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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantasía, Infantil y juvenil, Intriga

Finis mundi (7 page)

Jacques asintió. Estaba de acuerdo con él.

Salieron de la posada y se encaminaron hacia el palacio.

—He hablado con el capellán —les contó el aquitanio—. Le he dicho que el joven monje tenía una promesa que cumplir. Le dejará entrar en la capilla por unos minutos. Pero a ti…

—Creo que Michel no me necesita para encontrar lo que busca —lo tranquilizó Mattius—. No necesito entrar yo también. Sin embargo, temo que los de la cofradía intenten atacarlo otra vez. Me haríais un gran favor si vos lo acompañarais.

—No tengo ningún inconveniente.

Entraron en el recinto del palacio, compuesto por distintos edificios: viviendas para criados, caballerizas, almacenes, cocinas…, y se dirigieron hacia la construcción principal. No llamaban mucho la atención, porque iban acompañados por el caballero Jacques de Belin. De todas formas, el emperador estaba ausente, todo se veía muy tranquilo y la vigilancia era mínima y relajada.

Entraron en el palacio propiamente dicho. Atravesaron amplias salas y largos pasillos hasta salir de nuevo al exterior. Pasado un pequeño jardín, adornado con varias piezas artísticas traídas de distintos reinos, había un pórtico, y tras él estaba la iglesia palatina.

—Es altísima —comentó Michel, mirando boquiabierto hacia arriba.

—Pues espera a ver el interior.

Se acercaron a la puerta. El caballero llamó enérgicamente, mientras Michel examinaba un adorno con forma de cabeza de león esculpido en la puerta. Mattius se le quedó mirando. El muchacho fruncía el ceño y asentía para sí mismo, casi como si lo hubiera reconocido. El juglar decidió no preguntar.

El capellán les abrió minutos después. Mantuvo una corta conversación con Jacques mientras estudiaba a Michel de arriba abajo. El chico se removió, incómodo, pero procuró no perder su sonrisa cortés.

Finalmente, el sacerdote hizo una seña a Michel para que entrara con él.


Sirius
y yo esperaremos aquí fuera —dijo el juglar, y el caballero asintió y fue tras ellos.

La puerta se cerró.

—Bueno —dijo Mattius, rascando las orejas del perro—. Al menos la hemos visto por fuera.

Dentro, Michel no paraba de mirar a todas partes.

La capilla palatina tenía forma octogonal, y estaba cubierta por una alta cúpula. Los suelos de mármol, las paredes doradas, los arcos y los mosaicos relucían con un brillo propio, poderoso y desafiante.

—Qué maravilla —murmuró.

El capellán adivinó lo que había dicho y sonrió con orgullo, aunque miraba a Michel con cierto desprecio. El muchacho se preguntó por qué.

De pronto reparó en el tema que representaban los mosaicos: el Apocalipsis. Se lo indicó a Jacques de Belin con un gesto. El caballero asintió gravemente.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Los pergaminos dicen que el Eje del Presente está custodiado por un hombre que tuvo el poder en una mano y la sabiduría en la otra. El ermitaño lo vio habitando en algún lugar de esta capilla, durmiendo. Siempre durmiendo.

—¿Durmiendo…? —Jacques estaba estupefacto—. Eso es absurdo. Y nadie habita en esta capilla, a no ser… —se quedó parado un momento, sin acabar de creerlo—. ¿Carlomagno? ¿Pretendes mirar en la sepultura de Carlomagno? No estás bien de la cabeza, muchacho. Ni siquiera sabemos dónde está.

—¿Tampoco lo sabe el capellán? —insistió Michel, y se volvió para preguntárselo, pero se encontró con que ya no estaba allí.

—¡Qué extraño! —murmuró el caballero, y lo llamó.

Su voz se perdió retumbando por las paredes. Nadie respondió.

—No es normal —dijo—. No puede habernos dejado solos aquí. Voy a ver si ha subido al piso de arriba.

Se alejó en busca del capellán, mientras Michel seguía examinando los mosaicos.

Imágenes terribles. Monstruos, dragones y los cuatro jinetes que portaban los males del mundo para extenderlos en mayor proporción. Dolor, ruina y muerte.

Michel se estremeció. Cuando miró a su alrededor, Jacques ya se había marchado. Se encogió de hombros. Ahora tenía mayor libertad para buscar la tumba de Carlomagno.

Mientras, Jacques recorría la iglesia. Subió la escalera de caracol hasta el nivel superior y buscó por allí, pero no había ni rastro del capellán. Entonces tuvo una súbita sospecha y miró hacia abajo desde la barandilla. No vio a Michel en el lugar donde lo había dejado. Imaginó que estaría por el deambulatorio, y volvió sobre sus pasos para reunirse con él.

El joven monje había descubierto una cabeza de león esculpida en bronce en la pared, como la de la puerta, y la examinaba atentamente. No tenía ninguna función aparente y no había ninguna otra cerca, por lo que no armonizaba con el conjunto. Colocó la mano sobre ella. No tenía mucho relieve y era más o menos igual de grande que su palma extendida. Los pergaminos de Bernardo de Turingia describían algo semejante.

De pronto sintió una respiración tras él y se le puso la piel de gallina. Se apartó instintivamente.

Por la capilla palatina resonó un grito.

Mattius, desde el exterior, lo oyó. Su perro ladró y arañó la puerta con las patas delanteras.

—El chico tiene problemas —murmuró, y sacó una pequeña daga de su morral para forzar la cerradura.

No tardó mucho. Cuando entró no se detuvo para contemplar la maravilla arquitectónica carolingia.

—¡Michel! —gritó, y el eco le devolvió el nombre de su amigo multiplicado varias veces.

Nadie le contestó, pero él siguió a
Sirius
, que parecía saber muy bien adónde iba. El eco de sus ladridos le hacía parecer una jauría entera corriendo por la iglesia palatina de Aquisgrán.

Mattius pronto lo perdió de vista. Se guió por sus ladridos y se reunió con Michel y Jacques de Belin un poco más allá. Junto a ellos, en un charco de sangre, en el suelo, yacía el capellán.

—¿Qué ha pasado?

—Me ha atacado —respondió Michel, señalando al sacerdote—. Con un puñal, a traición y por la espalda.

—He llegado justo a tiempo para salvarlo —gruñó el caballero; fue entonces cuando Mattius descubrió que tenía la espada bañada en sangre.

—¿Habéis matado a un sacerdote en una iglesia? —el juglar no se lo creía—. ¡Eso es profanación!

—Profanación era lo que hacía él aquí —replicó el aquitanio, malhumorado—. Era un adorador del diablo.

Levantó la manga del hábito del capellán con la punta de la espada. Mattius vio que llevaba un círculo con tres ojos tatuado en la piel del brazo.

—Dejadme adivinar: el símbolo de la cofradía.

—Es un asunto grave —dijo el caballero—. Hasta el mismísimo capellán de este santo lugar pertenece a esa secta. No sé cómo…

Se interrumpió cuando un chirrido resonó por la sala. Michel se apartó de un : había estado manipulando el adorno de bronce con forma de cabeza de león.

Una losa se abrió en el suelo, dejando libre el paso hacia una especie de catacumba a la que se accedía por una estrecha escalera. Un fuerte olor a cerrado inundó la capilla.

—¿Qué es eso? —preguntó Mattius.

—No podría asegurarlo —respondió Michel—, pero diría que es la tumba de Carlomagno.

—¡Eh, espera! —Mattius lo retuvo por los hábitos cuando ya bajaba las escaleras—. ¿Y para qué quieres entrar ahí?

—Cree que dentro puede estar lo que anda buscando —explicó Jacques.

Mattius se quedó pensativo.

—¿En serio? Pues en cualquier caso necesitarás una luz, ¿no?

Michel se detuvo en mitad de la escalera cuando, efectivamente, la oscuridad ya era impenetrable. Volvió a subir.

Mattius revolvía en su macuto en busca de un cabo de tea que siempre llevaba encima, por si acaso. Cuando lo encontró, Michel le ayudó a encenderlo con ayuda de un pedernal.

El caballero los miraba boquiabierto.

—Estáis locos.

—No lo creo —replicó el juglar—. Eso de ahí abajo debe de ser condenadamente importante si hay alguien dispuesto a matar y a morir por ello.

El aquitanio consideró la respuesta mientras Michel y Mattius bajaban la escalera.

—¡Esperad! —dijo, y fue tras ellos—. No quiero perdérmelo.

Llegaron a una cripta húmeda y pequeña. Un único sarcófago ocupaba su centro.

—Demasiado limpio para llevar tanto tiempo cerrado —observó el juglar—. Sospecho que ese sacerdote conocía ya la existencia de este lugar.

Michel se acercó a ver lo que decían las letras doradas de la tapa de mármol:


Carolus Magnus Imperator
—leyó—. Hemos dado en el clavo.

Mattius se acercó, intimidado. Ahora Michel era el valiente y él el que dudaba.

—¿Qué haces? —exclamó Jacques viendo que el monje pretendía levantar la tapa—. ¡Ese hombre lleva por lo menos trescientos años muerto!

—Ciento ochenta y tres, para ser exactos —replicó Michel sin inmutarse.

—¿Se te ha ocurrido pensar que tal vez el eje no sigue ahí? —dijo Mattius suavemente—. Los de la cofradía conocen este sitio.

—En tal caso no habrían intentado evitar que entráramos —razonó Michel—. Anda, échame una mano.

Mattius se sentía como hechizado. Ayudó al muchacho con la pesada losa sin decir una palabra.

El caballero dio un paso atrás.

—Esto es una profanación —dijo—. Al emperador no le va a gustar.

La tapa se movió unos centímetros. Mattius y Michel insistieron.

—¡Dejadlo ya, os lo ordeno! —aulló Jacques; quiso acercarse a ellos, pero el perro le vio las intenciones y se interpuso, gruñendo por lo bajo.

El caballero se llevó la mano a la empuñadura de la espada; el animal gruñó con más fuerza y el hombre se vio obligado a apartarla del arma.

—¡Ya! —dijo Michel.

Aunaron esfuerzos y dieron un último empujón. La losa se deslizó del todo.

—¡Qué horror! —exclamó Jacques de Belin, espantado.

Pero en los rostros de Mattius y Michel no había asco, sino asombro y temor.

—Está vivo —musitó el monje, muerto de miedo.

Jacques se acercó a mirar, y se le cortó la respiración.

Carlomagno reposaba intacto en su sepultura, como si no hubieran pasado los años por él, como si simplemente estuviera durmiendo o inconsciente, y conservaba el porte regio incluso en aquella situación. Su rostro no presentaba ningún rictus de dolor, sino una serena calma. Sobre su pecho descansaba una cruz de oro que sujetaba con las dos manos. La barba castaña seguía cuidadosamente peinada; una fina diadema de oro y piedras preciosas ceñía su frente.

Mattius se atrevió a tocarle el cuello por si le encontraba pulso. Lo hizo cautelosamente, como si temiera que el cuerpo fuera a abrir de pronto los ojos y lo maldijera por profanar su tumba. Michel dio un paso atrás. Hubo un pesado silencio que al joven monje se le hizo eterno. El corazón les latía a los tres con fuerza.

Pero Carlomagno no despertó.

—Está muerto —concluyó el juglar.

—Entonces es un milagro —declaró el caballero, santiguándose.

—O quizá éste no sea Carlomagno.

—No puede ser. Nadie ha entrado aquí en mucho tiempo.

—¿Ni siquiera ese capellán?

—Mirad —intervino Michel—. Lo hemos encontrado. Lleva puesto el Eje del Presente.

Los dos se inclinaron de nuevo sobre el sepulcro para ver lo que señalaba el monje: prendida en los caros ropajes del emperador había una joya de oro con forma de ojo, forjada en una finísima filigrana. En el centro, a modo de pupila, relucía una piedra de un color tan extraño que ninguno de los tres habría podido identificarlo. Mattius se dijo que seguramente se debía al efecto de la luz sobre la antorcha. De todas formas, a él le parecía que presentaba cierto tono rojizo.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Habrá que quitárselo —dijo Michel, pero no se movió.

—No podemos saquear el cuerpo del emperador —replicó el aquitanio con un temor respetuoso—, o su espíritu nos perseguirá durante el resto de nuestras vidas.

—Pero el eje no le pertenece. Es preciso que lo cojamos, porque debemos reunirlos todos cuanto antes.

Antes de que Jacques pudiera decir nada, Michel alargó la mano y cogió el eje, lanzó un grito de dolor y retiró el brazo.

—¿Qué ha pasado?

—Es la piedra —murmuró el monje, frotándose la mano magullada—. Está ardiendo.

Mattius también había palidecido bajo la luz de la antorcha.
Sirius
gruñía por lo bajo, inquieto.

—Pero esta vez no la tocaré —añadió Michel.

Alargó de nuevo la mano y cogió la joya por el engarce dorado. Se desprendió con facilidad.

Mattius se sacó rápidamente del cinto un saquillo vacío. Michel introdujo dentro el Eje del Presente.

—Aún tenemos tiempo —murmuró.

—Éste es el día más increíble de toda mi vida —musitó Jacques, pasmado.

Mattius volvió a la realidad.

—Ya tenemos lo que querías, chico. Ahora, más vale que salgamos de aquí antes de que alguien nos encuentre.

Caminó hacia la losa de mármol para tapar el sepulcro, pero oyó un chasquido tras él y se volvió.

Michel emitió un grito de horror. Jacques retrocedió unos pasos, pálido como un muerto. Mattius miró qué pasaba y se sintió desfallecer. Tuvo que apoyarse en la húmeda pared de piedra, y casi dejó caer la tea.

El cuerpo del emperador Carlomagno se estaba descomponiendo a una velocidad vertiginosa, como si todos los años que no habían pasado por él desde su muerte lo atacaran ahora sucediéndose en unos breves segundos. Era un espectáculo espantoso y grotesco, y Michel sintió náuseas. Dio media vuelta y cerró los ojos para no mirar.

Cuando los abrió y se atrevió a echar un vistazo, los restos de Carlomagno se reducían a unos tristes huesos vestidos con jirones de ropas polvorientas. Lo único que no había cambiado eran las joyas, la diadema y la cruz de oro.

—¿Quién dijo que la riqueza es efímera? —musitó Mattius.

Jacques se apoyó en la pared, esforzándose por no vomitar.

—Era el eje lo que lo mantenía intacto —dijo Michel—. Su poder es inmenso.

—En tal caso —dijo el caballero—, quizá no debería custodiarlo alguien tan joven como tú.

—No estoy de acuerdo —discrepó Mattius—. No conozco a nadie mejor que Michel. Cualquier otro querría aprovecharse del poder de esa… de esa cosa. Él sólo habla de salvar el mundo.

El caballero aquitanio no respondió. Probablemente pensaba que, si discutía con Mattius, tendría que arrebatarle el eje. Y no le hacía ninguna gracia la idea de tocarlo.

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