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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantasía, Infantil y juvenil, Intriga

Finis mundi (19 page)

Por descontado, era allí donde estaba la noticia… y el trabajo.

Mattius pudo a duras penas reprimir su frustración. No era sólo un problema de falta de información: sin
scops
de quienes aprender, no podría recitar nada ni trabajar en Winchester, porque no conocía poemas ni cantares en la lengua local. Tendría que permanecer ocioso, dependiendo de las limosnas de una dama normanda que no era precisamente santo de su devoción. Acarició por un tiempo la idea de acudir al norte, al
danelaw
, pero el peligro que entrañaba aquello le hizo desistir.

Mientras tanto, comenzó a explorar los alrededores por si topaba por casualidad con aquel Círculo de Piedra. Repartía su tiempo entre sus excursiones y las conversaciones de la taberna. Como el dinero no duraría eternamente, comenzó a echar una mano en el campo.

Y así, los días se convirtieron en semanas.

Un día vino a caballo un emisario desde el norte. Cuando Mattius escuchó sus noticias, no supo si considerarlas una señal.

Los mayores perjudicados por el hundimiento del barco normando habían sido el capitán y el comerciante. El primero había exigido una indemnización al segundo, que había decidido que no se marcharía de allí con las manos vacías. Por fortuna, las armas que transportaba la nave ya estaban en tierra cuando se produjo el desastre, así que la expedición todavía podía arreglarse. Por tanto, había enviado a tres de sus hombres a buscar al rey.

El viaje había sido arriesgado, pero por fin llegaba la respuesta: sí, el soberano Ethelred necesitaba armas, y pagaría muy bien por ellas. De modo que, en breve, bajo la apariencia de carretas de tributos, la mercancía que había venido del continente viajaría hasta la mismísima
danelaw
.

Esto alegró a los pocos que conocieron la noticia: significaba que el rey Ethelred iba a hacer algo, que tenía planeada una ofensiva. Muchos soñaron con ver a los vikingos expulsados de sus tierras definitivamente.

Toda la operación se llevó a cabo en secreto, pero Mattius, por supuesto, se enteró, y fue a ver a Michel al monasterio. Le salió al paso en el huerto, en un momento en que se hallaba solo, para que nadie los viera juntos. Le contó lo que había averiguado y le propuso salir por fin de Winchester para acompañar a las carretas al norte.

Al muchacho, sin embargo, no le pareció buena idea. Le contó sus sospechas sobre el incendio del barco, y la curiosa reacción del arzobispo ante la mención del Círculo de Piedra. Estaban muy cerca y no sería prudente alejarse del único lugar donde habían encontrado una pista más o menos sólida.

—¿Llamas «una pista sólida» a la cara que puso el arzobispo? —dijo Mattius, pasmado—. ¿Y si te lo has imaginado? Nadie aquí conoce el Círculo de Piedra. Ya he preguntado a medio Winchester.

—Pues pregunta al otro medio.

Mattius no pareció convencido. Michel posó una mano sobre su brazo, en un ademán tranquilizador.

—Estamos haciendo lo que podemos, y yo sé que es lo correcto. Lo he pensado mucho: Dios quiere dar una oportunidad al mundo, y esa oportunidad somos nosotros cuatro: un monje, un juglar, una muchacha y un perro. Si nos ha escogido a nosotros es porque podemos hacerlo. Hemos llegado tan lejos y conseguido tantas cosas que no me cabe duda de que Él nos asiste. Debemos tener fe, amigo.

Mattius suspiró.

—Me gustaría poder creerte —dijo—. Me gustaría poder tener tu confianza. ¡Demonio, Michel! Primero me convences de que el mundo se va a acabar, y ahora me vienes con que no me preocupe y tenga fe. ¿Qué estás esperando? ¿Una señal?

Michel ladeó la cabeza y se le quedó mirando con una expresión de calma y serenidad que impresionó al juglar. Mattius sostuvo su mirada, preguntándose qué había cambiado en aquel muchacho desde que lo había conocido. No era sólo su desarrollo físico, normal en un chico de su edad. Era algo en su mirada…

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó, casi en un susurro.

—Estoy aprendiendo —respondió Michel con suavidad—. Es algo demasiado difícil de explicar. Pero en serio me gustaría que lo comprendieras, y que supieras tú también todo lo que yo he aprendido.

Mattius sacudió la cabeza. Aquello era demasiado impalpable para él. Necesitaba cosas sólidas.

Sin embargo, no contradijo a Michel.

—Está bien, tú mandas. Esperaremos. Mándame una señal cuando juzgues que es hora de partir.

El monje asintió y Mattius desapareció de nuevo entre el follaje.

Michel siguió buscando en los manuscritos. El otoño golpeó con fuerza la región y volvieron las lluvias. El cargamento de armas partió rumbo al norte y Mattius lo vio marchar, resignado a esperar en Winchester un tiempo más.

La dama Alinor seguía en el castillo de lady Julianna, y Lucía con ella. Con la llegada del mal tiempo era más que improbable que apareciera un barco del continente, y mientras esperaban, se trabajaba para la construcción de otra nave; nada espectacular, simplemente una embarcación lo bastante fuerte como para poder devolver a los extranjeros, con ciertas garantías, a su lugar de origen.

Mattius aguardaba la señal de Michel y consumía su tiempo en la taberna. A finales de noviembre ya sabía hablar sajón con cierta fluidez. Poemas épicos no había aprendido, aunque sí alguna que otra canción que habría hecho sonrojar a cualquier doncella.

Una tarde tormentosa, un joven pelirrojo entró en la taberna, con las ropas raídas y empapadas, pálido pero sonriente.

Todos se volvieron al oírle entrar. Un grito unánime brotó de las gargantas de los parroquianos:

—¡Cedric!

Pronto, la taberna fue un caos de abrazos y frases de bienvenida. Mattius no se movió de su lugar. Se limitó a mirar con curiosidad al recién llegado.

No venían muchos extranjeros a Winchester, ni siquiera comerciantes, pero de todas formas estaba claro que aquel hombre era de la tierra, y que había regresado tras una larga ausencia. Mattius se preguntó si sería un caballero del señor de Winchester que volvía del norte, y se fijó en sus ropas. El corazón le latió más deprisa cuando descubrió un instrumento de cuerda, semejante a un laúd, que pendía de su costado.

El joven era un juglar, un
scop.

Mattius aguardó pacientemente a que Cedric terminara de contar sus nuevas. Por lo que pudo oír, el recién llegado acababa de volver del
danelaw
, y les contó que las cosas no habían mejorado, pero que se rumoreaba que el rey tenía algún plan. Nadie mencionó las armas del comerciante normando, y Mattius no pudo adivinar si el joven Cedric lo sabía o no. Después, los vecinos le contaron al
scop
todo lo que había pasado en Winchester durante su ausencia. La mayor parte de novedades tenían que ver con el barco normando y sus pasajeros.

Mattius esperaba que Cedric se fijara pronto en él. Con este propósito, depositó su laúd sobre la mesa, ostentosamente. En efecto, apenas unos momentos más tarde los ojos del joven se clavaron en él y en su instrumento. Mattius no se movió, mientras informaban al
scop
de su presencia. Instantes después, Cedric se acercó a su mesa.

—Me han dicho que eres del mismo oficio que yo —le dijo, sentándose a su lado—. Un juglar francés.

—Que haya venido desde Francia no significa que sea francés —puntualizó Mattius; lo cierto era que no tenía ni la más remota idea de dónde había nacido, ni recordaba cuál era su lengua materna: la imagen de su aldea arrasada era algo que no le gustaba evocar—. Pero sí, soy juglar. Un
scop
del continente.

—Hablas bastante bien nuestra lengua para llevar sólo unos meses aquí.

—Aprendo rápido.

—¿Qué te ha traído por esta tierra?

—Venía con intención de conocer mundo y nuevos poemas, pero me encontré con una situación muy… hum… muy poco favorable, y cuando quise volver resultó que alguien había prendido fuego al barco.

—Ah, sí. Me lo han contado. Me han dicho que no fue un accidente: provocaron el fuego para destruir la nave normanda. Por lo que cuentan, alguien tiene mucho interés en que lady Alinor no se marche de aquí. Aunque tú no pareces sorprendido.

Mattius, efectivamente, no lo estaba. Todo encajaba con la teoría de Michel de que no era precisamente a lady Alinor a quien intentaban retener en Winchester.

Pero había algo que no quedaba claro. Nada de aquello había tenido sentido desde que García los había dejado vivos —aunque no a todos—, y con los ejes, en la ermita de Finisterre.

—Me alegro mucho de haber encontrado un
scop
al fin —dijo, cambiando de tema—. No podía ejercer mi profesión aquí porque no conocía cantares sajones que recitar.

Cedric pareció contento.

—Sabes, hace tiempo que tenía pensado visitar el continente —comentó—. Podemos aprender mucho uno del otro.

Antes de que se dieran cuenta, ambos estaban intercambiando poemas y canciones, para satisfacción de los presentes. Mattius aprendió la rima anglosajona y Cedric asimiló algunas palabras de francés, y unos versos del
Cantar de Roland
. El ambiente era relajado y distendido, y el tiempo se les pasó volando. Cuando a ninguno de los dos les quedó voz, la gente empezó a marcharse, y el juglar y el
scop
se quedaron hablando.

—Por cierto —dijo Mattius al cabo de un rato—, me han hablado de un lugar por aquí que me interesaría visitar. Lo llaman el Círculo de Piedra, o algo así.

Cedric palideció.

—Conozco ese sitio. Es el Círculo de los Druidas.

—¿El Círculo de los Druidas? ¿Qué es eso?

—Tiene otro nombre, pero no lo recuerdo. Me llevaron allí siendo muy niño, para expulsar un espíritu maligno que se había apoderado de mi cuerpo. Es un lugar con mucho poder.

—Pero nadie lo conoce por aquí.

—Eso dicen todos, pero no es cierto. Desde niños nos enseñan a no nombrarlo. La Iglesia actúa como si no existiera. Los druidas nos mantienen alejados de allí.

—¿Druidas…? ¿Qué son?

—Un druida es… pues eso, un druida —a Cedric no se le ocurría ninguna otra forma de definirlo—. Hombres que tienen poderes y conocen todos los secretos de las plantas. Ellos cuidan el círculo para que nadie se acerque.

Era demasiada información para Mattius.

—¿Y dices que de niño te llevaron allí para…?

—Eso es. Seguimos todos los ritos de la Iglesia, pero ni el abad ni el arzobispo pudieron hacer nada por mí, y me tacharon de endemoniado. Mis padres me llevaron a escondidas a los druidas. Aquella noche…

Cedric se estremeció. Mattius esperó a que el joven pudiera seguir hablando.

—No lo recuerdo muy bien. Sólo sé que volví curado, y el arzobispo Aethelwood, el predecesor de Aelfric, se atribuyó todo el mérito y dijo que todas las leyendas acerca del círculo no eran más que supersticiones. Pero creo que el actual obispo no opina así.

Mattius asintió. Ello explicaba la reacción de Aelfric ante la pregunta de Michel.

—¿Por qué quieres ir allí? —preguntó Cedric.

Mattius se encogió de hombros.

—Curiosidad, supongo. Aunque lo que me has contado bastaría para desanimar a cualquiera. De todas formas, ¿está muy lejos?

—A varios días de camino de aquí, dirección noroeste. ¿De verdad piensas ir?

—No lo sé —Mattius bostezó ruidosamente—. Ahora, en realidad, lo único que quiero es irme a dormir.

Se despidieron y quedaron en encontrarse al día siguiente para seguir compartiendo cantares.

Poco antes de caer dormido, Mattius pensó que Michel se iba a llevar una buena sorpresa cuando recibiera la señal en lugar de mandarla.

El joven monje estaba sacando agua del pozo, tirando de una gruesa soga unida a un pesado cubo. El juglar lo observó un momento desde su escondite, tras unos arbustos. Michel jadeaba y su frente estaba húmeda de sudor. Era un trabajo muy diferente al que hacía en su antiguo monasterio, pero Mattius no tenía ninguna duda de que le sentaría bien; siempre había dicho que Michel pensaba demasiado.

—¡Psst! —lo llamó.

Michel casi soltó el cubo del sobresalto. Lo apoyó en el borde del pozo y miró a su alrededor. No había nadie.

—¿Mattius?

El juglar, tras asegurarse de que nadie le veía, salió de los arbustos.

—Haz el equipaje —dijo—. Nos vamos.

—¿Que nos vamos? ¿Adónde?

—He conseguido más información. Puedo llevarte al Círculo de Piedra, así que no tenemos tiempo que perder. Quiero que estés en la plaza mayor de Winchester mañana al amanecer.

Michel no hizo más preguntas. Confiaba en Mattius, y sabía que, si él decía que le guiaría hasta el círculo, era porque podía hacerlo.

—Está bien —dijo—. Le enviaré un mensaje a Lucía para que se encuentre allí también.

Mattius asintió.

—Hasta mañana, pues. No te retrases.

Michel no tuvo tiempo de contestar. Otro monje se acercaba para ver qué había pasado con el agua. El muchacho se distrajo un momento y, cuando volvió a mirar, el juglar ya se había ido.

Aquel día estaban muy atareados en la abadía porque el arzobispo iba a visitarla para realizar una inspección. Michel sólo tenía unos momentos. Rápidamente entró en el complejo monástico y fue directo al
scriptorium
. Escribió una breve nota a Lucía y fue en busca del muchacho que enviaban todos los días desde el castillo para comprar leche fresca a los monjes. Le dio instrucciones de entregar el papel a la doncella de lady Alinor; había aprendido muy poco de la lengua local, pero lo bastante como para hacerse entender. El chiquillo le escuchó con los ojos muy abiertos y le prometió que cumpliría su misión. Michel le regaló un bollo caliente que había cogido de la cocina.

Enseguida lo llamaron y tuvo que volver a su trabajo, pero espió desde la ventana el avance del recadero a lo largo del camino que llevaba al castillo. Vio de pronto que un jinete con escolta se encontraba con él un poco más lejos y le detenía para preguntarle algo. Michel lo reconoció: era el arzobispo Aelfric.

Se le cayó el alma a los pies. Le pareció que el religioso entretenía demasiado al chico y se preguntó acerca de qué le estaría interrogando.

Había dado muchas vueltas al asunto, y alguna vez se le había ocurrido la idea de que Aelfric podía pertenecer a la cofradía. Podía ser el responsable de la quema del barco; ello explicaría su sobresalto ante la pregunta acerca del Círculo de Piedra.

Se quedó mirando las pequeñas figuras del camino, hasta que vio que se separaban, y el arzobispo continuaba hacia el monasterio mientras el recadero proseguía, cargado con la leche, en dirección al castillo. Michel no podía ver sus movimientos desde allí, así que no tenía modo de saber si Aelfric había interceptado la nota. Rezó para que fueran todo elucubraciones suyas.

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