Read Finis mundi Online

Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantasía, Infantil y juvenil, Intriga

Finis mundi (4 page)

—¿Entonces realmente crees que puede ser cierto lo que dice este chico? —quiso saber el juglar.

—No sé; pero me viene a la memoria una antigua leyenda griega que habla de los tres ojos de Cronos, el dios del Tiempo. El ojo del Presente, el ojo del Pasado y el ojo del Futuro.

—¿Cronos, has dicho? Me encantan las historias antiguas. Cuéntame más.

—Se dice que durante la Primera Edad, la llamada Edad de Oro, Urano gobernaba como rey de los dioses. Cuando Cronos, su hijo, lo destronó, iniciando la Edad de Plata, se aseguró el puesto comiéndose a todos los hijos que nacían de su esposa, Rea. Pero uno escapó. Se llamaba Zeus. Los temores de Cronos eran fundados, porque su hijo luchó contra él y lo derrotó, inaugurando la Edad de Bronce. Fue en esta batalla cuando Cronos perdió sus tres ojos. La leyenda asegura que el día del
chiliasme
, cada mil años contando a partir de la fecha de su derrota, el dios del Tiempo recupera los tres ojos y echa un vistazo al mundo. Si en una de esas miradas descubriera que los hombres han descendido hasta una Edad de Barro, su furia asolaría la tierra, y volvería la era de los titanes.

—Interesante —comentó Mattius.

Teófilo se encogió de hombros.

—Es una leyenda poco conocida, incluso en Grecia. Pero tiene algo en común con la teoría del monje. Isaac negó con la cabeza.

—Ningún mortal podría detener el fin del mundo, jovencito —le dijo a Michel—. Ni siquiera con tres joyas mágicas.

—No se trata de detener el fin del mundo —respondió Michel con suavidad—. Sólo de aplazarlo. Este mundo sólo es un paso hacia otro mejor, donde se nos juzga de acuerdo con nuestros actos aquí. Pero si llegara ahora mismo el día del Juicio, la humanidad, en masa se condenaría.

—¿Tú crees? —preguntó Mattius, divertido.

Michel simuló no hacerle caso.

—Necesitamos más tiempo para aprender, para evolucionar. Para que la paz y el amor lleguen al mundo, para que llegue el día en que todos los hombres seamos hermanos. Estoy seguro de que la humanidad puede conseguirlo, y que mil años más bastarían.

En aquel momento llamaron a la puerta.

—No debes de estar bien de la cabeza, jovencito —dijo Isaac, levantándose para abrir—. Y te vas a meter en problemas por creer en esas cosas.

Salió de la habitación. Michel dirigió su mirada a Teófilo.

—¿Tú me crees? —preguntó.

—Siempre he pensado que tan necio es el hombre excesivamente crédulo como el que peca de escéptico —respondió el griego—. Puede que tengas razón o puede que no. Pero no sería prudente rechazarlo de plano antes de comprobarlo.

El judío entraba de nuevo, seguido por una mujer que venía a empeñar un par de botas. Hubo un silencio mientras ellos cerraban el trato.

—De todas formas —dijo entonces Mattius a Michel—, aunque tuvieras razón y el fin del mundo se acercara, no puedes estar seguro de que pudieras evitarlo con esas tres joyas que buscas.

Al oír esto, la mujer que había entrado se sobresaltó y se puso blanca como la cera. El juglar lo notó.

—¿Te encuentras bien, hermana?

Ella murmuró algo apresuradamente, cerró el trato con Isaac, recogió su dinero y salió con cierta precipitación.

—¿Sabrá algo sobre tu historia, Michel? —murmuró Mattius.

Michel cruzó una breve mirada con él; se levantó rápidamente y corrió hacia la puerta. Pero cuando se asomó fuera, por más que miró no vio ya a la mujer; se había esfumado.

Volvió con los otros.

—Una forma muy extraña de proceder —estaba diciendo Isaac—. Yo creo que la historia del fin del mundo no le era desconocida.

Mattius miró fijamente al monje, que volvió a sentarse sobre la estera.

—Esto empieza a ponerse misterioso, amigo —le dijo—. Lo has conseguido: has captado todo mi interés.

—No juegues con fuego, Mattius —le advirtió Isaac señalándole con un dedo ganchudo—. El mundo no está como para hacer de héroe.

—De cualquier modo, este chico piensa llegar hasta Aquisgrán y no voy a dejarlo solo —declaró el juglar—, y menos con los tiempos que corren. De forma que, en cuanto nos aprovisionemos de todo lo necesario, partiremos para allá. ¿Algún consejo?

Isaac movió la cabeza negativamente.

—Nunca he estado tan al norte, así que me temo que esta vez no voy a serte de gran ayuda. No conozco ninguna sede del gremio en Aquisgrán. Sólo sé decirte que es la capital del imperio germánico: una gran ciudad. Y muy bien fortificada, imagino, y vigilada por la guardia del emperador. Procura no meterte en líos.

—Lo haré —prometió Mattius—. ¿Algo más?

—No dejes de visitar la Capilla Real —aconsejó Teófilo—. Cuentan que es una auténtica maravilla, incluso trajeron mármoles de Italia para construirla. Dicen que allí está enterrado Carlomagno.

—El corazón de la Ciudad Dorada —murmuró Michel—. Es allí donde está el Eje del Presente.

—No es por desilusionarte, amigo —dijo Mattius—, pero ¿sabes qué aspecto tiene ese eje?

Michel no respondió, pero sacó el legajo de las profecías de Bernardo de Turingia y les mostró uno de los pergaminos.

Mattius, Isaac y Teófilo se echaron hacia delante para verlo mejor a la débil luz del candil.

Se trataba del dibujo de tres extraños amuletos con forma de ojo. En su centro, a imitación de una pupila, había una piedra preciosa.

—Los Ejes de la Rueda del Tiempo —murmuró Michel—. Bien podrían ser también los Ojos de Cronos.

—¿Y si la Ciudad Dorada no es Aquisgrán? —preguntó el griego—. Podría ser cualquier gran ciudad. Roma, Jerusalén, Constantinopla, Alejandría.

—No; ahora estoy seguro de que vamos por buen camino. Bernardo describe una gran capilla junto a un palacio. El eje está prendido en el pecho de un hombre que duerme. Así lo contempló él en sus visiones.

—Un montón de desvaríos de un viejo loco —refunfuñó Isaac—. Aunque seas cristiano y te creas poseedor de la verdad, ni siquiera tú puedes jugar con las cosas de Dios.

—Correremos el riesgo —filosofó Mattius—. Ahora, es preciso que recojamos lo necesario para el viaje y salgamos de inmediato.

—Está anocheciendo. ¿Piensas salir de noche de Amiens? Hacia el norte es todo bosque, ya lo sabes. Está plagado de proscritos y ladrones.

Mattius pareció dudar.

—Si partís mañana temprano podréis llegar a Péronne antes del anochecer —añadió el judío.

—¿Quieres que pasemos por Péronne? —adivinó el juglar.

—Tengo familia allí. Si les llevas un paquete de mi parte y me relatas algunas historias esta noche, puedo financiar parte de tu viaje a Aquisgrán.

Mattius sonrió.

—Me alegro de que nos entendamos tan bien —dijo.

Michel simplemente se dejó llevar. Al abad de su monasterio no le habría gustado saber que dormía en casa de un hereje, pero el chico no lo consideraba importante si lo comparaba con la inminente llegada del fin del mundo.

Con todo, aquella noche, echado sobre un jergón en casa del judío Isaac de Amiens, Michel no podía dormir. Pensar que por primera vez tenía una pista sólida a la cual agarrarse lo ponía nervioso. Cuanto más vueltas a la cabeza le daba, más convencido quedaba de que los pergaminos se referían a Aquisgrán.

Sin embargo, se obligó a sí mismo a no confiarse. El mundo era grande y, aunque encontraran el Eje del Presente en Aquisgrán, aún quedaban dos más que podían estar ocultos en lugares tan remotos que se necesitaran varios años para alcanzarlos. Era una búsqueda más bien desesperada, pero Michel sabía que no tenía otra opción.

Aún resonaban en sus oídos las palabras del judío: «Ni siquiera tú puedes jugar con las cosas de Dios». Michel comprendía su punto de vista, pero no lo compartía. Estaba seguro de que las visiones de Bernardo de Turingia eran una última oportunidad que Dios les daba a los hombres para que evitaran el fin del mundo. Cuanto más lo pensaba, más obvio le parecía que no era casualidad que él fuera el único superviviente de la masacre del monasterio. «Podría haber sido cualquier otro», se decía. «Un caballero, un guerrero, un aventurero. Pero no, yo encontré esos pergaminos y escapé de los húngaros. Y tengo que seguir adelante».

Este convencimiento era lo único que le quedaba ahora que sus bases ideológicas se estaban desmoronando una tras otra. Pero no era una idea tranquilizadora; cuanto más pensaba en ello, más le atenazaba el desaliento. «Podrías haber elegido a cualquier otro», dijo en silencio, mirando a las alturas. «¿Por qué yo?».

No escuchó la respuesta, pero creyó encontrarla dentro de su corazón. Su empresa no era imposible, aunque sí muy difícil. Si había sido él el destinatario de las profecías de Bernardo de Turingia era porque existía alguna posibilidad, por mínima que fuera, de que lograse reunir los tres ejes e invocar al Espíritu del Tiempo.

Ya más sereno, y con una leve sonrisa de confianza en los labios, Michel se quedó dormido.

A la mañana siguiente se levantaron poco antes del alba, recogieron sus escasas pertenencias y se despidieron de Isaac.

—He oído decir —les contó el judío—, que en Caudry van a poder celebrar este año su Fiesta de la Primavera, porque se ha pactado una Paz de Dios. Es dentro de cinco días; si llegáis a tiempo puede ser una buena oportunidad para ti, Mattius.

El juglar asintió, sonriendo. Le gustaban las fiestas campesinas, especialmente las mayadas que se celebraban en primavera. Por lo que él sabía, en Caudry habían tenido problemas en los últimos años debido a las pillerías de los caballeros del señor del lugar. Pero la Paz de Dios, un compromiso entre el obispo y el señor feudal, garantizaría la tranquilidad al menos durante aquel día.

—Fantástico —dijo—. Nos pasaremos por allí.

Partieron de Amiens al rayar el alba, con las bolsas considerablemente más surtidas que antes. Mattius dudaba de que con el ritmo de Michel lograran alcanzar Péronne al anochecer, pero el joven religioso se portó bien, y llegaron apenas dos horas después de que oscureciera.

Pernoctaron en casa de los parientes de Isaac. El paquete del judío contenía joyas de gran valor que enviaba a sus familiares más pobres, y Michel quedó asombrado. «Si yo fuera un judío», pensó, «nunca confiaría cosas tan valiosas a un juglar ambulante». Pero seguidamente se dio cuenta de que la cosa cambiaba cuando ese juglar era Mattius, lo bastante honrado como para que Isaac supiera que podía poner aquellas joyas en sus manos.

Mattius pareció leer en la mente del muchacho, porque le dedicó una serena sonrisa. Michel empezaba a pensar que había sido injusto con él simplemente por ser un juglar. Cuanto más tiempo pasaba con él, menos comprendía que su oficio estuviera tan mal visto. Comenzaba a descubrir que las cosas no eran exactamente como se las habían contado en el monasterio.

Dos días más tarde llegaron a Caudry, a tiempo para la Fiesta de la Primavera.

La aldea se había engalanado para la ocasión. Las muchachas vestían sus mejores trajes y en la plaza principal se había formado un pequeño mercado; la noticia de que Caudry celebraba su mayada con garantías había atraído a los pequeños comerciantes y vendedores de la zona, y tampoco los granjeros y agricultores habían dejado pasar la ocasión. Un grupo de saltimbanquis actuaba en una esquina, pero Mattius comprobó, satisfecho, que no había ningún otro juglar.

Se presentó pues ante el hombre principal de Caudry, habló con él y pronto se corrió la voz de que un juglar muy famoso iba a realizar una actuación especial en honor de los habitantes de la aldea.

La noticia fue acogida con alegría. La actuación de Mattius completaría los bailes y la música, los concursos, las canciones y las risas.

Michel lo observaba todo algo apartado. Nunca había asistido a una fiesta campesina. Su vida antes del monasterio se difuminaba en la bruma de borrosos recuerdos de infancia. Y, desde luego, en Saint Paul nunca había visto nada semejante.

Había estado conversando con el párroco del lugar, el padre Pierre, pero éste pronto tuvo que marcharse a atender otros asuntos. Michel se quedó solo en un rincón, consciente de que estaba algo fuera de lugar, mirando con interés las carreras, los juegos y las distintas competiciones entre muchachos.

Pronto empezó el baile, y el joven monje pretendió seguir al margen. Pero en las fiestas de Caudry, o bailaban todos o no bailaba ninguno, así que no pudo pasar inadvertido más tiempo. Un grupo de maliciosas muchachas lo sacó a rastras a bailar. Los demás lo recibieron a carcajadas, con una estruendosa alegría.

Michel se puso colorado, pero una de las jóvenes le enseñó a bailar al ritmo de la música.

—Es sencillo —le dijo—. Déjate llevar.

Bailaban en círculos, cambiando de lugar constantemente. Al principio Michel se equivocaba con los turnos y se sintió un poco torpe, pero sus nuevos amigos le animaban y pronto estuvo bailando como el que más, riendo y saltando, y disfrutando de la fiesta.

—¡No pareces un monje de Cluny, amigo! —exclamó Mattius una vez que pasó cerca de él.

Michel volvió a enrojecer, pero no dejó de bailar.

La fiesta se prolongó hasta caída la tarde. Entonces todos se reunieron en torno a Mattius.

El juglar apuró un vaso de vino para aclararse la garganta y cogió el laúd. Sabía que iba a ser una sesión larga, pero no le importaba. Estaba ebrio de alegría, la gente reía y por un día no había miedo ni preocupaciones. «Si el mundo se acabara y yo pudiera salvar algo», se dijo, «salvaría las mayadas y las fiestas de la cosecha. Y la alegría en los ojos de la gente. Y la risa de los niños».

Other books

On Best Behavior (C3) by Jennifer Lane
The Hostage Bride by Jane Feather
Never Knew Another by McDermott, J. M.
Pretty Bitches by Ezell Wilson, April