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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantasía, Infantil y juvenil, Intriga

Finis mundi (9 page)

Pese a que el juglar se guardó sus sospechas para sí, Michel intuyó que sucedía algo. No andaban excesivamente bien de dinero y, aun así, Mattius insistía en pernoctar en las aldeas en lugar de hacerlo en el bosque. Hacía mucho que no dormían a cielo abierto. El muchacho se abstuvo de preguntar, pero adivinó que corrían algún tipo de peligro, y redobló sus precauciones.

Así, una noche sorprendió a Mattius diciendo:

—Ese hombre de allí viene siguiéndonos desde Astorga.

Le indicó con una mirada disimulada un individuo fornido que acababa de entrar en la taberna. Lucía una tupida barba de color castaño, y sus penetrantes ojos negros, que recorrían la estancia con un brillo inquisidor, se detuvieron en ellos un brevísimo instante; si los había reconocido, no lo demostró.

Mattius no recordaba haberle visto nunca.

—¿Estás seguro?

—Completamente. Estaba en la posada de Alfredo
El Buey
la noche de la fiesta. Aunque probablemente no lo recuerdes. No se puede decir que estuvieras en muy buenas condiciones…

Mattius no se inmutó ante el tono de reproche.

—Hay muchos peregrinos que siguen la misma ruta que nosotros.

—Pero suelen viajar en grupos. A éste no lo he vuelto a ver desde Astorga, y es obvio que ha seguido nuestro mismo camino. ¿Por qué se ocultaba de nosotros?

Mattius volvió a mirar. Fue entonces cuando descubrió que el recién llegado se ajustaba a la descripción que le había dado el posadero de Astorga.

—Puede que tengas razón… —su mirada se cruzó entonces con unos ojos verdes que llevaban un buen rato clavados en él—. Oye, Michel, ¿no te parece que la criada también mira mucho para acá?

—Te mira a ti, Mattius. ¿Qué tiene de especial? Sabes que es lo habitual. Llamas la atención entre las mujeres.

Mattius negó con la cabeza. Estaba acostumbrado a que las mozas le miraran, pero los ojos de aquélla parecían estar estudiándolo, no admirándolo. Tenía cierta expresión pensativa y calculadora, y el juglar se sintió incómodo.

—Me da mala espina.

Como si lo hubiera oído, la muchacha dejó su puesto junto a la barra y se acercó a ellos.

Lucía

—Buenas noches —dijo en castellano, aunque con un fuerte acento gallego—. Me han dicho que eres juglar.

Mattius la miró. Tendría unos diecisiete años. El cabello castaño le enmarcaba un rostro travieso en el que brillaban unos profundos ojos verdes con una chispa de malicia.

Se sentó junto a ellos tras comprobar que el posadero estaba entretenido hablando con el recién llegado y no la miraba.

—Me han dicho que eres muy bueno en tu oficio; que te has hecho famoso en tu tierra.

—Eso dicen —respondió Mattius con cierta cautela.

La muchacha le miró a los ojos.

—Llévame contigo —le pidió—. Quiero aprender tu oficio. Quiero ser juglaresa.

Michel se quedó boquiabierto ante semejante descaro. En una mujer, aquél era el colmo de la desvergüenza.

Incluso Mattius se había quedado pasmado. Cuando se recuperó de la sorpresa, su semblante adquirió una seriedad severa.

—¿Qué va a decir tu padre? —preguntó, señalando al posadero con el mentón.

—Ése no es mi padre —dijo ella con cierta aversión—. Sólo mi padrastro.

—Pero, aun así…

—Escucha —la chica apoyó una mano sobre el brazo de Mattius, con urgencia—. Tengo que marcharme de aquí. Muy lejos. Cuanto antes. Han concertado mi boda sin mi consentimiento. Quieren casarme con un hombre al que yo no amo.

Michel se imaginó al punto un aldeano cruel y despótico.

—No es asunto mío —dijo Mattius cuando el monje empezaba a compadecerla.

Michel, sin embargo, le preguntó más detalles sobre su prometido. Quedó sorprendido cuando ella les contó que se trataba de un noble, no muy importante pero apuesto, valiente y bien parecido, que se había encaprichado con ella.

—¿Y qué problema hay?

—¡Pues que no le amo! ¿No te parece bastante? —La muchacha dirigió una mirada colérica a Michel.

—Está enamorada de otro —explicó Mattius con calma—. Suele pasar.

—No estoy enamorada de otro. Simplemente no me quiero casar.

—¿Y por qué no entras en algún convento? Será una vida mejor que la de juglaresa, te lo aseguro.

Las uñas de la joven se clavaron dolorosamente en el brazo de Mattius.

—Todos sois iguales —siseó.

Se apartó bruscamente de la mesa.

—Por cierto —añadió en voz baja—. Yo de vosotros vigilaría al tipo que acaba de entrar. No os quitaba ojo mientras hablaba con el posadero.

Mattius, que apuraba su jarro de cerveza, se sobresaltó; parte del líquido le cayó sobre la ropa. La joven le arrojó un trapo para que se limpiara.

El juglar se volvió hacia ella, ceñudo, pero ya se alejaba hacia la barra.

—¿Crees que sabrá algo? —preguntó Michel, inquieto.

—No. Simplemente tiene buen ojo y una lengua muy afilada.

El muchacho se aproximó un poco más a él para decirle en voz baja:

—Piensas que puede tratarse de la cofradía, ¿verdad?

Mattius, tras dirigirle una mirada iracunda a la chica —que le respondió desde la barra con un gesto burlón—, siguió con los ojos al hombre de la barba castaña, que subía las escaleras hacia el piso superior, hasta que lo perdió de vista. Después se volvió hacia Michel, dubitativo.

—No soy tonto, Mattius. Sé que algo no marcha bien.

El juglar se mordió el labio inferior, pensativo. Entonces le contó a Michel lo que Alfredo
El Buey
le había dicho en Astorga acerca de aquel hombre.

—Esta posada no es segura —concluyó en voz baja—. Y la chica no me inspira confianza.

—Pero puede que sepa algo acerca del hombre que nos sigue.

La muchacha se acercó de nuevo, para limpiar la mesa. Mattius la llamó:

—Oye…

—Lucía.

—Oye, Lucía. Has dicho que ese hombre nos vigilaba. ¿Le conoces?

—No. Nunca le había visto por aquí, pero se aloja en esta misma posada. Según le ha dicho a mi padrastro, venía a encontrarse aquí con alguien. Tened cuidado.

Michel pareció considerablemente alarmado ante aquella noticia, y dirigió a Mattius una mirada de urgencia. El juglar asintió casi imperceptiblemente, pero Lucía lo notó.

—No os aconsejo partir antes del amanecer.

Mattius le disparó una mirada irritada.

—¿Qué te hace pensar…?

—¿Por qué no deberíamos salir de noche? —quiso saber Michel, curioso.

La chica echó un rápido vistazo a su padrastro.

—Hay luna llena —explicó, bajando la voz—. Las meigas preparan un aquelarre.

—¿Meigas… aquelarre…?

—Una reunión de brujas —tradujo Mattius.

Michel pareció aliviado.

—No creo en esas cosas. Sólo son supersticiones.

La joven se encogió de hombros.

—Peor para ti. Yo ya te lo he advertido.

—Mala juglaresa ibas a ser tú si temes incluso a las brujas —comentó Mattius—. No llegarías muy lejos.

Lucía iba a contestar, airada, pero la reclamaron en otra mesa y tuvo que marcharse.

Michel no preguntó nada, pero conocía suficientemente bien a Mattius como para saber que, con brujas o sin ellas, se marcharían de la aldea en cuanto todo estuviera tranquilo, antes de dar ocasión al que los seguía de iniciar un ataque.

Pese a ello, Mattius se quedó con los parroquianos hasta muy tarde, relatando historias, cantando canciones y contando chistes, para no despertar sospechas. A nadie le resultó extraño, sin embargo, que Michel se retirara pronto a dormir.

Lo despertó Mattius unas horas más tarde, sacudiéndolo sin contemplaciones. Sin una palabra, cogieron las cosas y salieron en silencio de la posada, aprovechando la clara luz de la luna llena que se filtraba por las ventanas.

Fuera, Mattius notó la ausencia del perro.

—Michel —susurró—, ¿has visto a
Sirius
?

—¿Tu perro? —respondió el monje en el mismo tono—. No, no lo he visto desde que me fui a dormir. Estaba contigo.

El juglar se esforzó en hacer memoria.
Sirius
se había quedado dormido junto a la chimenea, y él no había querido despertarlo. Había tenido intención de recogerlo al bajar, pero el perro ya no estaba allí.

—Lo habrán llevado a cualquier otra parte —murmuró—. Tengo que encontrarlo.

Michel lo detuvo.

—Espera. Despertarás a todo el mundo. Podemos recogerlo cuando volvamos; además, sin él iremos mucho más deprisa. Avanzaremos al galope.

Mattius no respondió, pero pareció resignarse a aceptar la propuesta de Michel. Si alguien los pillaba saliendo en plena noche como si fueran ladrones, tendrían que dar muchas explicaciones. Sin su perro se sentía vulnerable, pero no tenían otra salida.

Montaron en los caballos y los hicieron avanzar en silencio por las calles.

A pesar de sus precauciones, tres personas los vieron salir de la posada y escapar de la aldea a galope tendido.

El Camino discurría por un húmedo bosque de helechos y altísimas coníferas. Una fantasmal bruma, que la luz de la luna no lograba disipar, se enredaba en los troncos de los árboles y entre las patas de los caballos.

Michel sintió un escalofrío y recordó el aviso de la muchacha. Llevaban ya tiempo oyendo historias sobre brujas, o meigas, que poseían extraordinarios poderes, heredados de unos antepasados celtas que habían morado hacía mucho tiempo en aquellas mágicas tierras. Apartó sin embargo aquellos pensamientos de su mente. La gente del lugar era amable y hospitalaria, y no parecía tener de ningún modo tratos con el demonio. Eran sólo cuentos de viejas.

Siguieron cabalgando sin cruzar una palabra. Michel perdió la noción del tiempo. El camino seguía dando vueltas y revueltas entre unos árboles que parecían cada vez más altos. Miró a Mattius, que iba delante, pero éste no parecía tener intención de detenerse. Michel se preguntó si se debía al hombre que los seguía o a las advertencias de la chica de la posada. No pudo adivinarlo. El juglar era un tipo bastante escéptico, pero vivía en constante contacto con la naturaleza y sus fuerzas ocultas, de modo que había aprendido a respetarlas.

Súbitamente, el caballo de Mattius se detuvo, y Michel tuvo que reaccionar deprisa para no chocar contra él.

—¿Qué… qué pasa? —preguntó medio adormilado.

Mattius no respondió. Michel echó un vistazo a su alrededor.

El camino acababa allí. Los árboles se cerraban ante ellos impidiéndoles el paso.

—¿Cómo puede ser? —murmuró—. ¡Sabemos que éste era el camino correcto!

Mattius se hacía la misma pregunta.

Un soplo de viento frío les heló los huesos. El juglar se sintió inquieto de pronto, presa de un miedo irracional.

—¡Volvamos! —le dijo a Michel.

Antes de que éste respondiera nada, Mattius ya había hecho dar media vuelta a su caballo, y el de Michel lo siguió, pero ninguno de los dos animales avanzó un paso. Más bien se revolvieron, nerviosos.

Frente a ellos, cortándoles el paso, había dos figuras femeninas, vestidas de negro y gris, con los cabellos flotando en torno a ellas como mecidos por una brisa fantasmal.

Mattius se volvió hacia todos los lados. Más mujeres, cerca de una docena, salieron de entre las sombras, rodeándolos. Algunas eran viejas encorvadas; otras, apenas adolescentes. Pero todas ellas inspiraban una extraña sensación que ponía la carne de gallina: la impresión de que, con un solo gesto, podrían invocar al viento para mandarlos a los dos volando sobre las copas de los árboles.

Una de las brujas hizo un movimiento con la mano. Los caballos se encabritaron, y Mattius perdió el control del suyo. Antes de caer al suelo tuvo una fugaz visión del caballo de Michel escapando al galope, llevando al aterrorizado monje fuertemente aferrado a las riendas.

Después, todo se oscureció.

Lo siguiente que recordaría Mattius serían unos dedos ganchudos arrastrándole a través del bosque, los helechos azotándole la cara, el rocío empapándole las ropas… y las voces de las meigas hablando un idioma extraño, que mezclaba el gallego con palabras que Mattius no había oído nunca.

Cuando por fin abrió los ojos, se vio atado de pies y manos junto a un conjunto de rocas alargadas que formaban un curioso monumento cubierto de una escritura que el juglar no conocía, y que el musgo y los líquenes comenzaban a emborronar. Frente a él ardía una enorme hoguera, y a su alrededor, las meigas hablaban en susurros excitados.

Buscó a Michel con la mirada, pero no lo vio. Reprimió una sonrisa. ¿Sería que el chico había logrado escapar, al fin y al cabo?

Las brujas guardaron silencio de pronto, y Mattius se esforzó en escudriñar entre las sombras, para ver si averiguaba qué estaba pasando.

Pronto lo descubrió: un hombre se abría paso entre sus captoras, y Mattius lo reconoció como el individuo de la posada, aquel contra el cual le habían advertido Lucía y Alfredo
El Buey
. Cerró los ojos. Aquello era de locos. ¿Sería posible que estuviera aliado con las meigas para capturarlos? ¿Por qué?

El desconocido se detuvo junto al fuego y miró a Mattius como si fuera un piojo.

—Por fin vamos a recuperar lo que nos pertenece —dijo en castellano, y las sospechas del juglar se vieron confirmadas.

No vio necesidad de responder. El eje lo tenía Michel, que, por lo visto, había conseguido huir.

El hombre pareció haberle leído el pensamiento, porque una sombra de sospecha le cruzó el rostro, y se volvió a las meigas:

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