Harry Potter. La colección completa (289 page)

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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

—Mira, creo que deberíamos intentar olvidar lo que has visto —añadió Hermione con firmeza—. Y a partir de ahora también deberías poner un poco más de empeño en las clases de Oclumancia.

Harry se enfadó tanto con ella que no le dirigió la palabra durante el resto del día, que nuevamente resultó ser un asco. Cuando en los pasillos no se comentaba el tema de los
mortífagos
fugados, la gente se reía de la pésima actuación de los de Gryffindor en su partido contra Hufflepuff, y los de Slytherin cantaron «A Weasley vamos a coronar» tan fuerte y tan a menudo que, antes de que el sol se pusiera, Filch, harto de la cancioncilla, la había prohibido.

La situación no mejoró con el paso de los días. Harry recibió otras dos D en Pociones; todavía estaba en ascuas por si despedían a Hagrid, y no podía dejar de pensar en el sueño en que él era Voldemort, aunque no volvió a hablar sobre ello ni con Ron ni con Hermione porque no quería que su amiga volviera a regañarlo. Le habría encantado hablar de aquel tema con Sirius, pero eso estaba descartado, así que intentó confinar el asunto a lo más recóndito de su mente.

Aunque, por desgracia, lo más recóndito de su mente había dejado de ser un lugar seguro.

—Levántate, Potter.

Un par de semanas después de soñar con Rookwood, Harry volvía a estar arrodillado en el suelo del despacho de Snape, intentando vaciar su mente. Snape acababa de obligarlo una vez más a revivir un caudal de recuerdos muy antiguos que él ni siquiera era consciente de conservar, y la mayoría estaban relacionados con humillaciones que le habían infligido Dudley y sus compinches en la escuela primaria.

—¿Qué era ese último recuerdo? —preguntó Snape.

—No lo sé —contestó Harry, y se puso en pie cansinamente. Cada vez le resultaba más difícil desenredar los recuerdos del torrente de imágenes y sonidos que Snape le hacía evocar—. ¿Ese en que mi primo intentaba que metiera los pies en el retrete?

—No —dijo el profesor en voz baja—. Me refiero al del hombre arrodillado en medio de una habitación en penumbra.

—No es… nada —mintió Harry.

Snape taladró al muchacho con sus oscuros ojos, pero éste, recordando el comentario del profesor de que el contacto visual era indispensable para la Legeremancia, parpadeó y desvió la mirada.

—¿Qué hacen ese hombre y esa habitación dentro de tu cabeza, Potter? —insistió Snape.

—Sólo es… —balbuceó él mirando a todas partes menos a Snape—, sólo es… un sueño que tuve.

—¿Un sueño? —Hubo una pausa durante la cual Harry fijó la vista en una gran rana muerta que flotaba en un tarro lleno de un líquido de color morado—. Sabes por qué estamos aquí, ¿verdad, Potter? —le preguntó Snape con voz débil pero amenazadora—. Sabes por qué estoy sacrificando mi tiempo libre y realizo esta tediosa tarea, ¿no?

—Sí —contestó Harry fríamente.

—Recuérdame por qué estamos aquí, Potter.

—Para que pueda aprender Oclumancia —repuso él mientras miraba una anguila muerta, desafiante.

—Correcto, Potter. Y pese a lo torpe que eres —Harry miró con odio a Snape—, creía que después de más de dos meses de clases habrías progresado algo. ¿Cuántos sueños más sobre el Señor Tenebroso has tenido?

—Sólo ése —mintió.

—A lo mejor —prosiguió Snape entrecerrando ligeramente sus fríos y oscuros ojos—, a lo mejor resulta que te gusta tener esas visiones y esos sueños, Potter. Tal vez hacen que te sientas especial, importante…

—No —repuso Harry con las mandíbulas apretadas y los dedos fuertemente cerrados alrededor de su varita mágica.

—Me alegro, Potter —dijo Snape con frialdad—, porque no eres ni especial ni importante, y no te corresponde a ti averiguar qué dice el Señor Tenebroso a sus
mortífagos
.

—No, eso le corresponde a usted, ¿verdad? —le espetó Harry.

Lo dijo sin querer, las palabras salieron por su boca impulsadas por la rabia que sentía. Se miraron fijamente; Harry estaba convencido de que había ido demasiado lejos. Pero cuando Snape habló, lo hizo con una expresión curiosa, casi de satisfacción.

—Sí, Potter —afirmó, y sus ojos destellaron—. Ese es mi trabajo. Y ahora, si estás preparado, volveremos a empezar. —Snape levantó la varita y dijo—: Uno, dos, tres,
¡Legeremens!

Un centenar de
dementores
se abatían sobre Harry cruzando el lago de los jardines de Hogwarts… Harry hizo una mueca de concentración… Cada vez estaban más cerca… Veía los oscuros agujeros que había bajo sus capuchas… Y, sin embargo, también veía a Snape enfrente de él, que lo observaba con atención al mismo tiempo que murmuraba por lo bajo… Y la imagen de Snape cada vez era más clara, y la de los
dementores
más débil…

Harry levantó su varita.


¡Protego!

Snape se tambaleó, su varita saltó por los aires, lejos de Harry, y de pronto la mente del chico se llenó de recuerdos que no eran suyos: un hombre de nariz aguileña gritaba a una mujer que se encogía de miedo, mientras un niño de cabello oscuro lloraba en un rincón… Un adolescente de cabello grasiento estaba sentado, solo, en un oscuro dormitorio, y apuntaba al techo con su varita mágica para matar moscas… Una muchacha reía mientras un chico escuálido intentaba montar en una escoba que no paraba de dar sacudidas…


¡BASTA!

Harry sintió como si lo hubieran empujado con fuerza por el pecho; dio unos pasos hacia atrás tambaleándose, chocó contra una de las estanterías que cubrían las paredes del despacho de Snape, y oyó que algo se rompía. El profesor temblaba ligeramente y estaba muy pálido.

Harry tenía la parte de atrás de la túnica mojada. Uno de los tarros que había en la estantería contra la que había chocado se había roto, y el elemento viscoso que había dentro giraba como un remolino en el líquido que se derramaba.


¡Reparo!
—exclamó Snape por lo bajo, y el tarro se selló de inmediato—. Bueno, Potter, veo que vas mejorando… —Jadeando ligeramente, Snape enderezó el
pensadero
en el que había vuelto a almacenar algunos de sus pensamientos antes de iniciar la clase, como si quisiera comprobar que seguían allí—. No recuerdo haberte dicho que utilizaras un encantamiento escudo, pero no cabe duda de que ha surtido efecto…

Harry no dijo nada, pues tenía la impresión de que decir algo podría resultar peligroso. Estaba seguro de que acababa de entrar en los recuerdos de Snape, y que había contemplado algunas escenas de su infancia. Resultaba desconcertante pensar que aquel niño, que lloraba mientras veía cómo sus padres se gritaban, estaba en esos momentos de pie ante él mirándolo con ojos llenos de odio.

—Volvamos a intentarlo —dijo Snape. Harry se estremeció de miedo; estaba a punto de pagar por lo que acababa de pasar, estaba convencido de ello. Se colocaron de nuevo en sus posiciones, separados por la mesa. Harry temía que esa vez le costara mucho más vaciar su mente.

—Contaré hasta tres —le avisó Snape, y levantó la varita una vez más—. Uno, dos… —Harry no tuvo tiempo para prepararse e intentar vaciar su mente antes de que Snape gritara—:
¡Legeremens!

Iba corriendo por el pasillo de paredes de piedra con antorchas hacia el Departamento de Misterios; la puerta negra cada vez era más grande. Corría tanto que iba a chocar contra ella; estaba a pocos palmos y volvía a ver aquella rendija de débil luz azulada.

¡La puerta se había abierto! Por fin había entrado por ella, y se encontraba en una sala circular de paredes y suelo negros, iluminada por velas de llama azul, y había más puertas a su alrededor. Tenía que seguir adelante, pero ¿cuál debía abrir?


¡POTTER!

Harry abrió los ojos. Volvía a estar tumbado boca arriba, pero no recordaba cómo había llegado hasta allí; jadeaba como si de verdad hubiera atravesado corriendo el pasillo del Departamento de Misterios, hubiera entrado apresuradamente por la puerta negra y se hubiera encontrado en la sala circular.

—¡Explícate! —le ordenó Snape, que estaba plantado delante de él, furioso.

—No…, no sé qué ha pasado —dijo Harry con sinceridad al mismo tiempo que se levantaba. Tenía un chichón en la parte de atrás de la cabeza, del golpe que se había dado contra el suelo, y sentía como si tuviera fiebre—. Es la primera vez que lo veo. Ya se lo he dicho, he soñado otras veces con esa puerta, pero nunca se había abierto…

—¡No te esfuerzas lo suficiente! —Por algún extraño motivo, Snape parecía aún más enojado de lo que lo estaba hacía dos minutos, cuando Harry había visto los recuerdos del profesor—. Eres perezoso y descuidado, Potter, no me extraña que el Señor Tenebroso…

—¿Puede decirme una cosa, señor? —lo interrumpió Harry con renovado ímpetu—. ¿Por qué llama a Voldemort «Señor Tenebroso»? Sólo he oído a los
mortífagos
llamarlo así.

Snape despegó los labios e hizo una mueca de desdén, pero entonces se oyó gritar a una mujer fuera del despacho.

El profesor levantó la cabeza y miró hacia el techo.

—¿Qué demonios…? —masculló. Harry oyó ruidos amortiguados que provenían, al parecer, del vestíbulo. Snape miró alrededor, ceñudo—. ¿Has visto algo raro cuando venías hacia aquí, Potter?

Harry hizo un gesto negativo con la cabeza y la mujer volvió a gritar. Snape fue a grandes zancadas hacia la puerta del despacho, con la varita en ristre, y salió. Tras vacilar unos instantes, el chico lo siguió.

Los gritos, efectivamente, procedían del vestíbulo, y se hicieron más fuertes cuando Harry corrió hacia la escalera de piedra. Cuando llegó al vestíbulo, lo encontró abarrotado: los estudiantes habían salido en tropel del Gran Comedor, donde todavía se estaba sirviendo la cena, para ver qué pasaba; otros se habían amontonado en la escalera de mármol. Harry se abrió paso a empujones entre un grupo de alumnos de Slytherin, que eran muy altos, y vio que los curiosos habían formado un gran corro; algunos estaban asombrados, y otros, incluso aterrados. La profesora McGonagall se hallaba enfrente de Harry, al otro lado del vestíbulo, y daba la impresión de que lo que estaba viendo le producía un débil mareo.

La profesora Trelawney estaba de pie en medio del vestíbulo, sosteniendo la varita en una mano y una botella vacía de jerez en la otra, completamente enloquecida. Tenía el pelo de punta, las gafas se le habían torcido, de modo que uno de los ojos aparecía más ampliado que el otro, y sus innumerables chales y bufandas le colgaban desordenadamente de los hombros causando la impresión de que se le habían descosido las costuras. En el suelo, junto a ella, había dos grandes baúles, uno de ellos volcado, como si se lo hubieran lanzado desde la escalera. La profesora Trelawney miraba fijamente, con gesto de terror, algo que Harry no distinguía, pero que al parecer estaba al pie de la escalera.

—¡No! —gritó la profesora Trelawney—.
¡NO!
¡Esto no puede ser! ¡No puede ser! ¡Me niego a aceptarlo!

—¿No se imaginaba que iba a pasar esto? —preguntó una voz aguda e infantil con un deje de crueldad; Harry, que se había desplazado un poco hacia la derecha, descubrió que la aterradora visión de la profesora Trelawney no era ni más ni menos que la profesora Umbridge—. Pese a que es usted incapaz de predecir ni siquiera el tiempo que hará mañana, debió darse cuenta de que su lamentable actuación durante mis supervisiones, y sus nulos progresos, provocarían su despido.

—¡N-no p-puede! —bramó la profesora Trelawney, a quien las lágrimas le resbalaban por las mejillas por detrás de sus enormes gafas—. ¡No p-puede despedirme! ¡Llevo d-dieciséis años aquí! ¡Hogwarts es m-mi hogar!

—Era su hogar hasta hace una hora, en el momento en que el ministro de Magia firmó su orden de despido —la corrigió la profesora Umbridge, y Harry sintió asco al ver que el placer le ensanchaba aún más la cara de sapo mientras contemplaba cómo la profesora Trelawney, que lloraba desconsoladamente, se desplomaba sobre uno de sus baúles—. Así que haga el favor de salir de este vestíbulo. Nos está molestando.

Pero la profesora Umbridge se quedó donde estaba, regodeándose con la imagen de la profesora Trelawney, que gemía, se estremecía y se mecía hacia delante y hacia atrás sobre su baúl en el paroxismo del dolor. Harry oyó un sollozo amortiguado a su izquierda y giró la cabeza. Lavender y Parvati lloraban en silencio, cogidas del brazo. Luego oyó pasos. La profesora McGonagall había salido de entre los espectadores, había ido directamente hacia la profesora Trelawney y le estaba dando firmes palmadas en la espalda al mismo tiempo que se sacaba un gran pañuelo de la túnica.

—Toma, Sybill, toma… Tranquilízate… Suénate con esto… No es tan grave como parece… No tendrás que marcharte de Hogwarts…

—¿Ah, no, profesora McGonagall? —dijo la profesora Umbridge con una voz implacable, y dio unos pasos hacia delante—. ¿Y se puede saber quién la ha autorizado para hacer esa afirmación?

—Yo —contestó una voz grave.

Las puertas de roble se habían abierto de par en par. Los estudiantes que estaban más cerca de ellas se apartaron y Dumbledore apareció en el umbral. Harry no tenía ni idea de qué debía de haber estado haciendo el director en los jardines, pero tenía un aire imponente allí plantado, como si lo enmarcara una extraña neblina nocturna. Dumbledore dejó las puertas abiertas y avanzó, dando grandes zancadas a través del corro de curiosos, hacia la profesora Trelawney, quien seguía temblando y llorando sobre su baúl, con la profesora McGonagall a su lado.

—¿Usted, profesor Dumbledore? —se extrañó la profesora Umbridge con una risita particularmente desagradable—. Me temo que no ha comprendido bien la situación. Aquí tengo —dijo, y sacó un rollo de pergamino de la túnica— una orden de despido firmada por mí y por el ministro de Magia. Según el Decreto de Enseñanza número veintitrés, la Suma Inquisidora de Hogwarts tiene poder para supervisar, poner en periodo de prueba y despedir a cualquier profesor que en su opinión, es decir, la mía, no esté al nivel exigido por el Ministerio de Magia. He decidido que la profesora Trelawney no da la talla, y la he despedido.

Para gran sorpresa de Harry, Dumbledore siguió sonriendo. Miró a la profesora Trelawney, que no dejaba de sollozar e hipar sobre su baúl, y dijo:

—Tiene usted razón, desde luego, profesora Umbridge. Como Suma Inquisidora, está en su perfecto derecho de despedir a mis profesores. Sin embargo, no tiene autoridad para echarlos del castillo. Me temo que la autoridad para hacer eso todavía la ostenta el director —dijo, e hizo una pequeña reverencia—, y yo deseo que la profesora Trelawney siga viviendo en Hogwarts.

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