Gengis Kan, el soberano del cielo (71 page)

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Authors: Pamela Sargent

Tags: #Histórico

Lien entró en la tienda y volvió con Mu-tan, que traía una jarra de porcelana y tazas de té. Tugai había aprendido a gustar de esta infusión y Ch'i-kuo lo agradecía, ya que aún le daba náuseas la leche de yegua fermentaba que la otra dama le ofrecía en su propia tienda.

Bebieron el té. Tugai inclinaba su corto cuello en un intento por ver la pintura. Ch'i-kuo había dado a la otra mujer una lámina que representaba un cisne anidado en el pantano salobre que rodeaba el lago, y también había enviado presentes pictóricos a las otras esposas. Las mujeres sentían un placer casi infantil al recibir esos regalos, lo cual difería mucho de la fría apreciación que le habían brindado los cortesanos del palacio imperial.

—Es un trabajo muy pobre —dijo Ch'i-kuo mientras empujaba la pintura hacia Tugai.

El cuadro mostraba un muro incendiado y un poco de terreno cubierto de huesos.

Tugai sonrió, evidentemente complacida.

—Es un bello cuadro, Ujin. Ese cráneo parece el de un niño, y podría decir que ese hueso era parte de una pierna. Y esas costillas… Eres muy diestra, Noble Dama.

—Agradezco tus elogios, Hermana Mayor.

Tugai suspiró.

—Tal vez cuando estemos en casa pintes imágenes de nuestra tierra —dijo.

—Ansío ver tu hermosa tierra —murmuró Ch'i-kuo.

—Pronto acabará el verano —dijo Tugai—. El Kan se ocupará de las cosas domésticas antes de volver aquí.

Ch'i-kuo enarcó una ceja. Por supuesto que regresaría, para arrasar lo que quedaba, para destruir aquello que los sobrevivientes hubieran logrado reconstruir.

—Supongo que entonces me dejará en casa —continuó Tugai—, y traerá a otra esposa, aunque no creo que nos necesite con tantas bellezas como hay para elegir entre tu pueblo.

—Nuestras mujeres son simples lirios si se las compara con la rica belleza de una dama mongol —dijo cortésmente Ch'i-kuo; la robusta Tugai parecía lo bastante fuerte para combatir codo con codo con el Kan—. Vuestra belleza es como la de las peonías, a las que llamamos reinas de las flores. —Pronunció ese cumplido en lenguaje Han, y Lien lo tradujo—. Estoy segura de que ninguno de nuestros jóvenes cisnes ganará más que tú el favor del Kan.

—Oh, pero yo nunca he sido su favorita. Ese honor todavía le corresponde a Khulan Khatun, aun después de todos estos años.

Ch'i-kuo frunció el entrecejo al pensar en sentimientos tan burdos. Tugai siguió hablando de los hijos mayores del Kan, que lo habían acompañado en esa campaña. Ch'i-kuo los había visto: los tres más jóvenes se parecían al padre, en tanto que el mayor era una bestia enorme con pequeños ojos oscuros. Se llamaba Jochi, y se decía que a menudo reñía con su hermano Chagadai.

—Y hay otro que ostenta el título de quinto hijo del Kan —prosiguió Tugai—; se llama Barchukh, el Idukh Khut de los Uighur.

—¿Y cómo se ganó semejante distinción, Hermana Mayor?

—Su pueblo llegó a odiar a los de Kara-Khitan, que les exigían un enorme tributo. Barchukh decidió que él prefería a Temujin al Gur-Kan de Kara-Khitan, y lo demostró echando de tierra Uighur a algunos Merkit que eran enemigos nuestros y que se habían refugiado allí. Cuando Barchukh vino a nuestro campamento a hacer su juramento de lealtad, el Kan estaba tan conmovido que declaró que siempre consideraría al Idukh Khut como a su quinto hijo y hermano de sus cuatro hijos mayores.

—Claro —murmuró Ch'i-kuo—. Tal vez el Gran Kan estuviera complacido porque el Uighur le ahorró el trabajo de someter a su pueblo por la fuerza.

—Oh, nuestro esposo pronunció un hermoso discurso sobre eso. Dijo que Barchukh había evitado que nuestros hombres sufrieran y nuestros caballos sudaran, y que merecía ser honrado por eso. Por supuesto, muchos Uighur ya habían logrado el favor del Kan, como escribas dedicados a consignar sus palabras por escrito. Son casi tan inteligentes como los de tu pueblo.

Ch'i-kuo escrutó los inocentes ojos pardos de Tugai. Era evidente que ésta no había pretendido insultarla: para un mongol, hasta un Uighur parecía civilizado. Tugai siguió parloteando, ahora de sus propios hijos, uno pequeño que ya podía montar a caballo sin que lo ataran y de otro mayor que siempre daba en el blanco con sus flechas.

—Estoy segura de que los dos serán grandes guerreros —dijo Ch'ikuo—. No podía ser de otro modo, puesto que la sangre del Kan corre por sus venas.

—Hablas bastante bien nuestra lengua, Noble Dama, considerando el poco tiempo que llevas con nosotros. Muy pronto tú misma serás una mongol.

Ch'i-kuo se sintió espantada.

—Me haces un gran honor, Ujin —dijo.

Esa noche el Kan acudió a la tienda de Ch'i-kuo. Ella se había bañado más temprano con un poco de agua tibia antes de ataviarse con una túnica de seda azul; el hombre arrugó la nariz al oler su perfume.

—¿Has vuelto a lavarte? —le preguntó.

—Había pasado un mes desde mi último baño —dijo ella—. Estoy acostumbrada a bañarme más a menudo.

—El agua es demasiado preciosa para malgastarla, y corres el riesgo de ofender a los espíritus del agua si te bañas en un río. Mi Yasa decreta la muerte como castigo a ese delito.

—Eso me ha dicho Lien —respondió Ch'i-kuo—, y que bañarse durante una tormenta puede atraer los rayos sobre la propia tienda. Pero tal vez los espíritus de tu tierra me perdonen por usar unas gotas de agua para hacer que mi cuerpo esté más fragante para recibir a mi esposo.

—Una mujer no tiene por qué oler como una flor.

—Tampoco tiene que oler como un caballo.

Él se sentó en la cama. A ella le resultaba más fácil ahora hablarle con franqueza. Lien le había dicho que el Kan despreciaba la timidez, aunque también se ofendería ante cualquier insulto.

Dos de sus pinturas recientes estaban sobre una mesa próxima a la cama, y él levantó una de ellas mientras la joven se sentaba a su lado. Dos de sus criadas permanecían cerca, abanicándolos. Mu-tan se acercó con un jarro.

—¿Cómo se llama éste? —preguntó él.

Se trataba de la pintura que ella le había mostrado a Tugai.

—Se llama "El Gran Kan deja su marca sobre la Tierra".

Él hizo un gesto de disgusto y cogió la otra pintura. En ella, un soldado mongol estaba cerca de un montículo formado por cabezas de mujeres y niños.

—"El poderoso mongol triunfa sobre sus enernigos".

Él arrojó el rollo sobre la mesa.

—Si debes hacer cuadros, pinta caballos y pájaros, o carros y tiendas. Podrías pintar imágenes como las que hay en tu libro.

—Debo pintar lo que veo, esposo.

—No veo nada como esto por aquí —dijo él.

—Debo pintar lo que veo dentro de mí. A menudo mi mano parece encontrar la imagen y la empieza antes de que pueda verla claramente. Una vez que se ha trazado la primera pincelada, el cuadro escapa a mi control.

—Estás pintando lo que piensas de estas cosas, y no simplemente lo que ves.

—No las pintaré si no quieres —dijo ella.

—Pinta lo que te venga en gana. Si me disgusta demasiado… —Rompió en dos la segunda pintura, y después cogió el jarro que le alcanzaba Mu-tan. Bebió en silencio. Ese verano el Kan no había acudido a ella con frecuencia, debido a sus obligaciones para con las otras esposas y a la cantidad de esclavas que le servían de solaz. Había ido al campamento principal de los Ongghut, donde vivía su hija Alakha; los jefes Ongghut le habían jurado lealtad, pero se decía que la hija del Kan gobernaba a través de ellos. El resto del tiempo, Temujin lo había pasado cazando o consultando con sus generales en los "ordus" de éstos.

Finalmente Temujin despidió a las mujeres. Lien estaba a punto de marcharse con las otras cuando él le dijo que volviera.

—Tú te quedarás —le ordenó.

—Si es tu deseo —respondió la mujer—, pero la Noble Dama sabe bastante de tu lengua como para no necesitar ya mis palabras.

—No son tus palabras lo que quiero.

Ch'i-kuo no se sintió incómoda de que la otra mujer permaneciera; saber que Lien estaba cerca la aliviaba. El Kan le había proporcionado poco placer antes, pero ahora podría contemplar el rostro oval de Lien mientras él la acariciaba, y cuando él la penetró, fue Lien quien guió su miembro. La joven se estremeció bajo el cuerpo de Temujin; tal vez el Kan creyera que era él quien le había dado placer, pero en realidad era Lien quien ocupaba sus pensamientos.

El día siguiente, el Kan atendió sus asuntos de estado en la tienda de Ch'i-kuo, quien se sentó a su izquierda, en tanto que a su derecha tomaba asiento el general Mukhali. Temujin había dado su nombre al llamado Jebe cuando el hombre le había hecho juramento de lealtad después de haber combatido contra él. Borchu era amigo de su esposo desde que eran muchachos, aparentemente después de haber ayudado al Kan a recuperar unos caballos robados. Según parecía, la amistad entre los mongoles se sellaba a partir de esa clase de acontecimientos: batallas y escaramuzas compartidas, misiones de venganza para zanjar viejas disputas.

Ogedei entró a trompicones seguido de otro hombre; ambos iban cubiertos de polvo amarillo como si hubieran cabalgado muchos "li". Se aproximó rápidamente al Kan, inclinando apenas la cabeza, y Ch'i-kuo supo que debía de ser uno de los camaradas más íntimos de su esposo. A pesar de la reverencia que inspiraba, Gengis Kan solía prescindir de las ceremonias de una manera inconcebible para un emperador.

El hombre recitó velozmente un saludo, y luego dijo:

—Traigo noticias que debes escuchar, Temujin.

—Siéntate, Samukha, y habla.

—Pensé que debía venir personalmente en vez de enviar a un mensajero. Esto no te agradará. —Samukha se sentó en un cojín cerca de Mukhali y aceptó un jarro que le trajo una esclava—. El Rey de Oro ha abandonado Chung Tu.

La mano de Ch'i-kuo se cerró con fuerza sobre su copa mientras el hombre seguía hablando. A pesar de que no comprendía el significado de algunas palabras, captaba perfectamente el sentido de lo que Ogedei decía. El emperador Hsun había abandonado Chung Tu casi inmediatamente después de la partida del ejército mongol y se había dirigido a la ciudad de K'ai-feng, retirándose de las tierras situadas al norte del río Amarillo para preparar su resistencia.

—Teníamos un pacto —dijo el Kan cuando Samukha terminó su relato—. Él me prometió que habría paz. Le dije que me marcharía, y ahora demuestra que desconfía de mis palabras. Será más temerario si intenta resistirse a mí desde K'ai-feng. —Hablaba con calma, pero Ch'ikuo vio la cólera reflejada en sus ojos—. Yo le habría dejado la capital una vez que me la entregara y me ofreciera su juramento. Ahora no le dejaré nada.

—Sin embargo —dijo Samukha—no todo son malas noticias. Muchos de los Khitan que formaban su guardia real lo abandonaron durante su huida, y ahora se han unido a nuestro hermano Liao Wang.

Mukhali se atusó el bigote mientras observaba al Kan. Los generales deseaban esta guerra, pensó Ch'i-kuo. Todos ellos deseaban luchar; aún estarían intentando apoderarse de Chung Tu si el Kan no les hubiera ordenado retirase.

—El Rey de Oro sólo ha demostrado cuánto nos teme —dijo Tolui—. Sabe que podemos tomar Chung Tu.

Samukha miró al joven.

—Tomarla no será sencillo —le dijo—. Dos veces penetramos en ella, y dos veces fuimos rechazados. Seguramente nos arrojarán sus bombas de estruendo desde las murallas, aterrando a nuestros caballos con esos ruidos pavorosos. Me pregunto cómo podremos escalar murallas tan altas, y todavía nos falta experiencia para sostener un asedio.

Tolui sonrió despectivamente.

—Nada es imposible para un mongol.

El Kan alzó una mano.

—No tendremos que arrasar la ciudad —dijo—. Sus habitantes están más debilitados que antes. No encontrarán mucho con qué alimentarse en las regiones que hemos saqueado, y la ausencia del emperador entristecerá sus espíritus. Podemos obligarlos a rendirse por hambre.

—Es probable que pidan alimentos a su tierra nativa, en el norte —dijo Muckhali.

—A menos que los ataquemos primero. —El Kan se reclinó en su silla—. Pronto llegará el otoño. Para entonces, los exploradores que enviaré nos habrán preparado el terreno. —Movió las manos—. Dos alas pueden atacar por el este, a través de los montes Khingan. Otra fuerza se desplazará hacia el sur para rodear Chung Tu.

Mukhali empezó a hablar con el Kan, mascullando algo acerca de consejos de guerra que habría que reunir y de la necesidad de conseguir refuerzos. Ch'i-kuo vació su copa, una esclava volvió a llenarla.

—Estás apenada, señora —le susurró Lien en idioma Han—. Ojalá el vino alivie tu pesar.

—No siento pena —dijo Ch'i-kuo en mongol. El Kan desvió los ojos de Mukhali—. La ciudad caerá en manos de mi esposo. Me alegra que él me haya alejado del peligro y me haya tendido la mano.

Alzó su copa y bebió.

99.

Ch'i-kuo yacía en su cama. Por encima del gemido del viento primaveral aún podía oír los gritos de los soldados mongoles que, borrachos, festejaban la caída de Chung Tu. El mismísimo Kan había danzado esa noche cuando le llevaron la noticia.

No había regresado a sus tierras el otoño anterior y la había conservado a su lado. Ese invierno había enviado contra el territorio Jurchen dos alas de su ejército, comandadas por su hermano Khasar y por Mukhali; Samukha había marchado hacia el sur para atacar Chung Tu. El Kan había seguido todos los movimientos a la distancia, trasladándose lentamente hacia el sur para instalar su campamento cerca del río Tu-shih K'ou.

Para entonces, la joven había creído que la capital tal vez lograse resistir a pesar de todo. El Kan, temiendo quizá exactamente eso, había enviado a A-la-Chien a K'ai-feng para hacer una propuesta de paz al emperador, pero éste, a pesar de los miles de refugiados que habían huido hacia el sur, no había recibido al enviado Tangut. Hsun había intentado, demasiado tarde, enviar alimentos a la capital sitiada, sólo para que los mongoles se apoderasen de las provisiones. El pueblo de Chung Tu se encontró entonces en una situación desesperada, y el Kan únicamente tuvo que esperar.

Pero no fue necesario que esperase demasiado. En cuanto llegó la primavera, Chung Tu se rindió. Los mongoles, que habrían pagado un altísimo precio en vidas si la hubiesen atacado, la habían sometido por hambre.

Lien se movió junto a Ch'i-kuo.

—Me sorprende —murmuró la mujer—, que el Kan no quiera ir a Chung Tu.

—Ya ha conseguido su triunfo —respondió Ch'i-kuo—. Si inspeccionase la ciudad personalmente sólo agregaría unas pocas gotas a su copa rebosante de alegría.

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