos que vestían exactamente igual.

Se presentó y pudo enterarse de que los vaqueros eran Benny y Arnold y las niñas Sue y Elizabeth.

—¿Ustedes dos siempre se visten igual? —preguntó Steve a los hombres, mientras comían.

Los mellizos intercambiaron una mirada y luego Benny dijo:

—No lo sé. Acabamos de conocernos.

—¿Son ustedes gemelos y acaban de conocerse?

—Nos adoptaron de recién nacidos... familias distintas.

—¿Y eso de que vistan del mismo modo es una casualidad?

—Así parece, ¿no?

—Y los dos somos carpinteros —añadió Arnold—, fumamos Camel Light y tenemos dos hijos, chico y chica.

—Las dos niñas se llaman Caroline, pero mi hijo es John y el suyo Richard —explicó Benny.

—Yo quería que se llamase John —dijo, pero mi esposa se empeñó en que le pusiéramos Richard.

—¡Fantástico! —exclamó Steve—. Pero no pueden haber heredado la preferencia por el Camel Light.

—Quién sabe.

Una de las chicas, Elizabeth, preguntó a Steve:

—¿Dónde está tu hermano gemelo?

—No tengo —respondió Steve—. ¿Eso es lo que estudian aquí, gemelos?

—Sí. —La niña añadió en tono de orgullo—: Sue y yo somos bivitelinas.

Steve enarcó las cejas. La niña aparentaba unos once años.

—Me temo que no conozco esa palabra. ¿Qué significa?

—Que no somos idénticas. Somos mellizas fraternas, bivitelinas.

—Señaló a Benny y Arnold—. Ellos son monocigóticos. Tienen el mismo ADN. Por eso son tan iguales.

—Pareces saber un montón del asunto —comentó Steve—. Me dejas de piedra.

—Ya hemos estado aquí otras veces —dijo la niña.

Se abrió la puerta a espaldas de Steve. Elizabeth alzó la mirada y saludó:

—¡Hola, doctora Ferrami!

Al volver la cabeza, Steve vio a la jugadora de tenis.

Ocultaba su cuerpo musculoso bajo una bata blanca de laboratorio que le llegaba a las rodillas, pero entró en la habitación caminando como una atleta. Aún conservaba el aire de intensa concentración que tanto le había impresionado en la pista de tenis. Steve se la quedó mirando, sin apenas dar crédito a su buena suerte.

La mujer correspondió al saludo de las niñas y se presentó a los demás. Cuando estrechó la mano de Steve repitió el apretón.

—¡Así que eres Steve Logan! —articuló.

—Jugaste un partido esplendido —alabó él.

—Pero perdí.

La doctora Ferrami se sentó. Su espesa cabellera oscura le caía suelta sobre los hombros y Steve observó, a la implacable luz del laboratorio, que tenía un par de hebras grises. En vez del aro de plata, ahora llevaba en la nariz una lisa bolita de oro. Se había maquillado y los afeites se encargaban de que sus ojos oscuros resultasen todavía más fascinantes.

Agradeció a todos el que pusieran su tiempo al servicio de la investigación científica y les preguntó si las pizzas eran sabrosas. Al cabo de unos minutos de intercambiar lugares comunes envió a las niñas y a los vaqueros a los departamentos donde se iniciarían las pruebas de la tarde.

Tomó asiento cerca de Steve, el cual tuvo la impresión, sin saber por qué, de que la doctora se sentía un poco violenta. Era casi como si se dispusiera a darle una mala noticia.

—A estas alturas, te estarás preguntando a que viene todo esto —dijo la mujer.

—Supongo que me seleccionaron porque en el colegio me las arreglé bastante bien.

—No —respondió ella—. Es cierto que en el instituto alcanzaste puntuaciones altas en todas las pruebas de inteligencia. En realidad tus resultados en la escuela están por debajo de tus aptitudes. Tu cociente intelectual es desproporcionado. Lo más probable es que figurases entre los primeros de la clase sin tener que esforzarte en lo más mínimo, ¿me equivoco?

—No. ¿Y no estoy aquí por eso?

—No. El proyecto que desarrollamos consiste en averiguar hasta qué punto la herencia genética predetermina la formación del carácter de una persona. —Su incomodidad anterior se desvaneció al animarse con su tema—. ¿Es el ADN lo que decide si somos inteligentes, agresivos, románticos o atléticos? ¿O es nuestra educación? Si ambos ejercen su particular ascendiente, ¿en qué modo se influyen el uno al otro?

—Una polémica antigua —dijo Steve. En la facultad había seguido un curso de filosofía y aquel debate le hechizaba—. ¿Soy como soy porque nací como nací? ¿O soy producto de la educación recibida y el medio ambiente en que me crié? —Recordó el lema que resumía la controversia—: ¿Naturaleza o educación?

La doctora asintió con la cabeza y su larga cabellera onduló gravemente como el oleaje de un océano.

—Pero nosotros tratamos de resolver la cuestión de un modo estrictamente científico —dijo—. Verás, los gemelos univitelinos tienen los mismos genes... exactamente los mismos. Los gemelos fraternos no, pero normalmente se han criado en el mismo medio. Estudiamos ambas clases y los comparamos con los gemelos que se han educado por separado, estimando sus similitudes.

Steve se preguntaba en que podía afectarle aquello. También se preguntaba cuantos años tendría Jeannie. El día anterior, al verla en la pista de tenis con el pelo recogido y oculto bajo la gorra, dio por supuesto que sería de su misma edad; ahora le calculaba una edad próxima a la treintena. Eso no cambiaba sus sentimientos hacia ella, pero era la primera vez que se sentía atraído por alguien tan mayor.

—Si el entorno era lo más importante, los gemelos que se criaran juntos serían más parecidos, y los que se educaran separados serían completamente distintos, al margen de si se trataba de gemelos monovitelinos o fraternos. La verdad es que nos hemos encontrado con lo contrario. Los gemelos idénticos se parecen, los haya criado quien los haya criado. Realmente, los gemelos idénticos educados por separado son más semejantes que los fraternos que se criaron juntos.

—¿Benny y Arnold representan el primer caso?

—Exacto. Ya has visto lo igualitos que son, a pesar de que se criaron en hogares distintos. Eso es típico. Este departamento ha estudiado más de un centenar de parejas de gemelos univitelinos que se educaron por separado. De esas doscientas personas, dos eran poetas con obra publicada, una pareja de gemelos. Otras dos se dedicaban profesionalmente a tareas relacionadas con animales domésticos (una era adiestradora y la otra criadora de perros), igualmente una pareja de gemelos. Hemos tenido dos músicos (un profesor de piano y un guitarrista), también pareja de gemelos. Pero estos son los ejemplos más gráficos. Como has visto esta mañana, efectuamos mediciones científicas de personalidad, cocientes intelectuales y diversas dimensiones físicas, las cuales muestran a menudo las mismas pautas: los gemelos idénticos son extraordinariamente similares, al margen de su crianza.

—Mientras que Sue y Elizabeth parecen muy distintas.

—Exacto. Sin embargo, tienen los mismos padres, el mismo hogar, van al mismo colegio, han tenido la misma dieta alimenticia toda la vida, y así sucesivamente. Supongo que Sue ha guardado silencio durante todo el almuerzo, en tanto Elizabeth te ha contado la historia de su vida.

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