Harry Potter. La colección completa (215 page)

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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

¿Y qué demonios significaba aquel vociferador? ¿De quién era aquella voz tan horrible y amenazadora que había resonado en la cocina?

¿Por qué continuaba atrapado allí sin información? ¿Por qué todos lo trataban como si fuera un niño travieso? «No hagas más magia, quédate en casa…»

Al pasar por delante del baúl del colegio le pegó una patada, pero en lugar de aliviar con ello la rabia que sentía, se encontró aún peor porque ahora tenía que sumar el fuerte dolor del dedo gordo del pie al del resto del cuerpo.

Justo cuando pasaba cojeando por delante de la ventana,
Hedwig
entró volando con un débil batir de alas, como un pequeño fantasma.

—¡Ya era hora! —gruñó Harry cuando el pájaro se posó con suavidad encima de su jaula—. ¡Ya puedes soltar eso, tengo trabajo para ti!

Los grandes, redondos y ambarinos ojos de
Hedwig
lo miraron llenos de reproche por encima de la rana muerta que sujetaba con el pico.

—Ven aquí —le ordenó Harry. Cogió los tres pequeños rollos de pergamino y se los ató a la escamosa pata con una correa de cuero—. Lleva esto a Sirius, a Ron y a Hermione y no vuelvas aquí sin unas buenas respuestas. Si es necesario, picotéalos hasta que hayan escrito unos mensajes decentemente largos. ¿Entendido?

Hedwig
emitió un amortiguado ululato sin soltar la rana.

—En marcha, pues —dijo Harry.

Hedwig
echó a volar de inmediato. En cuanto la lechuza hubo salido por la ventana, Harry se tumbó en la cama sin desvestirse y se quedó mirando el oscuro techo. Por si fuera poco con los deprimentes sentimientos que experimentaba, encima se sentía culpable por haber sido antipático con
Hedwig
;
la lechuza era la única amiga que tenía en el número cuatro de Privet Drive. Pero ya haría las paces con ella, cuando llegara con las respuestas de Sirius, Ron y Hermione.

Seguro que le contestaban enseguida; no podrían hacer caso omiso de un ataque de
dementores
. Probablemente al día siguiente, al despertar, encontraría tres gruesas cartas llenas de muestras de solidaridad y de planes para su inmediato traslado a La Madriguera. Y con esa reconfortante idea, el sueño se apoderó de él sofocando cualquier otro pensamiento.

Pero
Hedwig
no regresó a la mañana siguiente. Harry pasó el día entero en su habitación y sólo salió para ir al cuarto de baño. En tres ocasiones, tía Petunia le introdujo comida en el dormitorio a través de la gatera que tío Vernon había instalado tres veranos atrás. Cada vez que Harry la oía acercarse, intentaba interrogarla sobre el vociferador, pero si hubiera interrogado al pomo de la puerta habría obtenido las mismas respuestas. Por lo demás, los Dursley ni se acercaron a su habitación. Harry comprendió que no valía la pena forzarlos a soportar su compañía; con otra pelea no conseguiría nada, salvo quizá enfadarse tanto que acabaría haciendo más magia ilegal.

Así pasaron tres días. Harry tenía altibajos: algunas veces se sentía lleno de una impaciente energía que le impedía concentrarse en nada, y entonces recorría el dormitorio, furioso con todos por permitir que sufriera en medio de tanta confusión; otras veces lo dominaba un letargo tan absoluto que podía estar una hora seguida tumbado en la cama con la mirada perdida y muerto de miedo ante la perspectiva de una vista en el Ministerio.

¿Y si fallaban en su contra? ¿Y si lo expulsaban del colegio y le partían la varita por la mitad? ¿Qué haría entonces, adónde iría? No podía volver a vivir siempre con los Dursley, y menos ahora que conocía aquel otro mundo, el mundo al que pertenecía en realidad. ¿Podría irse a vivir con Sirius, como su padrino había sugerido un año atrás, antes de que se viera obligado a huir de las autoridades? ¿Permitirían a Harry vivir allí solo, dado que todavía era menor de edad? ¿Había sido su infracción del Estatuto Internacional del Secreto lo bastante grave para que lo encerraran en una celda en Azkaban? Cada vez que ese pensamiento volvía a aparecer en su mente, Harry se levantaba de la cama y se ponía a pasear otra vez por la habitación.

La cuarta noche después de la partida de
Hedwig
, Harry estaba tendido en la cama, en una de sus fases de apatía, contemplando el techo. Tenía la exhausta mente casi en blanco cuando su tío entró en la habitación. Harry giró despacio la cabeza y lo miró. Tío Vernon llevaba puesto su mejor traje y la expresión de su rostro era de inmensa suficiencia.

—Salimos —anunció.

—¿Cómo dices?

—Que nosotros, es decir, tu tía, Dudley y yo, salimos.

—Muy bien —respondió Harry sin ánimo, y volvió a mirar el techo.

—Prohibido salir de la habitación hasta que volvamos.

—Vale.

—Prohibido tocar el televisor, el equipo de música o cualquier otra cosa.

—De acuerdo.

—Prohibido robar comida de la nevera.

—Entendido.

—Voy a cerrar tu puerta con llave.

—Como quieras.

Tío Vernon lanzó a Harry una mirada de odio, desconfiando de la actitud resignada de su sobrino; salió de la habitación pisando fuerte y cerró la puerta tras él. Harry oyó que la llave giraba en la cerradura y los pesados pasos de tío Vernon, que bajaba la escalera. Transcurridos unos minutos, oyó cómo se cerraban las puertas de un coche, el rugido de un motor y el inconfundible sonido del coche saliendo de la entrada de la casa.

A Harry no le importaba que los Dursley se hubieran marchado. Para él tanto daba que estuvieran en la casa como que no. Ni siquiera pudo reunir la energía suficiente para levantarse y encender la luz de su dormitorio. La habitación fue quedándose a oscuras mientras él seguía tumbado escuchando los sonidos nocturnos que entraban por la ventana, que Harry tenía todo el rato abierta a la espera del dichoso momento en que regresara
Hedwig
.

La casa, en ese instante vacía, crujía a su alrededor. Las cañerías gorgoteaban. Harry seguía tumbado, sumido en la indiferencia, sin pensar en nada, suspendido en la tristeza.

De pronto oyó claramente un estrépito en la cocina. Se incorporó con brusquedad y aguzó el oído. Los Dursley no podían haber regresado todavía, era demasiado pronto, y además Harry no había oído su coche.

Hubo silencio durante unos segundos, y entonces se oyeron voces.

«Ladrones», pensó Harry, y se levantó de la cama; pero enseguida se le ocurrió que los ladrones habrían hablado en voz baja, y quienquiera que fuese el que estaba en la cocina no se molestaba en bajar la voz.

Se apresuró a coger la varita mágica de la mesilla de noche y se plantó delante de la puerta de su dormitorio escuchando con atención. De repente dio un respingo, pues la cerradura pegó un fuerte chasquido y la puerta se abrió de par en par.

Harry se quedó inmóvil, mirando a través del umbral hacia el oscuro rellano del piso de arriba; aguzó el oído por si se producían más ruidos, pero no captó nada. Vaciló un momento y luego salió de su habitación, deprisa y en silencio, y se colocó al final de la escalera.

El corazón se le subió a la garganta. Abajo, en el oscuro vestíbulo, había gente; sus siluetas se destacaban contra el resplandor de las farolas que entraba por la puerta de cristal de la calle. Eran ocho o nueve, y todos, si no se equivocaba, estaban mirándolo.

—Baja la varita, muchacho; a ver si le vas a sacar un ojo a alguien —dijo una voz queda y gruñona.

El corazón de Harry latía con violencia. Conocía aquella voz, pero no bajó la varita.

—¿Profesor Moody? —preguntó con tono inseguro.

—No sé si debes llamarme «profesor» —gruñó la voz—; nunca llegué a enseñar gran cosa, ¿no? Baja, queremos verte bien.

Harry bajó un poco la varita, pero sin dejar de asirla con fuerza, y no se movió. Tenía motivos de sobra para desconfiar. Hacía poco que había convivido durante nueve meses con quien él creía que era
Ojoloco
Moody, para luego enterarse de que no era Moody, sino un impostor; un impostor que, además, previamente a que lo desenmascararan, había intentado matar a Harry. Pero antes de que el muchacho pudiera tomar una decisión sobre qué debía hacer, otra voz, un poco ronca, subió flotando por la escalera.

—No pasa nada, Harry. Hemos venido a buscarte.

A Harry le dio un vuelco el corazón. También conocía esa voz, aunque hacía un año entero que no la oía.

—¿P-profesor Lupin? —dijo con incredulidad—. ¿Es usted?

—¿Por qué estamos aquí a oscuras? —preguntó una tercera voz, esta vez desconocida, de mujer—.
¡Lumos!

La punta de una varita se encendió e iluminó el vestíbulo con una luz mágica. Harry parpadeó. Las personas que había abajo estaban apiñadas alrededor del pie de la escalera, con la mirada fija en él; algunas estiraban el cuello para verlo mejor.

Remus Lupin era quien estaba más cerca de Harry. Aunque todavía era muy joven, Lupin parecía cansado y muy enfermo; tenía más canas que la última vez que lo había visto, y llevaba la túnica más remendada y raída que nunca. Con todo, sonreía abiertamente a Harry, quien intentó devolverle la sonrisa pese a la conmoción.

—¡Oh! Es como me lo imaginaba —dijo la bruja que mantenía la varita iluminada en alto. Parecía la más joven del grupo; tenía el pálido rostro en forma de corazón, ojos oscuros y centelleantes, y el cabello corto, de punta y de color violeta intenso—. ¿Qué hay, Harry?

—Sí, entiendo lo que quieres decir, Remus —terció un mago negro y calvo que estaba al fondo; tenía una voz grave y pausada y llevaba un arete de oro en la oreja—. Es clavado a James.

—Salvo por los ojos —aportó otro mago de cabello plateado que hablaba con voz jadeante—. Los ojos son de Lily.

Ojoloco
Moody, que tenía el cabello largo y entrecano y al que le faltaba un trozo de nariz, miraba con recelo a Harry, entrecerrando sus desiguales ojos. Un ojo era pequeño, oscuro y brillante como un abalorio; el otro era grande, redondo y de color azul eléctrico: el ojo mágico que podía ver a través de las paredes, de las puertas y lo que hubiera detrás del mismo Moody.

—¿Estás seguro de que es él, Lupin? —masculló—. Menudo problema vamos a tener si llevamos a un
mortífago
que se hace pasar por él. Tendríamos que preguntarle algo que sólo pueda saber el verdadero Potter. A menos que alguien haya traído
Veritaserum
.

—Harry, ¿qué forma adopta tu
patronus
? —preguntó Lupin.

—La de un ciervo —contestó Harry nervioso.

—Es él,
Ojoloco
—dijo Lupin.

Consciente de que todos seguían mirándolo, Harry bajó la escalera guardando la varita en un bolsillo trasero de los vaqueros.

—¡No te pongas la varita ahí, muchacho! —bramó Moody—. ¿Y si se enciende? ¿No sabías que magos mucho mejores que tú han perdido una nalga?

—¿A quién conoces tú que haya perdido una nalga? —le preguntó con interés la mujer de cabello de color violeta.

—¡Eso ahora no importa, pero sácate la varita del bolsillo de atrás! —gruñó
Ojoloco
—. Es una norma elemental de seguridad de las que ya a nadie le importan. —Fue pisando fuerte hacia la cocina—. Y lo he visto con mis propios ojos —añadió de mal talante mientras la mujer de cabello violeta miraba al techo.

Lupin extendió un brazo y le estrechó la mano a Harry.

—¿Cómo estás? —le preguntó, mirándolo a los ojos.

—Bi-bien…

Harry no podía creer que aquello fuera real. Cuatro semanas sin ninguna noticia, ni la más pequeña insinuación de un plan para rescatarlo de Privet Drive, y de pronto había un montón de magos plantados con total naturalidad en el vestíbulo, como si hubieran concertado aquella visita hacía mucho tiempo. Miró a la gente que rodeaba a Lupin, que seguía contemplándolo con avidez. De pronto recordó que llevaba cuatro días sin peinarse.

—Yo… Tenéis mucha suerte de que los Dursley hayan salido… —farfulló.

—¿Suerte? ¡Ja! —dijo la mujer de cabello de color violeta—. He sido yo quien los ha quitado de en medio. Les he enviado una carta por correo
muggle
diciéndoles que habían sido preseleccionados para el Concurso de Jardines Suburbanos Mejor Cuidados de Inglaterra. Ahora van hacia la ceremonia de entrega de premios… O eso creen ellos.

Harry se imaginó por un momento la cara de tío Vernon cuando se diera cuenta de que no había ningún Concurso de Jardines Suburbanos Mejor Cuidados de Inglaterra.

—Bueno, nos vamos, ¿no? —preguntó Harry—. ¿Ya?

—Sí, enseguida —dijo Lupin—. Sólo estamos esperando a que nos den luz verde.

—¿Adónde vamos? ¿A La Madriguera? —inquirió Harry esperanzado.

—No, no vamos a La Madriguera —contestó Lupin, y le hizo señas al muchacho para que entrara en la cocina. El grupito de magos los siguieron; todavía miraban a Harry con curiosidad—. Eso sería demasiado arriesgado. Hemos montado el cuartel general en un lugar indetectable. Nos ha costado bastante tiempo…

En ese instante
Ojoloco
Moody estaba sentado a la mesa de la cocina, bebiendo de una petaca; su ojo mágico giraba en todas direcciones, deteniéndose en cada uno de los electrodomésticos de los Dursley.

—Éste es Alastor Moody, Harry —prosiguió Lupin, señalando a Moody.

—Sí, ya lo sé —dijo Harry incómodo, pues le resultó extraño que le presentaran a alguien a quien durante un año había creído conocer.

—Y ésta es Nymphadora…

—No me llames Nymphadora, Remus —protestó la joven bruja, estremeciéndose—. Me llamo Tonks.

—Nymphadora Tonks, que prefiere que la llamen por su apellido —terminó Lupin.

—Tú también lo preferirías si la necia de tu madre te hubiera puesto «Nymphadora» —farfulló Tonks.

—Y éste es Kingsley Shacklebolt. —Señaló al mago alto y negro, que inclinó la cabeza—. Elphias Doge. —El mago de la voz jadeante asintió—. Dedalus Diggle…

—Ya nos conocemos —gritó el excitable Diggle, quitándose el sombrero de copa de color violeta.

—Emmeline Vance. —Una bruja de porte majestuoso, que llevaba un chal verde esmeralda, inclinó la cabeza—. Sturgis Podmore. —Un mago con la mandíbula cuadrada y cabello grueso de color paja le guiñó un ojo—. Y Hestia Jones. —Una bruja de mejillas sonrosadas y cabello negro lo saludó con una mano desde el rincón de la tostadora.

Harry inclinó la cabeza torpemente ante cada uno de ellos a medida que se los presentaban. Le habría gustado que no lo miraran; le parecía que, de pronto, lo habían subido a un escenario. También se preguntaba por qué había tantos magos.

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