Harry Potter. La colección completa (133 page)

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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

—Siempre es igual —comentó el señor Weasley, sonriendo—. No podemos resistirnos a la ostentación cada vez que nos juntamos. Ah, ya estamos. Mirad, éste es nuestro sitio.

Habían llegado al borde mismo del bosque, en el límite del prado, donde había un espacio vacío con un pequeño letrero clavado en la tierra que decía «Weezly».

—¡No podíamos tener mejor sitio! —exclamó muy contento el señor Weasley—. El estadio está justo al otro lado de ese bosque. Más cerca no podíamos estar. —Se desprendió la mochila de los hombros—. Bien —continuó con entusiasmo—, siendo tantos en tierra de
muggles
, la magia está absolutamente prohibida. ¡Vamos a montar estas tiendas manualmente! No debe de ser demasiado difícil: los
muggles
lo hacen así siempre... Bueno, Harry, ¿por dónde crees que deberíamos empezar?

Harry no había acampado en su vida: los Dursley no lo habían llevado nunca con ellos de vacaciones, preferían dejarlo con la señora Figg, una vecina anciana. Sin embargo, entre él y Hermione fueron averiguando la colocación de la mayoría de los hierros y de las piquetas, y, aunque el señor Weasley era más un estorbo que una ayuda, porque la emoción lo sobrepasaba cuando trataba de utilizar la maza, lograron finalmente levantar un par de tiendas raídas de dos plazas cada una.

Se alejaron un poco para contemplar el producto de su trabajo. Nadie que viera las tiendas adivinaría que pertenecían a unos magos, pensó Harry, pero el problema era que cuando llegaran Bill, Charlie y Percy serían diez. También Hermione parecía haberse dado cuenta del problema: le dirigió a Harry una risita cuando el señor Weasley se puso a cuatro patas y entró en la primera de las tiendas.

—Estaremos un poco apretados —dijo—, pero cabremos. Entrad a echar un vistazo.

Harry se inclinó, se metió por la abertura de la tienda y se quedó con la boca abierta. Acababa de entrar en lo que parecía un anticuado apartamento de tres habitaciones, con baño y cocina. Curiosamente, estaba amueblado de forma muy parecida al de la señora Figg: las sillas, que eran todas diferentes, tenían cojines de ganchillo, y olía a gato.

—Bueno, es para poco tiempo —explicó el señor Weasley, pasándose un pañuelo por la calva y observando las cuatro literas del dormitorio—. Me las ha prestado Perkins, un compañero de la oficina. Ya no hace cámping porque tiene lumbago, el pobre.

Cogió la tetera polvorienta y la observó por dentro.

—Necesitaremos agua...

—En el plano que nos ha dado el
muggle
hay señalada una fuente —dijo Ron, que había entrado en la tienda detrás de Harry y no parecía nada asombrado por sus dimensiones internas—. Está al otro lado del prado.

—Bien, ¿por qué no vais por agua Harry, Hermione y tú? —El señor Weasley les entregó la tetera y un par de cazuelas—. Mientras, los demás buscaremos leña para hacer fuego.

—Pero tenemos un horno —repuso Ron—. ¿Por qué no podemos simplemente...?

—¡La seguridad
antimuggles
, Ron! —le recordó el señor Weasley, impaciente ante la perspectiva que tenían por delante—. Cuando los
muggles
de verdad acampan, hacen fuego fuera de la tienda. ¡Lo he visto!

Después de una breve visita a la tienda de las chicas, que era un poco más pequeña que la de los chicos pero sin olor a gato, Harry, Ron y Hermione cruzaron el campamento con la tetera y las cazuelas.

Con el sol que acababa de salir y la niebla que se levantaba, pudieron ver el mar de tiendas de campaña que se extendía en todas direcciones. Caminaban entre las filas de tiendas mirando con curiosidad a su alrededor. Hasta entonces Harry no se había preguntado nunca cuántas brujas y magos habría en el mundo; nunca había pensado en los magos de otros países.

Los campistas empezaban a despertar, y las más madrugadoras eran las familias con niños pequeños. Era la primera vez que Harry veía magos y brujas de tan corta edad. Un pequeñín, que no tendría dos años, estaba a gatas y muy contento a la puerta de una tienda con forma de pirámide, dándole con una varita a una babosa, que poco a poco iba adquiriendo el tamaño de una salchicha. Cuando llegaban a su altura, la madre salió de la tienda.

—¿Cuántas veces te lo tengo que decir, Kevin? No... toques... la varita... de papá... ¡Ay!

Acababa de pisar la babosa gigante, que reventó. El aire les llevó la reprimenda de la madre mezclada con los lloros del niño:

—¡Mamá mala!, ¡«rompido» la babosa!

Un poco más allá vieron dos brujitas, apenas algo mayores que Kevin. Montaban en escobas de juguete que se elevaban lo suficiente para que las niñas pasaran rozando el húmedo césped con los dedos de los pies. Un mago del Ministerio que parecía tener mucha prisa los adelantó, y lo oyeron murmurar ensimismado:

—¡A plena luz del día! ¡Y los padres estarán durmiendo tan tranquilos! Como si lo viera...

Por todas partes, magos y brujas salían de las tiendas y comenzaban a preparar el desayuno. Algunos, dirigiendo miradas furtivas en torno de ellos, prendían fuego con sus varitas. Otros frotaban las cerillas en las cajas con miradas escépticas, como si estuvieran convencidos de que aquello no podía funcionar. Tres magos africanos enfundados en túnicas blancas conversaban animadamente mientras asaban algo que parecía un conejo sobre una lumbre de color morado brillante, en tanto que un grupo de brujas norteamericanas de mediana edad cotilleaba alegremente, sentadas bajo una destellante pancarta que habían desplegado entre sus tiendas, que decía: «Instituto de las brujas de Salem.» Desde el interior de las tiendas por las que iban pasando les llegaban retazos de conversaciones en lenguas extranjeras, y, aunque Harry no podía comprender ni una palabra, el tono de todas las voces era de entusiasmo

—Eh... ¿son mis ojos, o es que se ha vuelto todo verde? —preguntó Ron.

No eran los ojos de Ron. Habían llegado a un área en la que las tiendas estaban completamente cubiertas de una espesa capa de tréboles, y daba la impresión de que unos extraños montículos habían brotado de la tierra. Dentro de las tiendas que tenían las portezuelas abiertas se veían caras sonrientes. De pronto oyeron sus nombres a su espalda:

—¡Harry!, ¡Ron!, ¡Hermione!

Era Seamus Finnigan, su compañero de cuarto curso de la casa Gryffindor. Estaba sentado delante de su propia tienda cubierta de trébol, junto a una mujer de pelo rubio cobrizo que debía de ser su madre, y su mejor amigo, Dean Thomas, también de Gryffindor.

—¿Os gusta la decoración? —preguntó Seamus, sonriendo, cuando los tres se acercaron a saludarlos—. Al Ministerio no le ha hecho ninguna gracia.

—El trébol es el símbolo de Irlanda. ¿Por qué no vamos a poder mostrar nuestras simpatías? —dijo la señora Finnigan—. Tendríais que ver lo que han colgado los búlgaros en sus tiendas. Supongo que estaréis del lado de Irlanda —añadió, mirando a Harry, Ron y Hermione con sus brillantes ojillos.

Se fueron después de asegurarle que estaban a favor de Irlanda, aunque, como dijo Ron:

—Cualquiera dice otra cosa rodeado de todos ésos.

—Me pregunto qué habrán colgado en sus tiendas los búlgaros —dijo Hermione.

—Vamos a echar un vistazo —propuso Harry, señalando una gran área de tiendas que había en lo alto de la ladera, donde la brisa hacía ondear una bandera de Bulgaria, roja, verde y blanca.

En aquella parte las tiendas no estaban engalanadas con flora, pero en todas colgaba el mismo póster, que mostraba un rostro muy hosco de pobladas cejas negras. La fotografía, por supuesto, se movía, pero lo único que hacía era parpadear y fruncir el entrecejo.

—Es Krum —explicó Ron en voz baja.

—¿Quién? —preguntó Hermione.

—¡Krum! —repitió Ron—. ¡Viktor Krum, el buscador del equipo de Bulgaria!

—Parece que tiene malas pulgas —comentó Hermione, observando la multitud de Krums que parpadeaban, ceñudos.

—¿Malas pulgas? —Ron levantó los ojos al cielo—. ¿Qué más da eso? Es increíble. Y es muy joven, además. Sólo tiene dieciocho años o algo así. Es genial. Esperad a esta noche y lo veréis.

Ya había cola para coger agua de la fuente, así que se pusieron al final, inmediatamente detrás de dos hombres que estaban enzarzados en una acalorada discusión. Uno de ellos, un mago muy anciano, llevaba un camisón largo estampado. El otro era evidentemente un mago del Ministerio: tenía en la mano unos pantalones de mil rayas y parecía a punto de llorar de exasperación.

—Tan sólo tienes que ponerte esto, Archie, sé bueno. No puedes caminar por ahí de esa forma: el
muggle
de la entrada está ya receloso.

—Me compré esto en una tienda
muggle
—replicó el mago anciano con testarudez—. Los
muggles
lo llevan.

—Lo llevan las mujeres
muggles
, Archie, no los hombres. Los hombres llevan esto —dijo el mago del Ministerio, agitando los pantalones de rayas.

—No me los pienso poner —declaró indignado el viejo Archie—. Me gusta que me dé el aire en mis partes privadas, lo siento.

A Hermione le dio tal ataque de risa en aquel momento que tuvo que salirse de la cola, y no volvió hasta que Archie se fue con el agua.

Volvieron por el campamento, caminando más despacio por el peso del agua. Por todas partes veían rostros familiares: estudiantes de Hogwarts con sus familias. Oliver Wood, el antiguo capitán del equipo de
quidditch
al que pertenecía Harry, que acababa de terminar en Hogwarts, lo arrastró hasta la tienda de sus padres para que lo conocieran, y le dijo emocionado que acababa de firmar para formar parte de la reserva del Puddlemere United. Cerca de allí se encontraron con Ernie Macmillan, un estudiante de cuarto de la casa Hufflepuff, y luego vieron a Cho Chang, una chica muy guapa que jugaba de buscadora en el equipo de Ravenclaw. Cho Chang le hizo un gesto con la mano y le sonrió. Al devolverle el saludo, Harry se volcó encima un montón de agua. Para que Ron dejara de reírse, Harry señaló a un grupo de adolescentes a los que no había visto nunca.

—¿Quiénes serán? —preguntó—. No van a Hogwarts, ¿verdad?

—Supongo que estudian en el extranjero —respondió Ron—. Sé que hay otros colegios, pero no conozco a nadie que vaya a ninguno de ellos. Bill se escribía con un chico de Brasil... hace una pila de años... Quería hacer intercambio con él, pero mis padres no tenían bastante dinero. El chico se molestó mucho cuando se enteró de que Bill no iba a ir, y le envió un sombrero encantado que hizo que se le cayeran las orejas para abajo como si fueran hojas mustias.

Harry se rió, y no confesó que le sorprendía enterarse de que existían otros colegios de magia. Al ver a representantes de tantas nacionalidades en el cámping, pensó que había sido un tonto al creer que Hogwarts sería el único. Observó que Hermione no parecía nada sorprendida por la información. Sin duda, ella había tenido noticia de otros colegios de magia al leer algún libro.

—Habéis tardado siglos —dijo George, cuando llegaron por fin a las tiendas de los Weasley.

—Nos hemos encontrado a unos cuantos conocidos —explicó Ron, dejando la cazuela—. ¿Aún no habéis encendido el fuego?

—Papá lo está pasando bomba con los fósforos —contestó Fred.

El señor Weasley no lograba encender el fuego, aunque no porque no lo intentara. A su alrededor, el suelo estaba lleno de fósforos consumidos, pero parecía estar disfrutando como nunca.

—¡Vaya! —exclamaba cada vez que lograba encender un fósforo, e inmediatamente lo dejaba caer de la sorpresa.

—Déjeme, señor Weasley —dijo Hermione amablemente, cogiendo la caja para mostrarle cómo se hacía.

Al final encendieron fuego, aunque pasó al menos otra hora hasta que se pudo cocinar en él. Sin embargo, había mucho que ver mientras esperaban. Habían montado las tiendas delante de una especie de calle que llevaba al estadio, y el personal del Ministerio iba por ella de un lado a otro apresuradamente, y al pasar saludaban con cordialidad al señor Weasley. Éste no dejaba de explicar quiénes eran, sobre todo a Harry y a Hermione, porque sus propios hijos sabían ya demasiado del Ministerio para mostrarse interesados.

—Ése es Cuthbert Mockridge, jefe del Instituto de Coordinación de los Duendes... Por ahí va Gilbert Wimple, que está en el Comité de Encantamientos Experimentales. Ya hace tiempo que lleva esos cuernos... Hola, Arnie... Arnold Peasegood es
desmemorizador
, ya sabéis, un miembro del Equipo de Reversión de Accidentes Mágicos... Y aquéllos son Bode y Croaker... son
inefables
...

—¿Qué son?


Inefables
: del Departamentos de Misterios, secreto absoluto. No tengo ni idea de lo que hacen...

Al final consiguieron una buena fogata, y acababan de ponerse a freír huevos y salchichas cuando llegaron Bill, Charlie y Percy, procedentes del bosque.

—Ahora mismo acabamos de aparecernos, papá —anunció Percy en voz muy alta—. ¡Qué bien, el almuerzo!

Estaban dando cuenta de los huevos y las salchichas cuando el señor Weasley se puso en pie de un salto, sonriendo y haciendo gestos con la mano a un hombre que se les acercaba a zancadas.

—¡Ajá! —dijo—. ¡El hombre del día! ¡Ludo!

Ludo Bagman era con diferencia la persona menos discreta que Harry había visto hasta aquel momento, incluyendo al anciano Archie con su camisón. Llevaba una túnica larga de
quidditch
con gruesas franjas horizontales negras y amarillas, con la imagen de una enorme avispa estampada sobre el pecho. Su aspecto era el de un hombre de complexión muy robusta en decadencia, y la túnica se le tensaba en torno de una voluminosa barriga que seguramente no había tenido en los tiempos en que jugaba en la selección inglesa de
quidditch
. Tenía la nariz aplastada (probablemente se la había roto una
bludger
perdida, pensó Harry); pero los ojos, redondos y azules, y el pelo, corto y rubio, lo hacían parecer un niño muy crecido.

—¡Ah, de la casa! —les gritó Bagman, contento. Caminaba como si tuviera muelles en los talones, y resultaba evidente que estaba muy emocionado—. ¡El viejo Arthur! —dijo resoplando al llegar junto a la fogata—. Vaya día, ¿eh? ¡Vaya día! ¿A que no podíamos pedir un tiempo más perfecto? Vamos a tener una noche sin nubes... y todos los preparativos han salido sin el menor tropiezo... ¡Casi no tengo nada que hacer!

Detrás de él pasó a toda prisa un grupo de magos del Ministerio muy ojerosos, señalando los indicios distantes pero evidentes de algún tipo de fuego mágico que arrojaba al aire chispas de color violeta, hasta una altura de seis o siete metros.

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