Harry Potter. La colección completa (314 page)

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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

—En mi sueño yo cruzaba esa habitación oscura y entraba en otra —explicó—. Creo que deberíamos retroceder e intentarlo desde allí.

Así que volvieron apresuradamente a la sala oscura y circular; en ese momento, las espeluznantes formas de los cerebros nadaban ante los ojos de Harry en lugar de las llamas azules de las velas.

—¡Esperad! —exclamó Hermione cuando Luna se disponía a cerrar la puerta de la habitación de los cerebros—.
¡Flagrate!

Hizo un dibujo en el aire con la varita mágica y una X roja, luminosa como el fuego, apareció en la puerta. Tan pronto como ésta volvió a cerrarse tras ellos, oyeron otra vez un fuerte estruendo, y la pared empezó a girar muy deprisa, pero ahora veían una línea roja y borrosa además de la línea azul; cuando todo volvió a quedarse quieto, la equis seguía encendida marcando la puerta que ya habían abierto.

—Buena idea —comentó Harry—. Bien, vamos a probar ésta…

Una vez más, Harry caminó con decisión hacia la puerta que tenía delante y la empujó, con la varita en ristre, mientras sus compañeros lo seguían de cerca.

Entraron en otra habitación, más grande que la anterior, rectangular y débilmente iluminada, cuyo centro estaba hundido y formaba un enorme foso de piedra de unos seis metros de profundidad. Los chicos estaban de pie en el banco más alto de lo que parecían unas gradas de piedra que discurrían alrededor de la sala y descendían como en un anfiteatro, similares a las de la sala del tribunal en la que el Wizengamot había juzgado a Harry. En el centro del foso, sin embargo, en lugar de la silla con cadenas había una tarima de piedra sobre la que se alzaba un arco, asimismo de piedra, que parecía tan antiguo, resquebrajado y a punto de desmoronarse que a Harry le sorprendió que se tuviera en pie. El arco, que no se apoyaba en nada, tenía colgada una andrajosa cortina; era una especie de velo negro que, pese a la quietud del ambiente, ondeaba un poco, como si acabaran de tocarlo.

—¿Quién hay ahí? —preguntó Harry, y bajó de un salto al siguiente banco de las gradas. Nadie le contestó, pero el velo siguió ondeando.

—¡Cuidado! —susurró Hermione.

Harry bajó los bancos uno a uno hasta que llegó al suelo de piedra del foso. Sus pasos resonaban con fuerza mientras caminaba hacia la tarima. El arco, acabado en punta, parecía mucho más alto desde donde estaba en ese momento que cuando lo contemplaba desde arriba. El velo seguía agitándose suavemente, como si alguien acabara de pasar a su lado.

—¿Sirius? —se atrevió a decir Harry, pero en voz más baja, ya que estaba muy cerca.

Tenía la extraña sensación de que había alguien de pie detrás del velo, al otro lado del arco. Agarró con fuerza su varita y fue rodeando lentamente la tarima, pero detrás no había nadie; lo único que se veía era la otra cara del raído velo negro.

—¡Vámonos! —exclamó Hermione, que había descendido unos cuantos bancos—. No es esta habitación, Harry, vámonos.

Hermione parecía asustada, mucho más asustada que en la habitación del tanque donde flotaban los cerebros, y, sin embargo, Harry pensó que el arco encerraba una extraña belleza, pese a lo viejo que era. Además, el velo que ondeaba suavemente lo intrigaba; estaba tentado de subir a la tarima y rozarlo.

—Vámonos, Harry —insistió Hermione.

—Está bien —cedió él, pero no se movió. Acababa de percibir algo. Se oían débiles susurros, murmullos que provenían del otro lado del velo—. ¿Qué dices? —preguntó Harry en voz alta, y sus palabras resonaron por las gradas de piedra.

—¡Nadie ha dicho nada, Harry! —exclamó Hermione, que había bajado hasta donde estaba él.

—He oído susurrar a alguien detrás del velo —aseguró su amigo, apartándose de ella y examinando el velo con el entrecejo fruncido—. ¿Eres tú, Ron?

—Estoy aquí, Harry —contestó Ron, que también había bajado al fondo del foso.

—¿No lo oís? —preguntó Harry, pues los susurros y los murmullos cada vez eran más intensos; sin proponérselo, puso un pie sobre la tarima.

—Yo lo oigo —dijo Luna con un hilo de voz; también había bajado y contemplaba el velo—. ¡Ahí dentro hay gente!

—¿Qué significa «ahí dentro»? —inquirió Hermione, que bajó de un salto desde el último banco de las gradas. Parecía mucho más enfadada de lo que requería la ocasión—. No puede haber nadie «ahí dentro», eso sólo es un arco, no hay sitio para que haya nadie. ¡Basta, Harry, vámonos! —Lo agarró por el brazo y tiró de él, pero Harry se resistió—. ¡Hemos venido a buscar a Sirius, Harry! —le recordó con voz chillona, cargada de tensión.

—Sirius —repitió Harry sin dejar de contemplar, hipnotizado, el sinuoso velo negro—. Sí… —De pronto el cerebro volvió a funcionarle con normalidad: Sirius, capturado, atado y torturado, y él estaba contemplando aquel arco… Retrocedió alejándose de la tarima y apartó los ojos del velo—. ¡Vámonos! —dijo.

—Precisamente eso era lo que intentaba… ¡Bueno, da lo mismo, vámonos! —exclamó Hermione, y rodeó la tarima. Los demás la siguieron. Al llegar al otro lado, vio que Ginny y Neville también contemplaban el velo, aparentemente alucinados. Sin decir nada, Hermione asió a Ginny por el brazo, y Ron agarró a Neville; los arrastraron hacia el primer banco de piedra y subieron hasta lo alto de las gradas.

—¿Qué crees que puede ser ese arco? —le preguntó Harry a Hermione cuando llegaron todos a la oscura sala circular.

—No lo sé, pero, sea lo que sea, es peligroso —contestó Hermione enérgicamente, y volvió a trazar una equis luminosa sobre la puerta.

Una vez más, la pared giró y volvió a quedarse quieta. Harry se acercó a otra puerta al azar y empujó. La puerta no se abrió.

—¿Qué pasa? —inquirió Hermione.

—Está… cerrada… —contestó Harry, y apoyó todo su peso sobre la puerta, pero ésta no cedió ni un milímetro.

—Entonces debe de ser ésta, ¿no? —concluyó Ron, emocionado, e intentó ayudar a Harry a abrirla—. ¡Tiene que serlo!

—¡Apartaos! —les ordenó Harry. Apuntó con la varita hacia donde habría estado la cerradura de haber sido aquélla una puerta normal y dijo—:
¡Alohomora!
—Pero no sucedió nada—. ¡La navaja de Sirius! —exclamó después, y la sacó del interior de su túnica y la deslizó por el resquicio que había entre la puerta y la pared.

Los otros observaban expectantes mientras Harry deslizaba la navaja desde arriba hasta abajo, la retiraba y luego volvía a empujar la puerta con el hombro. Pero ésta seguía firmemente cerrada. Es más, cuando Harry miró la navaja, vio que la hoja se había fundido.

—Bueno, esta habitación la dejamos —afirmó Hermione muy decidida.

—Pero ¿y si es la que buscamos? —aventuró Ron contemplando la puerta con una mezcla de aprensión y curiosidad.

—No puede serlo; en sus sueños Harry podía entrar por todas las puertas —argumentó Hermione, y trazó otra equis de fuego mientras Harry se guardaba el mango de la navaja de Sirius, ya inservible, en el bolsillo.

—¿Tenéis idea de qué puede haber ahí dentro? —preguntó Luna, intrigada, al tiempo que la pared empezaba a girar otra vez.


Blibbers
maravillosos, sin duda —contestó Hermione en voz baja, y Neville soltó una risita nerviosa.

La pared se detuvo y Harry, cada vez más desesperado, abrió de un empujón la siguiente puerta.

—¡Es ésta!

Lo supo al instante por la hermosa, danzarina y centelleante luz que había dentro. Cuando sus ojos se adaptaron al resplandor, vio unos relojes que brillaban sobre todas las superficies; eran grandes y pequeños, de pie y de sobremesa, y estaban colgados en los espacios que había entre las librerías o reposaban sobre las mesas; era por eso por lo que un intenso e incesante tintineo llenaba aquella habitación, como si por ella desfilaran miles de minúsculos pies. La fuente de la luz era una altísima campana de cristal que había al fondo de la sala.

—¡Por aquí!

A Harry le latía muy deprisa el corazón porque sabía que iban por buen camino; guió a sus compañeros por el reducido espacio que había entre las filas de mesas y se dirigió, como había hecho en su sueño, hacia la fuente de la luz: la campana de cristal, tan alta como él, que estaba sobre una mesa y en cuyo interior se arremolinaba una fulgurante corriente de aire.

—¡Oh, mirad! —exclamó Ginny conforme se acercaban a la campana de cristal, y señaló su interior.

Flotando en la luminosa corriente del interior había un diminuto huevo que brillaba como una joya. Al ascender, el huevo se resquebrajó y se abrió, y de dentro salió un colibrí que fue transportado hasta lo alto de la campana, pero al ser atrapado de nuevo por el aire, sus plumas se empaparon y se enmarañaron; luego, cuando descendió hasta la base de la campana, volvió a quedar encerrado en su huevo.

—¡No os paréis! —dijo Harry con aspereza, porque Ginny parecía dispuesta a quedarse allí mirando cómo el colibrí volvía a salir del huevo.

—¡Pues tú te has entretenido un buen rato contemplando ese arco viejo! —protestó Ginny, pero siguió a Harry hasta la única puerta que había detrás de la campana de cristal.

—Es ésta —repitió Harry. El corazón le latía con tal violencia que apenas podía hablar—. Es por aquí…

Echó un vistazo a sus compañeros; todos llevaban la varita en la mano y de pronto habían adoptado una expresión muy seria y vigilante. Harry se colocó frente a la puerta, que se abrió en cuanto la empujó.

Habían encontrado lo que buscaban: una sala de techo elevadísimo, como el de una iglesia, donde no había más que hileras de altísimas estanterías llenas de pequeñas y polvorientas esferas de cristal. Estas brillaban débilmente, bañadas por la luz de unos candelabros dispuestos a intervalos a lo largo de las estanterías. Las llamas de las velas, como las de la habitación circular que habían dejado atrás, eran azules. En aquella sala hacía mucho frío.

Harry avanzó con sigilo y escudriñó uno de los oscuros pasillos que había entre dos hileras de estanterías. No oyó nada ni vio señal alguna de movimiento.

—Dijiste que era el pasillo número noventa y siete —susurró Hermione.

—Sí —confirmó Harry, y miró hacia el extremo de la estantería que tenía más cerca. Debajo del candelabro con velas de llama azulada vio una cifra plateada: cincuenta y tres.

—Creo que tenemos que ir hacia la derecha —apuntó Hermione mientras miraba con los ojos entornados hacia la siguiente hilera—. Sí, ésa es la cincuenta y cuatro…

—Tened las varitas preparadas —les advirtió Harry.

El grupo avanzó con lentitud girando la cabeza hacia atrás a medida que recorría los largos pasillos de estanterías, cuyos extremos quedaban casi completamente a oscuras. Había unas diminutas y amarillentas etiquetas pegadas bajo cada una de las esferas de cristal que reposaban en los estantes. Algunas despedían un extraño resplandor acuoso; otras estaban tan apagadas como una bombilla fundida.

Pasaron por la estantería número ochenta y cuatro…, por la ochenta y cinco… Harry aguzaba el oído, atento al más leve sonido que indicara movimiento, pero Sirius podía estar amordazado, o inconsciente, o… «Podría estar muerto», dijo espontáneamente una vocecilla en su cabeza.

«Lo habría sentido —se dijo Harry, que notaba los latidos del corazón en la garganta—, lo habría sabido…»

—¡Noventa y siete! —susurró entonces Hermione.

Se apiñaron alrededor del final de la estantería y miraron hacia el fondo del pasillo correspondiente. Allí no había nadie.

—Está al final de todo —dijo Harry, y notó que tenía la boca un poco seca—. Desde aquí no se ve bien.

Y los guió entre las dos altísimas estanterías llenas de esferas de cristal, algunas de las cuales relucían débilmente cuando ellos pasaban por delante.

—Tendría que estar por aquí cerca —afirmó Harry en voz baja, convencido de que cada paso que daba era el último, y de que iba a ver la irregular silueta de Sirius sobre el oscuro suelo—. Podríamos tropezar con él en cualquier momento…

—Harry… —insinuó Hermione, vacilante, pero él no se molestó en contestar. Ahora tenía la boca como el cartón.

—Por aquí… Estoy seguro… —repitió. Habían llegado al final de la estantería, donde había otro candelabro. Allí no había nadie. Sólo se percibía un silencio resonante y misterioso, cargado del polvo que había en aquel lugar—. Podría estar… —susurró Harry con voz ronca escudriñando el siguiente pasillo—. O quizá… —Corrió a mirar en el siguiente.

—Harry… —insistió Hermione.

—¿Qué? —gruñó él.

—Me parece… que Sirius no está aquí.

Nadie dijo nada. Harry se resistía a mirar a sus compañeros. Estaba muy angustiado. No entendía por qué Sirius no estaba allí. Tenía que estar allí. Allí era donde Harry lo había visto…

Recorrió el espacio que había al final de las filas de estanterías y miró entre ellas. Ante sus ojos se sucedían pasillos y más pasillos, pero todos estaban vacíos. Corrió hacia el otro lado pasando junto a sus amigos, que lo observaban sin hacer comentarios. No había rastro de Sirius por ninguna parte, ni señales de que se hubiera producido allí alguna pelea.

—¡Harry! —exclamó entonces Ron.

—¿Qué?

Harry no quería oír a su amigo; no quería oírle decir que aquella aventura había sido una estupidez y que tenían que regresar a Hogwarts; le ardían las mejillas y lo único que deseaba era quedarse un rato escondido en aquel lugar, a oscuras, antes de enfrentarse a la claridad del Atrio y a las miradas acusadoras de sus amigos…

—¿Has visto esto? —le preguntó Ron.

—¿Qué? —repitió Harry, pero esta vez con interés: tenía que ser alguna señal de que Sirius había estado en esa habitación, una pista. Se acercó a donde estaban los demás, un poco más allá de la hilera número noventa y siete, pero sólo vio a Ron, que examinaba atentamente las esferas de cristal que había en la estantería.

—¿Qué ocurre? —inquirió Harry con desánimo.

—Lleva…, lleva tu nombre —contestó Ron.

Harry se acercó un poco más. Ron señalaba una de las pequeñas esferas de cristal que relucía con una débil luz interior, aunque estaba cubierta de polvo y parecía que nadie la había tocado durante años.

—¿Mi nombre? —se extrañó Harry.

Se acercó a la estantería. Como no era tan alto como Ron, tuvo que estirar el cuello para leer la etiqueta amarillenta que estaba pegada en el estante, justo debajo de una de las esferas. Había una fecha de unos dieciséis años atrás escrita con trazos finos, y debajo la siguiente inscripción:

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