Harry Potter. La colección completa (213 page)

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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

Harry leyó la carta dos veces de arriba abajo. Aunque oía hablar a tío Vernon y a tía Petunia, no los escuchaba. Se le había quedado la mente en blanco, pero un hecho había penetrado en su conciencia como un dardo paralizador: lo habían expulsado de Hogwarts. Todo había terminado. Ya no podría volver allí.

Levantó la cabeza y miró a los Dursley. Tío Vernon estaba lívido de ira y gritaba con los puños en alto; tía Petunia tenía los brazos alrededor de Dudley, que volvía a vomitar.

El cerebro de Harry, aturdido durante unos instantes, se puso de nuevo en funcionamiento. «En breve, representantes del Ministerio se desplazarán hasta su lugar de residencia para destruir su varita.» Sólo podía hacer una cosa: tenía que echar a correr, en ese mismo momento. Harry no sabía adónde iría, pero de una cosa estaba seguro: tanto dentro como fuera de Hogwarts, necesitaba su varita mágica. Como si estuviera soñando, sacó su varita y se dio la vuelta dispuesto a salir de la cocina.

—¿Adónde te has creído que vas? —le gritó tío Vernon. Al ver que Harry no contestaba, cruzó la cocina a grandes zancadas para cerrarle el paso—. ¡Todavía no he acabado contigo, chico!

—Apártate —dijo Harry con voz queda.

—Vas a quedarte aquí y explicarme por qué mi hijo…

—Si no te apartas de la puerta, voy a echarte un maleficio —afirmó Harry, levantando su varita.

—¡A mí no vas a amenazarme con eso! —gruñó tío Vernon—. ¡Sé que no estás autorizado a utilizarla fuera de esa casa de locos que llamas colegio!

—La casa de locos me ha expulsado —respondió Harry—. Ahora puedo hacer lo que me dé la gana. Te doy tres segundos. Uno, dos…

Un fuerte estruendo resonó en la cocina. Tía Petunia se puso a chillar, tío Vernon pegó un grito y se agachó, pero por tercera vez aquella noche Harry buscó el origen de un alboroto que no había provocado él. Esa vez lo descubrió de inmediato: había una lechuza, aturdida y con las plumas alborotadas, posada en el alféizar. Acababa de chocar contra la ventana cerrada. Ignorando el angustiado grito de «¡Lechuzas!» de tío Vernon, Harry cruzó la habitación corriendo y abrió la ventana de golpe. La lechuza estiró una pata en la que llevaba atado un pequeño rollo de pergamino, sacudió las plumas y emprendió el vuelo en cuanto Harry hubo cogido la carta. Con manos temblorosas, el chico desenrolló el segundo mensaje, que estaba apresuradamente escrito con tinta negra y emborronado.

Harry:

Dumbledore acaba de llegar al Ministerio y está intentando arreglarlo todo.
NO SALGAS DE LA CASA DE TUS TÍOS. NO HAGAS MÁS MAGIA. NO ENTREGUES TU VARITA.

Arthur Weasley

Dumbledore estaba intentando arreglarlo todo… ¿Qué significaba eso? ¿Acaso Dumbledore tenía suficiente poder para invalidar las decisiones del Ministerio de Magia? ¿Había entonces alguna posibilidad de que le permitieran volver a Hogwarts? Un pequeño brote de esperanza floreció en el pecho de Harry, pero enseguida el miedo volvió a atenazarlo: ¿cómo iba a negarse a entregar su varita sin hacer magia? Tendría que batirse en duelo con los representantes del Ministerio, y si lo hacía podría considerarse afortunado si no acababa en Azkaban, por no hablar de la expulsión.

Su cerebro trabajaba a toda velocidad… Podía huir y arriesgarse a que el Ministerio lo capturara, o quedarse donde estaba y esperar a que fueran a buscarlo allí. La primera opción lo tentaba mucho más, pero sabía que el señor Weasley quería lo mejor para él… Y después de todo, Dumbledore había arreglado situaciones mucho peores otras veces.

—Vale —dijo Harry—. He cambiado de idea. Me quedo. Se dejó caer en una de las sillas de la cocina, frente a Dudley y a tía Petunia. Los Dursley parecían sorprendidos por el brusco cambio de opinión de Harry. Tía Petunia miró con desesperación a tío Vernon. La vena de la morada sien de tío Vernon palpitaba con más violencia que nunca.

—¿Quién te envía esas malditas lechuzas? —le preguntó, rabioso, su tío.

—La primera me la ha enviado el Ministerio de Magia para comunicarme mi expulsión —respondió Harry con calma. Mientras hablaba, aguzaba el oído para captar cualquier ruido procedente del exterior, por si llegaban los representantes del Ministerio; además, era más fácil y menos enervante contestar a las preguntas de tío Vernon que enfrentarse a sus bramidos—. La segunda era del padre de mi amigo Ron, que trabaja en el Ministerio.

—¿El Ministerio de Magia? —gritó tío Vernon—. ¿Estás diciéndome que hay gente como tú en el gobierno? Claro, eso lo explica todo, todo; no me extraña que el país se esté viniendo abajo. —Como Harry no dijo nada, tío Vernon lo fulminó con la mirada y le espetó—: ¿Y por qué te han expulsado?

—Porque he hecho magia.

—¡Aja! —rugió tío Vernon, y dio un puñetazo en la parte superior de la nevera, cuya puerta se abrió; unos cuantos tentempiés de bajo contenido graso, que consumía Dudley, salieron despedidos y cayeron al suelo—. ¡Así que lo reconoces! ¿Qué le has hecho a tu primo?

—Nada —contestó Harry, ya no tan calmado—. Eso no lo he hecho yo…

—Sí lo ha hecho —masculló inesperadamente Dudley.

De inmediato, tío Vernon y tía Petunia se pusieron a agitar las manos para hacer callar a Harry mientras se inclinaban sobre Dudley.

—Sigue, hijo —dijo tío Vernon—, ¿qué te ha hecho?

—Cuéntanoslo, ricura —susurró tía Petunia.

—Me ha apuntado con la varita —farfulló Dudley.

—Sí, es verdad, pero no he utilizado… —se defendió Harry, enojado, aunque…

—¡Cállate! —gritaron tío Vernon y tía Petunia al unísono.

—Sigue, hijo —repitió tío Vernon con los pelos del bigote agitadísimos.

—Se ha quedado todo oscuro —dijo Dudley con voz ronca, estremeciéndose—. Muy oscuro. Y entonces he o-oído… cosas. Dentro de mi cabeza.

Tío Vernon y tía Petunia se miraron horrorizados. Una de las cosas que más aborrecían del mundo era la magia (seguida muy de cerca por los vecinos que hacían más trampas que ellos respecto a la prohibición del uso de mangueras); pero la gente que oía voces estaba también en esa lista. Era evidente que creían que Dudley se había vuelto loco.

—¿Qué cosas has oído, Peoncita? —preguntó tía Petunia con un hilo de voz. Se había quedado muy pálida y tenía lágrimas en los ojos.

Pero Dudley parecía incapaz de explicarse. Volvió a estremecerse y sacudió su enorme y rubia cabeza; pese a la sensación de pavor que se había apoderado de Harry desde la llegada de la primera lechuza, sintió cierta curiosidad. Los
dementores
hacían que la gente reviviera los peores momentos de su vida. ¿Qué se habría visto obligado a oír su malcriado, mimado y bravucón primo?

—¿Cómo te has caído, hijo? —preguntó tío Vernon con una voz artificialmente tranquila, el tipo de voz que habría adoptado junto a la cama de una persona gravemente enferma.

—He tro-tropezado —contestó Dudley con voz temblorosa—. Y entonces…

Se señaló el enorme pecho. Harry lo comprendió. Dudley estaba recordando aquel frío húmedo que te llenaba los pulmones, cuando los
dementores
te sorbían la esperanza y la alegría.

—Horrible —graznó Dudley—. Frío. Mucho frío.

—Ya —dijo tío Vernon con serenidad forzada mientras tía Petunia, nerviosa, le ponía una mano en la frente a su hijo para comprobar si tenía fiebre—. ¿Qué ha pasado luego, Dudders?

—He sentido… sentido… como… como si… como si…

—Como si nunca más fueras a ser feliz —aportó Harry con un tono muy débil.

—Sí —susurró Dudley, que no paraba de temblar.

—¡Ya veo! —exclamó tío Vernon, cuya voz había recuperado su volumen habitual, y se enderezó—. Le has hecho un maleficio a mi hijo para que oiga voces y crea que está condenado… a la desgracia o algo así, ¿no?

—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? —respondió Harry subiendo el tono de voz, pues se le estaba agotando la paciencia—. ¡No he sido yo! ¡Han sido dos
dementores
!

—¿Dos qué? ¿Qué son esas paparruchas?

—De-men-to-res —repitió Harry, pronunciando con lentitud y claridad—. Dos.

—¿Y qué demonios son los
dementores
, si puede saberse?

—Vigilan la prisión de los magos, Azkaban —terció tía Petunia.

Tras aquellas palabras, hubo dos segundos de silencio absoluto; luego tía Petunia se tapó la boca con una mano, como si acabara de pronunciar una espantosa palabrota. Tío Vernon la miraba con los ojos abiertos como platos. El cerebro de Harry era un mar de confusión. La señora Figg era una cosa, pero… ¿tía Petunia?

—¿Cómo sabes eso? —le preguntó, perplejo, su marido.

Tía Petunia estaba horrorizada de sí misma. Miró a tío Vernon, cohibida, como pidiéndole disculpas; después bajó un poco la mano, dejando al descubierto sus dientes de caballo.

—Hace muchos años… oí a aquel… infeliz… que se lo contaba a ella… —dijo con voz entrecortada.

—Si te refieres a mi padre y a mi madre, ¿por qué no los llamas por sus nombres? —dijo Harry en voz alta, pero tía Petunia no le hizo caso. Parecía terriblemente aturullada.

Harry estaba atónito. Con excepción de un arrebato ocurrido años atrás, durante el cual tía Petunia había gritado que la madre de Harry era un monstruo, él nunca la había oído mencionar a su hermana. Le sorprendió que su tía hubiera recordado aquella información sobre el mundo mágico durante tanto tiempo, cuando lo normal era que empleara toda su energía en fingir que ese mundo no existía.

Tío Vernon abrió la boca, la cerró, la abrió una vez más, la cerró de nuevo y luego, como si le costara trabajo recordar lo que había que hacer para hablar, la abrió por tercera vez y dijo con voz ronca:

—Entonces… Entonces… ¿existen de verdad, existen esos… demencomosellamen?

Tía Petunia asintió.

Tío Vernon miró primero a tía Petunia, luego a Dudley y por último a Harry, esperando que en cualquier momento alguien gritara: «¡Inocente!» Como nadie lo hizo, abrió la boca una vez más, pero no tuvo que esforzarse en encontrar más palabras porque, en ese preciso instante, llegó la tercera lechuza de la noche. Entró a toda pastilla por la ventana, que seguía abierta, como una bala de cañón con plumas, y aterrizó con estrépito sobre la mesa de la cocina, haciendo que los tres Dursley pegaran un bote, asustados. Harry cogió el segundo sobre, que parecía oficial, del pico de la lechuza y lo abrió, mientras el animal se marchaba por donde había llegado y se perdía en la noche.

—¡Estoy harto de esas condenadas lechuzas! —masculló tío Vernon, como un loco; fue hacia la ventana y volvió a cerrarla de golpe.

Querido señor Potter:

Con relación a nuestra carta de hace unos veinte minutos, el Ministerio de Magia ha revisado su decisión de destruir de inmediato su varita mágica. Puede conservar usted su varita hasta la vista disciplinar del 12 de agosto, momento en el que se tomará una decisión oficial.

Tras entrevistarse con el director del Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, el Ministerio ha acordado que el asunto de su expulsión también se decidirá en esa vista. Por lo tanto, considérese excusado del colegio hasta posteriores investigaciones.

Con mis mejores deseos.

Atentamente,

Mafalda Hopkirk
Oficina Contra el Uso
Indebido de la Magia
Ministerio de Magia

Harry leyó la carta con rapidez tres veces seguidas. Aquel angustioso nudo que se le había formado en el pecho se aflojó un tanto con el alivio de saber que todavía no lo habían expulsado definitivamente, aunque sus temores no habían desaparecido, ni mucho menos. Todo parecía depender de la vista del 12 de agosto.

—¿Y bien? —preguntó tío Vernon, devolviendo a Harry a la realidad—. ¿Qué pasa ahora? ¿Te han condenado a algo? ¿Existe la pena de muerte entre tu gente? —añadió, esperanzado, como si se le acabara de ocurrir esa idea.

—Tengo que ir a una vista —explicó Harry.

—¿Y allí te condenarán?

—Supongo que sí.

—Entonces no perderé la esperanza —aseguró tío Vernon con crueldad.

—Bueno, si eso es todo… —dijo Harry poniéndose en pie. Estaba deseando quedarse a solas para pensar y quizá para enviarle una carta a Ron, a Hermione o a Sirius.

—¡No, claro que no es todo! —bramó tío Vernon—. ¡Siéntate inmediatamente!

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Harry con impaciencia.

—¡Dudley! —gritó tío Vernon—. ¡Quiero saber exactamente qué le ha ocurrido a mi hijo!

—¡Muy bien! —chilló Harry, y la rabia que sentía hizo que de la punta de su varita, que todavía tenía en la mano, saltaran chispas rojas y doradas. Los tres Dursley, acobardados, se encogieron—. Dudley y yo estábamos en el callejón que conecta la calle Magnolia y el paseo Glicinia —explico Harry; hablaba deprisa, intentando no perder los estribos—. Dudley estaba vacilándome y yo saqué mi varita, pero no la utilicé. Entonces aparecieron dos
dementores

—Pero ¿qué son los dementoides? —preguntó tío Vernon furioso—. ¿Qué hacen?

—Ya os lo he dicho: te quitan toda la alegría que tienes dentro —respondió Harry—, y si tienen ocasión te besan y…

—¿Que te besan? —lo interrumpió tío Vernon con los ojos fuera de las órbitas—. ¿Que te besan?

—Así llaman al hecho de que te saquen el alma por la boca.

Tía Petunia soltó un débil grito.

—¿El alma? No le habrán quitado… Él todavía tiene su…

Agarró a Dudley por los hombros y lo sacudió, como si pretendiera oír el alma de su hijo repiqueteando en el interior del cuerpo del chico.

—Claro que no le han quitado el alma. Si lo hubieran hecho ya os habríais dado cuenta —respondió Harry exasperado.

—Tú los ahuyentaste, ¿verdad, hijo? —-inquirió tío Vernon con ímpetu, como quien se esfuerza por devolver la conversación a un plano que domina—. Les diste su merecido, ¿verdad?

—A los
dementores
no puedes darles su merecido —sentenció Harry entre dientes.

—Entonces, ¿cómo es que está bien? —rugió tío Vernon—. ¿Por qué no está vacío?

—Porque utilicé el encantamiento
patronus

¡ZUUUM!
Con un fragor, un aleteo y una pequeña nube de polvo, una cuarta lechuza salió a toda velocidad de la chimenea de la cocina.

—¡Por todos los demonios! —gritó tío Vernon, arrancándose los pelos del bigote, algo que no se había visto obligado a hacer durante mucho tiempo—. ¡No quiero ver más lechuzas en mi casa, no pienso tolerarlo, te lo advierto!

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