Harry Potter. La colección completa (283 page)

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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

El Ministerio de Magia anunció ayer entrada la noche que se había producido una fuga en masa de Azkaban.

Cornelius Fudge, ministro de Magia, fue entrevistado en su despacho y confirmó que diez prisioneros de la sección de alta seguridad escaparon a primera hora de la noche pasada, y que ya ha informado al Primer Ministro
muggle
del carácter peligroso de esos individuos.

«Desgraciadamente, nos encontramos en la misma situación en que estábamos hace dos años y medio, cuando huyó el asesino Sirius Black —declaró Fudge ayer por la noche—. Y creemos que las dos fugas están relacionadas. Una huida de esta magnitud sugiere que los fugitivos contaron con ayuda del exterior, y hemos de recordar que Black, el primer preso que logró huir de Azkaban, sería la persona idónea para ayudar a otros a seguir sus pasos. Creemos también que esos individuos, entre los que se encuentra la prima de Black, Bellatrix Lestrange, han acudido a ofrecer apoyo a Black, al que han erigido líder. Sin embargo, estamos haciendo todo lo posible para capturar a los delincuentes, y pedimos a la comunidad mágica que permanezca alerta y actúe con prudencia. No hay que abordar a ninguno de estos individuos bajo ningún concepto.»

—Ya está, Harry —dijo Ron, atemorizado—. Por eso estaba tan contento anoche.

—No puedo creerlo —gruñó Harry—. ¡Fudge culpa de la fuga a Sirius!

—¿Qué otras posibilidades tiene? —comentó Hermione con amargura—. No puede decir: «Lo siento mucho, Dumbledore ya me advirtió que esto podía pasar, los vigilantes de Azkaban se han unido a lord Voldemort…» ¡Deja de gimotear, Ron! «… y ahora los peores partidarios de Voldemort se han fugado.» Hay que tener en cuenta que Fudge lleva seis meses diciendo a todo el mundo que Dumbledore y tú sois unos mentirosos.

Hermione abrió el periódico y empezó a leer la crónica interior mientras Harry recorría el Gran Comedor con la mirada. No entendía por qué sus compañeros no parecían asustados ni comentaban por lo menos la espantosa noticia de la primera plana, aunque lo cierto era que muy pocos recibían el periódico todos los días, como Hermione. Allí estaban, hablando de los deberes, de
quidditch
y de los últimos cotilleos, a pesar de que fuera de aquellos muros otros diez
mortífagos
habían pasado a engrosar las filas de Voldemort.

Miró hacia la mesa de los profesores. Allí todo era diferente: Dumbledore y la profesora McGonagall estaban en plena conversación, y ambos parecían sumamente serios. La profesora Sprout tenía
El Profeta
apoyado en una botella de ketchup y leía la primera plana con tanta concentración que no se había dado cuenta de que de la cuchara que tenía en suspenso delante de la boca caía un hilillo de yema de huevo que iba a parar a su regazo. Entre tanto, al final de la mesa, la profesora Umbridge atacaba un cuenco de gachas de avena. Por primera vez los saltones ojos de sapo de Dolores Umbridge no recorrían el Gran Comedor, tratando de descubrir a algún estudiante que no se estuviera portando bien. Tenía el entrecejo fruncido mientras engullía la comida, y de vez en cuando lanzaba una mirada maliciosa hacia el centro de la mesa, donde conversaban Dumbledore y la profesora McGonagall.

—¡Oh, no…! —exclamó Hermione, sorprendida, sin apartar los ojos del periódico.

—¿Y ahora qué? —preguntó rápidamente Harry; estaba muy nervioso.

—Es… horrible —dijo la chica, conmocionada. Dobló el periódico por la página diez y se lo pasó a sus amigos.

TRÁGICO FALLECIMIENTO DE UN FUNCIONARIO DEL MINISTERIO DE LA MAGIA

Anoche el Hospital San Mungo prometió llevar a cabo una investigación en toda regla, tras ser descubierto muerto en su cama el funcionario del Ministerio de Magia Broderick Bode, de 49 años, estrangulado por una planta. Los sanadores que acudieron en su ayuda no lograron reanimar al señor Bode, que unas semanas antes de su muerte había sufrido un accidente laboral.

La sanadora Miriam Strout, que estaba a cargo de la sala del señor Bode en el momento del incidente, ha sido suspendida de empleo aunque no de sueldo, pero ayer no quiso hacer declaraciones; no obstante, un mago portavoz del hospital declaró lo siguiente:

«San Mungo lamenta profundamente la muerte del señor Bode, cuya salud estaba mejorando notablemente antes de este trágico accidente.

»Existen estrictas directrices sobre los objetos decorativos permitidos en nuestras salas, pero al parecer la sanadora Strout, ocupada con las celebraciones navideñas, no reparó en el peligro que suponía la planta de la mesilla de noche del señor Bode. A medida que el paciente recuperaba el habla y la movilidad, la sanadora Strout lo animó a cuidar él mismo de la planta, sin saber que no era una inocente flor voladora, sino un esqueje de lazo del diablo que estranguló al señor Bode en cuanto éste, convaleciente, se acercó y lo tocó.

»Hasta el momento, San Mungo no ha podido explicar la presencia de la planta en la sala y ruega a cualquier mago o bruja que tenga alguna información que se ponga en contacto con el hospital.»

—Bode… —dijo Ron—. Bode. Me suena de algo…

—Lo vimos —comentó Hermione en voz baja—. En San Mungo, ¿no te acuerdas? Estaba en la cama de enfrente de Lockhart, tumbado, contemplando el techo. Y vimos cómo le llevaban el lazo del diablo. La sanadora dijo que era un regalo de Navidad.

Harry volvió a leer la crónica. El horror subía por su garganta como la bilis.

—¿Cómo puede ser que no reconociéramos el lazo del diablo? Hemos visto esa planta otras veces… Pudimos impedir que sucediera.

—¿Quién se imagina que van a meter un lazo del diablo en un hospital disfrazado de inocente planta de interior? —replicó Ron—. ¡Nosotros no tenemos la culpa; el responsable es el que la envió! Menudos imbéciles, ¿por qué no miraban lo que estaban comprando?

—¡Ron, por favor! —dijo Hermione con voz temblorosa—. No creo que nadie sea capaz de poner un lazo del diablo en un tiesto sin darse cuenta de que esa planta intenta matar a quien la toque. Esto…, esto ha sido un asesinato, y un asesinato muy inteligente… Si enviaron la planta de forma anónima, ¿cómo van a averiguar quién lo hizo?

Pero Harry no pensaba en el lazo del diablo. Estaba recordando que el día de la vista había bajado en ascensor a la novena planta del Ministerio y que un hombre de rostro cetrino se había subido en la planta del Atrio.

—Yo conocí a Bode —dijo despacio—. Lo vi en el Ministerio cuando fui allí con tu padre.

Ron se quedó con la boca abierta.

—¡Yo también he oído a papá hablar de él en casa! ¡Era un
inefable
! ¡Trabajaba en el Departamento de Misterios!

Se miraron un momento; entonces Hermione recuperó el periódico, lo cerró, observó con repugnancia la portada con las fotografías de los diez
mortífagos
fugados, y se puso en pie.

—¿Adónde vas? —le preguntó Ron, sorprendido.

—A enviar una carta —contestó Hermione, y se colgó la mochila del hombro— Bueno, no sé si… Pero vale la pena intentarlo… Y soy la única que puede hacerlo.

—No soporto que se comporte así —refunfuñó Ron mientras él y Harry se levantaban también de la mesa y salían más despacio del Gran Comedor—. ¿Qué le costaría, por una vez, explicarnos lo que se propone? Sólo tardaría unos diez segundos más… ¡Eh, Hagrid!

Hagrid estaba de pie junto a las puertas por las que se accedía al vestíbulo, esperando a que pasara un grupo de alumnos de Ravenclaw. Todavía estaba muy magullado, como el día en que había regresado de su misión con los gigantes, y tenía un nuevo corte en el caballete de la nariz.

—¿Todo bien, chicos? —les preguntó intentando sonreír, aunque sólo consiguió una especie de dolorosa mueca.

—¿Y tú, Hagrid? ¿Estás bien? —inquirió Harry, y lo siguió cuando el guardabosques echó a andar pesadamente tras los alumnos de Ravenclaw.

—Sí, sí —contestó Hagrid con falsa ligereza; luego agitó una mano y estuvo a punto de dar un porrazo a la asustada profesora Vector, que pasaba en aquel momento junto a él—. Un poco liado, ya sabéis, lo de siempre: tengo que preparar las clases, hay un par de salamandras a las que se les están pudriendo las escamas… y estoy en periodo de prueba —murmuró.

—¿Que estás en periodo de prueba? —dijo Ron en voz alta, y unos cuantos estudiantes que pasaban por allí giraron la cabeza con curiosidad—. Lo siento… ¿Estás en periodo de prueba? —repitió en un susurro.

—Sí. Pero la verdad es que ya me lo imaginaba. No sé si os fijasteis, pero la supervisión no dio muy buen resultado, ¿sabéis? En fin… —Soltó un hondo suspiro—. Será mejor que vaya a ponerles un poco más de chile en polvo a esas salamandras o dentro de poco se les van a caer las colas. Hasta luego, chicos…

Se alejó caminando con dificultad, salió por la puerta del castillo y bajó la escalera de piedra que conducía al húmedo jardín. Harry lo vio marchar y se preguntó cuántas malas noticias más sería capaz de soportar.

En los días posteriores, la noticia de que Hagrid estaba en periodo de prueba se extendió por el colegio, pero para indignación de Harry, casi nadie se mostró muy disgustado. De hecho, algunos estudiantes, entre los que destacaba Draco Malfoy, parecían contentísimos. Por otra parte, Harry, Ron y Hermione eran, por lo visto, los únicos que conocían o los únicos a los que les importaba la extraña muerte de un anónimo empleado del Departamento de Misterios, sucedida en el Hospital San Mungo. En esos días, en los pasillos sólo se hablaba de una cosa: de los diez
mortífagos
fugados, cuya historia se había propagado por Hogwarts filtrada por los pocos alumnos que leían los periódicos. Corrían rumores de que habían visto a algunos de los fugitivos en Hogsmeade, de que estaban escondidos en la Casa de los Gritos y de que iban a entrar en Hogwarts, como había hecho Sirius en una ocasión.

Los que procedían de familias de magos habían crecido oyendo pronunciar los nombres de aquellos
mortífagos
casi con el mismo temor que el de Voldemort; los crímenes que habían cometido en tiempos del reinado de terror de Voldemort eran legendarios. Entre los estudiantes de Hogwarts había familiares de sus víctimas, y en esos días se habían convertido sin pretenderlo en objeto de una horripilante fama indirecta: Susan Bones, cuyos tío, tía y primos habían muerto a manos de uno de los diez
mortífagos
, comentó muy triste, durante una clase de Herbología, que ya entendía perfectamente lo que debía de sentir Harry.

—Y no sé cómo lo aguantas, es espantoso —dijo sin rodeos mientras tiraba más estiércol de dragón de la cuenta en su bandeja de brotes de
chasquichirridos
, haciendo que éstos se retorcieran y chillaran, incómodos.

Era verdad que últimamente los estudiantes volvían a murmurar y a señalar a Harry cuando se cruzaban con él por los pasillos, aunque le pareció detectar un ligero cambio en el tono de voz de los que cuchicheaban. Éste ya no era de hostilidad, sino de curiosidad, y en un par de ocasiones alcanzó a oír fragmentos de conversaciones que indicaban que sus compañeros no estaban conformes con la versión que daba
El Profeta
sobre cómo y por qué diez
mortífagos
habían conseguido fugarse de la fortaleza de Azkaban. Confundidos y temerosos, parecía que esos escépticos recurrían a la única explicación alternativa que tenían: la que Harry y Dumbledore habían estado exponiendo desde el año anterior.

Y no era sólo el estado de ánimo de los alumnos lo que había cambiado; también era habitual encontrarse a dos o tres profesores hablando en susurros por los pasillos e interrumpiendo sus conversaciones en cuanto veían que se acercaba algún alumno.

—Es evidente que si la profesora Umbridge está en la sala de profesores, ya no pueden hablar con libertad allí —comentó Hermione en voz baja cuando un día ella, Harry y Ron se cruzaron con la profesora McGonagall, el profesor Flitwick y la profesora Sprout, que estaban apiñados frente al aula de Encantamientos.

—¿Crees que ellos saben algo más? —le preguntó Ron girando la cabeza para mirar a los tres profesores.

—Si saben algo, no nos lo van a contar, ¿verdad? —terció Harry, enfadado—. Con el decreto… ¿Por qué número vamos ya?

Y es que en los tablones de anuncios de las cuatro casas habían aparecido nuevos letreros a la mañana siguiente de que saltara la noticia de la fuga de Azkaban:

POR ORDEN DE LA SUMA INQUISIDORA DE HOGWARTS

Se prohíbe a los profesores proporcionar a los alumnos cualquier información que no esté estrictamente relacionada con las asignaturas que cobran por impartir.

Esta orden se ajusta al Decreto de Enseñanza n.°26.

Firmado:

Dolores Jane Umbridge
Suma Inquisidora

Este último decreto había sido objeto de gran número de bromas entre los estudiantes. Lee Jordan le comentó a la profesora Umbridge que, según la nueva norma, ella no estaba autorizada a regañar ni a Fred ni a George por jugar a los naipes explosivos en el fondo de la clase.

—¡Los naipes explosivos no tienen nada que ver con la Defensa Contra las Artes Oscuras, profesora! ¡Esa información no está relacionada con su asignatura!

Cuando Harry volvió a ver a Lee, reparó en que tenía una herida sangrante en el dorso de la mano, y le recomendó solución de
murtlap
.

Harry creyó que la fuga de Azkaban le daría una lección de humildad a la profesora Umbridge, o que tal vez se avergonzaría de la catástrofe que se había producido en las mismísimas narices de su querido Fudge. Sin embargo, parecía que sólo había intensificado su furioso deseo de tomar bajo su control todos los aspectos de la vida en Hogwarts. Se mostraba decidida, como mínimo, a conseguir un despido lo más pronto posible, y la única duda era quién iba a caer primero: la profesora Trelawney o Hagrid.

A partir de entonces, todas las clases de Adivinación y de Cuidado de Criaturas Mágicas se impartían en presencia de la profesora Umbridge y de sus hojas de pergamino, cogidas con el sujetapapeles. Acechaba junto al fuego en la perfumada sala de la torre, interrumpía los discursos de la profesora Trelawney, cada vez más histéricos, con difíciles preguntas sobre ornitomancia y heptomología, insistía en que predijera las respuestas de los alumnos antes de que ellos las dieran, y exigía que demostrara sus habilidades con la bola de cristal, las hojas de té y las runas. A Harry le parecía que, en cualquier momento, la profesora Trelawney se vendría abajo ante tanta presión. En varias ocasiones se la cruzó por los pasillos (un hecho muy inusual, pues ella solía quedarse en su habitación de la torre), y siempre iba murmurando por lo bajo, furiosa, se retorcía las manos, lanzaba aterradas miradas por encima del hombro y despedía un intenso olor a jerez para cocinar. De no haber estado tan preocupado por Hagrid, Harry habría sentido lástima por ella; pero, si tenían que destituir a alguno de los dos, Harry tenía clarísimo quién quería que se quedara.

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