Harry Potter. La colección completa (328 page)

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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

—Primer ministro —lo saludó Cornelius Fudge avanzando con paso firme y la mano tendida—, me alegro de volver a verlo.

El primer ministro no podía devolver el cumplido sin mentir, de modo que no dijo nada. No se alegraba lo más mínimo de ver a Fudge, cuyas ocasionales apariciones, además de resultar sumamente alarmantes, solían depararle alguna noticia nefasta. Por si fuera poco, Fudge parecía agobiado por las preocupaciones. Se lo veía más delgado, calvo y canoso, y tenía la cara surcada de arrugas. El primer ministro ya había visto ese aspecto en otros políticos, y nunca auguraba nada bueno.

—¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó estrechándole la mano con brevedad, y le señaló la dura silla que había delante de su mesa.

—No sé por dónde empezar —masculló Fudge mientras arrastraba la silla; luego se sentó y colocó el bombín verde sobre las rodillas—. ¡Qué semanita!

—¿Usted también ha tenido una mala semana? —repuso el primer ministro con fría formalidad, dándole a entender que ya tenía bastantes problemas y no necesitaba los de él.

—Sí, claro —contestó Fudge frotándose los ojos con gesto de cansancio, y lo miró con aire taciturno—. Tan mala como la suya, primer ministro. El puente de Brockdale, los asesinatos de Bones y Vance… Por no mencionar la catástrofe del West Country.

—Usted… su… quiero decir… ¿Ha sido alguien de los de…? ¿Tiene algo que ver su gente con esos acontecimientos?

Fudge le lanzó una severa mirada y repuso:

—Por supuesto que tiene algo que ver. Supongo que se habrá dado cuenta de lo que está pasando, ¿no?

—Yo… —vaciló.

Ese tipo de comportamiento era lo que más le desagradaba de las visitas de Fudge. Al fin y al cabo, él era el primer ministro y no le gustaba que lo trataran como si fuera un ignorante colegial. Sin embargo, la actitud de Fudge siempre había sido la misma desde su primera reunión con él, celebrada el mismo día en que había asumido el cargo, años atrás. No obstante, era un recuerdo tan vivido que parecía que aquel primer encuentro se hubiese producido el día anterior, y él sabía que lo perseguiría hasta el día de su muerte: estaba en ese mismo despacho, de pie, solo, saboreando el triunfo logrado tras muchos años de soñar y maquinar, cuando de pronto había oído toser a sus espaldas, igual que esta noche, y al darse la vuelta, el feo personaje del retrato le había anunciado que el ministro de Magia estaba a punto de llegar para presentarse.

Como es lógico, el primer ministro pensó que la larga campaña y los nervios de las elecciones lo habían trastornado. Se llevó un susto de muerte al ver que le hablaba un retrato, aunque eso no fue nada comparado con lo que sintió cuando un tipo que se hacía llamar mago salió despedido de la chimenea y le estrechó la mano. Él permaneció mudo de asombro mientras Fudge, con gran consideración, le explicaba que todavía había magos y brujas que vivían en secreto por todo el mundo y lo tranquilizaba añadiendo que no hacía falta que se preocupara por ellos, dado que el Ministerio de Magia se encargaba de la comunidad mágica e impedía que la población no mágica se percatara de su existencia. Fudge había agregado que ése era un trabajo difícil que lo abarcaba todo, desde procurar que se cumpliera el reglamento del uso responsable de escobas hasta mantener controlada a la población de dragones (al oír esto, él se había agarrado a la mesa para no caerse). A continuación, Fudge, dándole unas paternales palmaditas en el hombro mientras él continuaba estupefacto, había concluido:

—No se preocupe, lo más probable es que nunca vuelva a verme. Sólo lo molestaré si pasa algo verdaderamente grave en nuestra comunidad, algo que pueda afectar a los
muggles
, es decir, a la población no mágica. Por lo demás, nuestra política siempre ha sido vivir y dejar vivir. Y permítame decirle que usted se lo está tomando mucho mejor que su predecesor. Él creyó que yo era una broma planeada por la oposición e intentó arrojarme por la ventana.

Ante tal afirmación, el primer ministro había recuperado por fin el habla.

—Entonces, ¿usted no es ninguna broma? —Ésa era su última esperanza.

—No —respondió Fudge con delicadeza—. No, me temo que no. Mire. —Y convirtió la taza de té del primer ministro en un jerbo.

—Pero… —apuntó el otro con voz entrecortada mientras veía cómo su taza de té masticaba un trocito de su próximo discurso escrito— pero ¿por qué nadie me ha explicado…?

—El ministro de Magia sólo se muestra al primer ministro
muggle
en activo —aclaró Fudge, y se guardó la varita en la chaqueta—. Creemos que es la mejor manera de mantener el secreto.

—Pero entonces —gimoteó el primer ministro—, ¿por qué no me ha avisado mi antecesor?

Fudge había soltado una carcajada.

—Querido primer ministro, ¿piensa usted contárselo a alguien?

Riendo todavía con satisfacción, Fudge arrojó unos polvos a la chimenea, se metió entre las llamas de color esmeralda y se esfumó produciendo el ruido de una ventolera. El primer ministro se había quedado inmóvil, y se dio cuenta de que nunca, aunque viviera muchos años, se atrevería a mencionarle ese encuentro a nadie, pues ¿quién iba a dar crédito a sus palabras?

Tardó un tiempo en recuperarse del sobresalto. Al principio intentó convencerse de que Fudge había sido una alucinación provocada por la falta de sueño acumulada a lo largo de la extenuante campaña electoral, y en un vano intento de librarse de cualquier recuerdo del desagradable encuentro, le regaló el jerbo a su sobrina, que se llevó una grata sorpresa. Además, ordenó a su secretaria particular que retirara el retrato del feo hombrecillo que había anunciado la llegada del ministro de Magia. Sin embargo, resultó imposible descolgarlo, lo que le provocó gran consternación. Después de que varios carpinteros, un par de albañiles, un historiador de arte y el ministro de Hacienda intentaran sin éxito arrancarlo de la pared, el primer ministro desistió y se resignó a confiar en que «esa cosa» permaneciera quieta y callada durante el resto de su mandato. Alguna que otra vez habría jurado ver con el rabillo del ojo cómo el ocupante del cuadro bostezaba o se rascaba la nariz; y en un par de ocasiones, el tipo desapareció como si tal cosa del marco sin dejar tras de sí más que un sucio trozo de lienzo marrón. Con todo, se acostumbró a no prestarle mucha atención al dichoso cuadro y, cuando pasaban cosas como aquéllas, se decía que eran efectos ópticos.

Pero tres años atrás, una noche muy parecida a ésta, el primer ministro también se hallaba solo en su despacho cuando el retrato había anunciado una vez más la inminente llegada de Fudge, que salió de repente de la chimenea, empapado y despavorido. Antes de que el primer ministro pudiera preguntarle qué hacía chorreando agua encima de la alfombra Axminster, el ministro de Magia empezó a largarle una perorata sobre una cárcel de la que él nunca había oído hablar, un tipo llamado «Sirio» Black, un sitio que sonaba algo así como Hogwarts y un muchacho llamado Harry Potter, nada de lo cual tenía ni pizca de sentido para el primer ministro.

—Vengo de Azkaban —había explicado Fudge, jadeando, mientras inclinaba el bombín para que el agua acumulada en el ala cayera dentro de su bolsillo—. Está en medio del mar del Norte, ¿sabe? Ha sido un vuelo de lo más desagradable. Los
dementores
están muy soliviantados… —Hizo una pausa y se estremeció—. Es la primera vez que alguien se fuga de allí. En fin, tenía que hablar con usted, primer ministro. Black es un asesino de
muggles
y es posible que pretenda reunirse de nuevo con Quien-usted-sabe… Pero ¿qué digo? ¡Claro, usted ni siquiera sabe quién es Quien-usted-sabe! —Lo miró con desespero y propuso—: Está bien, siéntese, siéntese. Será mejor que lo ponga al corriente. Tómese un whisky.

No le hizo mucha gracia que lo invitaran a sentarse en su propio despacho, y menos aún que le ofrecieran su propio whisky, pero aun así se sentó. Fudge sacó su varita, hizo aparecer de la nada dos grandes vasos llenos de un líquido ámbar, le puso uno en la mano al primer ministro y acercó una silla.

Fudge habló durante más de una hora. Hubo un momento en que, al no querer pronunciar cierto nombre en voz alta, lo escribió en un trozo de pergamino que le puso al primer ministro en la mano libre. Cuando por fin se levantó con intención de marcharse, su anfitrión se levantó también.

—De modo que usted cree que… —Entornó los ojos y miró el trozo de pergamino que tenía en la mano izquierda—: Lord Vol… —leyó.

—¡El-que-no-debe-ser-nombrado! —gruñó Fudge.

—Lo siento. Entonces, ¿usted cree que El-que-no-debe-ser-nombrado sigue vivo?

—Dumbledore asegura que sí —respondió Fudge mientras se abrochaba la capa hasta la barbilla—, pero nunca lo hemos encontrado. En mi opinión, él no supone ningún peligro a menos que cuente con apoyo, de modo que quien debería preocuparnos es Black. Así pues, dará a conocer usted la noticia, ¿verdad? Excelente. ¡Espero que no volvamos a vernos, primer ministro! Buenas noches.

Pero volvieron a verse. Al cabo de un año escaso, Fudge, muy abrumado, apareció de nuevo en el despacho para comunicarle que había surgido un problemita en la Copa del Mundo de «cuidich» (o así sonó lo que dijo) y que había varios
muggles
«implicados», pero que no debía preocuparse, porque el hecho de que hubiera vuelto a verse la Marca de Quien-usted-sabe no significaba nada; estaba seguro de que se trataba de un incidente aislado, y la Oficina de Coordinación de los
Muggles
ya se estaba ocupando de todas las modificaciones de memoria necesarias.

—¡Ah, casi se me olvida! —añadió—. Vamos a importar del extranjero tres dragones y una esfinge para el Torneo de los Tres Magos; es pura rutina, pero el Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas insiste en que, según el reglamento, tenemos que notificarle a usted que vamos a introducir criaturas peligrosísimas en el país.

—¿Ha dicho… dragones? —farfulló el primer ministro.

—Sí, tres —puntualizó Fudge—. Y una esfinge. Bueno, que tenga un buen día.

El primer ministro se aferró como pudo a la ilusión de que los dragones y las esfinges serían lo peor de todo, pero no sirvió de nada. Casi dos años más tarde, Fudge volvió a salir del fuego de la chimenea para comunicarle que se había producido una fuga masiva de Azkaban.

—¿Una fuga masiva? —repitió el primer ministro con voz quebrada.

—¡No debe preocuparse, no debe preocuparse! —exclamó Fudge, que ya tenía un pie en las llamas para irse—. ¡Los atraparemos enseguida, pero me pareció conveniente que lo supiera usted!

Y antes de que el otro pudiera gritarle «¡Espere un momento!», Fudge desapareció en medio de una lluvia de chispas verdes.

Aunque la prensa y la oposición opinaran otra cosa, el primer ministro no era ningún idiota, y a pesar de lo que Fudge le había garantizado en su primera reunión, desde entonces se habían visto en varias ocasiones y en cada nueva visita Fudge parecía más nervioso que en la anterior.

Aunque no le gustaba nada pensar en el ministro de Magia (o, como él lo llamaba para sus adentros, «el otro ministro»), vivía con el temor de que en su siguiente aparición portase noticias aún más graves. Por ese motivo, verlo salir otra vez del fuego, despeinado, inquieto y muy sorprendido de que el primer ministro no supiera exactamente qué hacía él allí fue, sin duda, lo peor que le había ocurrido en el curso de esa calamitosa semana.

—¿Cómo voy a saber yo lo que pasa en la… la… comunidad mágica? —le espetó a Fudge por fin—. Debo dirigir un país, y actualmente ya tengo suficientes preocupaciones para que encima…

—Nuestras preocupaciones son las mismas —lo interrumpió el visitante—: el puente de Brockdale no se derrumbó porque estuviera desgastado; lo del West Country no fue ningún huracán; esos asesinatos no los perpetraron
muggles
; y no le quepa duda de que el mundo estará más seguro sin Herbert Chorley. De hecho, estamos haciendo trámites para que lo ingresen en el Hospital San Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas. El traslado debería realizarse esta misma noche.

—¿Cómo dice? Me parece que… ¿Qué acaba de decir? —bramó el primer ministro.

Fudge exhaló un hondo suspiro y replicó:

—Primer ministro, lamento mucho tener que comunicarle que ha vuelto. El-que-no-debe-ser-nombrado ha vuelto.

—¿Que ha vuelto? ¿Qué quiere decir con que «ha vuelto»? ¿Que está vivo? Porque…

El primer ministro rebuscó en su memoria los detalles de la espeluznante conversación mantenida con Fudge hacía tres años, cuando éste le habló por primera vez de ese mago, más temido que ningún otro, el mago que había cometido miles de crímenes terribles antes de su misteriosa desaparición, quince años atrás.

—Sí, está vivo —confirmó Fudge—. Es decir… no sé… ¿Está viva una persona a la que no se puede matar? Yo no acabo de entenderlo y Dumbledore se niega a darme muchas explicaciones; pero, sea como fuere, lo que sabemos es que ahora tiene un cuerpo con el que camina, habla y mata. Así pues, y a los efectos de esta discusión, supongo que puede decirse que está vivo.

El primer ministro no supo qué responder a esa afirmación, pero la habitual costumbre de fingir que estaba muy bien informado de cualquier tema que se planteara lo impulsó a tratar de recordar sus anteriores conversaciones con Fudge.

—¿Está Sirio Black con… con… El-que-no-debe-ser-nombrado?

—¿Sirio? ¿Sirio? —repitió Fudge como un loco, haciendo girar rápidamente su bombín con una mano—. Querrá decir
Sirius
Black. ¡Por las barbas de Merlín! No, Black está muerto. Resulta que nos equivocamos respecto a él. Vaya, que era inocente. Y que no estaba confabulado con El-que-no-debe-ser-nombrado. Verá —añadió poniéndose a la defensiva, e hizo girar el bombín todavía más deprisa—, todos los indicios apuntaban a que… Teníamos más de cincuenta testigos presenciales. En fin, como le digo, Black está muerto. Bueno, de hecho lo asesinaron. En las oficinas del Ministerio de Magia. Obviamente, se va a llevar a cabo una investigación.

Aunque él mismo se sorprendió, en ese momento el primer ministro experimentó un fugaz sentimiento de lástima por Fudge. Sin embargo, su compasión quedó eclipsada por el orgullo que sintió al pensar que, por muy inepto que él fuera para aparecer en las chimeneas, nunca se había cometido un asesinato en ninguno de los departamentos gubernamentales a su cargo. Al menos de momento.

—Pero ahora no nos preocupa Black —añadió Fudge—. Lo que nos preocupa es que estamos en guerra, primer ministro, y debemos tomar medidas.

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